CUATRO

Parte segunda. Dieciséis años

 

Has tardado tanto en volver que ya ni siquiera te esperaba...

Aunque parezca ahora que nunca te fuiste,

En mi corazón al menos no hubo ni un solo momento

En que dejase de abrazarte.

 

 

Todas esas cosas ocurrieron cuando yo tenía dieciséis años. El curso siguiente terminé el bachillerato. Conseguí aprobar las asignaturas en el último momento y graduarme por los pelos, con una nota media que raspaba el aprobado. El último día de clase, uno de los chicos de la clase se me acercó por la espalda mientras cruzaba por última vez el patio del colegio y me golpeó en la nuca con la palma abierta.

—¡Eh, retrasado! ¿Qué vas a hacer ahora?...

Lo que hice fue buscar un trabajo. La pensión de mi padre no daba para mucho, así que compré una furgoneta de segunda mano con los ahorros que mi madre tenía guardados y pinté un letrero en letras grandes en el lateral:

 

Del Moral

Reparaciones: 91 8755 55 55

 

Comencé a tener clientes pocas semanas después. Los propietarios de algunos chalets me contrataban para reparar sus tejados, sustituir cañerías, construir cobertizos y baldosar porches y jardines. Pasaba la mayor parte del día fuera, aunque casi nunca abandonaba el pueblo. En general, trabajaba durante todo el día y por la noche volvía a casa y me sentaba a la mesa frente al televisor, junto a mi madre, para la cena. A veces, charlábamos sobre algo que tenía que ver con la casa o mi trabajo, o cosas que habían ocurrido en el pueblo, o de sus achaques, que empezaban a multiplicarse a causa de la edad, o veíamos concursos y luego ella recogía los platos y yo me sentaba en el sofá y cambiaba de canal para ver algún partido, y después me iba a dormir hasta el siguiente día. El tiempo siguió pasando. El pueblo siguió creciendo. Las urbanizaciones de chalets comenzaron a extenderse hacia el sur y colina arriba sobre algunos de los terrenos que el incendio había devastado. Mi nombre figuraba en la guía y poco a poco los encargos se hicieron más frecuentes y compré una furgoneta más grande y algunas herramientas nuevas como un martillo compresor, y de vez en cuando, contrataba a alguien de la zona para que me echase una mano en los trabajos más farragosos que generalmente tenían que ver con acometidas de agua y acondicionamientos. Un año, durante el invierno, hubo una gran tormenta de nieve que aisló el pueblo durante tres días. La mayoría de las calderas reventaron a causa del frío y tuve que contratar tres ayudantes para poder cubrir la demanda que se disparó durante semanas, hasta el punto de que apenas tuve tiempo para otra cosa que no fuera trabajar hasta que entró la primavera. Conseguí ahorrar una buena cantidad después de eso, así que compré una casa en las afueras del pueblo, con una parcela grande y un pequeño huerto, y me trasladé allí solo, aunque seguí volviendo a casa cada noche para cenar junto a mi madre.

No me di cuenta de que habían pasado dieciséis años desde aquel verano hasta el domingo. Recibí una llamada temprano. Acababa de levantarme y estaba de pie en la cocina, a punto para desayunar, cuando sonó el teléfono. Una voz de mujer respondió al otro lado de la línea. Dijo que se llamaba Dolores y que una de las tuberías de su cocina había reventado durante la noche y la mitad de su casa estaba inundada. Dijo que lamentaba molestarme en festivo, pero que se habían visto obligados a cortar la llave de paso y que, aunque trataban de arreglárselas sin agua, tenía un par de críos pequeños y resultaba difícil apañarse así. Le pedí que esperara un minuto y cogí mi libreta para apuntar su dirección. Me dio el número de un chalet en la Avenida del Paisaje. Durante un segundo, me quedé callado.

—¿Sigue usted ahí?

Le dije que sí. Le dije también que había tomado nota y que estaría allí en una media hora. La mujer me dio las gracias y colgó el teléfono. Yo dejé el bloc de notas junto al fregadero, me serví un café solo y traté de no pensar en nada.

