Nueve

 

 

 

 

 

Aunque las pilas podían durar mucho más tiempo, Alex quería volver a los lugares de las trampas para asegurarse de que todo estaba en orden. A la mañana siguiente se levantó temprano y, caminando en un círculo amplio, fue a ver dos de las cámaras. Las dos estaban perfectas, aunque aprovechó para cambiar las pilas y las tarjetas de memoria.

En la primera trampa habían saltado cinco de los resortes, arrancando matas de pelaje de varios tonos de marrón rojizo. En la segunda, se habían activado seis. En todas ellas había pelo marrón oscuro que parecía de un mismo animal. Lo distribuyó en sobres distintos, como había hecho antes.

Fue un día largo de caminata; por la noche volvió al hotel cansada y dolorida. Lo que menos le apetecía era hacerse la cena. Justo cuando se dirigía a la cocina, llamaron a la puerta.

Preguntándose quién podría ser, dijo con cautela a través de la puerta cerrada:

—¿Sí?

—Alex, soy Jolene. Traigo pizza.

Sonriendo, Alex abrió. Jolene estaba al otro lado de la puerta con una sonrisa de oreja a oreja y el cabello revuelto salpicado de cuentas metálicas y mechones morados, justo igual a como lo recordaba Alex. A su lado había un hombre de cincuenta y pico años de aspecto tímido. El largo cabello castaño le caía muy por debajo de los hombros, enmarcando un rostro amable y curtido y unos ojos azules. Debía de medir más de un metro noventa y estaba encorvado, como si estuviese acostumbrado a toda una vida de tener que inclinarse ante gente más baja.

Jolene lo señaló con un gesto.

—Mi marido, Jerry.

Él le tendió la mano y Alex se la estrechó.

—Encantada.

—Perdona que hayamos sido tan descuidados —dijo Jolene—. Deberíamos habernos pasado antes a ver qué tal estabas.

Les invitó a entrar.

—¡No os preocupéis! Me alegro mucho de veros.

Alex se fue a la cocina a por bebidas y platos para todos. Al volver, se los encontró sentados a una mesa que había frente a la ventana. El olor a pizza hizo que le sonasen las tripas.

Mientras cogían porciones cubiertas de queso fundido, Jolene preguntó:

Bueno, ¿qué tal aquí? ¿Te parece suficientemente horripilante?

Alex miró a su alrededor.

—No es para tanto…

—¿Así que no has visto nada? Quiero decir, en el bosque… —insistió Jolene.

—¿Te refieres a un sasquatch?

—Exacto.

—Bueno, hubo una noche que me pareció que había algo que me perseguía.

—¡Lo sabía!

—Pero puede que fuera un oso. Aunque, por otro lado…

Jerry se interesó.

¿Sí?

—Una de mis cámaras de control remoto sacó unas imágenes de un tipo en la reserva.

—¿Haciendo qué? —preguntó él.

—Corriendo. Y vomitando.

—Qué raro —intervino Jolene—. ¿Estás segura de que era una persona… y no otra cosa?

Alex asintió con la cabeza.

—Llevaba vaqueros y camiseta. Subí con el sheriff, pero no encontramos nada.

Jolene cogió otra porción de pizza.

—Ya. Seguro que solo era un excursionista. —Su mirada se cruzó con la de Alex—. Entonces, ¿nada más?

—Por ahora, no —dijo Alex, y dirigiéndose a Jerry, que estaba recorriendo el vestíbulo con la mirada, preguntó—: Y tú ¿a qué te dedicas?

Jerry se atragantó con un poco de pizza y soltó una tosecita. Jolene le dio unas palmaditas en la espalda.

—Esto…, soy botánico.

Jolene le golpeó en el brazo con aire juguetón.

—Venga ya, Jerry. Se lo puedes decir. ¿Te crees que va a mirarte por encima del hombro?

Alex arqueó las cejas.

