Doce

 

 

 

 

 

Alex se quedó mirando, sorprendida, y lo buscó con la mirada. Comprobó una y otra vez el GPS, a pesar de que sabía perfectamente que era allí donde lo había encontrado. No muy lejos, veía la roca en la que se había parado a comerse el sándwich. El roquedal en el que se había fijado estaba justo al sur.

—¿Dónde está? —preguntó el sheriff.

—Aquí mismo —dijo Alex. Le llamó la atención un brillo verde entre los arbustos. La botella de agua estaba allí—. ¿Lo ve? Aquí está mi agua. Se la dejé al lado. —La cogió y miró otra vez alrededor—. Ha debido de empezar a arrastrarse otra vez. En su estado, no puede haberse ido muy lejos.

El sheriff se quitó el sombrero y se abanicó la cara sudorosa.

—Venga, a dispersarse.

Los paramédicos dejaron la camilla y cada uno tomó una dirección distinta para peinar la zona. El sheriff se movía en un círculo cada vez más amplio con la vista clavada en el suelo.

Alex siguió por la orilla del arroyo, luego se subió a una roca alta para tener mejor perspectiva. El tupido bosque la rodeaba por los cuatro costados, así que apenas veía nada.

Durante más de dos horas estuvieron buscando, aunque en balde. Por fin, el sheriff gritó «¡Carter!», y Alex acudió a su llamada. Su habitual gesto de desaprobación se había transformado en uno de indignación manifiesta.

—No veo ninguna señal de que este tipo se haya arrastrado por aquí. Ahí atrás hay unas ramas rotas —dijo, señalando el lugar por el que debía de haber venido el hombre—. Pero solo es un pequeño tramo que viene de otro riachuelo. Después, el sendero desaparece. Sospecho que debió de arrastrarse por el riachuelo antes, seguramente flotando por las partes más profundas. A lo mejor pensó que el agua fría podría ayudarle con la hinchazón. Luego se arrastró hasta el sitio en el que usted lo encontró. Por cómo están dobladas las ramitas y las hierbas, fue desde el arroyo hasta el punto en el que está la botella de agua. Después, nada.

Alex frunció el ceño.

—¿Nada? Y eso ¿cómo puede ser?

El sheriff señaló hacia el sur, donde estaba el roquedal.

—Pudo arrastrarse hasta ese roquedal. Sería difícil seguirle la pista.

—¿Por qué iba a hacer semejante cosa una persona herida?

El sheriff se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Pero por lo que ha dicho usted, no era precisamente coherente. Cosas más raras he visto en operaciones de rescate. La gente se deshidrata, acaba con hipotermia y hace cosas demenciales.

Alex apretó los labios y miró a su alrededor.

—¿Se le ocurre otra teoría mejor? —dijo él.

A regañadientes, Alex negó con la cabeza.

Estuvieron otra hora buscando pistas en el roquedal. Se turnaban llamando y escuchando, pero la voz silenciosa y suplicante no respondía. Finalmente, el sol se escondió tras las montañas.

—¡Venga, todos! —gritó Makepeace, haciendo señas a los paramédicos para que regresaran. Alex se sumó a ellos—. Doy esto por terminado. Todavía tenemos que recorrer muchos kilómetros de vuelta en la oscuridad, y necesitamos un equipo de rescate más grande. Perros también. Por la mañana reanudaremos la búsqueda. Por ahora, volvamos, me encargaré de ponerlo todo en marcha para que venga mañana el equipo.

Alex le miró fijamente.

—¿Vamos a dejarle aquí así, sin más? Sheriff, no creo que este tipo pueda sobrevivir otra noche aquí. Estaba en muy mal estado.

El sheriff volvió a quitarse el sombrero y se puso a dar vueltas al ala mientras miraba los alrededores.

—Me hace tan poca gracia como a usted, Carter, pero si nos quedamos los cuatro dando vueltas por aquí en medio de la oscuridad y con este frío, lo mismo el equipo de rescate también tiene que venir a buscarnos a nosotros mañana.

—No me convence esta decisión —repuso Alex para que quedase claro.

El sheriff la fulminó con la mirada.

—Escúcheme. Si quiere pasarse aquí la noche buscando a ese tipo, está en su derecho. Pero si estaba ahí tirado sin protección y sangrando, puede que se lo haya llevado un oso o un puma. Lo mismo un oso ha escondido su cuerpo, y sin perros no podemos encontrarlo. Doctora Carter, lo mejor que puede hacer es regresar al hotel, cenar bien, acostarse temprano y venir con nosotros mañana en cuanto amanezca.

Lisa intervino:

—Por lo que a mí respecta, me alegraría que nos guiaras para salir de aquí —dijo con una voz que sonó muy suave en medio de la creciente oscuridad.

—Y a mí —añadió Bubba.

Alex lo lamentó muchísimo. El hombre andaba cerca. Le había dicho que traería ayuda, que aquella misma noche dormiría en un hospital.

—Esto no me gusta.

El sheriff se puso en jarras.

—Ya lo sé. Pero, vamos a ver, usted le dijo que no se moviera del sitio, ¿no?

Alex asintió con la cabeza.

—Pues entonces no tiene la culpa de que se haya marchado.

—Ya, pero usted mismo dijo que seguramente estaba confuso.

Makepeace frunció el ceño.

—La suerte está echada. ¿Quién sabe cuántas decisiones estúpidas habrá tomado para meterse en semejante lío? Iba solo, había caminado hasta aquí sin un par de zapatos siquiera.

—No sabemos por qué iba descalzo. Y qué coño, yo también he estado paseándome sola por aquí.

—Cierto, pero no tenemos ni idea de la experiencia que tenía el tipo este. Puede que confiase por completo en un GPS y no se trajera un mapa, entonces, cuando se agotaron las pilas, se desorientó. O puede que estuviera haciendo el tonto, paseándose por ahí de noche, y que se cayera por un barranco. En cualquier caso, usted no es responsable.

Alex apretó la mandíbula.

—Le dije que esta noche estaría a salvo, sheriff.

Makepeace se encasquetó el sombrero.

—Esa es una de las primeras cosas que se aprenden en el cuerpo policial: no se promete nada.

Alex suspiró, a continuación miró a Lisa y a Bubba, que se habían quedado callados.

—De acuerdo —se rindió Alex—. Volvamos al hotel.

Bubba soltó un suspiro de alivio y Lisa dijo:

—Gracias. Siento que no le hayamos encontrado.

—Yo también —dijo Alex, disgustada.

El grupo, desanimado, bajó en silencio, y la última hora antes de llegar al hotel tuvieron que usar las linternas de mano y las frontales. Cuando llegaron a los coches, los paramédicos se subieron a la ambulancia y se despidieron de Alex con un gesto de la mano.

El sheriff se quitó la mochila y la echó al asiento del copiloto del coche patrulla.

—¿Quiere venir con nosotros mañana?

Alex asintió con la cabeza.

—Vendremos a buscarla a las seis.

—Estaré preparada.

El sheriff arrancó sin decir adiós.

Alex se metió en el hotel, con las piernas tan cansadas que las sentía como si fueran de goma. Le estaba saliendo una ampolla en el meñique. Se dio una ducha bien caliente, después cogió un parche de molesquín y se lo puso sobre la ampolla.

