DOS

El cuerpo abandonado

 

A las diez y cuarto de la mañana, un vecino de la zona, que paseaba junto a su perro por los alrededores de la vieja cantera abandonada, vio un trozo de cuerpo sobresaliendo por debajo de unos matorrales. Se trataba de un muñón del pie que había sido seccionado por algún animal, aunque eso el hombre no lo sabía. Lo que vio fue carne amputada y un trozo del astrágalo al descubierto. El cuerpo estaba abandonado a unos cien metros al norte de la vieja carretera que ya casi nadie frecuentaba. Desprendía un olor penetrante a muerte. El hombre tuvo que llevarse la mano a la boca para no vomitar. Ató a su perro. Se sentó como pudo sobre un canto de granito. Sacó el teléfono móvil que llevaba guardado en el bolsillo y llamó a la policía. Una mujer contestó al otro lado del teléfono. El hombre temblaba. De joven había servido en regulares y había visto un par de hombres muertos, a consecuencia de una reyerta en Benzú. Pero de eso hacía casi cincuenta años y nada de aquel recuerdo resultaba comparable al pedazo de carne y hueso descuartizado, que asomaba tras las ramas medio secas a diez metros de donde se encontraba.

Me llamo Gerardo. Gerardo Sánchez… Sí, escuche, no estoy muy seguro, pero… Creo que es un cuerpo. Sí… Está medio oculto… Justo debajo de unos matorrales… En la montaña que asciende justo detrás de la vieja carretera de la cantera… A unos quinientos metros de la carretera… No, no lo sé, no estoy seguro. ¿Podrían mandar a alguien?...

Después de eso, trató de guardar la calma y siguió las instrucciones de la voz al otro lado de la línea. No se acercó al cuerpo, ni dejó que su perro lo hiciera. En lugar de eso, se quedó sentado quieto, sobre la piedra en la que se encontraba, y esperó. Doce minutos más tarde, escucho el sonido lejano de una sirena de policía. Para cuando distinguió el coche patrulla, se sentía mareado pero logró ponerse en pie e hizo señas con los brazos. Los agentes le divisaron en seguida, abandonaron el vehículo a un lado de la carretera y continuaron el camino de subida monte a través. Cuando llegaron al lugar donde se encontraba, Gerardo sudaba en abundancia. El hombre se apresuró a identificarse y dio cuenta de su llamada.

Los policías le pidieron que se echase a un lado y se acercaron al cuerpo. Observaron el mismo pedazo de carne y hueso que había contemplado el hombre. Se miraron el uno al otro y, sin decir palabra, retiraron con cuidado las ramas que cubrían el miembro muerto.

Uno de los policías sacó el walkie-talkie y contactó por radio.

Sí, soy el agente Ramírez, hemos venido a comprobar una llamada de emergencia. ¿Puede comprobar el código? Sí, afirmativo. Se trata de un cadáver. Necesitamos refuerzos... Parece el cuerpo de una chica. No estoy seguro. Tiene parte de un miembro amputado. Sí, no lo sé… En un risco sobre la carretera que lleva a la vieja cantera, a unos cien metros al norte... Sí, esperaremos instrucciones... De acuerdo. Avisad también a un forense.

