La madrugada del tres de agosto, un Ford rojo entró cabeceando despacio en la Avenida del Paisaje. No era más que un trasto viejo que arrastraba un largo historial de golpes y reparaciones. El motor agitó el silencio nocturno hasta que se detuvo frente al número seis de la calle. Unos segundos más tarde, un tipo rubio y desgarbado, vestido con vaqueros cortos y una camiseta, abrió la portezuela delantera y desmontó. Le siguió casi al unísono una chica pelirroja. El chico se dirigió al capó, sacó una mochila oscura del interior y volvió a cerrar la portezuela con cuidado. La chica lo miraba con los ojos cargados. Ninguno de los dos pasaba de los veinte años. El tipo se llamaba Alex. Dos horas y media antes habían estado dándose el lote en el interior del coche. También habían consumido juntos. Cerveza y marihuana en dosis lo bastante ajustadas para no descompensarse. Tenían que mantenerse alerta si querían que las cosas salieran bien. Una semana antes se habían visto por primera vez. Durante una fiesta al aire libre en el pueblo vecino. La chica liada con otro tipo. Un tal Iván, eso le dijeron, pero no le importó. Su cabellera larga y pelirroja le había llamado la atención. Alex tenía oficio y estaba caliente. La estuvo camelando un rato, la llevó hasta su coche y le ofreció mescalina. La chica aceptó. Dijo que nunca había probado nada tan fuerte antes. Alex no la creyó. El asunto resultó más fácil de lo que creía. Compartieron un viaje breve placentero y luego se desprendieron de la ropa hasta quedarse totalmente desnudos e hicieron el amor. Seguramente no habría vuelto a verla si el alcaloide no le hubiera soltado la lengua. Le contó que tenía un plan. Estaba tumbada desnuda sobre el asiento trasero y el pelo se le desparramaba en mechones rojizos sobre la alfombrilla del suelo. Un día, pronto, conseguiría una buena suma de dinero y se largaría para siempre. Pensaba escaparse a una isla. Dedicarse a cultivar un huerto y contemplar las estrellas. Alex se rió de ella. Dijo que era una estúpida. Entonces la chica le mordió la oreja hasta hacerle gritar. Notó la sangre brotando y vio el frenesí del ácido en los ojos de ella. Su padre era contratista. Eso le dijo. Guardaba más de un millón y medio en casa. Alex dejó de reírse. Tenía una caja fuerte oculta en el salón. Dinero en B de algunas obras. Era una caja pequeña y ella sabía la combinación. Un día, cuando llegara el momento, agarraría aquel dinero y no volvería nunca. El plan era sencillo. Lo había visto en películas. Ya era mayor de edad y no podrían seguirla. El dinero no estaba justificado y su padre no podría denunciar el robo. Alex comenzó a sentir el calor de su entrepierna ascender, mezclarse con la sangre y enervarle la espina dorsal. La voz de la pelirroja lo excitaba aún más que su cuerpo huesudo. Le dijo que podía ayudarla. Podían hacerlo juntos. La chica necesitaría un transporte si quería largarse deprisa, y él tenía aquel trasto y había robado antes. La chica comenzó a reír a carcajadas. Alex no estaba seguro de si estaba loca. Conectó la radio del salpicadero y cerró los ojos. Todo resultaba sencillo en su mente. Entrarían de madrugada. Drogarían a los viejos con un espray, bajarían al comedor y abrirían la caja. Revolverían algunas cosas y harían algún destrozo para que pareciera un robo corriente. Después se largarían. Por la mañana, los viejos despertarían desconcertados. Para entonces ya sería de día y la pelirroja regresaría a casa, con el pretexto de haber pasado la noche de fiesta. Siendo dinero negro, no alertarían del robo, y si lo hacían la policía echaría un vistazo a los desperfectos, cursaría la denuncia y la archivaría por falta de pruebas. Alex conocía a la pasma. No se preocuparían más de lo necesario por un televisor viejo. Entonces se largarían. Tal vez tendrían que esperar algunas semanas. Algo prudente, hasta que todo hubiera pasado. Cogerían el dinero y desaparecerían. Nadie los relacionaría y serían libres. Podrían fugarse a una playa de arena blanca. O librarse de ella.