Aún no eran las nueve cuando me subí a la furgoneta. Guardé las herramientas de fontanería en la plataforma de carga trasera y me senté al volante. La mañana era calurosa y apenas corría un viento ligero. Dejé que la furgoneta rodara camino arriba mientras el aire se colaba, escaso, por la ventanilla abierta. Conduje despacio. Las urbanizaciones se multiplicaban en racimos montaña arriba. Mantuve una marcha corta y encendí la radio. Un tipo lanzaba gruñidos frenéticos. Cambié de emisora. Cada grieta del paisaje resultaba familiar. Conecté con un canal de noticias. Dejé atrás un campo de viñas solitario y giré al llegar a la vieja cabina abandonada, que ya no era más que un esqueleto metálico desguazado. Repararía la avería lo antes posible y me largaría de allí. Eso pensaba. Tal vez luego fuese con la camioneta a dar una vuelta. Quizá me detendría en algún bar de carretera y tomaría una cerveza. El trabajo me había mantenido a cubierto. Fijé la vista en la carretera. El asfalto terminaba abruptamente y daba paso a un camino de tierra. Reduje la velocidad y me mantuve en el lado derecho de la calzada. Al girar a la izquierda para enfilar la Avenida del Paisaje, encontré varios coches y un par de caravanas aparcadas a los lados. Seguía siendo temprano, pero la calle parecía envuelta en actividad. Detuve la marcha. A la izquierda, a la altura del jardín del primer chalet de la calle, vi un grupo de gente moviéndose nerviosa de un lado a otro. Se movían entre cámaras que parecían de cine y grandes paneles blancos, como filtros de iluminación. Vi también una cinta amarilla haciendo de cordón perimetral, rodeando la entrada. Casi de inmediato sentí que mi cuerpo se estremecía y un calor pastoso me agarró la garganta. Un tipo delgado me hizo indicaciones para que detuviera la camioneta. Llevaba una especie de micrófono adosado a la cabeza. Era rubio y muy flaco. Me preguntó a dónde me dirigía. Le respondí que había una avería al final de la calle y venía a realizar un servicio. El tipo pareció contrariarse. Se rascó la cabeza y echó un vistazo a la trasera de la furgoneta. Finalmente, volvió a mirarme.

—De acuerdo… Pero tendrá que avisarnos antes de salir… Estamos en pleno rodaje. Se supone que la calle debería estar cortada…

Asentí. Eché un vistazo al tumulto que se amontonaba junto a la verja. Tipos con cortes de pelo apresurado, cargando con pesadas cámaras, y mujeres con pelos de colores estridentes. Un chaval en pantalones cortos fumaba un cigarrillo, junto a una bicicleta. Vi focos y cables. Mesas plegables con bandejas de bocadillos y bebidas. Pértigas de sonido y más cables, culebreando en la tierra. Arranqué el motor y seguí mi camino.

La mujer me esperaba junto a la verja de entrada cuando aparqué. Llevaba una fregona en la mano y su aspecto era el de alguien que no ha pegado ojo. Me dio las gracias nada más verme y me guió a través del jardín hasta el interior de la casa. El suelo de la entrada aún estaba encharcado y costaba caminar sin empaparse los zapatos.

—Lo siento.

—No hay de qué.

Me condujo hasta la cocina. Una de las tuberías había reventado bajo el fregadero. Cogí mi linterna de mano y me arrodillé para comprobar los daños. La llave de paso estaba cortada, pero aún se percibía un leve goteo lamiendo el conector. Evalué los daños. La instalación entera estaba deteriorada. Hacía falta un chupón nuevo de uno con cinco y había chisperos pequeños en el tubo del desagüe. Lo mejor era sustituir el céspol por uno flexible y cambiar la tubería. Me incorporé del suelo. La mujer me preguntó cuánto me llevaría arreglarlo. Tenía el pelo recogido y los ojos hinchados. Tras ella, un par de críos se entretenían saltando los charcos de agua.

—Hay que sustituir toda la instalación. Tendré que ir por material. Si todo va bien, creo que podré arreglarlo en un par de horas.

Asintió en silencio. Le dije que estaría de vuelta en quince minutos y salí de la cocina, tratando de evitar los charcos.

Volví a la furgoneta, me senté al volante y arranqué. Habían pasado apenas veinte minutos. El mismo tipo desgarbado de antes salió a mi encuentro: le vi correr hacia mí y esperé. Cuando llegó a mi altura, se apoyó sobre el cristal bajado de mi ventanilla y me pidió que demorase la marcha.

—Estamos en plena secuencia. Solo serán un par de minutos….

Desconecté el motor y esperé con las manos apoyadas sobre el volante. El tipo desgarbado dio el visto bueno a través del micrófono acoplado a su cabeza y entonces un par de actores vestidos con uniforme de policía atravesaron la verja de la casa, desenfundando sus pistolas mientras una enorme cámara portada por otros tres tipos los seguían de cerca. La escena duró poco más de treinta segundos. Después se oyó un Corten. Toma buena. Y todo el mundo pareció relajarse. El tipo desgarbado volvió a mirarme y dijo que podía seguir mi camino.

—Gracias por la paciencia. Le agradecería que nos avisara antes si va a volver a pasar, ¿de acuerdo?.... Se supone que la calle debería estar cortada. No sé qué coño pasa. Tenemos firmados los permisos…

Le pregunté de qué iba todo aquello.

—Estamos rodando una película. Sobre un crimen. Parece que asesinaron a una familia aquí hace años. La hija y su novio montaron un atraco y la cosa se les fue de las manos. La chica también apareció muerta poco después… ¿Le gusta el cine?...

