Al llegar al hotel, vio el coche de Brad aparcado en la entrada. Los coches del equipo de rescate ya se habían marchado. Inspiró hondo, preparándose para otra discusión, se acercó a la puerta principal y abrió. Fue recibida por un delicioso aroma a comida italiana.
La mesita de trabajo estaba ahora cubierta con un mantel de lino blanco. Dos velas parpadeaban a cada lado de un jarroncito de flores. Junto a un bol de cristal con una ensalada recién preparada había dos copas y una botella de vino. Alex seguía temblando por el encuentro de hacía un rato, pero decidió no mencionárselo a Brad. Parecía que estaba intentando reconciliarse y que Alex le dijera que acababa de pasar un mal rato solo serviría para darle argumentos en contra de que estuviese allí.
Al oír que se cerraba la puerta, Brad salió de la cocina. Sobre la camisa azul y el pantalón negro llevaba un delantal de chef. Al verla sonrió y se acercó a darle un beso en la mejilla.
—Retiro todo lo que he dicho sobre este lugar —dijo, ayudándola a quitarse la chaqueta—. ¡La cocina es una pasada!
Alex sonrió mientras Brad dejaba la chaqueta sobre el respaldo de una silla cercana. Llevaba siendo un gourmet desde antes de que la afición a la buena comida se pusiera de moda. Se había criado en una familia pobre y las pocas oportunidades que habían tenido de salir a comer fuera las había disfrutado enormemente. Cuando se fue a vivir solo, empezó a cocinar platos cada vez más sofisticados, con ingredientes que no había podido permitirse de niño: setas caras, piñones tostados, especias exóticas.
—Huele de maravilla —dijo Alex.
—Raviolis de calabaza con piñones, setas shiitake y una salsa de ajo.
A Alex le sonaron las tripas. Hacía dos semanas que prácticamente no había probado nada aparte de huevos, ensaladas, frutos secos y sándwiches de queso. A Alex la comida no la atraía de manera especial, y menos cocinar. Pero jamás se le ocurriría renunciar a una comida casera como aquella.
—Espero que tengas hambre.
—Sí que tengo, sí.
Brad la cogió del codo.
—Permíteme que te lleve a tu asiento.
La acompañó hasta la mesa y apartó la silla para que se sentara. A continuación, Brad descorchó el vino y sirvió dos copas; después, se sentó enfrente y la miró a los ojos por encima de las velas.
—Por nosotros —dijo con la copa levantada—. Por que encontremos el camino para volver a estar juntos.
Brindaron y bebieron. En la cocina sonó un temporizador y se levantó, dejando la copa en la mesa.
—Eso es la salsa. Vuelvo enseguida.
Desapareció por la puerta batiente y Alex se quedó a solas con sus pensamientos.
Bebió otro sorbo de vino, decepcionada porque no hubieran encontrado al hombre. Brad no le había preguntado cómo había ido la búsqueda, y, en vista de su reacción de aquella mañana, Alex recelaba de sacar el tema.
El teléfono sonó y fue a cogerlo.
—¿Diga?
—Alex, soy Ben Hathaway.
—¡Ben! ¿Qué tal por Washington?
—Genial, gracias por preguntar. El equipo ya tiene toda la información y se ha ido a África a trabajar en el proyecto de los rinocerontes. Van a traer rinocerontes negros de una zona llena de cazadores furtivos a una de nuestras reservas.
—Estupendo —dijo ella, sentándose en el taburete de detrás del mostrador.
—El proceso es una locura. ¡Les ponen un tranquilizante y luego los cuelgan bocabajo de un helicóptero! Es el método de transporte menos estresante para ellos.
—Es increíble.
—Estuve allí hace un par de años y vi cómo lo hacían. Nuestro equipo se ha preparado especialmente para esto. Escucha, llevo unos días intentando localizarte. Jolene me dijo que te encontraste a un hombre herido en lo alto de la montaña, ¿no?
Alex tragó saliva.
—Sí, mientras echaba un vistazo a una de las cámaras de fototrampeo. Bajé corriendo al hotel y llamé a los paramédicos, pero cuando volvimos ya no estaba.
