Empezó a sentirse hambriento. Se habían ocultado cerca de la vieja cantera. En un recodo de la carretera, resguardado por los pinos. Sabía que no tenía mucho tiempo y aún no tenía claro qué hacer con la pelirroja. Había pasado las últimas horas en silencio. Hecha un ovillo sobre el asiento. Con el pelo revuelto cayéndole sobre las mejillas empapadas. Ya eran casi las nueve. Pensó que podía acercarse al pueblo. Esperar que abriesen la tienda de comestibles y comprar provisiones. Se sentía hambriento y cansado. Necesitaba reponer fuerzas y relajarse un poco. Después podría pensar con claridad. Trató de calibrar sus opciones. No había nada que lo ligase al asunto, excepto la chica. Se preguntó si sería capaz de controlarla. Resultaba difícil saberlo. Tenía que decidirse. Si la chica cantaba, entonces estaba perdido. Su vida entera se iría al traste. Se acercó a ella y trató de hablarle. Le dijo que sentía lo ocurrido. Las cosas se habían jodido de improviso. Necesitaba estar seguro de que entendía la importancia de que no le contara nada de lo ocurrido a nadie. La pelirroja lo miró con los ojos de un boxeador grogui. Alex comprendió que no había nada que hacer. Tan pronto la dejara suelta, iría a la policía y largaría toda la historia. Salió del coche e intentó estirar un poco las piernas. Caminó en círculos. De vez en cuando, escuchaba lejano el sonido del motor de algún camión que cruzaba la carretera, varios kilómetros más abajo, y sentía el corazón desbocado en el pecho. En un momento dado, se detuvo y encendió un cigarrillo. El aire del verano comenzaba a inundarlo todo. Vio la piedra casi por casualidad. Un tizón, seguramente extraído de la vieja cantera. Lo contempló largamente mientras el humo entraba y salía de sus pulmones. Hacía apenas unas horas había matado por primera vez y ahora la idea de volver a hacerlo le excitaba en cierta medida. Volvió sus ojos hacia el coche. En cualquier momento alguien podría atravesar la carretera y entonces sería demasiado tarde. La decisión de matarla llegó bruscamente. Apagó el cigarrillo y tiró la colilla lo bastante lejos para que nadie la encontrara. Después se agachó a recoger la piedra y caminó con ella en el bolsillo derecho de su pantalón, hasta llegar al coche. Lo más sencillo fue hacer que la pelirroja saliera. Le dijo que necesitaban hablar. Le dijo que necesitaba caminar un poco, aclarar las ideas. Le dijo que se entregaría a la policía, que tan solo quería tranquilizarse antes de responder preguntas. La chica le seguía dócilmente, como un cachorro asustado. Se aseguró de alejarse lo suficiente del coche. Le dijo que no había sido culpa suya y que los polis lo entenderían. Le dijo que él acarrearía con las consecuencias. La pelirroja le miró.
—Todo irá bien.
Eso le dijo. Por un instante, pareció aliviada. Como si lo que acababa de ocurrir un par de horas antes pudiera borrarse. Casi le sonrió.
Caminaron juntos unos quinientos metros más, colina arriba, hasta llegar a un pequeño claro, sembrado de rocas gigantescas. Allí se detuvieron. La pelirroja estaba a su lado. Dócil como un cachorro recién nacido. Palpó la piedra en el bolsillo y por un momento tuvo la sensación de que nada de aquello estaba ocurriendo en realidad. No tomó conciencia de lo que estaba haciendo hasta que el tizón impactó en la cara de la chica por segunda vez. Para entonces el cuerpo ya estaba desplomado sobre el suelo y un reguero de sangre le manaba del agujero abierto en la carne, bajo la mata pelirroja. No dejó de golpearla hasta que estuvo seguro de que había acabado con ella. Le resultó tan sencillo que casi se excitó. Después volvió a guardar la piedra en el bolsillo y arrastró el cuerpo un par de metros, hasta ocultarlo en una cavidad de la roca. Buscó ramas y rastrojos y ocultó como pudo las demás partes del cuerpo. Las largas piernas pugnaban por quedar al descubierto. Buscó más ramas, hasta lograr cubrirlas por completo. Pensó que debía haber pensado en algún plan. Pensó que no le quedaba tiempo. Estaba exhausto cuando salió corriendo en dirección al coche. Notó un ligero alivio al agarrar el volante. Echó un vistazo a su aspecto en el espejo retrovisor y le pareció desencajado. Necesitaba alejarse de allí. Necesitaba una ducha y comer algo. Necesitaba dormir. Dormiría durante todo el día. Se desharía de la piedra y de sus ropas. Borraría cualquier rastro de la chica de su coche. Apenas se conocían. Nadie podría relacionarle. Al día siguiente, se sentiría mejor. Las cosas habrían quedado atrás. Eso pensaba. Arrancó. Sentía la ropa pegarse a su piel. El olor de la sangre de la pelirroja mezclado con el aire. Condujo hasta su casa envuelto en sudor.