Asentí en silencio, aunque una especie de frío me rebañó por dentro. Durante un segundo, me quedé inmóvil, incapaz de procesar lo que aquel tipo había dicho. Imágenes fragmentadas de aquel verano volvieron a mi mente como una sacudida eléctrica. Recordé que había leído algo en el periódico semanas después. La policía había detenido a un tipo acusado del crimen. Un camello de poca monta de los alrededores. La chica había aparecido muerta en alguna cuneta. Eso lo recordaba bien. Durante varios meses, en el pueblo no se había hablado de otra cosa. Pero luego, poco a poco, el crimen había quedado en silencio. Sepultado por el calendario y las urbanizaciones nuevas.

El tipo seguía mirándome, invitándome a largarme para no estropear su toma. Hice girar la llave de contacto de la furgoneta, arranqué por segunda vez y continué mi camino.

Pasé las siguientes tres horas enfrascado en aquel fregadero. Intentando anular los pensamientos que se cruzaban por mi mente. En un momento dado, la mujer de la casa me ofreció una cerveza fresca. Acepté. No lograba quitarme las palabras de aquel tipo de la cabeza:

Parece que una familia murió aquí hace años.

Terminé la reparación pasadas las doce. Para entonces el calor ya resultaba pegajoso y costaba mantenerse seco. Extendí una factura y recogí mis herramientas. La mujer fue a buscar el dinero y volvió pocos minutos después. Mientras esperaba, bebí otra cerveza. Tenía la garganta seca y dolor de cabeza. El asunto del rodaje me había alterado de alguna manera. La mujer me agradeció el trabajo y nos despedimos.

Volví a subirme al volante. El sol del mediodía se hendía sobre las cosas como un puñal. Arranqué el motor y rodé unos cuantos metros marcha atrás hasta la entrada de un garaje. Allí enderecé la dirección y enfilé la estrecha calle de tierra. Los de las cámaras seguían allí, rodeados de cables y bártulos, aunque ahora descansaban para el almuerzo amontonándose alrededor de las mesas de plástico repletas de bocadillos y botellas. Aflojé un poco la marcha. Miré hacia el chalet de la esquina y sentí un espasmo agudo cruzándome la cara. Hacía años que no tenía uno así. Bajé la cabeza y detuve la marcha. Los recuerdos que llevaban dieciséis años congelados en algún rincón de mi cerebro se proyectaron en mi mente como en una espiral frenética. Recordé mi vieja bicicleta y las tardes que había pasado sentado sobre aquel bordillo, ahora desgastado y vacío. Recordé aquella mañana concreta, hacía una eternidad. Los rostros de la policía, los curiosos arremolinados alrededor de la casa con sus bañadores cortos. El bulto cubierto en el patio trasero y un cierto olor amargo, como a muerte. Sacudí los hombros y traté de respirar. Bajé la ventanilla. El aire se filtraba cargado. Traté de concentrarme en la carretera. Volví a embragar y metí la marcha. Gire un poco la cabeza para asegurarme de que tenía espacio para maniobrar. Estaba a punto de doblar la esquina cuando la vi. Tenía el cabello castaño, cortado justo por encima de los hombros, y estaba sentada sobre una silla. Noté cómo frenaba por instinto. Había un tipo a su lado que parecía hablarle, pero no me fijé en él. Me estaba mirando. Sus ojos se clavaron en los míos. Era la clase de chica inteligente de la que uno se enamora para siempre. Con los años lo había comprendido. Había imaginado que nunca volvería a verla. De pronto, toda mi vida quedó atrás. En una fracción de tiempo congelado. Bajé la vista y traté de respirar. Apenas lograba enfocar. Traté de imaginar qué debía hacer. Volví a arrancar el motor y agarré con fuerza el volante. El corazón me latía desbocado. Tragué saliva. De algún modo encontré los pedales, aceleré la furgoneta y salí de allí. Conduje por inercia calle abajo. Rodé unos cuantos metros y finalmente detuve la marcha junto al arcén. Estaba tan aturdido que apenas podía mantener los ojos fijos en la carretera. El aliento se agolpaba en mi pecho confuso y un millón de espasmos me recorrían la espina dorsal, haciéndome temblar. Como cuando era un niño.

 

 