De eso hacía tres días.
Ahora la cosa se había vuelto seria. Eso era lo que pensaba mientras atravesaron la verja del jardín. Habían estado bebiendo. Y besándose. Y metiéndose mano en el Ford, para hacer tiempo. Alex llevaba el espray en una mochila negra. Llevaba también un cuchillo, por si había algún contratiempo. Una cuerda larga. Una linterna eléctrica, su canica de la suerte y algunas otras cosas. La pelirroja sacó la llave y abrió la cancela de la verja. Entraron. Todo estaba tranquilo. El jardín en penumbra. Sería coser y cantar. Subieron al porche. La ventana de la cocina estaba abierta, para dejar colarse la brisa de la noche. La pelirroja utilizó una segunda llave y abrió la cerradura de la puerta principal. La puerta se deslizó sin hacer ruido. Entraron. El interior de la casa estaba en silencio. Alex sacó la linterna y apuntó al suelo de loza. La pelirroja le dio la mano. Notó sus dedos nerviosos. La casa estaba tranquila. Subieron juntos las escaleras. Se pararon para besarse en el último escalón. Besos salvajes hacia la garganta. La pelirroja la palpó la cremallera. Alex le susurró que se estuviera quieta. Pronto estarían lejos y podría ventilársela. Había llegado el momento. Ella lo miró, excitada. Alex sacó de su mochila un par de mascarillas, se ajustó una a la cara y le explicó a la pelirroja cómo debía ponérsela. Avanzaron por el estrecho pasillo de la primera planta. La puerta del cuarto principal estaba entreabierta. El matrimonio dormía sobre las sábanas. Era verano y hacía calor. Esteban roncaba. Antonia tenía la cabeza vuelta sobre la almohada. La ventana que daba al jardín estaba entreabierta. Alex se acercó a ellos de puntillas. Le pareció que le costaba avanzar, como si arrastrara cien kilos en cada pierna. Llevaba en la mano el bote con el gas y les roció con fuerza. Antonia no abrió los ojos, Esteban sí. Hizo un ademán de incorporarse y se llevó la mano a la cara. Por un momento, la pelirroja pensó que la reconocería. Pero solo fue un acto reflejo. En un segundo, el hombre dejó escapar un gruñido y su cabeza cayó sin fuerza sobre la almohada. Alex sonrió satisfecho:
—Vamos.
Bajaron la escalera hacia la planta principal. La pelirroja le seguía de cerca. Una mezcla de excitación y peligro le recorría la espalda. Se desprendieron de las mascarillas escaleras abajo. Los dos sonreían. Cruzaron el salón en penumbra iluminados por la luz redonda de la linterna y llegaron riendo al comedor. La pelirroja señaló al lugar donde estaba la caja. Alex apuntó hacia allí con la linterna. Un pequeño aparador en una de las paredes laterales. Se acuclilló y lo desplazó unos cuarenta centímetros. Después otros cuarenta. Detrás surgió una caja de metal empotrada en el tabique. Era una caja pequeña. Con una rueda giratoria para introducir la combinación. Alex sonrió, satisfecho. La pelirroja lo imaginó desnudo en algún lugar lejano. Bajo la luna llena, en alguna playa. Haciéndole el amor. Alex le pidió que le cantara la cifra. Después giró el tambor. Se escuchó un pequeño chasquido, como el de un cargador al cerrarse, y la puerta de acero se abrió. Dentro había una carpeta roja, un sobre con papeles y una bolsa de tela. Alex dejó a un lado la linterna. Cogió la bolsa y deshizo el nudo. Estaba tan excitado que le costaba mantenerse callado, así que empezó a canturrear. Del interior de la bolsa surgieron dos fajos de billetes. Alex los cogió con la mano derecha y sonrió. Nunca había sonreído de aquella manera. Puso la linterna a un lado y se sentó en el suelo. Cogió el fajo más grande con la mano derecha y lo olió. Estaba tan excitado que tuvo una erección. Miró a la pelirroja, que no era más que una sombra a sus espaldas. Luego volvió al fajo. Estaba a punto de contar la pasta cuando la oyó gritar. Fue un grito seco y contenido. Alex cogió la linterna en un acto reflejo y se volvió. Apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió una mano agarrarle la muñeca.