Los refuerzos tardaron en llegar unos veinte minutos. Uno de los agentes llevó a Gerardo hasta uno de los coches patrulla y le tomó declaración. No necesitaron mucho. El hombre repitió nervioso los escasos detalles del avistamiento del cuerpo. Paseaba junto a su perro como cada día. Aquella mañana el perro estaba inquieto y se habían desviado un poco. De algún modo, se había fijado en algo oculto en el suelo. Al acercarse había distinguido algo parecido a un cuerpo. Después había realizado la llamada de emergencia y se había asegurado de esperar allí, sin tocar nada. El agente le ordenó que volviera a casa y manejara el asunto con discreción. Los agentes inspeccionaron el cadáver. Se trataba de un cuerpo de mujer, delgada y de pelo largo y rojizo. La descripción coincidía. No aparentaba más de veinticinco años, aunque el cadáver tenía el rostro destrozado a causa de una piedra o un animal, y por el momento resultaba imposible determinar con absoluta certeza si se trataba de la chica desaparecida. El hombre se avino a colaborar y abandonó el lugar con pasos titubeantes. Los policías aplicaron a rajatabla el procedimiento. Rodearon un perímetro de seguridad alrededor del cuerpo y esperaron la llegada de los peritos forenses y el juez. También peinaron la zona. Encontraron una zapatilla deportiva roja, una pulsera dorada con la inscripción: «Elena». Dos condones usados, cinco latas oxidadas, una pila sulfatada, excrementos de animal, una linterna pequeña, varios cleenex sucios y un neumático radial de catorce pulgadas. Anotaron todo en una libreta y lo recogieron para analizar muestras. También tomaron fotografías del cadáver y de la escena, que, de todos modos, parecía haber sido demasiado pisoteada para entonces. El juez de guardia apareció una hora y media después y ordenó el levantamiento del cadáver. A las siete de aquella misma tarde, las primeras pruebas forenses y los análisis de la dentadura confirmaron que se trataba de Sandra Urdiales Morales. El caso había dado otro giro. La chica desaparecida estaba muerta.

 

 

Todo discurrió lentamente hasta aquella tarde concreta. Era un jueves. Había un coche de policía aparcado frente a la puerta de casa cuando llegué. No me di cuenta hasta que lo tuve delante. Hacía media hora desde que había dejado a Lucía junto a su casa. Había pasado el día quemándome al sol en la piscina y los hombros me ardían bajo la camiseta, pero no podía dejar de sonreír. Quizá por eso no me fijé en el coche patrulla. La farola de la esquina ya estaba encendida e iluminaba el capó. No vi a nadie dentro. Avancé sin detenerme. La puerta principal de la casa estaba abierta y la luz del interior se escapaba con potencia. Justo bajo el umbral, dos hombres de uniforme hablaban con mi padre. Los hombres estaban de espaldas. Uno de ellos movía las manos lentamente. Mi padre llevaba puestos sus calzoncillos largos, tenía el pelo revuelto y parecía tener dificultades para mantenerse erguido. Desde el interior llegaba un olor mezclado a cebolla pochada y linimento.

Los hombres oyeron mis pisadas y se dieron la vuelta.

Mi padre dijo:

—Aquí está.

Los policías se volvieron. Reconocí el rostro de uno de ellos. Lo había visto días antes, en el chalet donde habían asesinado a aquel hombre. Era el tipo que me había abordado en el bordillo y me había agarrado por el brazo para conducirme a la parte trasera del jardín, donde se encontraba el bulto envuelto en la bolsa amarilla, un par de semanas antes. El mismo que me había preguntado mi nombre. Sentí cómo se me agarrotaban las facciones y los tics de mis párpados empezaban a estallar. Subí despacio los escalones del porche hasta llegar a su altura.

—¿Miguel del Moral?

Asentí.

—Hemos venido a hacerte unas cuantas preguntas.

El tipo me hablaba como si no me hubiera visto nunca. Noté cómo la respiración se me aceleraba en el pecho.

—¿Puedes decirnos dónde has estado todo el día?

Les dije que había estado en la piscina con algunos otros chicos.

—¿Qué chicos?

Les dije que nos sabía sus nombres.

—Tu padre dice que has estado fuera todo el día.

Asentí.

—Vas a tener que ser más explícito en tus respuestas… ¿Entiendes lo que quiero decir?

Los ojos empezaban a dolerme por culpa de los nervios.

—…Escucha bien, hijo… Necesito que respondas unas cuantas preguntas sobre la chica que desapareció de su casa hace unos días.

No me moví.

—Según nuestros informes, estabas allí cuando llegó la primera patrulla de la policía… ¿Puedes explicarnos por qué?

Me sentía confuso. Pensé que ya sabía la respuesta porque él mismo estaba allí aquel día mientras me interrogaban, y que ya les había dicho todo lo que sabía, así que no contesté. El hombre alzó la voz.

—¿Qué coño te pasa? ¿Es que no me has oído?... ¿Puedes explicarnos qué hacías allí?

Miré a mi padre. No me quitaba los ojos de encima.

—…Había salido a dar una vuelta.

Mi voz sonaba entrecortada. El tipo repitió mis palabras.