Se hizo unos huevos revueltos y se sentó a cenar a una de las mesas de acero de la cocina. Se sentía mal por haber dejado al hombre a la intemperie otra noche más. Se sentía inútil. Estaba a punto de terminar de cenar cuando le sorprendió oír el teléfono. Tal vez fuera Zoe.

Cruzó corriendo el vestíbulo y lo cogió.

—¿Diga?

—Soy el sheriff Makepeace.

—Hola, sheriff.

—Pensé que igual la tranquilizaba saber que nuestro helicóptero ha vuelto. Han encontrado a la senderista perdida y se la han llevado. Así que el piloto va a barrer la zona en la que vio usted al hombre. Tienen infrarrojos de barrida frontal.

Alex había oído hablar de ellos. Detectaban el calor, de manera que cualquier cuerpo cálido destacaría en el frío nocturno del suelo forestal. Y como también se veía la firma térmica, podrían distinguir si se trataba de un humano, un ciervo o un oso.

Soltó un suspiro de alivio.

—Sí, me tranquiliza mucho.

—Eso pensé.

—¿Cuándo van a ir?

—Pronto. Seguramente oirá el helicóptero.

—¿Me avisará con lo que encuentren?

—Claro que sí. Si no encuentran nada, allí estaré a las seis de la mañana. Le comunicaré si la búsqueda continúa.

Le sorprendió su amabilidad y tuvo la impresión de que la actitud del sheriff hacia ella se había ablandado. Aunque, por supuesto, tal vez simplemente se debiera a que estaba exhausto. Puede que por la mañana estuviera tan frío como de costumbre.

Tras colgar, Alex, un poco más animada, regresó a la mesa para terminarse los huevos revueltos.

 

 

Solo llevaba un par de horas dormida cuando tuvo un sueño que la transportó a la ceremonia de inauguración del humedal. Había estado mirando el móvil intentando leer sobre unas cuestiones que quería mencionar en la entrevista para la televisión, sin embargo, nada tenía sentido, las letras estaban todas mezcladas de cualquier manera. Después había intentado hablar por el micrófono, pero no le salía la voz. Todo el mundo la miraba y se preguntaba qué le pasaba, de repente el pistolero se abrió paso entre la multitud. Alex se giró y trató de salir corriendo, pero su cuerpo no se movía lo bastante deprisa. Bajó del escenario y los pies se le quedaron atascados al instante en el barro. Intentó avanzar a cámara lenta mientras el pistolero corría sin esfuerzo hacia ella, apuntándola con la pistola. Alex cayó de bruces y sus dedos chapotearon entre las hierbas empapadas. Miró atrás y vio que el pistolero estaba de pie a su lado, apuntándole a la cabeza. De repente, el cráneo del pistolero estalló y él cayó al suelo. Apareció un hombre con un gorro negro y le tendió la mano a Alex.

Se despertó sobresaltada y se incorporó apoyando los codos. Estaba confusa. Durante unos instantes no supo dónde estaba y le costó salir del sueño. ¿Acababa de oír algo? Miró el reloj de pulsera, 04:15 de la madrugada. Escuchó, pero lo único que oyó fue el viento que soplaba a través de una persiana rota al fondo del pasillo. ¿Qué tenía este lugar para que se despertase tan sobresaltada?

Se recostó en la almohada, concluyendo que lo que la había despertado, fuera lo que fuese, seguramente había sido un sueño. Cerró los ojos y una sensación reconfortante de relax fue extendiéndose por los brazos y las piernas.

Entonces, sin ninguna duda, oyó algo. Un ruido sordo en el piso de abajo. Se incorporó por completo, despierta del todo esta vez. Muebles moviéndose: al menos, a eso sonaba, aunque era un ruido furtivo, débil. Rauda, se sentó al borde de la cama y se calzó las botas. Se levantó con cautela, procuró que no crujieran las tablas del suelo.

El ruido cesó y Alex contuvo la respiración. ¿La habría oído el intruso? Jolene le había dicho que, a veces, la gente forzaba la entrada.

Quizá esta persona no supiera que había alguien allí. Había vuelto a meter la Willys Wagon en el cobertizo de mantenimiento, así que a lo mejor parecía que el hotel estaba desierto. No había luces encendidas. En las ventanas de la planta baja no había postigos, pero muchas de las de arriba que habían sufrido el azote de las tormentas aún los conservaban.

Se quedó inmóvil, esperando, y oyó otro ruido sordo. Se acercó sigilosamente a la cómoda y cogió el espray antiosos. Apretándolo con la mano derecha, escuchó. Había alguien dentro, en el primer escalón. El crujido era inconfundible.

Se preguntó si sería alguien con intención de cometer algún acto de vandalismo, de robo o de algo peor. Pensó en la gente del pueblo, que no quería que ni ella ni la fundación territorial estuvieran aquí.

Oyó otra pisada, después otra y otra más. Si entraba en su dormitorio, le echaría espray antiosos en la cara. No quería salir a enfrentarse con el intruso. Lo mismo llevaba una pistola.

La persona acababa de doblar por el descansillo y ya iba por el segundo tramo de escalones; subía lentamente. Alex no veía luz por debajo de la puerta, así que supuso que estaría subiendo a oscuras; la posibilidad de que fuera Jolene trayéndole comida o cualquier cosa quedaba descartada. Aunque, por otra parte, era improbable que Jolene fuese a hacer algo así en mitad de la noche.

A medida que se aproximaban los pasos, el corazón de Alex empezó a martillear. El único teléfono operativo se hallaba abajo, en el vestíbulo. Y ¿si esperaba a que la persona pasara por delante de su puerta y luego bajaba con cuidado y llamaba a la policía?

Fuera, la persona tropezó y cayó rodando por un tramo de escalera, maldiciendo su suerte en voz alta. Alex reconoció la voz.

Abrió la puerta del dormitorio, encendió la luz del pasillo y vio a Brad tirado en el descansillo tratando de levantarse.

—Maldito sitio —dijo y se sacudía el polvo mientras se ponía en pie—. ¿Dónde están los malditos interruptores?

—Suelen estar en las malditas paredes —respondió Alex con los brazos cruzados.

Brad se quedó quieto en el descansillo, mirándola.

Me había olvidado de lo guapa que eres. Me dejas sin respiración.

Alex sonrió, y Brad subió y la abrazó.

—¿Qué haces aquí, Brad?

Recorrió con la mirada el rostro de Brad, tan familiar: la piel clara, los ojos castaños, la barbilla partida y el pelo casi negro y pulcramente recortado. «Sí que es guapo, sí», pensó.

—He venido a verte, claro.

Le dio un abrazo fugaz y Alex respiró su aroma cálido y familiar. Aunque intentó mantener a raya la esperanza, no pudo evitar un pensamiento: ¿y si había venido a pasar el invierno juntos? Tal vez había entendido lo importante que era para ella trabajar con la fauna salvaje.

Brad se apartó y Alex vio al instante que la comprensión y la ternura que había esperado brillaban por su ausencia.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Brad, frunciendo el ceño con irritación—. Cuando Zoe me lo dijo, no daba crédito. Luego va y me cuenta que un demente con pistola casi te mata. ¿Y tengo que enterarme por ella? Llevo semanas intentando dar contigo.

