Seis

 

 

 

 

 

Al día siguiente, en el hotel, descargó todo lo que iba a necesitar para construir la primera cámara trampa. Había estudiado a fondo el sistema ideado por investigadores como Audrey J. Magoun y otros.

Vació el contenido de la mochila sobre la cama, después la llevó fuera y volvió a llenarla: pinzas de cocodrilo, cordón, broches de resorte, cables, tirafondos, las maderitas para hacer los postes del cepo de pelo y otros cortes de madera más pequeños para los soportes. Por último, añadió una pata de ciervo envuelta en la que ya había abierto un agujero para pasar el cable.

No quería caminar cargando tablones de metro y medio, por eso decidió que ya buscaría leños que sirvieran de postes más largos cuando llegase a los lugares donde pensaba construir las trampas.

La mochila pesaba bastante, pero no exageradamente. En otras ocasiones había llevado bultos tan pesados que había tenido que sentarse en el suelo, pasarse las asas por los hombros y levantarse como una tortuga torpona que se empeña en andar sobre las patas traseras. La mochila más pesada que había llevado a un trabajo de campo fue una de veintisiete kilos que preparó para hacer un informe bioacústico de murciélagos, en las profundidades de Yosemite.

En cambio, esta era llevadera. No tenía el peso añadido de la tienda de campaña y el saco de dormir. No pensaba pasar la noche fuera; había elegido un lugar cercano al que se accedía en solo unas horas, subiendo por una pista de avalanchas. Dio un largo sorbo de la botella de agua y, con el espray antiosos ceñido a una pierna, alegre e ilusionada, emprendió la marcha.

Como no había un sendero establecido, el avance era lento. Cruzó por una pradera de lupino morado y se metió por un denso bosque de pinos contortos, árboles rectos y finos, cuyas copas formaban un dosel en lo alto. La tupida cobertura arbórea impedía que creciera gran cosa en el suelo del bosque, de manera que le resultó fácil abrirse camino entre los troncos.

Después empezó la subida. Notaba pinchazos en las piernas debido al peso de la mochila, y cuando hizo un alto para comerse un sándwich y se la quitó, se sintió como si fuese a salir volando directamente hasta el cielo.

Quería subir y volver a bajar antes de que oscureciera, así que comió deprisa. Llegó a la pista de avalanchas y ascendió zigzagueando para suavizar la pendiente. Había escogido un punto que sobre el mapa aéreo parecía muy grande, un lugar en lo alto de las montañas que tenía los árboles necesarios para construir la cámara trampa.

Mientras subía, echó un vistazo al mapa y a su nuevo GPS, un aparato al que todavía estaba acostumbrándose. El antiguo había desaparecido mientras hacía un estudio en Nuevo México; seguramente se le había caído en el bosque y no lo había oído aterrizar sobre las suaves pinochas.

Al cabo de varias horas de trabajoso ascenso, por fin llegó al lugar, un grupito de árboles que estaba casi en el límite forestal. Agradecida, se quitó la mochila y se puso a dar vueltas por el pequeño pinar en busca de dos árboles que estuvieran separados entre sí tres metros como mínimo.

Después de seleccionar un par de candidatos inmejorables, encontró varias piezas perfectas de leña caída, unos troncos largos y delgados de pino contorto que le venían como anillo al dedo. Sacó la sierra plegable y se puso manos a la obra.

Sujetó una pequeña pieza de madera a un árbol, a casi un metro del suelo, para que sirviera de apoyo. Luego, a pasos, calculó un metro desde el tronco del árbol, cavó un agujero y encajó un leño de un metro que había cortado. A continuación, colocó uno de los leños que había serrado desde el pequeño apoyo de madera del árbol hasta la punta del tronco vertical. La estructura horizontal era el tablón carril, por donde tendría que ir el carcayú para alcanzar el cebo. El poste de apoyo era para ella, pues debía subirse al tablón carril para colgar el cebo.

Después construyó la trampa de pelo, las dos tablas que había hecho cortar en la ferretería para hacer una puertecita al final del tablón carril. Revistió el interior de la estructura con pinzas de cocodrilo preparadas para saltar con el roce de cualquier animal, arrancándole pelo. Sujetó la trampa al tablón carril.

Sacó un trozo de cable de la mochila y se subió al tablón carril, apoyándose en el tronco para mantener el equilibrio. Después de enrollar el cable alrededor de una sección alta del tronco, lo amarró y repitió la operación con el árbol de enfrente, que estaba a tres metros de distancia. Sacó la pata de ciervo de la mochila y la colgó del cable vertical.

En el árbol de enfrente fijó una cámara de control remoto diseñada para fotografiar a cualquier animal que, para llegar a la carne, cruzara los rayos infrarrojos que había junto a la trampa de pelo. Entonces, cuando el animal se estirase para coger el cebo, la cámara le sacaría una foto del vientre. Cada carcayú tenía su propia distribución de pelaje de color claro en la superficie ventral. El aparato también grabaría cuál de las pinzas de cocodrilo se había activado, de manera que cuando Alex cogiera la cámara y el pelaje, podría determinar qué mechones de pelo correspondían a cada carcayú. Así podría analizar el ADN del pelaje, y entre esto y los patrones ventrales sabría cuántos ejemplares había en la zona y si estaban emparentados entre sí.

«Si es que hay», pensó.

Había muchas probabilidades de que el cebo atrajese a otros animales: martas, martas pescadoras, incluso osos. Pero al menos los osos empezarían a hibernar en poco tiempo y no tendría que preocuparse por si estropeaban las cámaras.

Volvió a comprobar las pilas, también la tarjeta de memoria de la cámara, y revisó una vez más la programación horaria que había introducido. La encendió y dio un paso atrás a la vez que movía las manos para activarla. El flash era negro, así que al dispararse no afectaría a los carcayús.

Abrió la cámara de nuevo para asegurarse de que había sacado un par de fotos. En efecto.

La cerró, se alejó unos pasos y contempló su obra. Para ser su primera cámara trampa para carcayús, no estaba nada mal. Cogió el GPS y marcó un waypoint, esperando a que el aparato calculase el promedio para que la localización fuera lo más precisa posible.

El sol se había puesto por detrás de las montañas, aunque todavía había luz suficiente para ver. Pero enseguida iba a tener que hacer el resto de la caminata con la linterna frontal. Se colgó la mochila y miró por última vez su creación.

Acababa de darse la vuelta para iniciar el descenso cuando el crujido de una rama le anunció que no estaba sola.