—¿A dar una vuelta?...

Me pareció que se burlaba de mí.

—Bien, pues cuéntanos qué viste.

Tragué saliva.

—Ya se lo dije entonces. No vi nada… Llevaba allí unos minutos. Había llegado con la bicicleta. Me senté en el bordillo y entonces escuché un motor y vi un coche de policía enfilando la calle.

—¿Recuerdas qué hora era?

—No lo sé.

—¿Podrías ser más preciso?

—Creo que temprano.

—Más preciso que eso.

—…Puede que las diez.

—De acuerdo, cuéntanos qué más viste.

—Vi salir a los policías y meterse en la casa. Luego llegaron otros coches patrulla y algunos vecinos empezaron a acercarse. Después un policía salió y me pidió que le acompañara. Entré con él en la casa: me llevó hasta la parte trasera. Vi que había un muerto y luego otro policía me hizo un montón de preguntas.

Pensé en decirle que debía saberlo porque él era aquel policía. Pero supuse que era mejor cerrar la boca.

El policía miró a su compañero. Los dos parecían a punto de perder los estribos.

—¿Y antes de eso? ¿Viste a alguien entrando o saliendo de la casa?

Les dije que no.

—¿Nadie?

Asentí.

—¿Estás seguro?… ¿Alguien entrando o saliendo?

—No.

—¿Algún vehículo? Cualquier cosa que te llamara la atención…

Negué con la cabeza.

—¿Sabes que es delito mentirle a un policía?

Asentí, aunque no lo sabía. Lo único que quería era responder sus preguntas y que todo acabara.

—¿Conocías a la chica desaparecida?

Negué con la cabeza. Les dije que ya me habían preguntado lo mismo antes. El día de los hechos.

—Limítate a responder las preguntas… Era una chica atractiva y este es un pueblo pequeño. ¿No la habías visto nunca?

Les dije que tal vez la hubiera visto alguna vez. Que no estaba seguro. Era posible que me hubiese cruzado con ella en alguna parte. Pero nunca había hablado con ella, ni sabía su nombre, ni ninguna otra cosa que sirviera de ayuda.

—Eso ya lo decidiremos nosotros. Entonces la conocías, ¿sí o no?

—No.

—¿Y no la viste aquella mañana?

—No.

—¿Estás seguro de eso?

—Sí

—¿Viste a alguna otra persona?

—No.

—¿Nadie merodeando?

—No.

—Así que estabas allí sentado, sin más. Y no viste ni oíste nada.

Asentí.

Los tipos se miraron. Les vi anotar algo en una libreta. Luego volvieron a mirarme. El más alto tenía muy marcadas las bolsas de los párpados y sus ojos resultaban inusualmente pequeños. Llevaban días malcomiendo por culpa de aquel caso, revisando archivos de delincuentes sexuales, buscando nuevas pistas, repitiendo hasta la saciedad los mismos interrogatorios que no llevaban a ninguna parte, pero yo no podía saberlo. Me pareció que se quedaba mirándome más de la cuenta. La pierna me temblaba. Sentí cómo un espasmo me cruzaba la cara. El tipo de la libreta se apartó y respondió a una llamada.

El policía de las preguntas volvió a la carga:

—Bien, voy a ser muy claro… Esta mañana hemos encontrado el cuerpo de la chica… Ha aparecido muerta bajo unos matorrales, junto a la cantera… De momento, no hay nada definitivo, pero si tenemos la más mínima sospecha de que sabes algo de todo este asunto, te garantizo que vas a tener problemas. ¿Me has entendido?...

No le había entendido. Estaba sudando y los nervios habían tomado por completo el control de mi cuerpo.

El tipo siguió hablando.

—Bien. De momento, esto es todo. Pero puede que volvamos mañana y para entonces será mejor que recuerdes los nombres de los chicos con los que estabas de excursión y cualquier otra cosa que pueda sernos de utilidad. ¿Te queda claro?...

No dije nada.