Alex dio un paso atrás, decepcionada al reconocer la ira de siempre.

—Semanas, no —respondió—. Hace unos días estuve en el pueblo, con cobertura, y aún no habías llamado.

Brad levantó las manos con gesto de exasperación.

—Ni siquiera me dijiste que te habías marchado. En tu mensaje solo decías que te llamase.

—No quería que te enterases por un mensaje. Quería contártelo. No pensé que tardarías tanto en comunicarte conmigo.

Brad dejó caer los brazos y suspiró.

—No me lo puedo creer. Pensaba que teníamos el objetivo de volver a estar juntos, en cambio tú vas y te largas, así, por las buenas.

—Hacía un mes que no sabía nada de ti antes de irme. Llevo tiempo esperando una oportunidad como esta para hacer trabajo de campo, lo sabes perfectamente. Y solo es para este invierno —añadió ella, aunque nada más decirlo se le cayó el alma a los pies.

No quería que este encargo durase tan solo unos meses. Solo con pensar en volver a Boston ahora, o incluso al final del proyecto, se le encogía el corazón.

—No es que no te llamara porque no quisiera hablar contigo. He estado liadísimo en el bufete.

—Lo sé. Pero se me acabó la beca de investigación y necesitaba trabajar. Este proyecto superaba con creces todas mis expectativas.

—¿Pagan bien?

—No, me refiero a lo que hago, estudiar a los carcayús en un lugar tan maravilloso como este. No esperaba tanto.

Aún no se había espabilado del todo y no quería discutir.

Claro —se limitó a decir él—, por supuesto que no pagan bien.

Alex se cruzó de brazos.

—No decidí ser bióloga de vida salvaje para ganar pasta.

—Ya, no hace falta que me lo digas —contestó Brad con desprecio.

Ahora fue ella quien se indignó.

—Y tú tampoco te hiciste abogado para ganar un pastizal. Al menos, al principio. Tenías ambiciones, ¿te acuerdas? Querías cambiar las cosas.

Brad movió la cabeza.

—Sí, claro, los primeros años de universidad, cuando todos pensamos que podemos cambiar el mundo. Sin embargo, al final, tenemos que enfrentarnos a la realidad. No puedes sacrificarte el resto de tu vida, sacrificar tus ingresos, en un intento por hacer del mundo un lugar mejor. Sencillamente, una persona sola no tiene el poder necesario para salvar el mundo.

—Quizá no. Pero si todos hacemos algo, entonces, juntos…

Él la interrumpió:

—«Juntos podemos». ¿Cuántas veces te he oído esa frase?

Por lo visto, no las suficientes.

—Más bien demasiadas. ¿A cuántas personas conoces que estén por ahí ayudando a la fauna salvaje?

Alex no podía creerse que estuvieran en mitad de la escalera a punto de pelearse.

—Algunos de mis compañeros de doctorado acabaron trabajando en agencias de protección del medio ambiente.

—¿Cuántos?

Alex se quedó pensando.

—Dos.

Brad esbozó una sonrisa triste.

—Dos. ¿Ves a lo que me refiero? Supongo que entre los tres vais a salvar el mundo, ¿no?

Alex guardó silencio. Pensó en mencionar las organizaciones sin ánimo de lucro, los voluntarios que dedicaban su tiempo a la naturaleza, pero sabía que lo único que quería Brad era discutir, y que por tanto no serviría de nada. A lo largo de los años había aprendido a quedarse callada y dejar que se desahogara para evitar que la situación se agravase.

—Mientras tanto, estás viviendo en… —Se refirió al hotel con un gesto de la mano, señalando una grieta de la pared por la que se había filtrado el agua—. ¿En un edificio abandonado en medio de Montana? ¿Qué tipo de ayuda es esta?

—Mi estudio de los carcayús podría demostrar que una especie en declive está utilizando esta reserva.

Conque te fuiste de Boston y me dejaste para estudiar a unas comadrejas gigantes… —dijo; era obvio que había hablado con Zoe.

Era injusto.

—Tú ya te habías ido, Brad. —El corazón le latía con fuerza, bombeado por la rabia y la adrenalina. Estaba completamente despierta. Era absurdo estar allí discutiendo en pijama—. Te habías ido de casa.

Qué típico de Brad eso de hacerle sentir que no se había esforzado lo suficiente. Últimamente jamás se refería a su deseo de ayudar a la fauna salvaje como una pasión genuina y un objetivo vital. Se lo tomaba como una ofensa personal. Si Alex necesitaba pasar tiempo sobre el terreno, él lo consideraba un rechazo a la relación.

Cuando Alex estaba estudiando al conejo pigmeo en Nevada, Brad la había atacado porque «le importaba más la comida de los halcones» que él. Y el mes que había pasado Alex grabando murciélagos en Yosemite, había discutido con ella porque quería más a las «ratas voladoras» que a él. Alex sabía que era inútil discutir con él cuando estaba tan exaltado. Además, ¿qué hacía aquí? ¿Había venido solo para meterse con ella? ¿Y cómo había entrado en el hotel?

Respiró hondo, expulsando la ira de su cuerpo. Qué cosa más ridícula. Brad acababa de recorrer cuatro mil kilómetros en avión solo para verla y ya estaban discutiendo. Asumiendo el papel de pacificadora, Alex dijo:

—Venga, vamos abajo y te preparo un té. No quiero discutir contigo.

Los hombros de Brad se relajaron un poco.

—Yo tampoco quiero discutir contigo.

Alex lo llevó hasta la cocina.

—¿Cómo has entrado?

—Primero estuve llamando. —¿Habrían sido esos los golpecitos que la habían sobresaltado?—. Al ver que no respondías, me dije que no estaba dispuesto a pasar la noche en el coche o en algún motel de mala muerte de alguno de estos puebluchos.

Alex pensó que tanto para los dueños de los moteles como para Brad lo mejor era que no se alojase en uno. Sería un huésped de lo más tiquismiquis, con exigencias como una variedad de almohadas entre las que elegir y un café de mejor calidad.

—Así que me colé por la ventana de la cocina. Estaba algo abierta. El pestillo está roto.

Alex no recordaba haberla dejado abierta, ni tampoco que el pestillo estuviera roto. De hecho, como estaba en el hábitat de los osos pardos, se había cuidado de dejar la ventana bien cerrada. Si un oso olía su comida y conseguía entrar y comer un poco, empezaría a asociar las construcciones humanas con la comida, por lo que sería más fácil que alguien lo matara.

Puso agua a hervir y Brad la miró.

—Prefiero una cerveza, la verdad.

—Lo siento, no creo que tenga, a no ser que quede alguna en la nevera.

Brad fue a mirar y rebuscó en los estantes.

—Maldita sea. Pues nada, un té, qué le vamos a hacer. Supongo que tampoco tendrás café, ¿no?

—Eso sí —dijo Alex, levantando el brazo para cogerlo de la estantería en la que Ben le había dicho que tenía su reserva.

Una vez preparadas las bebidas, se fueron con ellas al vestíbulo.

—¿Cómo has sabido dónde estaba?