Durante los dos días siguientes, no salí de casa. El enclaustramiento me aliviaba un poco. Hacía que nada resultase demasiado real. Me asustaba hacer cualquier cosa. A ratos dudaba si me había vuelto loco. Si había imaginado verla. En mi vida nada era importante. Estaba mi trabajo y estaba mi madre. La mayor parte de los días cenábamos juntos y dejábamos que el tiempo siguiera pasando. La vida no es nada más que eso. Adaptarse y esperar. Había sido así durante dieciséis años. No había emociones ni sobresaltos. Me había acostumbrado a esa ausencia. La esperanza puede ser peligrosa. Me había acostumbrado a la rutina. Funcionaba para mí. Me hacía sentir seguro. Un hombre podía sobrevivir si era capaz de no pedir nada que la vida no estuviera dispuesto a darle. Todos estamos en el mismo barco a punto de hundirse. Vivir es escurrirse. Lo había leído en alguna parte. Estaba de acuerdo. Algunas veces pensaba en mujeres. Como todo el mundo. Una vez había conducido de noche hasta un tugurio de carretera llamado El Buda Azul y había detenido mi furgoneta junto a la puerta. Pero después de sopesarlo un rato había vuelto a casa solo. Ahora estaba ella. Había vuelto a verla. Creía haber vuelto a verla. No es que pudiera explicar qué significaba. Lo más probable es que ella ni siquiera recordara mi nombre, pero no importaba mucho. Me sentía como si un remolino interno se hubiese desatado, agarrándome las tripas. Haciéndome sentir confundido y enfermo. Como cuando era un crío. Esa clase de cosas no ocurren. Habían pasado dieciséis años. Un mundo entero. Intenté olvidarme del asunto. Anulé un par de trabajos y permanecí despierto. Decidí concentrarme en faenas caseras. El martes trabajé en el huerto, y cuando terminé, decidí limpiar el canalón del tejado, aunque sabía de antemano que ya estaba limpio, porque yo mismo me había encargado de sacar los desperdicios acumulados a principios del verano. Aun así, hacia el mediodía me encaramé a la escalera con los guantes de faena y una bolsa de basura negra, dispuesto a retirar excrementos de paloma y hojas secas. Durante toda la mañana me mantuve ocupado con eso, esforzándome por mantener la mente desierta. Luego, hacia las dos, decidí parar un rato, entrar en casa y preparar algo de almuerzo. Estaba echando a la sartén un par de huevos cuando escuché el motor de un coche. Me asomé a la ventana y vi una furgoneta blanca avanzar por el camino de tierra, en dirección a casa. Uno de esos monovolúmenes grandes que se emplean para llevar personas. La furgoneta aminoró la marcha al aproximarse, hasta detenerse del todo junto a la verja de mi parcela. Un hombre joven desmontó del asiento del conductor y se dispuso a abrir la puerta trasera. Un par de segundos después, ella desmontó del coche. Aparté la sartén del fuego. Les vi intercambiar unas palabras y luego él se dirigió a la puerta del conductor y se quedó esperando de brazos cruzados, mientras ella avanzaba por el estrecho camino hacia mi casa. No había tiempo para respuestas. ¿Qué significa esto? Me limpié las manos en un trapo sucio de cocina y salí a su encuentro. Estaba casi a punto de llamar a la puerta cuando la alcancé.

—Hola.

Volví a mirarla. Reconocí los mismos ojos grandes y aquella cara que parecía decir que todo iría bien. Llevaba el pelo más corto. Traté de no fijarme demasiado en su aspecto. Pero no podía evitarlo. Un océano de recuerdos desgastados me trepaba por la espalda. Todo mi cuerpo temblaba.

—…No sé si me recuerdas…

La recordaba.

—Me llamo Lucía.

Esperó una respuesta, pero yo no era capaz de pronunciar un solo sonido.

—Solía veranear aquí… —Sonrió—. Hace ya algunos años…

Esperó que dijera algo, pero no lo hice.

Dijo:

—Creo que nos conocemos.

Nos conocíamos.

—Siento haberme presentado así, de pronto… Espero no haberte molestado… Te vi en la furgoneta el otro día…

Silencio.

—…Sí… Verás, es que estamos rodando una película….

Volvió a esperar antes de continuar.

—Trata de aquella chica desaparecida y su familia… No sé si la recuerdas.

La recordaba.

—Sí, bueno… Puede que no haya sido buena idea presentarme así… Perdona, es solo que… Vi la dirección en el lateral de la furgoneta y se me ocurrió pasar…

Llevaba algo en la mano. Un montón de folios unidos con un alambre curvado. Le pregunté si quería pasar.

—Bueno… No quiero molestarte.

Le dije que no era molestia.

Ella dio media vuelta y le dijo al tipo que esperaba junto a la furgoneta que podía ir a dar una vuelta y que volviera a recogerla en media hora.

Me miró.

—¿Te parece bien?

Asentí.

Pasamos. El interior de la casa me pareció más desordenado que de costumbre. Hacía calor y los muebles del salón producían un efecto claustrofóbico. Los platos de la cena de la noche seguían sucios sobre la mesa del comedor y había un par de zapatillas junto al sofá. Abrí una ventana y le pregunté si quería un café. No tenía café, así que me alivió un poco cuando dijo que no. Y entonces le ofrecí una cerveza.

—De acuerdo.

Fui a la nevera. Saqué dos botellas y un par de vasos del aparador. Cogí también un abridor y un par de servilletas. Después volví al salón y lo dejé todo sobre la mesa pequeña, frente al televisor. Ella se había sentado en la única silla junto al sofá y supuse que podría alcanzar sin dificultad. Aun así, me deshice de la chapa de las dos botellas y vertí la cerveza. Luego se la tendí.

—Gracias.