—¿Perdona?

—Cultiva maría —dijo con sencillez Jolene—. Y setas. No es mal modo de ganarse la vida.

—Ah, vale.

Jolene continuó:

—Jerry, la maría se ha legalizado en tantos sitios que ya no está tan estigmatizada como antiguamente.

—Supongo que tienes razón —aceptó él; después, con una sonrisa tímida, le explicó a Alex—: Tengo que mantener el suministro de abalorios para las joyas de Jolene.

Alex dio otro mordisco a la pizza y los observó. Se veía que estaban cómodos el uno con el otro, y, por su manera de hablar, notaba que estaban unidos por un profundo amor. Tenían suerte.

—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo aquí?

—Unos quince años. Vinimos de Portland —contestó Jerry, tragando un bocado.

—Fue un cambio muy grande —confesó Jolene—. Yo echo de menos la librería Powell.

—Pero queríamos tener tierras —prosiguió Jerry—. Queríamos cultivar nuestra propia comida, ser completamente autosuficientes. —Jolene sonrió—. Y lo conseguimos. Nuestra casa es de consumo energético casi nulo. Tenemos energía aerotérmica y paneles solares. Lo más complicado son los veranos de esta zona, que son muy cortos —continuó Jerry—. No hay demasiado tiempo para cultivar. Así que construimos un invernadero, y eso ayuda.

—Suena increíble. Me gustaría ver vuestra casa.

Jolene le dio unas palmaditas en la mano.

—Ven cuando quieras.

—Gracias.

Después de cenar, Jolene se acercó a un armario que había en el vestíbulo.

—¿Has visto esto, Alex? —preguntó, abriéndolo. En el interior había montones de juegos de mesa.

Alex se levantó.

—¡Hala, qué chulo! Todavía no he explorado todo esto.

Jolene echó un vistazo a los juegos.

—¿Os apetece jugar al Cluedo?

—Vale.

Alex no había vuelto a jugar desde que tenía diez años.

Despejaron la mesa y pasaron la velada intentando descubrir si el culpable era el coronel Rubio o la señora Celeste. Al ver el juego, que era la misma versión que había conocido de niña, se acordó de las maravillosas tardes en compañía de sus padres. Les encantaban los juegos de mesa y los fines de semana se quedaban a menudo hasta las tantas para terminar la partida. La asaltó un recuerdo muy intenso de su madre concentrada sobre el tablero y se le formó un doloroso nudo en la garganta.

Pero los juegos de mesa no eran el pasatiempo favorito de su madre. Lo que más le gustaba era inventar «juegos de supervivencia» para Alex. Describía una situación, potencialmente letal en la mayoría de los casos, y Alex tenía que apañarse para salir de ella utilizando solo lo que tuviera más a mano. Su madre incluso la cronometraba. Los juegos se fueron complicando cada vez más a medida que Alex cumplía años, y su madre empezó a crear salas de escape y a inventar misterios más complicados para que Alex los resolviera. El día de su décimo cumpleaños, su madre la había llevado al bosque, le había dado una mochila con unos pocos víveres y la había dejado sola para que encontrase el camino de vuelta a casa. Alex había tardado cuatro horas en hacerlo, a la vez eufórica y un poco cabreada.

A su padre, estos desafíos nunca le habían hecho gracia. Le parecía que eran demasiado siniestros, que Alex era una cría y que había que dejarla jugar y ser inocente. Sin embargo, su madre había insistido en que tenía que estar preparada para cualquier situación. La única situación para la cual no preparó a Alex fue para su muerte repentina, que los dejó desconsolados.

En muchos sentidos, a estas alturas todavía no parecía verdad que su madre hubiera fallecido. Seguro que solo se había ido de viaje, uno largo que la había llevado a una isla remota sin teléfonos. Alex se la imaginaba volviendo a casa algún día, sentada como siempre con su padre delante del fuego, los dos leyendo.