—Al ver que no me devolvías la llamada, telefoneé a Zoe. Pensé que sabría si estabas pasando de mí. Cuando me dijo que estabas en la otra punta del país en una estación de esquí abandonada, no me lo podía creer. Me dio el fijo y llamé varias veces.

Alex miró el teléfono.

—No tiene buzón de voz ni contestador.

¡A mí me lo vas a contar! Sonaba y sonaba, pero nada.

—Seguramente estaría por la montaña.

—Busqué la dirección correspondiente al teléfono, y aquí estoy. Estaba preocupado por ti tras ver lo del tiroteo en las noticias. Zoe me dijo que te encontrabas allí justo cuando ocurrió.

Esta vez la miró con ternura y le tocó cariñosamente la mano.

Nerviosa, con el recuerdo de aquella tarde fresco aún en su memoria, Alex tragó saliva.

—Sí, me encontraba allí. Fue terrorífico.

—Y alguien mató al tipo, ¿no?

Alex asintió con la cabeza.

—Creo que no han cogido al otro pistolero. A decir verdad, de no ser por aquella persona yo estaría muerta.

Brad se inclinó hacia delante, le cogió las dos manos y se las acarició.

Alex bajó la vista y se quedó mirando las manos bronceadas de Brad. El corazón todavía se le aceleraba cada vez que se acordaba de aquella tarde, de lo desprotegida que se había sentido tirada en el barro esperando que una bala la atravesara. Se obligó a respirar hondo y se inclinó hacia delante.

—¿Por qué has venido, Brad?

Brad se animó y le soltó las manos, gesticulando con entusiasmo.

—Te he conseguido una oportunidad increíble. La solución a todos nuestros problemas. Tú podrás hacer lo que quieres hacer y yo también podré seguir dedicándome a lo que me apasiona.

Se inclinó y la besó. Al sentir el roce familiar de sus labios, la invadió una nostalgia arrolladora. Cuando Brad se apartó, Alex se quedó esperando, curiosa.

—¿Te acuerdas de Bill Crofton?

Alex movió afirmativamente la cabeza.

—Sí.

Era un zoólogo al que había conocido en un congreso celebrado ese mismo año en Boston.

—Acaban de contratarle como director del zoo municipal de Boston. Una socia de mi bufete es su cuñada. Me comentó que necesitan a alguien para supervisar los hábitats de los osos y de los lobos, así que me reuní con Bill y le hablé de ti. Le di tu currículum y le hablé de tu pasión por la fauna salvaje. Recordaba haberte conocido, y le faltó tiempo para decir que el trabajo era tuyo si lo querías.

Alex se recostó en la silla, estupefacta. «¿Un zoo?». Ella quería estar en medio de la naturaleza, trabajando para recuperar ecosistemas vivos, no en un lugar donde se encarcelaba a animales desdichados para entretenimiento de los humanos.

—Es perfecto, ¿no te parece? —preguntó Brad, inclinándose para cogerle de nuevo las manos—. Así podremos estar juntos.

Alex no sabía qué decir. A juzgar por su entusiasmo, se veía que de veras pensaba que le atraería la idea. En ese momento se dio cuenta de que en realidad jamás la había escuchado de verdad, y se le cayó el alma a los pies.

—No pareces muy contenta. ¡Venga! ¡Es una oportunidad increíble! Piensa en todas las especies con las que podrías trabajar. Podrías mejorar mucho las cosas en el zoo.

—¿Cómo?

A Brad se le fue el brillo de los ojos.

—Educando a la gente sobre la protección de la vida salvaje.

—Cuando digo que quiero cambiar las cosas, no me refiero exactamente a eso. Quiero estar aquí, sobre el terreno, asegurando un entorno seguro para los animales en sus hábitats nativos.

Brad vio claro que la idea no le entusiasmaba y le soltó las manos. Con una expresión de mártir que decía que tenía que hacer acopio de una paciencia infinita para tratar con ella, se recostó en la silla.

—Me cuesta entenderte. Es una gran oportunidad.

—Tienes razón. Sería una oportunidad increíble para alguien que quisiera trabajar en el ámbito de la educación. Hay gente muy valiosa trabajando en lugares como el zoo safari de San Diego, creando un hábitat seguro para animales que están prácticamente extintos en el medio natural.

—Allí también ponen cóndores en libertad.

Alex asintió con la cabeza.

—Lo sé. Y es un trabajo importante. Pero no es el caso del zoo de Boston, que es un sitio al que la gente va a divertirse. Puede que un puñado de gente salga de allí con el deseo de ayudar a la protección de las especies salvajes, pero la mayoría solo quiere ver a los elefantes.

—Eres una misántropa. Lo sabes, ¿no?

Alex bajó los ojos.

—Sí, lo sé. —Intentó cogerle las manos, pero Brad las retiró—. El trabajo de los zoos puede ser útil cuando lleva a reintroducir animales en su medio, pero no es el caso del zoo de Boston. Sencillamente, trabajar ahí no me gustaría.

Brad apartó el café con furia.

—Claro. Porque prefieres estar en el culo del mundo, donde no tienes que tratar con nadie. Pues mira, Alex, ¿sabes qué? Yo no tengo más remedio que tratar con gente en mi profesión. ¿Y sabes otra cosa? Me gusta tratar con la gente. En eso soy normal.

Sus palabras la hirieron y sabía que para eso las había pronunciado.

—No es que no me guste estar con gente —se defendió, aunque a veces era exactamente eso lo que le pasaba—. Es que para hacer lo que me apasiona, tengo que viajar a lugares remotos como este. Las especies amenazadas no viven en pleno centro del Distrito de los Teatros de Nueva York.

—Viven en zoos que están en medio de las ciudades.

Brad estaba enfadado y no escuchaba, pero Alex insistió.

—Sabes que no es donde tienen que estar. Se ven obligados a estar allí porque la humanidad los ha expulsado de su medio natural.

—Claro, claro. —Brad se levantó de repente y su silla chirrió contra el suelo—. La malvada humanidad.

La conversación no iba a ningún lado. Para Brad, el arte, la música, la ley y la arquitectura eran lo más importante del mundo. Estaba convencido de que estas invenciones justificaban el trato que daba la humanidad al planeta. No era que se alegrase de que se extinguieran las especies, pero, simplemente, tampoco le molestaba demasiado. ¿Cómo iba a molestarle, cuando la humanidad construía ciudades tan asombrosas, tan llenas de actividades, de intereses diversos, de cultura? Problemas como el cambio climático antropogénico y la extinción de las especies no entraban en la pequeña burbuja personal de Brad, y por tanto no pensaba demasiado en ellas. Por supuesto, cuando ciudades costeras como Boston empezaran a inundarse por culpa de la subida del nivel del mar, su burbuja personal iba a verse afectada. Pero, por ahora, en el mundo de su bufete de abogados no había cabida para los carcayús ni para especies emblemáticas en vías de extinción, como el oso pardo o el lobo.

En cierta ocasión, Zoe le había preguntado a Alex por qué seguía saliendo con Brad, con lo que había cambiado. La triste verdad era que la mayoría de la gente era como Brad, y, saliera con quien saliera, lo más probable era que aquella cuestión también provocara roces. Además —le había dicho a Zoe—, al margen de sus diferencias, se había enamorado de Brad nada más conocerlo en la universidad.

