Diecinueve

 

 

 

 

 

Alex subió siguiendo el antiguo recorrido del remonte de la estación de esquí. Aunque las telecabinas se habían desmontado hacía mucho tiempo, los cables y las torres continuaban allí, y unos cuantos árboles jóvenes crecían en la explanada. La escasez de árboles y maleza facilitaba el ascenso y Alex avanzó hasta la segunda torre. Una vez allí, se protegió los ojos con la mano y miró hacia arriba. En lo alto de una sección aún más empinada, se veía la siguiente torre. Cuanta más altura, mejor para los carcayús, de manera que siguió subiendo.

Bajo el sol que bañaba la explanada, crecían más lupinos morados tardíos y las altas inflorescencias del apio indio sobresalían caóticamente. Por las zonas húmedas en las que el agua bajaba filtrándose por la ladera, la azulísima genciana de montaña crecía todavía junto a la flor de mono rosa y amarilla.

Se detuvo en una zona alta de la montaña y respiró hondo, exultante. Con la espalda bañada en sudor, llegó a la siguiente torre. Desde allí solo quedaba una sección más para llegar a la torre más alta, que se alzaba sobre un afloramiento rocoso. Esta sección era más escarpada y había rocas que se desmoronaban, así que tuvo que subir a gatas en varios puntos.

Por fin, alcanzó un extenso llano y fue recompensada por unas preciosas vistas de cumbres, brezo y campos de nieve. Se volvió a mirar el camino por el que había subido. Las crestas de la montaña le impedían ver el hotel. Estaba a muchos kilómetros de distancia.

A pesar de la altura, Alex no estaba en lo más alto de la montaña. Además de los tramos de telesillas que vio a derecha e izquierda, por encima había otros que se abrían en varias direcciones. De nuevo, habían quitado las sillas, pero no las torres ni los cables. En esta sección relativamente llana de la montaña había varios edificios. A su izquierda estaba la terminal de las telecabinas, grandes engranajes listos para enrollar el cable, y pegada a ella una vieja pista de patinaje sobre hielo en la que ahora solo había agua estancada, los restos de la lluvia y de las nieves tempranas.

Frente de ella se alzaba una gran estructura de madera del mismo estilo que el hotel en el que se alojaba. Se acercó y, asomándose a las ventanas, comprobó que había sido un restaurante y un albergue. La puerta estaba cerrada a cal y canto con un candado nuevo. Sacó el juego de llaves y fue probando todas las posibles candidatas. Tuvo suerte al cuarto intento.

Al entrar vio mesas y sillas colocadas como si de un momento a otro fuesen a llegar los esquiadores vespertinos. Se habían limpiado todos los rastros de la escena descrita por Ben —botellas de bebidas alcohólicas, latas de cerveza, colillas—, pero las paredes seguían cubiertas de grafitis. Algunos eran nombres de grupos musicales, la mayoría eran nombres propios o iniciales, y unos cuantos eran burdas representaciones de la anatomía humana.

Al otro lado de una puerta batiente había una cocina con encimeras y placas de acero inoxidable…, una réplica en pequeño de la cocina del hotel. Al fondo de esta, vio otra puerta; intentó abrirla, pero estaba cerrada, así que volvió a probar las llaves hasta que encontró la que buscaba. La puerta daba a un cuartito con un escritorio en el que había una radio, un micrófono y unos viejos auriculares. En un estante encima de la radio había una tablilla sujetapapeles con observaciones meteorológicas anotadas con esmero. Debajo del escritorio, junto a dos bidones de gasolina, había un generador Honda relativamente nuevo.

Cerró el cuarto y volvió a cruzar la cocina. Se detuvo un momento en el restaurante y miró por la ventana. Había otro edificio; este, más pequeño y sin ventanas.

Alex se dirigió hacia allí. También la puerta de este anexo tenía un candado nuevo, así que volvió a probar todas las llaves hasta que se abrió. Las paredes estaban llenas de estanterías. Era el cobertizo de las herramientas, pero los bártulos que contenía tenían ya sus años. Miró alrededor y encontró viejas cuerdas de escalada, mosquetones de alpinismo, piolets, también una caja llena de TNT para provocar avalanchas controladas. Se preguntó si estaría estable todavía y decidió no hurgar en la caja para averiguarlo.