—¿Alex? —llamó Jolene.

Alex volvió de golpe al presente.

—¿Sí?

—Te toca. ¿Estás bien?

—Sí, sí. Perfectamente.

Jugaron media hora más hasta que el misterio se resolvió, entonces Jolene dijo que tenían que irse. El viaje de vuelta, bordeando el límite oriental de la reserva, era largo; primero por la carretera principal y después por un sinuoso camino sin asfaltar que subía hasta su casa. Alex les dio las gracias por la visita y por la pizza, luego los acompañó hasta el coche.

Cuando se marcharon, volvió y guardó el juego. Miró la hora. Aún era temprano. Podía revisar las imágenes de las tarjetas de memoria.

En la primera tarjeta había varios visitantes, aunque ningún carcayú. Dos martas americanas habían brincado por el tablón carril, además de varias ardillas rojas curiosas. Tanto las martas como las ardillas habían activado los cepos de pelo, y Alex etiquetó los sobres como correspondía. Al volver a las imágenes, encontró fotos de árboles mecidos por el viento y varios cascanueces de Clark que aterrizaron delante de la cámara. A lo lejos había unos ciervos deambulando.

Hacia la mitad de las fotos de la segunda tarjeta de memoria, soltó un grito de sorpresa.

Un carcayú.

Había activado cuatro de los resortes. Después se había estirado para llegar al cebo, mostrando por completo el vientre. A la vista quedó un dibujo más claro, de un marrón amarillento, y aplaudió emocionada. Al irse, el carcayú activó otros dos resortes. Alex buscó ansiosamente los sobres correspondientes, metió las muestras de pelo y escribió en las etiquetas: Gulo gulo.

—¡Ya tengo uno! —gritó y dio un puñetazo victorioso al aire.

Echó un vistazo al resto de las fotos y encontró más imágenes de ramas mecidas por la brisa, más ciervos y hasta un rebaño de cabras montesas paseándose tranquilas.

Volvió a las fotos del carcayú, fue pinchando en ellas con regocijo una por una. Otro beneficio de captar la superficie ventral era que incluso podía distinguir el sexo del animal…, en este caso, una hembra.

Exultante por haber obtenido su primera imagen de un carcayú, se le ocurrió llamar a Zoe. Miró el reloj. En California eran las 20:30. Puede que estuviera cenando o en el plató. Decidió arriesgarse.

Tomó asiento detrás del mostrador de recepción y marcó el número de su amiga.

—¿Qué tal va la vida por el Gran Norte Blanco? —dijo Zoe nada más responder.

—No sé si esto se puede considerar el Gran Norte Blanco. Creo que eso está mucho más…, bueno, al norte.

—Por mí como si es la Cochinchina. Bueno, ¿qué tal todo?

Alex sonrió.

—¡Hoy he conseguido una foto de un carcayú! ¡Están utilizando la reserva!

Zoe se rio.

—Solo tú podías entusiasmarte así por una comadreja gigante.

—Son mucho más que comadrejas gigantes. Los carcayús son fascinantes. ¿Sabías que hubo un carcayú cautivo que era un artista? Partía palos y los encajaba en una valla de tela metálica, los cambiaba de sitio para formar distintos dibujos, luego los sacaba todos y empezaba otra vez.

Zoe suspiró.

—¿Por qué no habré elegido una amiga normal? ¿Una a la que le guste ir de compras? ¿O que sepa distinguir entre Dior y Prada?

—Son marcas de coches de lujo, ¿no? —bromeó Alex.

Zoe suspiró, fingiendo indignación.

—Bueno, me alegro por ti, Alex. Lo importante es que estés contenta.

—Y lo estoy, Zoe. Esto es una maravilla. Eso sí, me ha pasado una cosa muy rara.

—¿Qué?

—La cámara de control remoto sacó una foto de un tío raro que pasaba por allí.