Brad se alejó airadamente y puso un pie sobre el banco de piedra que había enfrente de la inmensa chimenea.

—No me puedo creer que haya venido hasta aquí y tú ni siquiera te lo pienses.

Alex se frotó la cara. Estaba agotada y faltaba solo una hora para que tuviera que incorporarse al equipo de rescate.

Sonó el teléfono y se acercó a cogerlo. A esas horas, solo podía ser el sheriff con noticias de la búsqueda con infrarrojos.

—¿Quién es? —preguntó Brad con tono seco—. ¿Ya estás saliendo con otro?

Alex le indicó con un gesto que enseguida colgaba.

—¿Diga?

—Soy Makepeace. No han encontrado nada con los infrarrojos.

Fue un jarro de agua fría.

—Entonces, ¿la búsqueda terrestre sigue en pie?

—Sí. Contamos con dos perros, cinco profesionales y quince voluntarios.

—Y conmigo.

—Dieciséis voluntarios, entonces. Nos vemos dentro de una hora.

Sí, decididamente volvía a ser el hombre seco de siempre, pensó al oír que colgaba sin despedirse. Para volver a ser uno mismo no había nada como un buen descanso.

Cuando colgó, Brad dijo:

¿Qué pasa? ¿Qué búsqueda terrestre?

Le habló del hombre que había encontrado en la montaña.

—Voy a subir hoy con el equipo de rescate.

Brad se quedó mirándola.

—Alucino. ¡Pero si acabo de llegar!

—No sabía que venías. Lo siento. Tengo que prepararme.

Resopló, furioso.

—Perfecto. Pues yo me voy a duchar. —Miró a su alrededor—. Porque tendrás agua corriente, ¿no?

—Hay sendos cuartos de baño en las dos primeras habitaciones a la izquierda nada más subir.

Brad se dio media vuelta, cogió una maleta pequeña y subió entre protestas.

Alex se vistió a toda prisa, se hizo una tortilla y más té y decidió salir a comer al amplio porche. El frío aire del amanecer absorbió el calor de la tortilla casi al instante; aun así, Alex se quedó fuera, bebiendo té a sorbos mientras el sol asomaba por detrás de un pico. Unas nubes dispersas se volvían doradas y después blancas mientras el sol subía lentamente hasta la cima.

Se fijó en unos bloques de hormigón que estaban apoyados contra un muro y arrastró uno al interior del hotel. Lo puso frente a la ventana que tenía el pestillo roto; como se abría hacia dentro, el bloque serviría para obstaculizar el paso hasta que pudiera ir al pueblo a por una cerradura nueva.

Cerca de las seis, metió en la mochila pequeña dos sándwiches, el filtro de agua y una botella, una brújula, un mapa, el GPS, su navaja y el paquetito de parches de molesquín. Por último, añadió ropa para la lluvia y un gorro calentito.

Oyó movimiento en la escalera y vio bajar a Brad, que se había puesto un pantalón negro y una camisa azul.

—No veo por qué tienes que apuntarte a esta misión de rescate —dijo cuando llegó al pie de la escalera.

Alex se acercó a él y le cogió las manos, deseosa de mitigar la tensión de la discusión.

Lo sé. Pero yo fui quien lo encontró. Quiero llevarlos al lugar donde lo vi por última vez.

—Son profesionales, Alex. No te necesitan.

—Entonces digamos, simplemente, que es por mi propia tranquilidad. Tengo que saber que han buscado en el sitio exacto. Quiero asegurarme de que los perros parten del lugar adecuado para seguirle el rastro.

—Marcaste el punto con el GPS, ¿no?

—Sí, pero ya sabes que tiene un margen de error de casi tres metros, como poco.

Brad suspiró.

—Creo que deberías dejarlo en manos de los profesionales.

—Eso voy a hacer. Solo quiero ayudar. De hecho, cuantas más manos les ayuden, mejor.

Brad dio un paso atrás.

—Pues a mí no me mires. No sé nada de nada de búsquedas y rescates. Solo estorbaría. Además, tampoco es que me hayan dado días libres para venir aquí. Tengo que teletrabajar.

Alex hizo una mueca.

—Espero que no necesites internet.

Brad arqueó las cejas.

—¿Me estás diciendo que ni siquiera hay wifi en este sitio?

Lo siento. Hay un pub con wifi en el pueblo más cercano, aunque aún no habrán abierto. Es el primer pueblo que hay en dirección este, Bitterroot.

—Genial. —Se acercó con paso resuelto al sitio en el que había dejado su ordenador portátil la noche anterior y se lo echó al hombro—. Pues nada, a pasar el día en Bitterroot, supongo. Suena de lo más apetecible.

—Toma —dijo Alex, sacándose del bolsillo la copia de la llave del hotel—. Por si vuelves antes que yo.

Brad la cogió y, después de una breve pausa, miró a Alex.

—¿Al menos te vas a pensar la oferta del zoo?

Alex dijo que sí con la cabeza.

Brad miró el reloj.

—Maldita sea. En Boston son casi las ocho. ¿A qué distancia está este pueblo?

A unos cuarenta kilómetros.

La miró con incredulidad y salió disparado por la puerta. Alex oyó arrancar el coche de alquiler, que después se alejó ruidosamente por el camino.

Unos minutos más tarde escuchó que llegaban coches. Era el equipo de rescate. Dejó a un lado el estrés de haber visto a Brad y se preparó para zambullirse en la búsqueda.

 

 

Mientras se ponía el sol, Alex vio cómo el helicóptero barría por última vez la zona mientras daban por concluida la jornada. No habían encontrado ningún indicio del hombre herido. Los perros le habían olido en el sitio donde le había dejado Alex, pero no habían podido seguirle la pista. No tenía ni pies ni cabeza.

Como no le apetecía tratar con Makepeace, le sugirió que volviera sin ella al hotel a por su coche. Además, quería echar un vistazo a una cámara cercana. El sheriff soltó un gruñido a modo de respuesta y se marchó sin volver siquiera la cabeza para despedirse. Alex vio que empezaba a bajar y se dio media vuelta en dirección contraria.

Todavía quedaba un poco de luz y pensó que lo mejor que podía hacer era aprovechar la altura que había ganado con la caminata.

Comprobó con alivio que la trampa seguía intacta. Habían saltado diez resortes de pelo con mechones de un pelaje marrón oscuro y claro. Los metió en sobres etiquetados y cambió la tarjeta de memoria y la batería de la cámara.

Pensó en la trampa destruida y en la cámara desaparecida. Se lo había contado al sheriff, pero él había mostrado más interés por leer y releer las instrucciones de lavado de la banda interior de su sombrero.

Una vez recolocados los resortes de pelo, dio un paso atrás y contempló el montaje. Aún quedaba suficiente cebo, así que dejó la trampa. Tenía el tiempo justo para caminar con un poco de luz. Mientras se alejaba de la cámara trampa, la brisa le trajo un vago sonido. Una voz, quizá. Se detuvo a escuchar. El viento cambió de dirección entre las copas de los árboles. Una piña cayó a su izquierda y oyó el crujido de unas ramas. Después lo volvió a oír, una extraña mezcla entre maullido y gruñido. No era el hombre herido, tampoco un gato, un oso o un lobo. Era otra cosa distinta. El extraño gruñido sonaba casi ahogado, un rumor grave en una garganta. No era un gruñido agresivo, más bien, uno de frustración.

