Alex se mantuvo firme, intentando parecer más grande de lo que era. El puma la miró a los ojos y gruñó, estirando una zarpa. Tenía un aspecto enfermizo; se veía que estaba hambriento, con la piel tirante sobre los huesos afilados, los ojos acuosos y una costra mocosa alrededor de la nariz. Alex dio un paso atrás y el animal se acercó lentamente a ella. Gritó a la vez que subía los brazos, probando a hacer todo lo que se suponía que había que hacer para contener el ataque de un puma. Pero este estaba claramente enfermo y famélico… y por tanto era peligrosamente impredecible.
Sin apartar los ojos de Alex, empezó a volcar el peso sobre las patas traseras, preparándose para saltar. Alex se desplazó de lado, intentando poner el sofá entre ambos. El puma giró, mirándola, y se fue al otro lado del sofá. Con las orejas pegadas al cráneo, bufó.
Pero ¿cómo había entrado? Recordó que Brad había dicho que se había encontrado abierta la ventana de la cocina. Alex había puesto un pesado bloque de hormigón delante, con la idea de comprar un cerrojo nuevo cuando fuese a Bitterroot.
Consideró las alternativas. No podía esconderse en el hotel. El móvil no tenía cobertura, y no contaba con que nadie fuese a ver qué tal estaba. La línea fija estaba demasiado expuesta. No le daría tiempo a hacer una llamada de socorro.
Uno de los dos tenía que salir del hotel. Pensó en coger sus llaves, pero recordó con desazón que estaban en su dormitorio, en el bolsillo de sus vaqueros.
La cabeza le iba a mil por hora. ¿Y si cogía un arma? Para eso tendría que llegar hasta la cocina. Repasó mentalmente el contenido de los armarios y los petardos viejos que había visto allí. Si pudiera llevar al puma hacia la puerta principal valiéndose de ellos, asustarlo para que saliera corriendo…
El puma rodeó el sofá, y Alex echó a andar de espaldas en dirección a la cocina. Cogió una lámpara de una mesa, arrancando el cable de la pared. Alzándola por encima de su cabeza, intentó parecer enorme y amenazadora, pero sabía que solo parecía una persona en pijama con una lámpara en la mano.
El puma siguió acercándose sigilosamente, y Alex tocó a su espalda la puerta batiente de la cocina. La empujó y pasó, a continuación, aprovechando que desaparecía por un instante de la vista del puma, se dio media vuelta y salió corriendo hacia los armarios. Tiró con fuerza de la puerta del primero, sin recordar detrás de qué puerta de la larga hilera estaban los petardos. Al abrir la puerta del tercer armario, las hojas de la puerta batiente se abrieron de golpe y el puma entró con paso sigiloso, localizándola al instante. Los petardos estaban en el cuarto armario. Bajó el paquete y cayó en que no tenía cerillas. Tenía que llegar hasta el fogón.
Miró de refilón la ventana del cerrojo roto y vio que el bloque de hormigón que había dejado sobre la encimera estaba desplazado. El puma debía de haber estado desesperado, demasiado enfermo para cazar, y le habría atraído el olor a guiso.
Dando un paso atrás, Alex dobló la esquina de la larga isla central en la que se preparaba la comida, intentando mantenerla entre el puma y ella. Entonces vio que el animal cojeaba. La pata delantera derecha tenía una herida muy fea; parecía que estaba en carne viva e infectada.
Llegó hasta el fogón y buscó a tientas el tirador del cajón que había al lado. Sus manos se cerraron sobre el frío metal y tiró sin apartar la vista del felino, que estaba casi en la otra punta de la isla central. Buscó las cerillas; por fin, sus dedos reconocieron la cajita de cartón.
El paquete retractilado contenía un surtido de diferentes fuegos artificiales: culebras, petardos, un par de bengalas, fuentes multicolor y un paquete de bombetas. Arrancó el retractilado y se metió todos los que pudo en los bolsillos del pijama de franela.
Si conseguía encender la ristra de petardos, podría tirarlos al suelo y salir disparada hacia la entrada. Podría refugiarse en uno de los cobertizos y dejar abierta la puerta principal del hotel, con la esperanza de que el puma se marchara.