—¿Un intruso, quieres decir?

—No sé. Conseguí que fuera el sheriff al lugar, pero no encontramos nada.

—Qué yuyu.

—Pues la verdad es que sí, un poco.

—Estarás teniendo cuidado, espero —dijo Zoe—. O sea, si hay cazadores furtivos por la zona, supongo que estarás ojo avizor…

—Sí. —Alex cruzó las piernas—. Bueno, y tú ¿qué novedades tienes?

—Esta noche salgo de fiesta. Hoy hemos terminado el rodaje principal. Menudo alivio. El director está empanado, nunca había trabajado con alguien tan desastroso. A veces se quedaba en babia tras una toma y se olvidaba de decir «corten». Me da miedo que esto sea un absoluto fracaso.

—No puede ser un absoluto fracaso si sales tú —la tranquilizó Alex.

Zoe se rio.

—Por cosas como esta eres mi mejor amiga.

Alex oyó a su amiga correteando de acá para allá, unas perchas que entrechocaban y una cremallera que subía.

—¿Has quedado con Rob?

—Sí. Me lleva a un restaurante vegano.

—Te va a encantar.

—Puede que sí. Es posible. ¿Sabes algo de Brad?

Alex suspiró.

—No. Estoy casi segura de que lo nuestro ha terminado.

—Vaya. Llevabais juntos toda la vida.

Aunque Zoe no podía verla, Alex asintió con la cabeza.

—Casi ocho años.

—Se me hace rarísimo pensar que habéis roto.

Alex quería cambiar de tema.

—¿Sabe algo nuevo la policía del segundo pistolero?

—Nada de nada. Se escapó.

Le vino a la cabeza una imagen vívida del cráneo del primer pistolero estallando al recibir el impacto de la lejana bala, y apretó los ojos con fuerza. Se preguntó si conseguiría borrar algún día aquel recuerdo: primero, el pistolero desplomándose en el barro; después, la sensación de alivio más intensa que había sentido en toda su vida. Fuera quien fuera el segundo pistolero, le había salvado la vida, y también a Christine. Alex oyó a Zoe rociándose con perfume.

—Venga, cuelgo y así te arreglas tranquila para tu cita.

—Vale, y tú ten cuidado por esos pagos. A ver si te vas a convertir en Grizzly Adams o algo parecido.

—Me da que la barba no iba a favorecerme mucho. Aunque me encantaría tener un oso de mejor amigo.

—¿Cómo? —exclamó Zoe—. ¿Prefieres un oso viejo y apestoso antes que a una glamurosa actriz de Hollywood?

—Depende. Si el oso sabe escuchar bien…

—Los osos escuchan de pena. Todo el mundo lo sabe. —Sonó el timbre y Zoe exclamó excitada—: ¡Aquí está!

Daba gusto oír a su amiga tan feliz.

—Que pases una buena noche.

—Tú también. Que no te coman ni nada.

—Lo intentaré.

Colgaron, entonces Alex regresó a las fotos. Hizo una copia de seguridad y después formateó las tarjetas de memoria para cambiarlas al día siguiente. Ahora que por fin había grabado a un carcayú, se moría de ganas de ir a echar un vistazo a las cámaras de los otros puestos.

Bostezó, notaba que los ojos se le cerraban mientras miraba la pantalla del ordenador. Pensó en lo que había dicho Zoe. «Llevabais toda la vida juntos». Sí, esa sensación tenía.

Había conocido a Brad en la universidad. Alex estaba manifestándose en el campus de Berkeley contra un oleoducto de arenas bituminosas que una petrolera quería tender a través de los Estados Unidos. Las arenas bituminosas eran un depósito geológico denso y viscoso que contenía betún, un tipo fangoso de petróleo del que era difícil extraer crudo. Para acceder a él había que arrasar bosques enteros, destruir el hábitat. Era habitual que se produjeran fugas en los oleoductos de arenas bituminosas debido a la naturaleza corrosiva y ácida de la sustancia. Eran pesadas y densas, de modo que cuando entraban en una vía fluvial se hundían inmediatamente hasta el fondo, lo que complicaba muchísimo las tareas de limpieza. Los vertidos podían ser devastadores para las fuentes de agua potable, así que aquel día Alex se había unido al grupo de activistas para protestar contra el oleoducto.