Sabía reconocer el sonido de un animal en peligro.

Avanzó con precaución hacia el sonido, cruzando un denso bosquecillo de pinos contortos. Subió por una pequeña pendiente, entonces al otro lado, en otro grupo de pinos, vio una cajita de madera con una tapa. Una trampa de captura en vivo, hecha con leños sin tratar, y medía más o menos un metro de largo por medio de alto. Un grueso cable metálico, enrollado varias veces en torno al tronco del árbol de detrás, bajaba hasta una anilla de anclaje que había en la tapa.

En el interior de la caja oyó algo que gruñía, caminaba de un lado a otro y arañaba las paredes. Por los extraños sonidos, estaba bastante segura de que era un carcayú.

Se acercó a la trampa y examinó la construcción. Se había caído un pestillo y, al cerrarse la tapa, había tapado la caja. Desde tan cerca, le llegaba el olor a almizcle del carcayú y algo más…, sangre y carne putrefacta, seguramente el cebo que había utilizado el trampero.

Sintió rabia. Sin duda, allí arriba había alguien cazando de manera furtiva. El carcayú arañaba las paredes con desesperación y Alex veía las afiladas garras saliendo por las rendijitas entre los leños. Pero la trampa estaba bien construida y el carcayú no iba a salir por sí solo, al menos a corto plazo. Estalló en una exasperada y furiosa serie de aullidos, bufidos y gruñidos guturales.

Alex recorrió el cable con la mirada y vio que una recia rama sobresalía en el punto en el que lo había enrollado el cazador. Podía subirse a ella y quitar la tapa desde el árbol.

Durante un buen rato estuvo atenta a cualquier señal de movimiento humano, preguntándose si el cazador se habría quedado en la zona o si habría construido más trampas como aquella y estaría echándoles un vistazo. Por mucho que se esforzó por oír algo entre los ruidos del viento y del infeliz carcayú, no distinguió más sonidos fuera de lo normal.

Alargó el brazo y abrió el mecanismo de cierre. Al verla acercarse, el carcayú se detuvo un instante. Lo oyó olisquear, después empezó otra vez a pasearse furioso. Alex se apartó. Agarrándose a la rama más baja del árbol, se aupó y la enganchó con la bota. La áspera corteza se le hincaba en las palmas de las manos mientras subía, y la resina se le pegaba a la piel.

Llegó a la rama gruesa y se puso de pie sobre ella. De repente oyó arañazos en el árbol de al lado y el corazón le dio un vuelco. Giró bruscamente la cabeza y vio que unas ramas se mecían. Conteniendo el aliento, esperó y vio que unos trozos de corteza caían al suelo. Un movimiento entre las pinochas la hizo alzar la vista un poco más, así localizó el origen del ruido.

Agarrados a las ramas, acurrucados el uno junto al otro, había dos carcayús más pequeños. Alex supuso que habrían nacido esa primavera. Las crías nacían blancas, en guaridas nevadas excavadas por sus madres, pero estos dos ya tenían el color tostado, dorado y marrón oscuro de los carcayús adultos, si bien eran indudablemente más pequeños.

A pesar del apuro en que se hallaba, no pudo evitar sonreír al verlos. En sus peludas caras marrones, los brillantes ojos negros rodeados de pelaje dorado la miraban de hito en hito. Alex no tenía ninguna duda de que el carcayú de la trampa era uno de sus padres. Además, había leído que los carcayús se quedaban esperando en las inmediaciones cuando uno de ellos caía en una trampa.

Cogió el cable y tiró de él. El ángulo era incómodo y la tapa estaba demasiado encajada. Al principio le pareció que no sería capaz de levantarla desde donde estaba, que tendría que forzar la tapa desde el suelo. Tirando con una mano y golpeando el cable con el otro puño, por fin consiguió mover la tapa. Los gruñidos del carcayú se volvieron más frenéticos. Un último tirón casi le hizo caer del árbol, pero consiguió su objetivo. El carcayú no saltó fuera de inmediato. Asomó la cabeza, se hizo una composición de lugar, después, por fin, salió.

Alex soltó el cable lentamente para que la trampa no se cerrase de golpe. El carcayú salió disparado y de repente se paró y se giró a mirarla. Alex se quedó maravillada al ver el pelaje tostado y marrón, el collarín dorado del pecho, el cuerpo musculoso y el cráneo aplanado con dos ojos oscuros y brillantes que la miraban fijamente.

Se sentó en la rama para pasar más desapercibida y resultar menos amenazante, y se quedó mirando el árbol de al lado. Minutos más tarde bajaron los dos carcayús jóvenes, arrancando con las garras trozos de corteza que iban cayendo al suelo forestal.

Alex sabía que podían permanecer con su madre hasta dos años. El padre se pasaba a verlos mientras crecían y les enseñaba a cazar, a utilizar el bosque para sobrevivir. En un caso de los años noventa que había leído, una carcayú joven de Idaho luchaba para sobrevivir después de perder a su madre y a su hermano. Se alimentaba del cebo que saqueaba de las trampas de captura viva que ponían los investigadores. Entonces, de repente, empezaron a verla con un carcayú macho más mayor, que se pasaba días enteros con ella, enseñándole dónde encontrar comida. Los investigadores pensaban que era su padre. Una cariñosa relación padre-hijo era prácticamente inaudita en especies carnívoras. Pero los carcayús eran una excepción, y posteriores estudios de ADN demostraron que, en efecto, los machos cuidaban de sus crías.

Dado el tamaño de los carcayús jóvenes, Alex no sabía si el carcayú que había caído en la trampa era el padre o la madre. Ambas cosas eran posibles, y no podía determinar el sexo del carcayú atrapado sin verle la barriga.

Cuando la familia estaba ya a unos cincuenta metros, bajó del árbol y agarró su mochila. Los siguió a cierta distancia, preguntándose en qué madriguera habrían vivido esa primavera. Los carcayús hembra preferían madrigueras situadas a gran altura, debajo de pinos de corteza blanca caídos. Cavaban tres metros por debajo del tronco, y después hasta trece metros en sentido lateral. Masticaban la madera y utilizaban las astillas para forrar la madriguera nevada. La mayoría de las madrigueras tenían habitaciones distintas para dormir, amamantar, descansar y eliminar los desechos. La madre solía desplazarse a madrigueras recién excavadas cuando las crías se hacían un poco mayores. La nieve las aislaba del frío, manteniendo el calor mientras la madre salía a cazar y llegaba a recorrer hasta quince kilómetros. Pero el empeoramiento del clima estaba reduciendo las posibilidades de encontrar lugares adecuados para construir madrigueras.

Alex no quería seguir asustando a la familia, así que se quedó rezagada, entreviendo aquí y allá al trío que correteaba entre los árboles. De vez en cuando se veían pisadas de carcayús en lugares húmedos y embarrados. El carcayú adulto avanzaba en línea totalmente recta, y Alex, las pocas veces que los perdía de vista, se limitaba a seguirlo con la certeza de que enseguida volvería a verlos.

