Diecisiete

 

 

 

 

 

Dentro del hotel, Alex se sentó en el primer peldaño de la escalera principal y sacó todas las piezas que iba a necesitar para construir la trampa de repuesto. Estaba todo allí. Se estiró, frotándose un músculo del cuello que se le había agarrotado.

Había revisado más fotos y, por ahora, habían captado imágenes de dos carcayús adultos, macho y hembra. Además, había visto a los dos carcayús jóvenes con el adulto, que podía ser uno que no estuviese en las fotos. A menudo, un macho engendraba dos camadas de cachorros de dos hembras distintas en territorios adyacentes. ¡Ojalá una segunda familia de carcayús estuviese utilizando la reserva, y ojalá salieran más ejemplares todavía en futuras fotos!

Alex sabía que una de las causas de que el número de carcayús estuviese descendiendo era su baja tasa de reproducción. Las hembras no tenían descendencia hasta los tres años, y habitualmente tenían dos crías cada dos años, por lo general la mitad machos y la mitad hembras. Así pues, cuando la hembra se moría a los diez años, lo más probable era que hubiese parido solo seis crías. La tasa de supervivencia de las crías de carcayú era solo del cincuenta por ciento, con lo que solían quedar tres: una hembra que, llegado el momento, sustituía a la madre, un macho que sustituía al padre y otro macho que se aventuraba por un nuevo territorio.

Dado que pasar a ese territorio nuevo suponía enfrentarse al peligro de las autopistas, del desarrollo hotelero, de los proyectos inmobiliarios y comerciales, de la extracción de petróleo y gas, de actividades de ocio, como montar en motos de nieve y heliesquiar, además de los omnipresentes tramperos y cazadores, las posibilidades de que el carcayú consiguiera sobrevivir eran muy reducidas.

Alex se levantó y se estiró. Echando una ojeada a su reloj, pensó que, dada la diferencia horaria, aún estaba a tiempo de pillar al doctor Brightwell en su despacho. Prefería las clases vespertinas y probablemente estaría relajándose después de haber estado poniendo notas. Se instaló en el taburete de al lado del teléfono y llamó.

—Brightwell, dígame —oyó decir a aquella voz que tan bien conocía.

—Hola, Philip —saludó Alex sonriendo, contenta de oírle—. Soy Alex Carter.

—Bueno, doctora Carter. ¿Qué tal te va por el quinto pino de Montana?

—He capturado a dos carcayús con la cámara ¡y hasta he visto a un adulto con dos carcayús jóvenes!

—¿De veras? ¡Estupendo!

—La verdad es que este proyecto es alucinante. Deberías ver las montañas de por aquí. Impresionantes.

—Suenas mejor. Más contenta.

Alex sonrió a la vez que le nacía una sensación agridulce en el estómago. Lamentaba cómo habían terminado las cosas con Brad, pero ahora iba bien encarrilada. Necesitaba estar en medio de la naturaleza.

—Tenías razón. Creo que la ciudad me estaba minando el ánimo poco a poco.

—¿Qué te parece la gente de la fundación territorial?

—Se han portado de maravilla. He conocido al coordinador regional, Ben Hathaway. Cogió un avión y vino a ayudarme a instalarme. Y a ti, ¿qué tal te va?

Brightwell se reclinó y Alex oyó chirriar la silla.

—Ah, bien bien. Pero reconozco que ya estoy deseando que lleguen las vacaciones de invierno. Después me voy a coger un año sabático.

—¡Genial! ¿A qué lo vas a dedicar?

—A investigar, sobre todo. Pero también tengo pensado leer unos cuantos libros por gusto y hacer un viaje. —Soltó una risita—. Hasta puede que me apunte a clases de pintura de paisaje.

Alex sonrió.

—¡Qué atrevido!

—Sí, eso piensa mi mujer. Dice que no soy capaz de dibujar ni un muñeco de palotes.

Alex se rio.

—Ah, y gracias por la postal, por cierto.

—¿La postal?

—Sí, esa que me enviaste con una foto de la torre del reloj.

Brightwell guardó silencio unos segundos, a continuación dijo:

—No recuerdo haberte enviado una postal.

—Decía: «Espero que disfrutes de tu nuevo empleo».

—Vaya por Dios. A ver si es que estoy empezando a desvariar… Estoy seguro de que no te he enviado nada.

Alex frunció el ceño.

—Ah. Bueno, estaba sin firmar. Puede que fuera de otra persona.

Sin embargo, no se le ocurría quién podría ser. Desde luego, su padre no, y Brightwell era la única otra persona de Berkeley con la que mantenía el contacto. Sus amigos del máster, con quienes había tenido una relación muy estrecha, se habían mudado a otras zonas del país para hacer estudios posdoctorales o dedicarse a la enseñanza.