—Eso me ha dicho. ¿Y el equipo de rescate ha encontrado algo hoy?
—Nada. Un buen chasco, la verdad. No se me ocurre adónde pudo ir. El sheriff piensa que se lo llevó un oso.
Ben guardó silencio unos instantes.
—Sí, típico de él. —Por su tono, Alex adivinó que no era la única que había tenido una experiencia desagradable con Makepeace—. ¿Van a volver a subir?
—Sí, mañana. Creo que hoy no les he ayudado nada.
—Seguro que sí. Con suerte, mañana encontrarán algo. Y tú ¿cómo estás? Tuviste que pasar mucho miedo.
Alex se enroscó el cable del teléfono alrededor del dedo con aire distraído.
—El tipo estaba en muy mal estado. Me da que debió de caerse. Tenía muchísimas contusiones.
—Qué horror. ¿Hay algo que pueda hacer yo?
Su interés fue como un bálsamo para Alex.
—No creo. Pero hay más noticias, buenas y malas.
—Cuéntame.
—Sin duda, aquí hay carcayús. Por desgracia, alguien colocó una trampa de captura viva y pilló uno. Había dos subadultos cerca. Lo dejé salir y los seguí durante un rato, pero cuando volví me encontré con que alguien ya había desmontado la trampa.
—Malditos furtivos. Sospechábamos que seguían utilizando la reserva. Pero, al menos, que haya carcayús es una magnífica noticia.
—Sí, es verdad.
—Bueno, y ¿qué tal te vas haciendo al lugar?
Alex pensó en el recibimiento tan poco amistoso de la gente del pueblo, en las escasas palabras amables que había oído desde su llegada. Se preguntó si Ben habría sufrido algo similar a su mala experiencia con la ranchera.
—¿Te importa que te pregunte…? En fin, ¿hasta qué punto le tienen manía aquí a la fundación territorial?
—¿A qué te refieres?
—Al día siguiente de marcharte, alguien me echó de la carretera. El sheriff no mostró el más mínimo interés por investigarlo.
—¡Qué horror! ¿Estás bien?
—En su momento me puse muy nerviosa. No sé, tengo la sensación de que no soy bien recibida en este lugar.
Ben suspiró.
—Cuánto lo siento. Dalton, el biólogo que estuvo ahí antes que tú, dijo algo parecido. Los lugareños se las hicieron pasar canutas.
—¿Fue esa la verdadera razón de que se marchara?
—No creo. Lo estaba pasando bien…, al menos, cuando estaba sobre el terreno. Me envió un correo para decirme que una emergencia familiar le obligaba a ir a Londres a ver a su madre. Le dio mucha pena marcharse. —Titubeó—: No estarás pensando en marcharte, ¿no?
Alex sonrió.
—No. Haría falta algo mucho más gordo que esto para sacarme de aquí. Para mí, es un destino de ensueño.
Ben se rio.
—Me alegro. Y siento que te lo estén haciendo pasar mal.
—Gracias, Ben. Eres muy amable interesándote por mí. Por cierto, ¿vas a ir a más reservas, o te toca quedarte una temporada en Washington?
Ben suspiró.
—No puedo moverme de aquí, me temo. Eso sí, estamos comprando más terrenos. Ni más ni menos que mil seiscientas hectáreas.
—¡Fantástico! ¿Dónde?
—En Arkansas. Creemos que hay una especie de murciélagos amenazada viviendo en la zona.
—¡Buena suerte!
—Gracias —dijo él, y a continuación se quedó callado. Alex tuvo la sensación de que quería decir algo más, pero se limitó a carraspear y añadió—: Cuídate, Alex. Espero que ese viejo caserón no te parezca demasiado espeluznante.
—La verdad es que hay unos fantasmas muy simpáticos.
—¡Me alegro!
—Buenas noches, Ben.
—Buenas noches, Alex.
Alex colgó sintiéndose un poco mejor.
Entonces se dio cuenta de que Brad había salido de la cocina y se había quedado en el pasillo.
—¿Quién era? —preguntó, acercándose al mostrador de recepción.
—Ben Hathaway. Es el coordinador regional de la fundación. Ha llamado para preguntar qué tal estaba porque se ha enterado de lo del tipo desaparecido.