Me acerqué al sofá. No sabía muy bien qué hacer, de modo que decidí sentarme. Durante un par de minutos, ninguno de los dos dijo nada. Supongo que intentábamos reubicarnos, porque hacía dieciséis años desde nuestra última conversación. Así que dimos cuenta de la cerveza. De cerca, su aspecto era ligeramente distinto a como lo recordaba. Había engordado un poco y el pelo más corto le acentuaba las facciones. Me fijé en que su incisivo derecho seguía montándose ligeramente sobre el otro. Tal y como lo recordaba. En un momento dado, me miró.

—Esto es un poco extraño, ¿no?… Estarás pensando qué hago aquí.

Asentí en silencio. Ella hablaba despacio.

—He venido a trabajar… Estamos rodando una película… —Sonrió—. Creo que eso ya lo he dicho…

Hizo una pausa y después siguió hablando:

—Trabajo en eso… Escribí una historia sobre lo que ocurrió aquel verano… ¿Te acuerdas?... Aquella chica y su familia.

Las palabras fluían con más dificultad que a los quince años.

—Por eso estábamos en la calle...

No dije nada.

—... Sigues sin hablar mucho. ¿eh?..

Me miró. Yo no sabía qué decir. Sentía la espalda tensa, apretujada y un temblor ligero rondándome la cara. Ella siguió hablando con calma.

—El guión está basado en aquella historia, ¿sabes?... —Hizo una pausa—. Hay un personaje inspirado en ti…

De pronto, pareció decepcionada, o incómoda, pero enseguida se recompuso, extendió un poco el brazo y me mostró el taco de folios que llevaba entre las manos.

—…He traído una copia… Pensé que a lo mejor te apetecía echarle un vistazo. Recordar viejos tiempos… No sé si ha sido una tontería.

Le dije que no. Ella dejó los folios sobre la mesa y volvió a la cerveza. Durante un par de minutos, no dijimos nada. Después volvió a mirarme.

—Perdona. No quería entrometerme en tu vida… Así de repente. Esto no tiene mucho sentido. De hecho, resulta muy extraño, ¿no?... No esperaba volver a verte…

No entendí a qué se refería. Se lo dije.

—No importa. La verdad es que no estaba segura de si te acordarías de mí.

Le dije que me acordaba.

Pareció buscar alguna frase coherente.

—…Sí, bueno. Tienes buen aspecto… Casi no has cambiado… Aunque ahora pareces más alto.

No dije nada. Me costaba un poco respirar con normalidad. Quería decir algo que resultase relevante. Imaginé que ella también intentaba encontrar las palabras adecuadas. Imaginé que no había palabras adecuadas.

—Espero que no te distrajéramos demasiado el otro día, en tu trabajo.

Le dije que no importaba.

Volvimos a quedarnos callados después de eso. Luego dijo:

—Así que has seguido viviendo aquí…

Le dije que sí. Le dije que tenía un negocio de reparaciones y una furgoneta. Que me dedicaba a hacer arreglos y chapuzas. Le dije que seguramente ya lo sabía porque había dado conmigo y todo eso…

Sonrió.

—Esto está igual… El pueblo… Apenas ha cambiado.

Le dije que habían construido algunas urbanizaciones nuevas. Sobre todo en las afueras y que ahora también había gente extranjera que se había trasladado a vivir. Ella dijo que no había vuelto en los últimos quince años.

—Mis padres vendieron la casa después de aquel verano y después solo vine una vez… El verano siguiente. Pasé un par de días en casa de una amiga de entonces… No sé qué habrá sido de ella…

Hizo una pausa después de eso y me miró.

—Me ha alegrado mucho volver a verte.

No dije nada.

Me preguntó si estaba casado. Le dije que no.

Me preguntó si había alguien. Y como no estaba seguro de a qué se refería, le expliqué que había salido con una chica del pueblo hacia algunos años. Una chica sencilla a la que había conocido durante uno de mis trabajos de reparación. Le dije que habíamos salido durante algunos meses y que luego, simplemente, lo habíamos dejado.

—¿Eso es todo?

Asentí. Sonrió. Nunca había dejado de pensar en ella. Pensé en decírselo. Pensé que no me creería.

Le pregunté si ella estaba casada.

—Sí. También trabaja en el cine…

Bajó la voz.

—Ahora está en Praga, rodando una película…

Es posible sentir que el corazón se detiene, aunque siga latiendo. No dije nada. Por un momento, fue como si no hubiese nada más que decir. Dejó la cerveza a un lado. Pensé que iba a marcharse.

De pronto, me miró como si volviese a tener catorce años.

—Ya no tienes tics.

Bajé la vista.

—No… Bueno, en realidad sí… Solo algunas veces. Cuando me pongo nervioso.

Hizo una pausa y sonrió.

—Me alegro. Me gustaban.

Dijo más cosas. Sobre lo rápido que había pasado el tiempo. Me pareció que estaba nerviosa. Me pareció que tenía la clase de cara que uno no se cansa de mirar nunca.

Seguimos bebiendo. Le pregunté si quería otra cerveza.

—No, gracias. En realidad, tengo que irme…

Eché un vistazo a través de la ventana. Para entonces, el tipo de la furgoneta había regresado y la esperaba apoyado sobre el lateral de la rueda delantera, con los brazos cruzados, a unos cien metros del porche de mi casa.