—¿Qué coño haces? ¡Cabrón!
Distinguió la cara de Esteban. El hombre parecía desorientado, pero aun así lo agarró con fuerza por el brazo. Alex notó los dedos robustos apresando su carne. Sintió un calambre y la linterna cayó al suelo. La pelirroja gritó una vez más. Esteban reconoció el grito y se volvió. Vio la sombra de su hija en la penumbra y se quedó petrificado. Alex percibió su desconcierto, logró zafarse y apuntó con el espray directo a la cara del hombre. El chorro le hizo tambalearse. Alex se lanzó hasta agarrarlo del pelo. Siguió rociando con fuerza. Cinco, seis, siete segundos. El hombre abrió los ojos como platos y trató de respirar. Sus bocanadas no encontraron aire. Después se retorció y se llevó las manos a la cara. Alex siguió vertiendo el gas sobre su boca abierta. El hombre soltó un gruñido, como un ronquido agudo. Y luego cayó al suelo sobre sus rodillas y se desplomó. La pelirroja salió al pasillo. Estaba chillando. Alex salió tras ella. Le dijo que se tranquilizara. Estaba fuera de sí. La zarandeó con fuerza hasta hacer que se callara. Después volvió al comedor. Se acercó al cuerpo desplomado sobre el suelo. Lo meneó. Tenía los ojos abiertos y no respiraba. Comprendió que estaba muerto. Gritó:
—¡Coño! ¡Joder! ¡Me cago en la puta!
Desde el pasillo, la chica no dejaba de llorar. Volvió con ella y le ordenó que se cerrara la boca.
—Cierra la puta boca. Necesito pensar.
Estuvo unos minutos pensando. El tiempo pasaba. Pronto sería de día. La pelirroja no paraba de llorar. Alex se levantó y le abofeteó la cara. Le hizo un corte en el labio. Se sintió algo mejor después de eso. La pelirroja enmudeció y se tapó con los brazos. Alex se rascó la cabeza y se acuclilló junto a ella.
—Lo siento. No quería…necesito pensar. ¡Joder! Pronto será de día. Tenemos que hacer algo.
La chica se acurrucó en el pasillo. El pelo le caía sobre la frente.