Encendió una cerilla y bajó la vista para localizar la mecha de los petardos. El puma saltó. A pesar de estar tan flaco, la sacudió como un saco de cemento mojado. Alex cayó y se golpeó la cabeza contra el suelo de la cocina. Vio las fauces abiertas a pocos centímetros de su cara y le llegó el nauseabundo olor a infección. Mientras rodaban por el suelo, la mano de Alex se cerró sobre el asa de la sartén caída. La agarró y le dio con fuerza en la nariz. El puma se echó atrás, sorprendido, y cuando Alex volvió a estampársela contra la nariz, se quitó de encima.
Se le habían caído las cerillas, y alargó el brazo para cogerlas a la vez que se ponía en pie de un salto.
El puma se quedó desconcertado, pero movió la cabeza y avanzó hacia ella con aire amenazante. Alex dio marcha atrás hacia la puerta batiente, mientras encendía otra cerilla. La acercó a la mecha, que prendió al instante, y tiró los petardos delante del puma, preparándose para lanzarse hacia la puerta. Pero en ese mismo instante el puma volvió a saltar.
Golpeó a Alex en la espalda con tanta fuerza que se estampó de cara contra la puerta batiente, y después cayó con fuerza al suelo.
Los petardos se dispararon, retumbando con un ruido ensordecedor entre las cuatro paredes, y el puma, muerto de pánico, salió disparado y se puso a correr como un loco por el vestíbulo, buscando una salida, volcando sillas y saltando sobre las mesas, chocándose con la estantería y tirándola al suelo. Con ella cayó un montón de libros, lo cual le asustó todavía más.
El puma corría de un lado a otro soltando alaridos sobrecogedores, y volcó una de las dos mesas que había a cada lado de la puerta principal.
La alta escultura de bronce del oso erguido se tambaleó y cayó estrepitosamente justo delante de la puerta.
Era imposible que Alex apartase rápidamente aquel objeto tan pesado, menos aún con un puma corriendo aterrorizado por la habitación. El puma se puso detrás del mueble bar y se quedó allí jadeando.
Alex pensó en las otras salidas de la planta baja: la puerta trasera de la cocina en la que antaño se dejaban los pedidos, la ventana con el cerrojo roto y un sótano que daba al exterior a través de varias puertas. Para acceder a todas ellas había que pasar a la cocina, pero en estos momentos el animal se interponía entre ella y la puerta batiente.
El puma salió muy despacio de detrás del mueble bar. Alex se metió la mano en el bolsillo y buscó las bombetas. No las había usado desde que era niña, pero recordaba el sonoro estallido que emitían cuando las tirabas al suelo.
Sacó una y la tiró delante del puma, que, sobresaltado, reculó. Tiró otra, y el animal retrocedió hacia la cocina. Visualizó la distribución del espacio. La puerta que daba al sótano estaba abierta, estaba segura. Si conseguía hacer llegar al puma hasta allí, podía dejarlo encerrado. La puerta era maciza, de madera de roble, y tenía pestillo.
Con la siguiente bombeta, el puma se apartó y siguió deprisa su camino hacia la cocina. Alex lo siguió y tiró otra. ¡Pum! El animal pasó por la puerta batiente y Alex, tras él, tiró otra más.
Entonces el puma se giró y, gruñendo, estiró los labios y le enseñó unos dientes como dagas. Alex avanzó, tirando otra bombeta. Le zumbaban los oídos a causa de las explosiones, y el olor a fulminato de plata flotaba en el ambiente.
El puma dio marcha atrás, y Alex viró hacia la puerta abierta del sótano. El animal empezó a mirar la isla y, por un segundo, Alex temió que fuese a subirse de un salto al otro extremo, así que tiró tres bombetas a la vez. Al oír los atronadores estallidos, el puma entró en pánico, reculando tan deprisa que se chocó con la puerta abierta del sótano. Alex se abalanzó y tiró otras cuatro. El puma tropezó en el primer escalón del sótano, y después, los ojos abiertos como platos, se escurrió hacia atrás y cayó rodando escaleras abajo. Alex cerró de un portazo y echó el pestillo.
Oyó que volvía a subir de un salto, soltando un rugido enfurecido. Después embistió contra la puerta, pero la madera era muy sólida.
Alex cerró los ojos y suspiró aliviada. Era evidente que el puma estaba enfermo y hambriento, desesperado por el trastorno de su rutina habitual.
Se puso en pie, sin saber bien qué hacer a continuación. Entonces recordó que Jolene había mencionado que trabajaba como voluntaria en un centro de rehabilitación de fauna salvaje. ¿No había dicho que también había una veterinaria que hacía voluntariado?