—¿Así que vas a aguantar ahí todo el invierno?

—Desde luego. Gracias de nuevo por pensar en mí cuando surgió esta oportunidad.

—De nada, Alex. Y tú cuídate, y mantenme al tanto de cómo te va.

—Lo haré.

Después de colgar, Alex se fue a la mesa en la que había dejado el correo. Encontró la postal en el montón y, dándole la vuelta, miró de cerca la letra. Definitivamente, no le sonaba de nada. En la parte del destinatario había una pegatina amarilla de reenvío que cubría otra dirección. Con cuidado, la despegó para verla. Era la del apartamento de Boston que había compartido con Brad. Así pues, quienquiera que la hubiese enviado no tenía su dirección actual, pero sabía que había conseguido un nuevo empleo.

El teléfono sonó y lo cogió distraída.

¿Diga?

—Soy Makepeace.

—Hola, sheriff.

—Quería decirle que el equipo de rescate sigue buscando, pero que la mayoría de los rescatadores ha tenido que ir a resolver otro caso. Debería prepararse para la posibilidad de que quizá nunca averigüe qué le pasó a aquel tipo. La gente desaparece. Le suena Everett Ruess, ¿verdad?

Sí, claro que le sonaba. De pequeña, su historia la había motivado y asustado a partes iguales. En la década de 1930, a los dieciséis años, Ruess se había propuesto explorar el suroeste del país y había ido contándole sus aventuras a su familia en cartas fascinantes y detalladas. De repente, las cartas se habían interrumpido. Las operaciones de búsqueda no habían dado fruto. Setenta y cinco años más tarde, apareció una mujer diciendo que su abuelo había enterrado a un hombre que había sido asesinado por ladrones de mulas. Pero cuando encontraron los restos del cuerpo y se hicieron los análisis de ADN, resultó que no eran de Ruess, y el misterio siguió abierto.

—Esperemos que este caso sea distinto.

—Puede que nunca lo sepamos. Caray, si hasta puede que unos excursionistas hayan encontrado al tipo y esté en estos momentos en un hospital.

—Ojalá.

—Cuídese —dijo el sheriff, acto seguido colgó.

Sin apartarse del teléfono, Alex le dio de nuevo la vuelta a la postal. ¿Le habría pedido su padre a alguien que le escribiera una postal? Parecía muy raro, pero decidió averiguarlo.

Marcó el número de su padre, y al oír su voz, tan reconfortante, no pudo sino sonreír.

—Hola, papá.

—Hola, tesoro.

—¿Te pillo bien?

—Sí sí. Estaba aquí tan tranquilo, leyendo una novela de Ellery Queen.

—¿Ya has resuelto el caso?

Su padre se rio.

—Estoy a punto. —Oyó que dejaba el libro a un lado—. Bueno, ¿te gusta el sitio, estás a gusto?

—Es precioso. Eso sí, varios lugareños se complacieron en contarme historias horripilantes que sucedieron en el hotel.

—Qué gente más acogedora.

Eso mismo pensé yo.

—Y qué, ¿ha habido algún asesinato horripilante desde que estás ahí?

Le contó cómo había escapado por los pelos del puma, del hombre que había encontrado y de la búsqueda infructuosa del equipo de rescate.

Su padre se quedó horrorizado al oír lo del puma. Después, acerca del hombre desaparecido dijo:

—Es extrañísimo. No parece que el tipo pudiera alejarse mucho en su estado.

—Ya. Por cierto, hablando de cosas extrañas, ¿tú me has enviado una postal?

—No. Te estoy preparando una caja con chucherías, pero aún no la he enviado.

—Qué raro. Me llegó una postal sin firmar de Berkeley. Hay algo que me escama. Pensé que podría haberla mandado Brightwell, pero no.

—Vaya. Pues aquí te ha llegado un paquete sin remite. La etiqueta está escrita con una máquina de escribir antigua. Te lo iba a enviar. Pensé que igual habías comprado algo en eBay y te lo habían enviado a esta dirección.

—No. ¿Te importa abrirlo, papá?

—Sin problema. Espera un momento. —Dejó el auricular y volvió unos segundos después. Le oyó abrir la caja—. Está lleno de periódicos… A ver… Vale, aquí está —murmuró mientras sacaba el contenido—. Es un GPS.

—¿Cómo? ¿Un GPS nuevo?

—No, está usado. Un Garmin eTrex. Espera…, tiene tu nombre en el dorso.

—¿Escrito en un trozo de cinta amarilla?

—Sí.