Bajo el sol, sujetando su pancarta con el lema «¡Déjalo en el suelo!» y gritando, Alex destacaba entre los manifestantes. Al ver a Brad por primera vez, se había estremecido hasta lo más profundo de su ser. Brad venía caminando por el sendero principal con una sonrisa encantadora en el rostro. Sus miradas se cruzaron y Alex sintió que una descarga eléctrica le recorría el cuerpo. Brad tenía un atractivo aire de misterio. Le había sonreído y ella, fascinada, le había respondido con otra sonrisa.

Una de las manifestantes se acercó a él y le presentó un papel de recogida de firmas. Le habló de la causa que defendían, de la lucha por impedir vertidos petroleros de consecuencias desastrosas, y le preguntó si quería sumarse a ellos. Alex esperó, preguntándose si firmaría, deseando que lo hiciera y no se alejase con indiferencia. El corazón le dio un vuelco al ver que cogía el bolígrafo y añadía su nombre. Con tanto grito, Alex no pudo oír qué decían, pero Brad escuchó atentamente y a continuación se sumó a ellos. De nuevo sus miradas se cruzaron, y fue derecho hacia ella.

De repente, Alex se sintió cohibida. ¿Iba bien peinada? El viento llevaba revolviéndole el pelo toda la tarde. ¿Le olía bien el aliento? Sacó un chicle de menta del bolsillo y se lo metió subrepticiamente en la boca mientras Brad se acercaba.

—Habéis reunido un grupo bien grande, ¿eh?

Alex casi se traga el chicle en su esfuerzo por responder.

—Sí —dijo, devanándose los sesos para poder decirle algo interesante—. Estamos intentando que la gente tome conciencia de los peligros del cambio climático de origen humano. Pedimos que se invierta más en energías renovables y que se reduzcan los combustibles fósiles promovidos por las empresas de energía.

—Creo que no os vendría mal un buen abogado. —Le tendió la mano—. Brad Tilford. Estudio Derecho.

Alex le estrechó la mano, y él respondió con un firme y cálido apretón.

—Alex Carter. Estudio Biología de Vida Salvaje.

Tuvo que desviar la mirada porque la sonrisa y la intensidad de sus ojos la estaban aturdiendo. Era absurdo. ¿Sería amor a primera vista? ¿Existía semejante cosa? Tenía la sensación de que ya le conocía. Se sumó a los gritos y después, más serena, se volvió hacia él.

—Bueno, y ¿vas a ser un abogado malvado o de esos que hacen el bien?

—Sin duda, me aliaré con las fuerzas del bien. Estoy especializándome en derechos civiles. Soy voluntario en el centro comunitario que hay en esta misma calle.

Alex se alegró aún más. Sentía que tenía un extraño vínculo con él, y que estuviese haciendo algo bueno por el mundo significaba mucho para ella.

—Estupendo.

Habían hecho buenas migas. Aquella tarde, tras la manifestación, se tomaron un café, y esa misma semana quedaron para cenar. Enseguida empezaron a estudiar el uno en el apartamento del otro y a pasar las tardes leyendo y paseando por Tilden Park. Durante toda la licenciatura, Brad continuó con su voluntariado para diferentes causas comunitarias. Al empezar los estudios de posgrado, iba completamente encaminado a ejercer un tipo de abogacía orientada al cambio social positivo.

Alex se licenció en Biología de la Vida Salvaje, después se decidió por un doctorado de vía rápida en el mismo campo y consiguió una codiciada beca de investigación con el profesor Brightwell.