La policía tardó un par de semanas en dar con él. Ocurrió justo cuando pensaba que se encontraba a salvo. Una mañana, mientras dormía en su cama, sonó el timbre. Al abrir, encontró un par de policías en el umbral de su puerta. Uno de ellos se identificó enseguida: Antonio García Belmonte. Eso le dijo. Parecía un poli nuevo. Recién pulido. Alex llevaba apenas un par de horas de sueño, después de una noche de fiesta y alcohol, así que le costó un poco encontrar las palabras adecuadas cuando le mostraron una foto pequeña de la pelirroja. Supo que habían encontrado el cuerpo de la chica. Y que un testigo había mencionado su nombre. Alguien que lo había visto junto a la pelirroja durante la fiesta en la que se habían conocido, la semana anterior al crimen. Alguien les había escuchado hablar de robar el dinero y fugarse. Le informaron también de otras cosas que tenían que ver con restos de ADN en el cuerpo de la chica y otras pruebas científicas. El policía más alto le leyó sus derechos y después lo condujeron en un coche patrulla hasta la comisaría más cercana.
Si gritó, no la oyó. Eso fue lo que le dijo a la policía durante los interrogatorios. Dijo también que apenas la conocía. Se habían visto por primera vez durante aquella fiesta y entonces la pelirroja había mencionado el asunto del dinero. Solo pretendían perpetrar un robo, esa era la idea. Pero las cosas se habían complicado. Le asignaron un abogado después de eso. Un tipo poco hablador que le aconsejó prudencia. Si jugaba bien sus cartas, las leyes estarían de su lado. En su segunda declaración añadió que todo había sido idea de la chica. El asunto del robo y el espray. La idea de la huida. Dijo que había actuado bajo los efectos de un narcótico y que no recordaba todo lo ocurrido. Recordaba, eso sí, que la pelirroja había forcejeado con su viejo durante el asalto nocturno y luego las cosas se habían precipitado, sin más. Así figuró en el fallo. El abogado habló de homicidio. Los estupefacientes podían servir como atenuante. Quedaba por aclarar lo de la pelirroja. El golpe en la cabeza y el ocultamiento del cuerpo. La huida posterior. Tendrían que convencer al juez de que la chica se había vuelto loca después del incidente. Si ella había atacado primero, tendrían una oportunidad. Podrían alegar enajenación transitoria o miedo insuperable. Era una lástima que no fuera menor. Entonces sería pan comido. Un par de años en un centro de menores y estaría en la calle. Aun así, podían lograr una condena suave. La reputación de la chica jugaría en su favor. Había precedentes. Alex se relajó. Para entonces, la prensa estaba al corriente y su foto salió recortada en algunos periódicos. El abogado insistió en que se mostrara arrepentido y eso fue lo que hizo. Durante los interrogatorios y después, en el juicio. El juez lo condenó a doce años de cárcel. Homicidio doloso y robo con intimidación. El abogado le dijo que sin antecedentes estaría en la calle pronto. Podía haber sido peor. La noticia desapareció pronto de los periódicos. Y nadie más pareció preocuparse del asunto.
Varios años después, recibió una llamada. Era de una mujer. Para entonces ya estaba en la calle haciendo su vida y el asunto había dejado de atormentarle. La mujer dijo estar escribiendo una historia. Sobre el «incidente» de la Avenida del Paisaje. Así lo llamó. Dijo que se dedicaba al cine. Que quería hacerle unas cuantas preguntas. Preguntas sobre lo ocurrido. Detalles para completar su historia. Alex se negó y le colgó el teléfono. El timbre volvió a sonar dos veces más después de eso, pero no respondió. Aquella noche, al meterse en la cama reflexionó sobre todo el asunto. No había pensado en ello durante mucho tiempo. Recordó el olor del verano impregnando el aire aquella noche. Recordó aquellos labios calientes, abriéndose en su boca. La oscuridad de la noche. El hombre gordo agarrándole el brazo. El sudor de su cuerpo. El peso frío que tuvo que arrastrar por el jardín. Recordó el olor de los billetes nuevos, la adrenalina inoculada que le había infectado el cuerpo. Se levantó de la cama y se sirvió un güisqui. Empezó a sentirse mejor después del tercero. Luego volvió al colchón. Apagó la luz y se esforzó en dormir. Hasta aquella llamada, se había sentido seguro. Los años le habían alejado de cualquier recuerdo. Hasta aquella llamada, se había sentido a salvo…. Pero esa noche la pelirroja volvió a visitarle en sueños.