—Pues le has contado mucho más de lo que me has contado a mí.
Temiendo que se avecinase otra pelea, Alex sintió que se ponía tensa.
—El territorio pertenece a la fundación. Pensé que querría saberlo.
—Se supone que yo soy la persona a la que le cuentas todo —respondió Brad con frialdad.
—No me has preguntado. Y en vista de lo que te enfadaste esta mañana porque me iba, no quería sacar el tema.
—Desde luego, se ve que con él no tienes ese problema. Conque coordinador regional, ¿eh? Y seguro que todo este rollo le encanta.
—¿Este rollo?
—Vivir en el quinto pino, ayudar a animales salvajes de los que nadie ha oído hablar jamás, como el pájaro aquel de Massachusetts…
Alex no quería discutir, y notaba que Brad se estaba poniendo cada vez de peor humor. Dijo con tono despreocupado:
—Sí, la verdad es que eso parece, aunque dice que a menudo le toca quedarse en Washington D. C. Oye, qué bien huele eso.
Brad se quedó clavado en el sitio unos instantes, callado y con la mandíbula apretada; después, poco a poco, la aflojó.
—Creo que la cena está quedando de maravilla. Ya casi está.
Alex regresó a la mesa y él desapareció por la puerta batiente. Minutos más tarde, salió con una humeante fuente de pasta y pan de ajo recién hecho. Le sirvió a ella primero, echándole ensalada en el bol y añadiendo una rebanada de pan caliente.
Empezaron a comer en silencio. El pan estaba exquisito, suave y con un delicioso sabor a mantequilla. Brad sirvió la pasta y Alex la atacó con ganas. Estaba muerta de hambre tras la caminata.
—Todo este asunto del hombre herido ha sido de lo más raro —le comentó Alex, deseosa de entablar conversación.
—¿Y eso?
—Ya le había visto antes, en una imagen de mis cámaras de control remoto. Pero no estaba ni mucho menos tan herido como ayer. No llevaba zapatos, así que debió de caminar kilómetros y kilómetros con los pies descalzos. Y, todavía más raro, nada más llegar yo aquí me dejó una nota en la furgo, advirtiéndome que me fuera.
—Qué cosa más rara —dijo Brad con la boca llena de pasta—. Pero no me sorprende que te avisara.
—¿A qué te refieres?
Brad tragó e hizo un gesto con el tenedor.
—¡A la gente de por aquí! Esta mañana, al llegar al pueblo, se me han quedado todos mirando. Tuve que esperar un cuarto de hora en el mostrador de la cafetería antes de que viniese alguien a atenderme. Me preguntaron qué estaba haciendo aquí y si estaba contigo. No me he sentido tan mal recibido en toda mi vida.
—Vaya. Está claro que algunos no quieren que esté aquí la fundación territorial. Y una de las cámaras trampa que construí estaba completamente destruida.
—¿Habrán sido unos gamberros?
Alex movió la cabeza.
—Tal vez. La cámara no estaba. Pero lo raro es que la madera estaba astillada, no cortada ni simplemente desarmada. —Tomó otro bocado, intentando no pensar en el destrozo y concentrándose en la belleza de aquella zona—. A pesar de este ambiente tan poco hospitalario, me siento muy bien aquí, Brad. Me gusta estar colaborando con este proyecto de los carcayús.
Se hizo un incómodo silencio que Alex reconoció. En los últimos años, Brad cada vez había querido saber menos de su trabajo, incluso cuando estaba cerca, como había sucedido en Boston. Ella quería compartir sus estudios con él, al menos su pasión por la conservación de la fauna salvaje. Pero las conversaciones solían terminar en silencio o en pelea. Dejó pasar otro minuto mientras Brad seguía masticando la pasta y mirando en derredor, y después decidió darle una oportunidad. A lo mejor ahora sí estaba dispuesto a hablar con ella.
—No sabemos con seguridad cuántos carcayús hay, ni siquiera en Estados Unidos —le dijo—. Son tan escurridizos que es difícil estudiarlos.
Brad bajó la vista al plato y murmuró «hmmm» como respuesta.