Brad había continuado sus estudios de Derecho en Berkeley. A Alex le parecía que tenían por delante un futuro muy prometedor. Había encontrado a una persona que compartía su pasión por hacer del mundo un lugar mejor. Se reían mucho y salían a festivales de arte y de cine. La bahía de San Francisco resultó ser un lugar genial para enamorarse: paseos por la playa o por el parque del Golden Gate, montones de festivales culturales y la naturaleza muy próxima: el litoral nacional de Punta Reyes, Muir Woods, el parque estatal de los Big Basin Redwoods…

Aunque cuanto más tiempo pasaban al aire libre y haciendo excursiones, más comprendía Alex que a él no le entusiasmaba todo aquello tanto como a ella. Al principio, Brad se había apuntado tan alegremente que Alex pensaba que amaba de veras la naturaleza.

Pero Brad empezó a cancelar acampadas y excursiones que habían planeado, y Alex se iba sola cada vez más a menudo. Acampaba en los parques nacionales de Yosemite y Joshua Tree, contemplaba las gaviotas de California en el lago Mono y las ochotonas en los montes Bodie, siempre sola.

Terminaron el máster en el mismo cuatrimestre, y Alex estaba impaciente por conseguir alguna beca interesante de investigación posdoctoral. Le había preguntado a Brad dónde se veía en el futuro: ¿tal vez con su propio bufete de abogados especializado en derechos civiles? ¿Como abogado en un gran bufete, ejerciendo de experto en igualdad de derechos? Brad había respondido con evasivas.

Así que Alex se quedó de piedra cuando aceptó un trabajo en un despacho de abogados especializado en derecho empresarial. Hasta ese momento nunca había manifestado ningún interés por aquel tipo de práctica, además, era la antítesis de lo que había soñado: ayudar a la gente.

Con el fin de quedarse con él en la zona de la bahía de San Francisco, Alex había aceptado un trabajo en una consultoría que hacía informes de impacto ambiental, y al principio todo había ido bien. Ganaban lo suficiente para poder alquilar una preciosa casa victoriana en Berkeley. Brad trabajaba muchas horas y Alex estaba ilusionada con la posibilidad de hacer algo para ayudar a la fauna salvaje. Si evaluaba el emplazamiento de un proyecto urbanístico y encontraba una especie amenazada o cualquier otro impacto ambiental inaceptable, su empresa podía recomendar que se interrumpiera el proyecto. Por primera vez en su vida, sentía que su trabajo realmente tenía importancia, que servía para algo.

Brad se volvió más distante. Trabajaba hasta las tantas, se quedaba charlando con los socios del bufete. Cuando la invitaba a fiestas de empresa, era todo muy incómodo. Incluso conoció a varios clientes de Brad a los que su empresa les había impedido sacar adelante sus proyectos urbanísticos. No les hizo ninguna gracia conocerla.

Entonces llegó el Gran Descalabro.

Su jefe la había enviado a la costa a hacer un informe de impacto ambiental para un proyecto de complejo turístico y campo de golf. Alex había encontrado chorlitejos blancos, una especie amenazada, y había recomendado que lo parasen. Sin embargo, sus jefes sugirieron que ocultase el hecho de que había encontrado las aves. Estupefacta, se negó. Después le ofrecieron una cuantiosa suma de dinero para que cambiase el informe. Siguió negándose, incapaz de creerse que aquello pudiera estar pasando. Cuando volvió al trabajo después del fin de semana, se encontró con que su informe había sido modificado y enviado a los promotores; se omitía cualquier mención a los chorlitejos y daba el visto bueno al proyecto. Iba a ponerse en marcha.