El otro policía volvió a acercarse, apoyó las manos sobre la correa de su cinturón y le dijo algo a mi padre. No logré escucharlo. Para entonces estaba tan confundido, asustado y nervioso que apenas me tenía en pie. Después de eso bajaron los escalones del porche y se marcharon. Escuché el eco de las puertas al cerrase y el motor del coche patrulla al arrancar y deslizarse sobre el pavimento desgastado. Podía sentir los chorros de sudor que me recorrían la espalda. Di un paso dubitativo para entrar en casa y entonces la voz de mi padre surgió como un torrente a mis espaldas.

—¡¿Qué coño has hecho?!

Sentí como me golpeaba el hombro.

—Nada.

Tenía el cuello cargado. Me volví.

—¿Dónde coño crees que vas? Mírame cuando te hablo.

Intenté responder, pero no conseguí articular una palabra. Olía a linimento y alcohol, a vino barato y aceite frito.

—¡Maldito hijo de puta!

No tuve tiempo de reaccionar. Antes de poder zafarme, sentí su puño golpearme con fuerza en el estómago. Luego soltó otro golpe y su puño estalló contra mi mandíbula. Entonces fue cuando caí al suelo. Siguió golpeándome después de eso, golpes lanzados al azar a mis costillas y en el costado. Los sentía sacudir mis huesos hasta que cerré los ojos y el dolor se volvió tan intenso que no fui capaz de dominarlo.

 

 

La chica había mantenido relaciones sexuales antes de morir, en principio con un solo hombre, aunque resultaba difícil aventurar si habían sido consentidas. Además, había muerto a consecuencia de un golpe causado con algún objeto contundente en la cabeza, tal vez una piedra o un objeto romo. Estaba claro que el asesino había tratado de desfigurarla de forma improvisada y chapucera. El cuerpo había sido desplazado hasta el lugar del enterramiento después de su muerte, razón por la cual tenía arañazos superficiales, producidos por el roce de la tierra, en la espalda y los brazos. No encontraron marcas ni señales de lucha, más allá del impacto en el cráneo que le había causado la muerte, lo que hacía presumir que la chica conocía a su asesino, o al menos que no había tenido tiempo de defenderse. La mutilación del pie se debía al ataque de algún animal salvaje. Probablemente, un jabalí. La autopsia reveló que había sido asesinada poco después de desaparecer, aquella misma tarde, noche, o, como mucho, al día siguiente. Los investigadores recibieron los resultados con una extraña mezcla de alivio y tensión. Básicamente, se encontraban en el punto de partida, solo que ahora tenían un segundo cadáver que añadir al primero y un móvil escurridizo que no eran capaces de discernir.

Las noticias locales de la noche abrieron con el suceso. La chica desaparecida ocho días atrás había aparecido muerta en un monte cercano. La policía buscaba ahora a un hombre joven (aunque podían ser dos), que había mantenido relaciones sexuales con la víctima antes de matarla. El mismo hombre al que se le atribuía el asalto a la casa familiar y el violento asesinato del padre de la chica. El hombre podía haber actuado solo, aunque no se descartaba que tuviera algún cómplice. Seguramente conocía los alrededores. La policía solicitaba la colaboración de los vecinos. Cualquier dato, por superfluo que pudiera parecer, podría tener interés. Habilitaron un número de teléfono y lo colgaron en las paredes del ayuntamiento y la fachada de la panadería. Era un pueblo pequeño. Antes o después, surgiría alguna pista.

 

 

Guardo un recuerdo borroso de los siguientes días. La paliza había sido tan fuerte que apenas podía moverme o hablar. Recuerdo el colchón de mi cama y a mi madre entrando con una bandeja con comida y líquido. Recuerdo que me costaba beber. Recuerdo el dolor punzante en las costillas y bajo los párpados, que estaban hinchados, y un escozor interno bajo la piel, que no remitía. Recuerdo que apenas podía respirar. El calor asfixiante y las baldosas del suelo de mi cuarto. Los labios hinchados y una sensación pastosa en la boca, que el agua no calmaba. A veces el dolor era tan intenso que lloraba. A veces, mi madre traía pastillas y durante un rato conseguía dormirme y no pensar en nada. El médico vino a verme el segundo día. Estuvo un rato en mi cuarto auscultándome y haciéndome preguntas. Creo que le preocupaba que los golpes me hubieran causado algún daño irreversible. Después hizo entrar a mi madre. Dijo que tenía fracturadas dos costillas y que debían llevarme al hospital. Y si el ojo derecho no mejora en dos días, tendrá que verlo un oftalmólogo.