Alex trató de tranquilizarse. Pensó en lo que encontraría la policía por la mañana. Un hombre muerto. Una caja fuerte abierta sin forzar. Las cerraduras de la casa intactas. De pronto, su plan inicial no resultaba tan bueno. El pánico ascendía por su espina dorsal. Tenía que hacer algo. Tenía que hacerlo rápido. No se le ocurrían muchas alternativas. Había una mujer inconsciente en el cuarto de arriba y un hombre muerto. Su vida estaba a punto de irse por el retrete. Había escuchado historias sórdidas sobre tipos que acababan su vida en la cárcel. Volvió al comedor. El aire estaba cargado. Guardó los fajos de billetes en la mochila y cerró la caja con cuidado. Colocó el aparador delante, justo como lo había encontrado, y se aseguró de que no quedasen restos. Después se dirigió hacia el hombre y lo arrastró con fuerza hasta que consiguió sacarlo de la habitación. Estaba casi exhausto después de eso. La pelirroja seguía tirada sobre el suelo, pero ya no lloraba. Pensó en pedirle que le ayudara a arrastrar el cuerpo hasta el jardín, pero comprendió que sería inútil. Siguió tirando del hombre en solitario a través de la penumbra del salón, hasta llegar a la entrada de la casa. Debía hacer que pareciera un robo frustrado. Tal vez una venganza. Eso era lo mejor. Simular un escenario de violencia. El tipo era contratista y tendría enemigos. Todo hombre tiene alguien que quiere matarle. Era mejor dejar las cosas como estaban. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Solo quería esfumarse. Tenía que borrar su rastro, eso era todo. Después pensaría en la chica. Sin su testimonio, nadie lo relacionaría. Arrastró el cuerpo inerte escaleras abajo en el porche, y siguió tirando de él a través del jardín. Cada pocos metros necesitaba pararse a descansar. La noche era aún cerrada y no corría el aire. Podía escuchar su respiración pesada rajando el silencio. Escuchó de lejos el motor de un coche atravesando la carretera y se acuclilló. El sonido se difuminó en unos cuantos segundos. Tenía que darse prisa. Siguió arrastrando el cuerpo, tirando de los brazos con todas sus fuerzas, hasta que logró llegar al patio trasero. Distinguió en la penumbra herramientas de jardín. Sacos de abono. Leña apilada. Dejó el cuerpo a un lado. La cara del hombre se había hinchado en minutos y sus labios dibujaban una mueca torcida. Le dio la vuelta. Después se quitó la camiseta, sacó de la mochila el cuchillo que había guardado horas antes, la enrolló, envolviendo la empuñadura con ella, y apuñaló al hombre con fuerza en la espalda. Fue un golpe seco y certero. Lo hizo con la mano izquierda, porque recordó las series de crímenes que veía y pensó que eso despistaría a la policía. Sintió la hoja clavarse en la carne. Le sorprendió un poco que no se moviera, aunque sabía que estaba muerto. Ni siquiera sangró. Soltó la empuñadora, quedándose con la camiseta. Después se secó el sudor de la frente y regresó atravesando el jardín, hasta llegar al porche delantero. Por el camino trató de ocultar los surcos que el cuerpo había hecho al arrastrarlo. Utilizó sus pies y un rastrillo que encontró apoyado en la pared lateral de la casa. Dio varias pasadas, hasta quedar satisfecho. Después se sacudió la tierra y volvió al interior de la casa. Dentro, la pelirroja continuaba tirada en el suelo, hecha un ovillo. Al verlo entrar, pareció asustarse. Alex pasó junto a ella, sin apenas mirarla. Entró en el despacho que seguía en penumbra, cogió su mochila y se aseguró que el fajo del dinero continuase allí. Se aseguró también de guardar la linterna y el resto de sus cosas. Después echó un vistazo. Todo resultaba más o menos como lo había encontrado hacía apenas un rato. Eso creía. Antes de que aquel viejo gilipollas estropease todo el asunto. Volvió hasta la pelirroja y le agarró con fuerza del brazo.
—Vamos. Joder. Levántate. Deprisa.
En menos de una hora, amanecería. Necesitaba pensar rápido y ganar tiempo. Tenían que salir de allí y alejarse cuanto antes.