Mientras el adulto avanzaba resueltamente, las dos crías retozaban, saltando la una sobre la otra y mordisqueándose. A veces una se abalanzaba sobre su hermana y, agarrándola del cuello, se ponía a rodar como en el giro de la muerte de los caimanes. Pero solo era un juego. Alex sonreía cada vez que las veía triscando. Mientras, el sensato carcayú adulto seguía avanzando como una máquina.

La familia no tardó en dejarla muy atrás. El sol se escondió tras una montaña, y al instante cayó la temperatura. Alex siguió avanzando mientras la luz se atenuaba, divisándolos de vez en cuando a lo lejos. El crepúsculo dio paso al anochecer, y no tardó en dejar de verlos. Aun así, siguió andando un poco más, entusiasmada por haber encontrado aquella familia de carcayús en la reserva. Era exactamente lo que había deseado.

Por fin, tuvo que reconocer que estaba demasiado oscuro. Marcó un waypoint con el GPS y trazó una ruta, decidida a volver en otra ocasión y continuar donde lo había dejado por si encontraba más señales de los carcayús.

Se dio media vuelta y emprendió el regreso por la misma dirección por la que había venido. Antes de volver al hotel, quería desmantelar la trampa: cortar el cable del árbol, derribar los leños de una patada y dejarlos desperdigados por el suelo. Oyó la llamada de un cárabo en una arboleda cercana, su insistente uuuuh. Entró en la espesura y sacó la linterna frontal.

El viento suspiraba entre los pinos, sonando casi como el estruendo de una lejana cascada. La temperatura bajó más y se subió la cremallera del forro polar. Por un lado temía volver a ver a Brad; por otro, le hacía ilusión. En los últimos tiempos nunca sabía si estaría cariñoso o si querría pelea.

Pero ni siquiera este temor podía sofocar la sensación de euforia. El espectáculo de las crías de carcayú retozando le había permitido vislumbrar lo que le apasionaba de estar en plena naturaleza: ver animales en sus hábitats naturales, disfrutando de su libertad. Ahí se sentía llena, viva, equilibrada. Respirando el limpio olor a pino del aire, emprendió el camino de vuelta a la trampa; su rabia de antes resurgía a medida que se iba acercando.

Subió por una pequeña cuesta que daba al lugar donde había encontrado la trampa y se detuvo. No estaba. Movió la cabeza, confusa, y rodeó la pequeña arboleda. ¿Se habría desviado? Era perfectamente posible. Pero entonces vio el árbol al que se había subido, el montoncito de corteza a los pies del tronco por donde habían bajado las crías. Examinó el suelo con la linterna frontal. No vio nada raro. No estaban los leños, ni el cable. Tampoco el cebo, aunque todavía flotaba en el ambiente el olor a carne podrida. Entonces vio la huella de su bota en un cachito de tierra polvoriento al pie del árbol. Ya no había duda: la trampa había estado allí.

Alex se enderezó. Alguien había ido allí y había desmantelado la trampa antes de que le diese tiempo a regresar. Alguien estaba borrando sus huellas. Los nervios se le agarraron al estómago y un escalofrío le recorrió la espalda. El furtivo estaba cerca. Incluso puede que estuviera observándola en ese mismo instante.

En un abrir y cerrar de ojos, Alex estaba bajando la montaña a mil por hora.

Pasó por encima de un tronco y oyó que se rompía una rama a sus espaldas. Se giró bruscamente. Aunque le preocupaba que pudiera ser el furtivo, se le pasó por la cabeza que quizá el hombre herido se había arrastrado hasta allí, cosa que parecía imposible, o que quizá fuera un ciervo. A su izquierda, fuera del alcance de la frontal, se rompió otra rama. Volvió a girarse y distinguió algo voluminoso que se alejaba entre los árboles, tan veloz que no pudo verlo bien. Pero, sin duda, no era el hombre herido.

Retrocedió con cautela, se dio la vuelta y apretó el paso, sorteando troncos caídos y zigzagueando entre los matorrales.

La criatura, fuera lo que fuera, también apretó el paso. Las pinochas crujían bajo unas pisadas rítmicas. Alex hizo un alto y recorrió los árboles con la mirada. Algo se salió del haz de luz de la linterna. Algo grande y alto. El furtivo. O un oso, tal vez, o a saber qué: ¿un ciervo, un alce? Un temor primigenio le erizó el cuero cabelludo y le bajó por la espalda. Sentía que algo la estaba observando desde la oscuridad.

Esta vez, las pinochas crujieron por delante. Se detuvo a escuchar y las siguió oyendo también por detrás. El corazón le latía cada vez con más fuerza. ¿Y no se habría topado simplemente con una manada de ciervos que había salido a ramonear? Apagó la luz y esperó a que los ojos se le acostumbrasen a la oscuridad. Salvo la silueta de los pinos recortada sobre el cielo nocturno, apenas veía nada; desde luego, en el corazón del bosque no distinguía ningún detalle. La criatura que tenía detrás se acercó. Eran pisadas fuertes. Si era un oso, Alex tenía que hacerse ver, hacerle saber que era una persona. Y si era el furtivo, lo sabía de sobra.

—Eh, oso —dijo, pronunciando en voz más baja de lo que pretendía las dos palabras que recomendaban los guardabosques.

Las pisadas se detuvieron al instante. También las que se oían por delante. ¿Sería una hembra de oso pardo con sus oseznos?

—Eh, oso —repitió, en voz más alta esta vez.

Entonces oyó movimiento en un tercer punto, esta vez a su izquierda. Una descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo y giró bruscamente la cabeza, pero tampoco en esta ocasión pudo distinguir nada en la penumbra.

Encendió la frontal. Algo se escabulló en la oscuridad y se colocó detrás de una mata de arbustos, apartándose de la luz. ¿Sería que recelaba de los humanos y quería ponerse a salvo, o sería una persona que la estaba acechando? Pero si era el furtivo y había intentado borrar sus huellas, ¿para qué iba a seguirla ahora? Se exponía a que Alex lo viera y se lo describiese más tarde a la policía. ¿No era más lógico que quisiera salir de allí?

Fuera lo que fuera, la criatura no quería ser vista. El temor se hizo más intenso.

Sin apagar la frontal, Alex se desplazó hacia la derecha, donde no había oído movimiento. No quería correr por si acaso era un oso, de manera que caminó deprisa, mirando por encima del hombro. Esta vez no vio nada, y sus propios pasos apresurados le impedían oír gran cosa.

Cuando hubo recorrido más o menos un kilómetro, vio una tupida mata de uva de oso. Apagó la luz, se acercó sigilosamente y se refugió detrás de los arbustos.

Esperó y escuchó.

Crunch, crunch, crunch. La criatura seguía ahí, aunque esta vez estaba un poco más lejos. Oyó más sonidos a su derecha.

A punto estaba de reanudar el descenso cuando le pareció reconocer un murmullo de voces humanas. Pero no se repitió. ¿Podría ser el hombre herido? Había leído acerca de un esquiador de fondo que se había roto los dos tobillos después de desviarse tanto de su ruta que nadie sabía dónde buscarle. Esperó a que se le hinchasen y después echó a andar. ¿Podría ser que el hombre herido hubiese hecho lo mismo?