Alex se quedó boquiabierta. Había perdido el Garmin cuando estuvo trabajando en un bosque de Nuevo México. Pensaba que se le habría caído sin darse cuenta. Por fortuna, tenía uno de repuesto que le habían dado sus jefes, pero prefería mil veces el suyo. Hacía años que lo tenía y había guardado waypoints de muchas zonas de estudio y de parajes remotos especialmente agradables. Lo echaba de menos.

—¿Viene el remitente?

Su padre rebuscó un poco más.

—Aquí hay una nota. Dice: «Me ha sido muy útil». No está firmada.

—¿Qué demonios…?

—No entiendo nada. Qué cosa más rara. ¿Se lo prestaste a alguien?

—No, de aquel trabajo de campo me encargué yo sola. ¿Qué pone en el matasellos?

Oyó que daba la vuelta a la caja.

—Viene de Cheyenne, Wyoming. Lo enviaron con la tarifa más barata hace unas dos semanas.

Era muy extraño… Había perdido el GPS en Nuevo México, ¿y lo habían enviado desde Wyoming? Entonces recordó que desde Nuevo México se había ido directamente a la capital de Wyoming, Cheyenne, a hacer un estudio del turón patinegro.

—Es alucinante. ¿De dónde son los periódicos?

Su padre los revolvió.

—A ver… Es el Boston Herald. Del mes pasado.

Alex frunció el ceño.

—¿Tú crees que es alguien que intenta ser amable y lo único que consigue es ponerme los pelos de punta?

—¿Podría ser Brad? —sugirió su padre—. ¿A lo mejor encontró tu GPS entre sus cosas?

—No lo perdí en Boston. Lo perdí en Nuevo México. Además, acaba de estar aquí, así que tiene mi dirección actual. Lo podría haber traído y ya está. ¿Para qué iba a mandarlo a tu casa?

—Menudo enigma. ¿Quieres que te lo envíe?

—Sí, por favor. Tiene todo lo que necesito y lo he echado de menos.

—Vale, te lo mando. —Alex le oyó apartar el paquete—. Bueno, y ¿cómo te va? Sufriste una experiencia muy traumática antes de irte. ¿Tienes pesadillas?

A veces, su padre le leía el pensamiento.

—Sí, sí tengo. Nunca había estado en una situación así. Una pistola apuntándome…, alguien que ni siquiera conozco, dispuesto a matarme…

—¡Menos mal que no te pasó nada!

—¿Hay noticias del segundo pistolero?

—Parece como si se lo hubiera llevado el viento.

—Qué cosa más rara.

—¿Estás durmiendo lo suficiente? —preguntó su padre con tono preocupado.

—Lo intento. El sitio este da un poco de repelús. Me despierto varias veces sobresaltada.

—¿Has visto más carcayús?

—¡Sí! Un adulto y dos jóvenes. ¡Emocionantísimo, papá! Y mis cámaras de fototrampeo también han sacado a una pareja.

—¡Qué bien! —exclamó, a continuación titubeó antes de preguntar—: ¿Y Brad?

—Hemos cortado. Esta vez creo que para siempre.

Su padre suspiró.

—Bueno, a decir verdad, lo veía venir. Si te sirve de algo, creo que es lo mejor. Simplemente, ya no estabais hechos el uno para el otro.

—Creo que tienes razón.

—Yo esperé mucho tiempo hasta que conocí a tu madre. Te acabará sucediendo. Y con la persona adecuada.

—Gracias, papá.

Hablaron un rato más de lo que había estado haciendo él, de su club de jardinería y de un par de películas que había visto. Su vecino había montado un cuarteto vocal de hombres, y su padre había estado cantando con ellos en People’s Park una vez a la semana. Alex se alegró. De niña, le encantaba que su padre le cantase. Tenía una voz profunda y melodiosa.

—¡Es fantástico, papá!

—Gracias, tesoro. Estoy un poco oxidado, pero es muy divertido.

Alex le habló del desagradable señor Cooper y de su comida con Kathleen.

—Parece una interesante mezcla de personas.

Después estuvieron recomendándose libros el uno al otro. A ambos les encantaban los thrillers, las novelas de misterio y las de terror, y solían coincidir en gustos. Después, colgaron.

Alex se estiró. Le dolían los músculos. A la mañana siguiente le esperaba un largo ascenso con una mochila llena hasta arriba, de manera que decidió acostarse temprano.

Pero una vez en la cama, le costó dormirse. La postal y el extraño regreso del GPS la mantuvieron en vela. Había alguien por ahí que o quería hacerse el misterioso o quería meterle miedo.

Y aunque le costaba admitirlo, por ahora iba ganando el factor miedo.