Salieron juntos al jardín. El viento había cesado y la pelirroja caminaba casi a rastras, bamboleándose como una peonza. Alex trataba de mantenerla erguida, agarrándola con fuerza del brazo. Cruzaron la verja del jardín y cerraron la puerta. Las bisagras gruñeron. Un quejido grave que se perdió en la noche. Alex alzó la vista, asustado, hacia el chalet contiguo. Las luces estaban apagadas y todo parecía en calma. Arrastró con fuerza a la pelirroja hasta el otro lado de la estrecha calle. El Ford seguía aparcado donde lo había dejado un par de horas antes. Vio una farola encendida que no había visto antes. Pensó que aquel no era el mejor lugar para pasar desapercibido y que, de todos modos, ya era demasiado tarde. Abrió la puerta delantera derecha del coche, metió a la pelirroja dentro de un empujón, guardó a toda prisa la mochila en el asiento trasero, se dirigió a la puerta del conductor y se sentó al volante. Seguía sudando en abundancia. El pulso latía acelerado. Introdujo la llave en el contacto. La explosión ahogada del motor lo sobresaltó. Quitó el freno de mano, giró el volante y avanzó unos cuantos metros en la noche. Cuando estuvo seguro de tener la inercia suficiente, dejó que el vehículo continuara avanzando por si solo calle abajo, en punto muerto, hasta que atravesaron un par de manzanas de chalets. Entonces metió una marcha corta y volvió a pisar a fondo el acelerador. Condujo deprisa hasta llegar a la carretera que salía del pueblo. Rodó otro par de kilómetros, acelerando. Bajó la ventanilla y el aire nocturno le golpeó en la cara, ayudándole a despejarse. Echó un vistazo a la pelirroja. Permanecía en silencio, acurrucada en el asiento contiguo. Tenía el pelo revuelto y una expresión inane en el rostro que le hacía parecer estúpida. Le resultó imposible recordar qué la hacía deseable tan solo unas horas antes. Decidió no pensar en ello. Desvió la vista y encendió la radio. Una emisora local pinchaba rock. Subió el volumen y volvió a centrarse en las líneas de la carretera. Las pocas luces que iluminaban el pueblo se iban volviendo diminutas. Eso le tranquilizó. Comenzó a sentirse mejor después de abrir una lata de cerveza.
Pronto amanecería.
Trató de concentrarse en sus opciones.
Aún no había decidido si debía, o no, acabar con ella.
Las siguientes semanas no ocurrió nada. El verano siguió agonizando hasta que, como en un goteo, los veraneantes hicieron sus equipajes, cerraron sus casas y desaparecieron. A veces me asomaba a la verja de la piscina. A veces, cogía la bicicleta. Trataba de ignorar el dolor que me aniquilaba por dentro. El tiempo siguió pasando. En algún lugar escuché que la policía había detenido a un sospechoso en relación al crimen y la chica. Después de eso, las cosas empezaron a calmarse, y la gente pareció recuperar la tranquilidad. A finales de septiembre, volví al colegio. Para entonces el pueblo no era más que un lugar predecible y pequeño en el que malgastar el tiempo. Pronto llegó el otoño. A principios de octubre se desató un gran incendio que arrasó gran parte de las colinas y dejó el pueblo envuelto en un paisaje negro de humo y cenizas. Por las noches me sentaba sobre el colchón de mi cama, frente a la ventana, y veía las colinas arder. Pasaron tres días. Nunca me había sentido tan solo. El incendio se extinguió. Cada día, al volver de la escuela, cogía la bicicleta y pedaleaba hasta la Avenida del Paisaje, para observar su casa. Llegaba hasta allí y me sentaba en el bordillo. Todo seguía clausurado. Las persianas bajadas y el toldo recogido. Pero aun así regresaba. Me gustaba sentarme allí y mirar hacia su ventana. Había guardado el papel con lo que le había escrito en el interior de una caja de zapatillas, en el armario de mi cuarto. Las frases me avergonzaban cuando volvía a leerlas, y más de una vez pensé en romperlo. Casi siempre estaba triste y me sentía solo. Los días comenzaron a volverse más cortos y las noches más largas. El aire frío de las montañas azotaba los cristales al amanecer. A veces, llovía. Por las tardes, después del colegio, ayudaba a mi padre a recoger leña y de vez en cuando seguía acompañándole en algunas chapuzas caseras por los alrededores. Arreglos en los tejados y cosas así. Generalmente nos manteníamos distantes y apenas hablábamos. Los jueves por la tarde ayudaba a mi madre a bañar a doña Eustaquia, que ya no reconocía a nadie y jamás se levantaba de la cama si no era para hacer sus