Dieciocho

 

 

 

 

 

Nuevo México

El año anterior

 

En lo más profundo de la noche, cuando la Vía Láctea se extendía sobre la negrura del cielo, el hombre subió sigilosamente la colina. No tuvo que hacer una pausa para recordar dónde los había enterrado. Siempre había tenido facilidad para recordar detalles y no necesitaba dibujar mapas. Avanzó por la cima de la colina y descendió por el otro lado; el paisaje resplandecía a través de la verde aguada de las gafas de visión nocturna.

El primer cuerpo que pensaba desenterrar llevaba más de cuatro años bajo tierra y la idea de exhumarlo no era plato de gusto. Pero no podía dejar allí los cadáveres. El tramo entero de bosque de pinos y encinas estaba a la venta y el comprador potencial era un promotor inmobiliario que quería construir un campo de golf. Pronto empezarían a talar árboles y a plantar hierba, después a excavar para echar los cimientos de cincuenta bloques de apartamentos de lujo. Entonces, inevitablemente, encontrarían los cuerpos.

Mientras cruzaba un riachuelo, el aire helado hacía que le saliera vaho por la boca. Las aguas danzaban, plateadas, a la luz de las estrellas. Vestido por completo de negro, con la mochila llena de bolsas para transportar cadáveres, llegó al lugar en el que se hallaba el primer montón de cuerpos.

Y se quedó clavado en el sitio.

Por la ladera contraria de la colina se acercaban pasos. Se fue al otro lado de un inmenso pino ponderosa rodeado de arbustos. Se tumbó en el suelo, escondiéndose tras ellos.

Entonces la vio por primera vez. Llevaba una linterna frontal que, vista a través de las gafas de visión nocturna, soltaba destellos, así que desactivó las gafas y se quedó mirándola entre las ramas. La joven se movía con prudencia, metódicamente, calculando dónde plantaba la bota cada vez que daba un paso en la oscuridad. Con una mano sostenía en alto un GPS y cada cinco metros más o menos paraba para hacer una lectura. Debía de estar siguiendo un transecto, pensó. La joven se detuvo y encendió un reproductor portátil que llevaba una grabación de una especie de búho. Después, hizo otra pausa y se quedó escuchando un minuto entero, luego otro más, antes de pasar a la siguiente sección.

Paró, dejó caer la mochila y, rebuscando en su interior, sacó una botella de agua. Se quedó pensativa mientras bebía a grandes sorbos. Al terminar, dejó la mochila donde estaba y continuó por el transecto, se detenía de vez en cuando a poner el reclamo y escuchar con aire absorto.

El hombre oyó que un ave respondía al reclamo, cantando desde los árboles. La mujer sonrió alborozada y lanzó un puño al aire con ademán triunfal. Después volvió a poner el reclamo y de nuevo el ave respondió, claramente un búho canoro con un canto resonante, algo así como cuuuuu-uiiiiiiip. La joven siguió andando y desapareció al otro lado de una loma. Pero, concentrada en su estudio, se dejó la mochila en el suelo, probablemente con intención de volver a por ella de un momento a otro.

El hombre se acercó silenciosamente a la mochila y hurgó en su interior, atento por si volvía. Veía la linterna frontal destellando sobre los troncos de los pinos ponderosa y de los robles y sabía que tenía poco tiempo. Encontró un segundo GPS Garmin manual y lo encendió. Había guardado un montón de waypoints en los últimos años. A continuación, sacó un registro de localizaciones y notas sobre el búho manchado mexicano. Todo apuntaba a que había estado haciendo un estudio de especies amenazadas para una fundación territorial que también tenía interés en quedarse con las tierras. La joven había conseguido documentar la presencia de búhos en la zona.

Hojeó el cuaderno. Ya le habían respondido del Departamento de Caza y Pesca de Nuevo México. Habían confirmado su hallazgo y el promotor había renunciado a la transacción justo el día anterior. Las tierras iban a ir a parar a manos de la fundación. Lo que estaba haciendo la joven en aquellos momentos era el seguimiento. El hombre se meció sobre los talones al tiempo que echaba un vistazo al resto de las páginas. El terreno iba a estar protegido. Nada de arenas potencialmente peligrosas, nada de echar cimientos para construir apartamentos de lujo.

En sus labios se empezó a dibujar una sonrisa. Los promotores se iban a poner como una furia por tener que buscarse otros terrenos, pero seguro que querrían evitar la mala prensa y la animadversión entre los habitantes de la zona. La mujer lo había conseguido. Gracias a ella, la zona iba a estar protegida, y, por extensión, ya nadie encontraría los cadáveres.

En cuanto a él, montones de noches se había quedado hasta las tantas siguiendo las noticias del proyecto urbanístico a medida que, inevitablemente, iba cogiendo cuerpo. La noticia de la retirada del promotor aún no había llegado a los medios. Había estado preocupado por el traslado de los cuerpos, angustiado por que los desenterrasen si no lo hacía él. Y si encontraban los cadáveres, quizá lograran relacionarlos con él. Esperaba que no, pero cuando los enterró era algunos años más joven, además de nuevo en el oficio. Eso sí, nuevo en lo que se refiere a esconder cadáveres, porque no era la primera vez que mataba.

La linterna frontal brilló al otro lado de la loma. Estaba volviendo. Guardó rápido el cuaderno en la mochila, sin embargo, se quedó con el GPS, quería ver cuánto se había acercado a los lugares donde había dejado los cuerpos. Regresó a los matorrales y se pegó al suelo, rodeado de oscuridad.

La joven asomó por la colina, iba sonriendo y tomando notas en otro cuadernito. Sin mirar siquiera, cogió la mochila y se la echó al hombro, ajena a que él había estado allí, tan cerca.

Se remetió un mechón de pelo castaño por detrás de la oreja, absorta en lo que estaba escribiendo, y desapareció por el otro lado de la colina.

Fue entonces cuando supo que era su alma gemela, una guerrera de la justicia. Se propuso seguirla. Y se propuso conocerla.