Lo dudaba mucho, teniendo en cuenta su estado. Pero las ganas de sobrevivir de un ser humano podían ser increíblemente poderosas.

Escuchó con atención, pero solo oyó las pisadas, cada vez más cercanas. ¿Se habría imaginado las voces?

Se alejó de los arbustos, y de repente el movimiento se hizo más intenso: ahora era algo que corría directamente hacia ella. Seguía sin poder ver nada entre las sombras. Se dio la vuelta para correr y tropezó con una roca. Recobró el equilibrio, aunque acto seguido tropezó con un tronco caído. Tenía que esconderse o bien encender de nuevo la linterna. Su pie chocó con otra roca y Alex se tambaleó, pero reaccionó a tiempo y evitó caer de bruces. Otra vez le pareció que oía voces humanas hablando bajito, concretamente dos, pero el ruido de sus propias pisadas le impedía oírlas bien. Se agachó. ¿Serían del equipo de rescate? Pero ¿por qué iban a estar ahí?

Se movió lentamente hacia un apretujado grupo de pinos contortos y se puso a escuchar. Pero a pesar de que Alex había cambiado de dirección, la criatura que la seguía calcaba sus movimientos. Tuvo la sensación, nítida y escalofriante, de que, aunque ella no podía verla, a la criatura no le costaba nada verla a ella en la oscuridad.

La criatura empezó a ir más despacio hasta que se detuvo. A su derecha, también dejó de oír un sonido como de algo que arrastraba los pies.

Estuvo atenta por si oía más voces, pero en vano; ni siquiera estaba segura de haberlas oído.

Una vaga sensación primigenia de estar siendo observada la apremiaba para que se largase cuanto antes. Había cambiado ya tantas veces de dirección que dudaba de cuál era el camino de vuelta al hotel. Iba a tener que sacar la brújula o el GPS. Se decidió por la brújula porque no tenía una esfera luminosa. Pero no consiguió leerla en la oscuridad. Si quería salir de allí, iba a tener que utilizar la linterna.

Se la quitó de la frente y después montó una pequeña tienda de campaña colocándose la chaqueta sobre las rodillas. Encendió la luz por debajo del grueso forro polar, cubriendo el haz con la mano, y la enfocó sobre la brújula. Una vez orientada, apagó y se puso la chaqueta.

Sopesó las alternativas. Si era un oso, no le convenía correr. Pero si eran unos furtivos, estaba convencida de que querrían alejarse de ella para evitar ser descubiertos.

Instantes más tarde, la decisión le vino dada. La criatura echó a correr estrepitosamente entre la maleza en dirección a ella. Alex encendió la linterna y, adentrándose en el bosque, se atrevió a mirar atrás. Pero, de nuevo, no vio nada en el haz de luz, que rebotaba descontroladamente. Tan solo árboles y arbustos.

Si era un oso que venía a la carga, lo vería. Y si era un oso curioso, seguramente estaría erguido sobre las patas traseras para verla mejor, de modo que era imposible que le pasara desapercibido.

Siguió corriendo, saltando por encima de troncos caídos y zigzagueando entre afloramientos rocosos.

Se giró para continuar por la ruta correcta y siguió descendiendo, incapaz de oír nada con el ruido de sus pasos acelerados y de su respiración jadeante.

A su derecha vio un gran afloramiento rocoso y apagó la frontal. Intentando acallar el sonido de su resuello, se acercó a las rocas con las manos extendidas; estaba todo tan oscuro que no las veía. Enseguida sintió el áspero frío de la roca y avanzó palpándola hasta que llegó al otro lado.

Por fin, se detuvo a recobrar el aliento. Se obligó a respirar más suavemente para poder oír. La sangre le pulsaba en los oídos.

Se quedó escuchando con los ojos abiertos de par en par, aunque todavía no veía nada aparte de las estrellas en lo alto.

A su derecha, mucho más cerca de lo que esperaba, algo partió una ramita, y a su izquierda oyó un frufrú entre los arbustos. Se le puso el corazón en la garganta.

El instinto le dio un toque, susurrándole que no se trataba de una osa con sus oseznos ni de una manada de ciervos. Era como si algo la estuviera persiguiendo en la oscuridad.

Dio la vuelta a la roca. A unos treinta metros sobresalía otro borde rocoso, en dirección contraria al movimiento que percibía a su alrededor. Se agachó y corrió sigilosamente hacia esa roca con la luz apagada. Se había fijado antes en que entre las dos rocas no había grandes leños ni piedras, así que avanzó deprisa con las manos extendidas hasta que entró en contacto con el otro afloramiento. Lo rodeó y, mirando de reojo por si acaso la criatura podía verla, se refugió al otro lado. Después palpó la áspera piedra en busca de asideros y puntos de apoyo. La suave pendiente del afloramiento hizo que le fuera más fácil encontrar pequeños salientes y huecos de lo que pensaba, y empezó a escalar.

Dos de los animales, ya fueran humanos o de otro tipo, se movían a la vez.

Trepó hasta lo alto y se tumbó bocabajo; al instante, la fría piedra le quitó todo el calor del cuerpo y empezó a tiritar. El crujido de ramas y pinochas se iba acercando. Cruzó los dedos para que pensaran que había seguido bajando por la montaña. Los dos animales pasaron por delante del primer afloramiento y después cubrieron la distancia hasta el segundo y lo rodearon. Alex apretó la cara contra la roca, deseando que se marchasen.

En la otra punta de la roca crujieron unas pinochas. Siguió tumbada donde estaba, agarrándose a la roca mientras el crujido se desvanecía en la distancia, hasta que dejó de oírse.

Entonces Alex soltó un inmenso y silencioso suspiro de alivio, pero permaneció en su sitio atenta al más mínimo movimiento. Pasaron cinco largos minutos, después diez. El viento susurraba entre los árboles. Un búho real ululó.

Treinta minutos más tarde, bajó, palpando con dedos gélidos la aspereza de la roca.

Se quitó la linterna, la encendió y, tapando el haz de luz con los dedos, creó una lucecita difusa que dirigió hacia el suelo. Una vez que se hubo hecho una idea de lo que la rodeaba y que hubo comprobado la dirección con la brújula, la apagó. Avanzó sigilosamente por el bosque, deteniéndose de vez en cuando para ver con la linterna lo que tenía por delante y grabárselo en la memoria antes de continuar. Siguió haciéndolo durante toda la bajada.

Cuando apareció el hotel ante sus ojos, la invadió una sensación de alivio. Se preguntó si debería llamar a Makepeace, pero decidió que no. ¿Qué podía decirle? ¿Que quizá unas personas la habían perseguido por el bosque? ¿O que quizá fueran unos ciervos intrépidos que, casualmente, se dirigían al mismo sitio que ella? Ni siquiera estaba segura de que fueran personas, sin embargo, no conseguía quitarse de encima la sensación de que lo eran. Casi podía oír el soniquete desdeñoso de la respuesta de Makepeace si le decía que tenía «la sensación» de que eran personas, así que decidió callar. Si eran cazadores que continuaban usando el terreno, quién sabe si Makepeace no sería amigo suyo.