necesidades. Algunas veces se las hacía encima y mi madre tenía que cambiarle la ropa y las sábanas. En más de una ocasión me pedía que le ayudase y yo trataba de no pensar que la vieja no tenía la culpa de mi mala suerte, e intentaba ponerme en su lugar y no maldecir mi vida. Tenía un calendario pequeño colgado de la pared de mi cuarto. Cada día, tachaba la fecha y contaba los días hasta el siguiente verano. A veces soñaba con ella. A veces, cerraba los ojos y podía recordar conversaciones enteras. Cosas que no estaba seguro de si habían ocurrido en realidad. En general esperaba la llegada de alguna fiesta en el calendario, porque entonces algunos veraneantes volvían al pueblo para instalarse en sus casas de campo y pasar un par de días alejados de la ciudad. Casi siempre renacían en mí nuevas esperanzas. Pero sus persianas siguieron bajadas. Siguieron bajadas durante todo el invierno. Incluso los días en que la nieve cubrió los tejados del pueblo y me costaba avanzar con la bicicleta entre las calles heladas y desiertas. En febrero, mi padre sufrió un infarto y murió. Ocurrió mientras conducía. Una tarde su furgoneta fue a estrellarse contra un árbol a las afueras del pueblo. Era un viernes. La policía se plantó en la puerta de nuestra casa a media tarde y nos dijo lo que había ocurrido. Uno de los hombres me reconoció de los interrogatorios del verano anterior. Pude verlo en sus ojos, aunque ninguno de los dos dijimos nada al respecto. Dijeron que una camioneta que encajaba con la de mi padre había sufrido un accidente a las afueras del pueblo. Dijeron que el conductor parecía haber perdido el control sin ningún motivo. Preguntaron cuándo le habíamos visto por última vez. Mi madre no supo contestar. Los agentes nos pidieron que guardáramos la calma. El tipo del accidente había quedado algo desfigurado y no podían estar del todo seguros de si se trataba de él. Dijeron que debíamos identificar el cuerpo, porque no habían encontrado su cartera ni ninguna documentación que pudiera ayudarles. Mi madre comenzó a llorar. Los polis decidieron que no estaba en condiciones de acompañarles y me preguntaron si yo estaba dispuesto. Asentí. Así que me subí en el asiento trasero del coche policial y dejé que aquellos hombres de uniforme me llevasen hasta el cadáver de mi padre. Divisamos el vehículo a un par de kilómetros al sur del pueblo, justo al doblar una curva pronunciada a la entrada del puerto. Había restos de frenada sobre el asfalto. El último esfuerzo del viejo por encauzar su vida. La parte delantera de la furgoneta estaba empotrada contra el pretil del pequeño puente de hierro oxidado que cruzaba el cauce estrecho del río. Había espuma anti inflamable bajo los neumáticos y aún quedaban bomberos alrededor. Empezaba a anochecer. Los policías detuvieron el coche en el arcén y me pidieron que saliera. Lo hice tratando de mantenerme erguido. Me acerqué junto a ellos, caminando despacio. Recuerdo el modo en que las suela de mis botas hacía crujir la tierra en cada pisada y que el frío te calaba los huesos. Lo recuerdo nítidamente, como si ocurriera en este momento. Me acerqué hasta la cabina de la furgoneta. El cristal lateral se había reventado a causa del impacto. Mi padre tenía la cabeza aparatosamente incrustada entre el volante y el cristal delantero, que estaba reventado y se había desprendido sobre el salpicadero. Tenía los ojos abiertos, el pelo emboscado y un reguero de sangre seca que le llegaba a la oreja. Lo miré, hipnotizado. Por un momento creí que iba a hablarme. La mejilla visible estaba inflamada y azul. Desvié la vista. En el asiento del copiloto había una caja de cervezas. La mayoría habían estallado por culpa del impacto y el líquido seguía fluyendo. El aire era una mezcla a muerte y cebada. El policía más alto me preguntó si reconocía a aquel hombre. Le dije que era mi padre. El poli asintió y dijo que era suficiente con eso, y que ellos se ocuparían de todo y que me llevarían de vuelta a casa. Volví al coche patrulla. Me sentía un poco mareado. Se lo dije. Me dieron una bolsa de papel de estraza por si quería vomitar. Intenté centrarme en la carretera. Contuve un par de arcadas por el camino. Cuando llegamos a casa, uno de los polis me preguntó si me encontraba mejor y yo le dije que no estaba muy seguro y él dijo que me llevaría algo de tiempo acostumbrarme a la idea de que mi viejo había muerto y que ahora debía comportarme como un hombre y cuidar a mi madre.