Me recetó calmantes y se fue.

Mi madre volvió al cuarto un rato después. Estaba llorando. Me pidió que me tomara aquellos calmantes. Traía un vaso de agua y me lo acercó a los labios. Dijo que hablaría con mi padre y que trataría de llevarme al hospital. No alzaba la voz. Era una mujer vencida. Tal vez había sido una mujer vencida desde el principio. Tal vez al acostarse por la noche pensase en su vida y le resultase demasiado insoportable. Yo no podía saberlo. Puede que no fuera culpa suya. Dijo que no debería haberle provocado. Que el asunto de la policía le había trastornado.

—Los agentes se presentaron en casa de repente… Creíamos que andabas metido en problemas… Ya le conoces. No deberías haberle provocado.

No dije nada. Apenas conservaba algunas fuerzas.

Después volví a quedarme solo. El dolor seguía quemándome por dentro. Un dolor hondo. Más allá de los huesos y la carne. Un dolor que se derramaba por mis órganos. Quería cerrar los ojos y no tener que volver a abrirlos. Cerré los ojos y abracé la almohada tratando de mantener las costillas elevadas. Y supongo que en algún momento, mientras me esforzaba por no respirar, me quedé dormido.

 

 

Durante los días siguientes, apenas pude moverme. Me mantuve a base de pastillas, y purés, y los caldos que preparaba mi madre. Cuando lograba reunir las fuerzas para mantenerme en pie, daba paseos cortos. A veces bajaba al salón y veía un rato la tele, pero las costillas no me dejaban estar sentado durante demasiado tiempo. Comenzaban a arderme por dentro y tenía que volver a la cama y continuar tumbado.

Pensé muchas veces en Lucía. Intentaba evitarlo, pero entonces era peor. Yo nunca había tenido un recuerdo feliz al que agarrarme. Casi todo el tiempo pensaba en ella y luego trataba de recordar cómo eran las cosas antes. Cuando no tenía nada que perder. Cuando todo resultaba inalcanzable y seguro. A veces tenía suerte y conseguía dormir durante un rato y soñaba con ella. Otras veces la imaginaba junto al chico de la moto, hablando o besándose. Entonces sentía deseos de golpearme contra la pared. En general tomaba más pastillas y trataba de pasar la mayor parte del tiempo anestesiado. Los analgésicos ayudaban durante un rato, y después el dolor volvía. Si estaba despierto casi siempre pensaba en ella. Algunas veces resultaba demasiado insoportable. Uno de aquellos días, mientras estaba postrado en la cama sin apenas poder moverme, cogí un trozo de papel y me puse a escribir. Me sentía ansioso y tenía dolores internos, en las tripas. Escribí varias frases, pero al leerlas todas parecían ridículas. Rompí la hoja y volví a empezar. Escribí: No se me dan muy bien las palabras. Y también:

Creo que preferiría que nunca me hubieses hablado, porque así me resultaría más fácil no pensar en ello. Pienso en ti constantemente. Seguramente creas que no tiene ningún sentido.

Escribí algunas otras cosas. Las palabras surgían lentas y trabadas:

Me gustaría expresarme mejor, porque creo que si las frases representasen cómo me siento tal vez eso te gustaría.

Quería decirle que me parecía inteligente y muy, muy, guapa. La persona más guapa que había visto nunca, aunque de un modo natural. Muy distinto al de las otras chicas. Me pareció que resultaba cursi y ridículo. Al final escribí:

Puede que me consideres un idiota. Sé que no estoy a tu altura. Eso también. Lo que más deseo en el mundo es que sonrías. No deseo muchas cosas.

Después releí todo lo que había escrito. No sabía si romperlo o guardarlo. Lo guardé. Doblé la hoja y la puse bajo la pata de la cama. Pensé en dejarla en algún sitio para que pudiera leerla. Saqué el papel de debajo de la cama y firmé con mi nombre al final. Después volví a guardarlo.

Supongo que me quedé dormido después de eso.