Ella dejó el vaso de cerveza medio vacío sobre la mesa.

—Gracias por la cerveza…

Asentí.

Se puso de pie y la acompañé hasta la puerta.

—Me ha gustado mucho volver a verte.

Una vez me había esperado en un callejón oscuro. En alguna otra clase de vida. Hacía un millón de años. Mi abuelo tenía un brazo de madera. Había pasado media vida preguntándome por qué. Le abrí la puerta y me mantuve inmóvil, viendo como recorría, despacio, el camino de grava hacia la furgoneta. El conductor abrió la puerta para recibirla. Se aseguró de que estuviera ubicada y luego cerró la puerta despacio, dio media vuelta y se sentó al volante. Un minuto después, se pusieron en marcha. El motor arrancó con limpieza y la furgoneta enfiló la carretera. Esperé. Un engranaje espeso bullía en mi interior, sin dejarme moverme. El coche se perdió de vista. El polvo denso que levantaban los neumáticos se quedó flotando en el aire unos cuantos segundos. Cuando se perdieron de vista, me apoyé sobre el cerco y traté de respirar con normalidad. Me sentía exhausto. Tan exhausto que me dejé caer sobre el suelo del porche. Apoyé la espalda sobre la fachada y esperé allí quieto, mirando el horizonte, hasta que se hizo de noche.

 

 

Pasé el día siguiente encerrado en casa. Recibí un par de avisos de trabajos urgentes sobre el mediodía, pero me excuse alegando un problema de estómago. Intentaba despejar mis ideas. Intentaba ser razonable. Olvidar lo que pudiese significar aquella visita. Quería apartarlo todo cuanto antes y seguir con mi vida. Lo había soportado una vez. Pero ya no tenía dieciséis años. Intenté distraerme con chapuzas caseras y apenas comí. De madrugada, bajé al garaje y saqué la caja de zapatos en la que había guardado aquella carta, dieciséis años atrás. No me llevó mucho rato. El papel seguía doblado y ahora estaba amarillento. Lo desdoblé y leí aquellas frases. Cosas que había escrito siendo solo un crío. Ideas que me habían atormentado durante demasiado tiempo. Guardé el papel, dejé la caja donde estaba y volví a la cama. Traté de cerrar los ojos. Los pensamientos se agolpaban en mi pecho y no me dejaban dormir. La noche era calurosa. Igual que aquella noche. Las imágenes de mi padre y de la policía interrogándome en la puerta de nuestra casa, hacía un millón de años, me sacudían por dentro. No había vuelto a pensar en el viejo desde su muerte. Me levanté de la cama pasado un rato. En un par de horas, amanecería. Fui a la cocina y desayuné. El estómago me ardía, pero comí de todos modos. Bacon frito y tortilla y un trozo de queso. Cuando acabé, pasé un rato ajustando uno de los halógenos de la cocina. Después salí al jardín y me ocupé del huerto y los árboles frutales. Esperé hasta las nueve para contactar con uno de los avisos del día anterior. Un hombre me respondió al otro lado de la línea. Le pregunté si aún estaba interesado. Le dije que me encontraba mejor y que podía ocuparme de su avería. El tipo asintió y entonces le hice esperar unos segundos, hasta que encontré la libreta y apunté su dirección.

—Estaré allí en veinte minutos.

Cargué las herramientas en la camioneta y me dispuse a salir. La luz del verano empapaba las cosas. Hice rodar la camioneta hasta el desvío de la carretera y allí enfilé en dirección sur. Me alegré de alejarme. Por un momento fue como si las cosas volvieran a resultar monótonas y seguras. Conecté la radio y escuché las noticias. Cuando acabara el trabajo, compraría provisiones e iría a visitar a mi madre. Tal vez en algún momento haría un pequeño viaje. A la ciudad. O a cualquier otra parte. Podía conducir durante un par de días, parar a dormir en cualquier hotel de carretera. Tenía ahorros suficientes y nadie dependía de mí. Quizá llegase a la costa. Había estado en el mar una vez. Pero de eso hacía demasiado tiempo. Podía llegar hasta la costa y quedarme algún tiempo. Era bueno sentirse libre. Era bueno estar solo. Llegué hasta el lugar del aviso diez minutos más tarde. Un hombre me esperaba delante de la puerta de su chalet. Tenía una gran barriga y sudaba, aunque aún era temprano. Iba vestido con bermudas y una camisa clara de manga corta, que se transparentaba a causa del sudor. Entramos en la casa. El salón estaba sucio y revuelto, abigarrado de objetos que parecían no tener ninguna utilidad, y costaba moverse entre las cosas. El tipo me condujo a través de un estrecho pasillo hasta el retrete de la planta principal. Señaló el problema. La cisterna estaba atascada y había rebosado. Había mierda flotando y papel celulosa enroscado. Una escobilla sucia estaba apoyada sobre las baldosas.

Me miró.