Después de aquello, el tiempo pareció ralentizarse. Recuerdo que mi madre pasó las semanas siguientes llorando. Que estuvo llorando durante mucho tiempo. A veces me despertaba de madrugada y la oía llorar en su cuarto. A veces, venían las vecinas y lloraba sobre la mesa de la cocina o en el comedor, mientras servía café y hablaba de mi padre. Decía que de no haber sido por la bebida habría sido un hombre bueno. Y luego soltaba alguna que otra mentira, para olvidar que había desperdiciado la vida a su lado. Yo intentaba no culparla. Las semanas siguieron pasando. En primavera, los del gobierno nos concedieron una pequeña pensión y mi madre dijo que las cosas irían mejor y que saldríamos adelante. Un día de principios de junio, al salir del colegio, cogí mi bici y subí hasta la Avenida del Paisaje. Llevaba semanas sin ir hasta allí. Era una tarde templada. Con el cielo radiante de la primavera. Las colinas del norte seguían peladas por culpa del incendio del verano anterior, aunque algunos brotes pequeños comenzaban a asomar sobre la tierra. Recuerdo que el aire era muy limpio y me rozaba la piel de los brazos y que pedaleé con fuerza. Pensaba llegar hasta el bordillo y sentarme a mirar. Solo eso. Apenas me crucé con un par de coches durante el trayecto. Una furgoneta de reparto y un coche oscuro que pasó acelerando camino al pueblo. Alcancé su calle aún con fuelle y frené en seco, deslizando la rueda trasera sobre la tierra seca. El aire resultaba agradable. Sentí una punzada impetuosa en el corazón. Un impulso que llevaba dormido durante todo el invierno. Desde la última vez que había visto su sonrisa en aquella calle oscura del pueblo, hacia un millón de años.
—Mi abuelo tenía un brazo de madera.
Agarré el manillar de la bicicleta y avancé el resto del camino cargando con ella. Al pasar frente al chalet de la esquina, alcé la vista para echar un vistazo. Habían pasado diez meses y aún quedaba un resto de la cinta de policía colgando del tronco de uno de los pinos. Aunque ahora no eran más que plástico descolorido, meneado por el viento. Algunas ramas habían crecido y asomaban por fuera de la verja que bordeaba el jardín. Seguí avanzando. Esperaba encontrarme las mismas persianas canceladas que había visto durante todo el invierno. El candado de hierro que reforzaba la verja de entrada. Las ramas del limonero y el césped descuidado por culpa del largo invierno. Había algo reconfortante en aquella certeza. Un vínculo que se había fortalecido en mi interior. En algún momento, el candado se abriría. Eso pensaba. Las persianas se alzarían y el verano, arrastrándolo todo, devolvería las cosas doce meses atrás. Acababa de apoyar la bici sobre el asfalto cuando lo vi. Un trozo de cartón atado. A unos dos metros del suelo. Sujeto con alambres a la verja. Era un cartón oscuro, con letras gruesas de imprenta. Casi sin darme cuenta, me acuclillé. Leí:
SE VENDE
Y después nueve dígitos sobre un fondo naranja.
Apoyé las manos sobre el suelo. Sentí la arena seca clavándose en mis palmas. Una náusea me agarró las tripas. Volví al cartel. Los músculos de mi cuerpo se contrajeron como en una sístole mortal. La calle había dejado de existir.
Su casa estaba en venta. Todo quedó en suspenso.