 

 

A finales de semana, una mañana al abrir los ojos me sentí mejor. Miré el reloj de mi mesilla. Aún no eran las ocho. La presión en el pecho había disminuido y podía respirar sin dificultad. Me incorporé de la cama y caminé unos cuantos pasos por mi habitación. Las articulaciones de mis piernas parecían oxidadas, pero podían mantenerme erguido. Abrí la puerta de mi cuarto y agucé el oído hasta cerciorarme de que no había nadie despierto. Después entré en el baño, me lavé con cuidado la cara y las orejas e hice lo que pude con el pelo que estaba sucio y pegajoso. Luego volví a mi cuarto. Me puse una camiseta limpia y los pantalones cortos. Me calcé las zapatillas y cogí el papel doblado de debajo de mi cama. Hice todas esas cosas poniendo cuidado en no lastimarme, y luego salí de mi habitación y cerré la puerta. El aire me pareció muy fresco cuando pisé el jardín. Guardé el papel doblado en el bolsillo trasero de mi pantalón y comencé a caminar. No me sentía con fuerzas para coger la bicicleta, así que anduve despacio en dirección a su casa. Caminaba despacio, amortiguando el dolor. De camino, intenté no pensar. No tenía un plan específico, solo el impulso acuciante de no detenerme y aquella carta. Anduve mucho rato entre las hileras de urbanizaciones, hasta que llegué al recinto de la piscina. Aún era temprano. Eché un vistazo. La puerta de acceso estaba cerrada con candado y no vi a nadie dentro. Ni siquiera al socorrista. Algunas hojas habían caído sobre el agua clorada durante la noche y todo parecía tranquilo. Como un escenario vacío. Seguí mi camino hasta su calle, calibrando mis opciones. Podía sentarme en el bordillo. Podía dejar la carta junto a su verja y largarme. Podía echarla en el buzón exterior y desaparecer. Lamenté no haber escrito su nombre en la parte de fuera. El corazón me latía a cien por hora y tenía rojas las palmas de las manos. Pensé en mi aspecto. En las marcas de pelea que aún lucían en mi cara. No quería que me viese así. No quería que me hiciera preguntas. Saqué el papel doblado del bolsillo y eché otro vistazo a lo que había escrito. No se me dan muy bien las palabras. Podía dejar el papel donde estaba y dejarlo correr. Puede que solo fuera un tipo sin agallas. Devolví el papel doblado al bolsillo y seguí caminando. Sentía el sonido pesado de mi propia respiración cuando doblé la esquina de su calle. La cinta de la policía que custodiaba el chalet vecino desde el incidente estaba rota y algunos trozos se habían esparcido sobre la tierra. Vi un pedazo más largo colgando de una rama. Y luego, de repente, el recuerdo del puño de mi padre golpeándome me sobrevino con fuerza y tuve que respirar un par de veces para tranquilizarme. Después alcé la vista. El coche de la policía que había visto aparcado haciendo guardia durante casi todo el verano había desaparecido. Instintivamente, desvié la mirada dos chalets más allá y me fijé en su ventana. La persiana de su cuarto estaba echada. Lo que más deseo en el mundo es que sonrías. El resto de las persianas de la casa estaban echadas. Todas las que alcanzaba la vista. Me acerqué caminando. El toldo del porche estaba recogido. El viento no soplaba. Volví a girarme hacia el chalet donde todo había empezado. Me pareció que el tejado sucumbía, que la calle se volvía más estrecha. Agaché la cabeza. Anduve muy despacio los últimos pasos hasta la verja de su jardín. Mis pies apenas me sostenían. Los pensamientos cruzaban por mi cerebro a demasiada velocidad. Noté un sudor frío que me ascendía desde las plantas de los pies hasta la nuca. Apoyé las palmas de las manos sobre los barrotes. Había una cadena de hierro y un cerrojo reforzando la cerradura. Nunca antes me había acercado tanto a su puerta. Vi un pino grande y un limonero en mitad del jardín. Una especie de columpio pequeño junto a un árbol grande. La casa estaba cerrada. La cadena estaba enroscada entre los barrotes y daba dos vueltas. Puede que hiciese calor, pero yo ya no lo sentía. Era la mañana del veintitrés de agosto. Y el verano se había marchado para siempre.