Se lo contó a Brad, pero los promotores eran clientes de su firma y su jefe había invertido en el proyecto. Este le había insinuado a Brad que le convenía conseguir que Alex accediese al plan. Brad había intentado convencerla de que no se inmiscuyera, sin embargo, ella era incapaz de aceptar la idea de que un hábitat necesario para una especie amenazada se fuese a destruir solo para que la gente pudiera jugar al golf.

Días más tarde, en la ceremonia de inicio de la cimentación, en presencia de los inversores y de la prensa, Alex había cogido el micrófono y había desenmascarado la canallada. Uno de los principales inversores, acérrimo ecologista, retiró inmediatamente su dinero y el proyecto urbanístico se fue a pique.

Al día siguiente, la consultoría medioambiental había despedido a Alex.

La prensa crucificó a los promotores inmobiliarios. Como Brad tenía relación con Alex, su jefe lo despidió, excusándose con la sandez de que hacía falta reducir la plantilla.

Después, Alex había intentado convencer a Brad de que en cualquier caso no era ese el tipo de abogacía al que había querido dedicarse al principio. Pero él estaba demasiado enfadado para escucharla. La acusó de su despido y rompieron. Al irse, Brad le había gritado:

—No veo un futuro para mí mientras tú estés a mi lado.

Habían estado seis meses separados, luego Brad la había llamado desde Boston. Había conseguido otro trabajo como abogado empresarial. Dijo que la echaba de menos, que no concebía un futuro sin ella. Quería dejar atrás lo sucedido. Le pidió que se mudara a Boston. Como Alex no había encontrado aún un nuevo empleo fijo y acababa de terminar un proyecto de investigación en la Universidad de Berkeley, se fue con él, con la esperanza de que pudieran resolver sus diferencias. Había conseguido una beca posdoctoral para estudiar la parula norteña, sin embargo, vivir en la ciudad era difícil. Después del desastre de California, Brad jamás la invitaba a las fiestas de la oficina, ni siquiera le presentaba a los colegas de trabajo.

El sueldo de Brad superaba con creces el dinero que habría ganado trabajando para una organización sin ánimo de lucro que ayudase a las minorías y a las mujeres. Se acostumbró a los coches de lujo y a vivir en edificios de apartamentos caros, a comer en restaurantes donde servían aperitivos de cuarenta y cinco dólares y a utilizar el servicio de aparcamiento.

Mientras tanto, Alex se movía en sentido contrario. Cada vez quería menos cosas. No necesitaba un coche caro ni un gran guardarropa. Estaba satisfecha con su Toyota Corolla, que a sus veinte años mantenía un consumo de combustible increíble. En cuanto a la ropa, solo necesitaba botas resistentes y pantalones de senderismo, camisas abrigadas y chaquetas de forro polar. Brad empezó a sentirse avergonzado cuando salían, incluso cuando Alex llevaba vestidos elegantes.

Brad empezó a trabajar cada vez hasta más tarde, y el tiempo compartido se redujo a lo mínimo. Por fin, Alex le dijo que no le veía sentido a vivir en la ciudad para estar con él cuando pasaban tan poco juntos. Habían tenido una bronca tremenda, luego Brad había hecho las maletas y se había marchado de casa aquella misma noche mientras decía que necesitaban un respiro.

Desde entonces apenas se habían comunicado. Estar allí, en Montana, sin que Brad supiera siquiera que había hecho un cambio tan grande en su vida, la hizo comprender que la relación verdaderamente había terminado.

Se recostó en la silla. Estaba triste, pero a la vez algo en su interior le decía que estaba avanzando en la buena dirección. Ayudar a la fauna salvaje era lo correcto y debía ir adonde hubiera trabajo que hacer.

Apagó el ordenador mientras sus pensamientos regresaban al hombre que había aparecido en las imágenes. ¿Volverían a sacarle otras cámaras, a él o a otras personas?

Cerró con llave la puerta del hotel y fue a acostarse, algo inquieta por si fuera hubiera más gente deseando que se marchase tanto como el hombre que la había sacado de la carretera.