—¿Tardará mucho?

Le dije que tal vez un par de horas. Le dije que necesitaría un cubo de plástico.

El tipo asintió en un gruñido y dio media vuelta. Dejé mis herramientas sobre el lavabo. El aire era una mezcla agria y costaba respirar. El cuartucho era estrecho y no había ventanas. Intenté seguir con lo mío. Todo lo que tenía que hacer era concentrarme en el trabajo. Saqué los guantes y el desatascador. El tipo gordo volvió con el cubo. Me ajusté los guantes y comencé el vaciado. Había trabajado en circunstancias penosas antes, pero aquel retrete me pareció más angosto y mierdoso que ningún otro lugar en el que hubiera estado. Volví a llamar al tipo. Le dije que si quería que le arreglase la avería, debía ocuparse primero de limpiar las heces él mismo. Le dije que cuando lo tuviera resuelto, volviera a llamarme. El calor era asfixiante en aquel cuartucho y el denso olor amargo había comenzado a marearme. El hombre me miró como si le costase entender las palabras.

—Tiene que ocuparse de retirar la mierda, ¿entendido?... Luego puede llamarme.

Podía quedarme allí y esperar fuera. Podía esperar en la furgoneta y regresar cuando el tipo hubiera acabado. No le llevaría más de unos cuantos minutos. El aire estaba realmente cargado y mi cabeza comenzaba a dar vueltas. Cogí mis herramientas y salí al exterior. El sol pegaba duro. Respiré varias veces. Me deshice de los guantes de faena y me encaramé a la furgoneta. No tenía ningún plan concreto. Solo un impulso. La necesidad acuciante de largarme de allí. A cualquier otra parte. Cerré los ojos. Tantos años y aún sentía en el estómago la misma punzada de ardor atravesarme por dentro: Lucía a los catorce años, con el pelo despeinado y húmedo, sentada en aquella piedra junto al río un día de agosto. Arranqué el motor casi sin darme cuenta. La furgoneta cabeceó a causa de un bache y luego enderezó el rumbo. Los siguientes cinco kilómetros discurrieron como en trance extraño. La silueta de las montañas y la carretera. Las primeras edificaciones. El cementerio del pueblo. Todo estaba ahí. Como había estado siempre. Pero resultaba diferente. Conduje en silencio, acelerando. Abrumado por las cosas. Detuve la furgoneta al llegar a casa y entré en el garaje. Las cosas estaban revueltas. Busqué la vieja caja de zapatos y saqué el papel doblado. No lo abrí. Simplemente lo guardé doblado en el bolsillo trasero de mi pantalón. Después volví a la furgoneta y me senté al volante. El calor era demasiado sofocante para pensar con claridad. Arranqué. Conduje un kilómetro y medio por la carretera principal y luego otro par más colina arriba, hacia las urbanizaciones. A unos cien metros del desvío, detuve la marcha. El aire se filtraba denso por la ventanilla y podía escuchar los latidos desbocados de mi corazón, bombeando a toda pastilla. Podía dar media vuelta y regresar a casa. Volver a todas las cosas que me habían hecho sobrevivir durante toda mi vida. Clavé la vista en el asfalto y continué.

Un chico en bicicleta se cruzó en mi camino nada más entrar en la Avenida del Paisaje. Frené en seco para no atropellarle. El chico alzó la vista y me miró, desconcertado. Le oí maldecir y bajar la cabeza, y escuché una voz potente gritar desde el otro lado de la calle.

—¡Joder, corten! ¿Qué coño hace aquí esta furgoneta?

Aparqué a un lado.

Los mismos tipos que había visto unos días antes seguían allí con sus camisetas rotas. Las cámaras y los cables. Los actores vestidos con uniforme de policía y sus pistolas falsas. Las pértigas de sonido y las mesas de plástico, con las bandejas de bocadillos y bebidas. El tipo del micrófono colgando en la mejilla y los grandes furgones aparcados a un lado de la calle. Todos parecían moverse con prisa. Eché el freno de mano y desmonté. No sabía qué aspecto tenía. No sabía si eso tenía importancia. El chico de la bicicleta pasó a mi lado con cara de susto. No era más que un chaval. Tenía el pelo negro y espeso y los ojos claros, igual que los míos. Un tipo del equipo me increpó para que me apartase, pero no le hice caso. Ella estaba a unos veinte metros, justo delante de la verja de entrada a la casa donde había empezado todo, junto a un tipo que sujetaba una cámara. Caminé hacia allí. Cuando estuve cerca, levantó la vista. Sus mejillas centelleaban por efecto del sol. Me vio y sonrió.

—Chicos, vamos a descansar un momento, ¿de acuerdo? Volvemos en cinco minutos…

Eso fue lo que dijo. La gente se dispersó.

—…Has vuelto…

Asentí. No tenía nada que decir. No había nada que pudiera expresarse con palabras sencillas. Me limpié el sudor de la frente con el antebrazo. Su pelo parecía más claro bajo la luz del día. Tal vez se lo hubiese aclarado a propósito. No podía saberlo.