—Pero sí que sabemos que hacen las madrigueras en lugares con mucha nieve y que, con el calentamiento de la tierra, el manto de nieve cada vez es menor. Pasa igual que con el oso polar… Su hábitat se va reduciendo por culpa del cambio climático, y tenemos que adoptar medidas preventivas si queremos que la población de carcayús sobreviva.
—Y cuando acabes, ¿qué?
Alex suspiró y se le quitó el apetito. Había esperado que Brad hablase con ella de todo aquello, que intentase comprender. En cambio, lo único que le interesaba era cómo iba a afectar a su relación. Echaba de menos el tipo de conversaciones que tenían antes, y no sabía cómo hacérselo entender. Se tomaba el interés de Alex por la naturaleza como algo personal, como si la prefiriese antes que a él. No sabía cómo hacerle ver que le quería, pero que no podía renunciar a una causa tan importante. Además, no le parecía que fueran mutuamente excluyentes. Sin embargo, con el paso del tiempo, Brad había ido adoptando cada vez más una actitud de todo o nada.
Durante el último estudio de Alex sobre la parula norteña, le había parecido que Brad tan solo toleraba su profesión, que intentaba resistir con la esperanza de que la vida de Alex tomase otro rumbo. Ahora, con esta oferta del zoo, la impresión de Alex quedaba confirmada.
—Cuando acabe, tendré que irme adonde esté el trabajo —le dijo.
—Hay un trabajo esperándote en Boston.
—Te agradezco muchísimo que lo hayas puesto en marcha, Brad, pero no es lo que quiero hacer. Quiero conservar especies en su hábitat natural.
Brad soltó el tenedor, que repiqueteó al chocar contra la loza, y apartó bruscamente el plato.
—Sí, eso ya lo he oído otras veces… —La miró a los ojos con expresión furiosa y acusatoria. Alex se preparó para lo que venía—. Si de verdad me quisieras, volverías. Harías que funcionaran las cosas en Boston.
Alex sintió un arrebato de ira, pero lo controló.
—¿Por qué tengo que ser yo la que renuncie a mi sueño? ¿A mi causa? Hubo un tiempo en el que también tú querías mejorar el mundo. Antes me entendías.
—Pero después me hice mayor, Alex. ¿De veras piensas que puedes cambiar las cosas ahí fuera? —preguntó, sarcástico.
—Tengo que intentarlo. Si no te gusta que salga a hacer trabajo de campo sin ti, podrías abrir tu propio bufete, como planeabas al principio. Podrías acompañarme parte del tiempo y prepararte los casos mientras viajamos.
Brad se cruzó de brazos.
—Tengo un puestazo en este despacho de Boston, Alex. Lo sabes perfectamente.
—Sí, no hay duda de que te pagan bien, pero ¿de veras es lo que quieres hacer?
Brad se inclinó hacia delante, los ojos entornados.
—Sí.
Alex le tocó la mano.
—No puedo aceptar ese empleo en Boston, Brad. Lo siento muchísimo.
Brad quitó la mano y se levantó.
—No me puedo creer que haya venido hasta aquí para hablar contigo y que tú… Se te ha metido en la cabeza la disparatada idea de que puedes cambiar el mundo, y que para hacerlo tienes que estar en medio de ninguna parte. No puedes cambiar las cosas sin ayuda. Salvar esas especies no depende solo de ti.
También Alex se puso de pie.
—Tengo que intentarlo.
Brad la miró furioso.
—Estás sacrificándonos por una causa imposible.
Alex intentó no perder el norte.
—Mira, Brad, no siempre estoy en lugares remotos. Podríamos tener un hogar común al que volver.
Brad negó con la cabeza.
—No me basta con eso. Yo quiero que estés en casa siempre. Quiero que me ayudes con mi carrera profesional. Te quiero a mi lado, ayudándome a subir cada vez más alto.
Alex estaba desconcertada.
—Y yo quiero estar ahí para ayudarte, pero ¿dónde encaja mi carrera en todo esto?
La miró con furia.
—Dímelo tú. Si aceptases ese trabajo del zoo, estarías siempre en casa.