Después de cerrarlo todo otra vez, se encaminó hacia una de las pistas de esquí de la parte más alta. La mochila cada vez le pesaba más. Por fin, encontró una arboleda perfecta cerca del límite forestal. Dos troncos caídos y descoloridos por el sol le venían como anillo al dedo para el tablón carril y la viga de carga. Soltó la mochila, se sentó sobre un tronco y se puso a comer, sintiendo hasta el último músculo de su cuerpo. Acompañó el sándwich de verduras y hummus con grandes cantidades de agua de montaña recién filtrada y, continuación, se puso manos a la obra con la siguiente cámara de fototrampeo.

Cuando terminó, se quedó un rato sentada, bebiendo de la botella de agua y disfrutando de las amplias vistas.

A la vuelta bajó de nuevo por la ruta del remonte, después, a medio camino, se desvió. Quería echar un vistazo al edificio en el que el biólogo anterior había establecido su campamento base.

Con el mapa de la estación que le había dado Ben y ayudándose con el GPS y la brújula, se adentró por los árboles, alejándose por completo del camino. Aquel día le había cundido mucho el tiempo, y el sol seguía en lo alto cuando llegó a una impresionante pradera alpina por la que discurría un riachuelo, en el que volvió a llenar la botella. Allí, el lupino morado y la castilleja todavía aguantaban, al lado de milenramas blancas y varas de oro de un amarillo intenso. No muy lejos, unas marmotas canosas tomaban el sol sobre un montón de rocas. Tumbándose en la pradera a mirar al cielo, Alex hizo otro descanso.

En las montañas, las nubes hacían movimientos misteriosos. En vez de cruzar el cielo de lado a lado como en las áreas más llanas, las nubes de alta montaña tenían un comportamiento impredecible. Se arremolinaban, se deslizaban ladera arriba y caían sobre las cumbres como cascadas. Impulsadas por los erráticos vientos, danzaban con miles de piruetas gráciles y ondulantes. Mirando al cielo, pensó que hacía años que no se sentía tan relajada. Ganas le daban de quedarse dormida en aquel lugar tan hermoso.

De repente, sobresaltada por los silbidos alarmados de las marmotas, se incorporó. Vio que seis de ellas bajaban corriendo desde la esquina izquierda del montón de rocas, sin detenerse ni una sola vez. Estaban evacuando la zona, y a toda prisa. Algo las había asustado.

Haciendo visera con la mano, miró a lo alto del roquedal. Y entonces la vio, una figura solitaria y achaparrada que avanzaba resuelta hacia las rocas. Un carcayú. Mientras las marmotas se escondían en las grietas del roquedal, Alex lo observó cruzar a grandes zancadas entre las rocas sin que el escabroso terreno afectase en lo más mínimo a sus extremidades ni a su determinación. Indiferente a las marmotas, tal vez dirigiéndose hacia restos animales conocidos que pudieran servirle más fácilmente de sustento, llegó sin detenerse hasta el borde del montón de piedras, luego, saltando al suelo forestal, siguió en línea recta. Antes de marcharse por entre los árboles miró a Alex. No hizo una pausa ni parecía preocupado, pero de alguna manera le comunicó que era bien consciente de su presencia. Se miraron a los ojos, después el carcayú se dio la vuelta y, sin aflojar la marcha, desapareció entre la arboleda.

Solo entonces se acordó Alex de la cámara.

Al principio se habría dado de bofetadas, aunque al cabo de un rato concluyó que el animal había aparecido y desaparecido tan deprisa que no le habría dado tiempo más que a sacarla.

Eufórica, se levantó y dio un puñetazo triunfal al aire.

Esperó mucho tiempo a que regresara, en vano. Después le siguió el rastro, buscando algún animal muerto al que pudiera haberse dirigido. Pero ni huella.

Como no había podido ver el patrón ventral, era difícil saber si era alguno de los que se habían pasado por su cebadero. Tenía, eso sí, un antifaz parecido al de la hembra de las imágenes que había captado, pero sin una foto no podía saberlo con certeza.

A regañadientes, volvió a la pradera y se puso la mochila. Echó un vistazo al mapa y siguió hacia las otras edificaciones Como aún había mucha luz, se adentró por un tramo de bosque. Estaba ahora más o menos a la misma altitud que el hotel, a pesar de los más de tres kilómetros que los separaban. Mientras avanzaba entre los árboles, apareció ante sus ojos un claro. Se reajustó la mochila, salió del bosque y divisó tres grandes edificios de madera.