Tenía la garganta seca. Eché mano al bolsillo trasero y saqué aquel papel doblado. Se lo tendí.

Ella me miró. Por un momento dudó, como si no supiera qué hacer con ello. Traté de hacer un gesto. Entonces lo desdobló. La observé mientras leía lo que había escrito sobre ella dieciséis años atrás. Algunas de aquellas frases bailaron en mi cabeza. Apenas podía respirar. Pensé en salir corriendo, pero no estaba seguro de que las piernas me sostuvieran. La vida no tenía ninguna clase de sentido. Es lo que siempre decía mi padre. Yo siempre había estado preparado para lo peor. Ella leyó despacio. Después alzó la vista y me miró.

Un segundo.

Entonces sonrió.

El tipo del micrófono se acercó por detrás y se inclinó hacia ella.

—¿Podemos continuar?… Necesitamos terminar con la secuencia de la bicicleta… La luz está cambiando.

Lucía asintió.

Volvió a mirarme.

—Puedes quedarte. Acabaremos en una hora...

Negué con la cabeza. Mi cuerpo había dejado de pertenecerme. Como si se hubiese liberado y ya no formara parte de mí. Sentí que todo estaba dicho y que debía marcharme. Di media vuelta y volví a mi furgoneta. Me crucé con gente que se movía de un lado a otro, nerviosa, cargando cámaras y pantallas de luces. Me costaba avanzar, pero no podía detenerme. Una mujer apoyada sobre el capó del coche patrulla retocaba el maquillaje de uno de los policías. El aire estaba cargado de electricidad y el sol me pegaba en la nuca. Llegué hasta mi furgoneta. Y entonces ocurrió. Sentí que me agarraban el brazo con suavidad y me volví. Lucía estaba allí, quieta, más cerca de lo que había estado nunca. Los ojos le brillaban. Dijo:

—…Es imposible

Y me besó.

Sentí sus labios suaves y su lengua. Durante unos cuantos segundos mi vida entera se concentró en aquel beso. Después volvió a mirarme y sonrió.

Se fue después de eso. Sin decir nada. Yo intenté reponerme. Monté en la cabina de la furgoneta y agarré el volante. Metí la llave en el contacto y arranqué. A través del retrovisor, las cosas que dejaba atrás se fueron haciendo más pequeñas, hasta desaparecer. Conduje colina abajo, dejando atrás las urbanizaciones, hasta llegar a la carretera principal, y allí cogí el desvío que llevaba a casa. Aún temblaba un poco cuando crucé la puerta. El salón estaba fresco y tranquilo. Me dejé caer sobre el sofá y respiré hondo. Me sentía agotado. El taco de folios seguía allí. Sobre la mesa de madera, junto a las cervezas del día anterior. No sabía lo que ocurriría en adelante. No me había importado nunca hasta entonces. Alargué el brazo y agarré el taco de papel. Lo sostuve sobre las rodillas un buen rato. Después volví a dejarlo sobre la mesa, me levanté, entré en la cocina, saqué una cerveza fría de la nevera, volví al salón, recogí el montón de folios y salí al porche. Fuera, la luz era clara y potente. La marcada luz de agosto. El sol del mediodía colgaba en mitad de un cielo raso y añil. Me senté sobre el primer escalón. Las moscas sobrevolaban alrededor, buscando desperdicios en los que posarse. Di un trago a la cerveza. Traté de tranquilizarme y respirar. Al otro lado de la carretera, un vecino quemaba rastrojos. Una densa columna de humo ascendía lentamente desde la parte trasera de su jardín, creando una cicatriz espesa en el cielo azul. Me quedé allí, observando. Al cabo de un rato, la columna había crecido tanto que vi acercarse un coche patrulla de la policía local. Supuse que algún vecino había dado la alarma. Dos hombres de uniforme se dirigieron a la puerta principal. Un hombre en pantalón corto salió a recibirles y empezó a gesticular. Desde la distancia pude observar cómo los tres entraban en la parcela y desaparecían de mi vista. Poco rato después, el humo se fue evaporando. Apuré la cerveza. Ya era casi mediodía. La gente de los alrededores estaría a punto de almorzar. Algunos se sentarían en sus porches o frente al televisor y comerían ensaladas y pescado frito y abrirían una cerveza o una botella de vino y se sentirían satisfechos con sus vidas sencillas. Recordé lo que el viejo don Pablo me había dicho una vez: En la vida no hay muchas cosas que importen, chico, así que, si encuentras alguna, procura conservarla.

Ella había vuelto a cruzarse en mi camino.

Volví al montón de folios.

Lo abrí por la primera página. Leí:

 

Sobre un fundido en negro. Voz, en off

Esta es una historia de amor. Es la historia de un crimen y un verano. Es también una historia corriente. Si hay algo noble en ella, es que es real. Algunas lo son.

SEC 01

 

Esta es una historia de amor.

Y sonreí.

Tratando de creer que era suficiente.