Subió al dormitorio, sacó del monedero el número de Jolene y se acercó al teléfono. Le daba reparo porque eran las tantas de la noche, pero no quería dejar allí al puma durante horas.
Jolene contestó al quinto toque, la voz grogui.
—Perdona que te despierte.
—¿Pasa algo?
Le contó lo del puma, y Jolene se espabiló al instante.
—Voy a llamar al equipo de recogida —dijo—. Calculo que estarán ahí en menos de una hora. ¿Estás bien?
—Bastante bien, dadas las circunstancias. Cuando me hablaste de los fantasmas y los asesinos, olvidaste mencionar los pumas hambrientos.
Jolene soltó una risita.
—Menuda bienvenida, ¿eh?
Haciendo fuerza con todo su cuerpo, Alex consiguió deslizar la escultura de bronce lo justo para permitir que una persona pasara por la puerta. Después se sentó a esperar en uno de los sofás de enfrente de la chimenea. El hotel se quedaba muy frío por la noche. Vino el equipo de recogida, cuatro personas con una pistola tranquilizante y una inmensa jaula de acero en la plataforma de la camioneta. La ayudaron a levantar la escultura del oso y a devolverla a la mesa, y después metieron la jaula. Los acompañó a la puerta del sótano; uno se preparó para abrirla mientras otra, rifle anestésico en ristre, se arrodillaba. Alex retrocedió hacia la puerta batiente, lista para quitarse de en medio en caso necesario.
Abrieron la puerta, y, durante un rato largo no pasó nada. A Alex se le pasó por la cabeza que quizá el animal había encontrado otra salida o que, exhausto, se había desmayado. Pero entonces, con cautela, sin quitar ojo al equipo, salió. La mujer que llevaba el rifle anestésico disparó, y el felino soltó un aullido. Se precipitó hacia la puerta batiente y Alex se apartó, refugiándose detrás de la barra. El puma, presa del pánico, salió como una flecha al vestíbulo, volcando más sillas, y de repente empezó a moverse más despacio. Giró sobre sí mismo, desorientado, y se quedó quieto unos instantes. Después, el inmenso felino se desplomó sobre el costado. Estaba dormido.
Mientras rodeaban al animal dormido, Alex lo miró más detenidamente. Las costillas y la espina dorsal sobresalían. Daba pena ver lo demacrado que estaba.
—Ha pasado mucha hambre —dijo la mujer del rifle. Señaló la herida de la pata que Alex había visto antes—. ¿Ves esto?
Alex vio que la herida daba la vuelta al tobillo.
—Le han puesto grilletes —dijo Alex.
La mujer asintió con la cabeza.
—La gente encuentra cachorros y se piensa que puede quedárselos como mascotas. Después crecen tanto que terminan en jaulas, o encadenados como este. Nadie es consciente de lo mucho que comen. Sale caro criar a un puma. Pueden llegar a comer nueve kilos de carne al día. La gente no quiere gastarse tanto o no se lo pueden permitir, así que simplemente lo sueltan, pensando que lo están devolviendo al medio salvaje. Pero para entonces suelen estar ya demasiado enfermos o famélicos para sobrevivir, y no han aprendido a cazar. —Movió la cabeza—. Ojalá esta fuera la primera vez que veo algo así, pero no lo es.
Alex se preguntó de dónde habría venido este.
Entre los cuatro metieron al puma en la jaula. Tuvieron que aunar fuerzas para subirlo a la camioneta. Colocaron la jaula en el elevador hidráulico de la puerta trasera y subieron al animal a la plataforma, y por último lo sujetaron con correas.
Cuando se marcharon, Alex fue a la cocina y volvió a poner el bloque de hormigón delante de la ventana. Después salió a coger otros dos más y los colocó sobre el mostrador.
Con el corazón todavía acelerado, subió y se acostó, haciéndose todo tipo de preguntas sobre el puma. ¿De dónde había salido? ¿De alguna finca cercana? En cuanto a ella, había tenido suerte. Podría haber sido mucho peor. Se imaginó al puma en el bosque, muerto de hambre, desesperado, y se dijo que ojalá fueran capaces de ayudarle.
Pero ahora, lo importante era dormir, porque al día siguiente iba a aventurarse de nuevo por los agrestes parajes de la montaña.