Solo de pensarlo, Alex se sintió como si su mundo se le viniera encima, un saco asfixiante que se iba cerrando sobre su cabeza. Miró la cena que había cocinado Brad, pensó en el esfuerzo que había hecho por ser conciliador al comienzo de la velada. Era una rutina que habían repetido demasiado a menudo en los últimos tiempos: Brad se mostraba atento y generoso, y después le lanzaba una propuesta contraria a los sueños de Alex. Si ella cedía, todo iba bien. Pero si decía lo que pensaba, si defendía sus convicciones, él se lo tomaba mal y todo acababa en una terrible pelea.
Brad se alejó de la mesa y se volvió a mirarla.
—Supongo que soy el único que está comprometido con hacer que esto funcione.
Alex procuró que no le temblara la voz.
—Eso no es verdad.
—He cogido un avión para venir hasta aquí. Ni siquiera me comentaste esta oferta antes de irte. Simplemente, aceptaste.
—¡Pero si ni siquiera seguíamos juntos!
—Nos estábamos dando un respiro, nada más.
—Intenté llamarte —le volvió a decir.
Estaban repitiendo la misma discusión que habían tenido a primera hora de la mañana. Este era, en los últimos tiempos, otro aspecto de su relación: las cosas no se resolvían. Ninguno transigía. O bien ella accedía a lo que él quería o bien daban vueltas y vueltas sin llegar a ningún sitio.
—Si tú lo dices… —Empezó a subir las escaleras—. Estás dejando escapar una oportunidad de oro, Alex. El trabajo de campo que estás haciendo aquí ni siquiera es fijo. ¿Qué piensas hacer cuando termines?
—No estoy segura. Pero este estudio es importante.
—Por lo que se ve, más importante que yo —dijo él, subiendo al descansillo.
—No es eso.
—Es exactamente eso.
Se metió en el dormitorio, y Alex le oyó tirar cosas a la maleta y moverse furioso por el cuarto de baño mientras recogía sus artículos de aseo. Minutos más tarde, salió dando un portazo y bajó con la maleta.
—Última oportunidad —dijo.
—Lo siento muchísimo, Brad.
—No lo parece.
La apartó de un empujón y tiró de la puerta, que chocó contra la pared. Después se internó en la noche mientras la puerta se cerraba lentamente a sus espaldas. Alex oyó que arrancaba el coche, a continuación el chirrido de las ruedas alejándose por el camino.
Se quedó clavada en el sitio, sin poder reaccionar. Luego, poco a poco, empezó a invadirla una sensación de alivio. En lo más profundo de su ser sabía que hacía bien quedándose allí. No quería elegir entre estar con Brad y trabajar en proyectos relacionados con la fauna salvaje. No veía por qué tenía que hacerlo. Pero, aunque no supiera qué trabajo encontraría después, no podía renunciar a este.
Por fin, triste y un poco descorazonada, se preparó para irse a la cama. Se acostó, le dolía todo el cuerpo. La época que había vivido en Boston le había pasado factura. No había hecho suficientes caminatas. La última semana había subido y bajado tantas montañas que tenía todos los músculos agarrotados. La cabeza le daba vueltas: Brad, el hombre de la montaña, la trampa destruida. Para serenarse, cogió la novela de misterio que tenía a medias. Apenas había leído unas cuantas páginas cuando un golpe sordo en el piso de abajo le hizo apartar el libro. Se quedó escuchando, y oyó otro golpe.
Entonces se acordó de que Brad no le había devuelto la copia de la llave. Le oía moverse nerviosamente por el vestíbulo.
Se incorporó y se calzó las botas. Al abrir la puerta del dormitorio, vio que la planta baja seguía sumida en la oscuridad. Dio al interruptor y oyó a Brad cruzando el vestíbulo en dirección a la cocina. Bajó las escaleras, dobló por el descansillo y se encontró con que el vestíbulo estaba vacío.
Bajó el último tramo y encendió una lámpara que estaba junto a uno de los sofás. La puerta batiente de la cocina seguía moviéndose.
Se cayó una sartén y algo volvió corriendo por la puerta, abriéndola de par en par con estrépito. La elegante silueta, asustada por la sartén, salió disparada por el vestíbulo, y, alarmándose al ver a Alex, casi se choca con ella. No era Brad.
Era un puma.