A su derecha, un camino enmalezado se perdía en el bosque. La broza le había reclamado el terreno y unos árboles nuevos lo cercaban por ambos lados. Alex se acercó al grupo de edificios, sorprendida porque las fachadas no estuvieran cubiertas de grafitis. Tal vez eran edificios menos conocidos. En los tres había candados relativamente nuevos, de la misma marca, Master, que la fundación territorial había puesto en los restantes.

Abrió el primero y se encontró con un antiguo establo. A lo largo de una pared había seis corrales individuales; en el centro, un precioso trineo viejo que antaño debió de ser de un verde y un rojo intensos, pero que ahora estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Alex entró, maravillada por el diseño del trineo. Era una locura que los dueños hubieran dejado atrás tantas cosas cuando donaron la propiedad.

Cerró y se fue al siguiente edificio, que era un poco más pequeño. Al abrir el cerrojo, la puerta se abrió de par en par. En medio de la habitación había una lona gris encima de un objeto voluminoso. Alex levantó una esquina, vio una extraña máquina y retiró la lona entera. Por unos instantes, se quedó mirando el objeto con asombro.

Jamás había visto nada parecido. Era como si alguien hubiera partido un avioncito por la mitad, hubiera quitado las alas y hubiera montado la hélice en la parte de atrás en lugar de en el morro. Había unos esquís soldados a la panza del vehículo, uno delante y dos detrás, y donde normalmente iría el control de mando había un volante. La máquina, de un rojo intenso, era pequeña, con capacidad para tan solo dos personas. Alex la miraba fascinada. Había leído acerca de este tipo de artefactos, pero jamás había visto uno. Le recordaba a uno que se había utilizado durante un tiempo en el Parque Nacional de Yellowstone, antes de que se inventasen las motos de nieve, más compactas y eficientes. Quizá el cuidador de los caballos había utilizado esta especie de avioneta para coger forraje y otras provisiones para los animales a su cargo, o tal vez la estación de esquí había trasladado en ella a huéspedes importantes.

Debía de ser antigua, de los años treinta o de principios de los cuarenta. Se asomó al motor, preguntándose cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que se utilizó. Parecía un motor de automóvil modificado. Gracias a la lona, no tenía nada de polvo. Intrigada, la rodeó contemplándola con admiración, luego volvió a cubrirla.

Después se dirigió al último edificio. Estaba apartado de los otros dos y era de una sola planta con un desván en el que había una ventanita. El tejado se había reparado hacía poco. Abrió la puerta y entró. Era un pequeño barracón. Al lado de otro modelo reciente de generador Honda había una mesa de trabajo, y pegados a la puerta había bidones de gasolina apilados con cuidado. La mesa estaba provista de un flexo y una silla de madera. En una pared había una litera sin ropa de cama, y de uno de los postes colgaba un filtro de agua con alimentación de gravedad, de esos que tienen una bolsa que simplemente se rellena y se cuelga. Mucho más sencillo que los filtros de bomba manual, aunque también mucho más pesado.

Ben le había dicho que este era el lugar de trabajo del biólogo que había estado allí antes que ella. Era un espacio de lo más acogedor, y no escalofriante como el hotel.

Se marchó y echó la llave, luego decidió ver adónde llevaba el camino. Mientras bajaba, encontró un par de tramos muy embarrados en los que las ruedas del vehículo del biólogo habían girado sobre sí mismas, formando rodadas muy profundas.

Al final de varias curvas, el camino trazaba una recta que desembocaba en la carretera estatal. Si continuaba por esa dirección, doblaría a la derecha y saldría a la principal, desde donde volvería a meterse a la derecha para entrar en el camino de acceso al hotel, que estaba a unos dos kilómetros.

Como prefería caminar por el bosque antes que por asfalto, volvió a desviarse y, con ayuda del mapa, puso rumbo al hotel. Estaba deseando darse una ducha caliente y cenar.

 

 

Al llegar, el teléfono estaba sonando. Abrió la puerta a todo correr y fue a cogerlo.

—¿Diga?

—¿Qué, sigues viva? —preguntó Zoe.

¡Eh, Zoe! —dijo Alex, quitándose la mochila con un movimiento rápido y sentándose en el taburete—. ¿Qué te cuentas?

—Por fin he visto tu entrevista de la ceremonia de los humedales, colega.

—¿Ya la han emitido allí?

Habían pasado varias semanas desde el tiroteo.

—No…, la colgaron en la red. Se ha hecho viral. Ya sabes: si salen imágenes de una persona acribillada… ¡Y tú ahí en medio, tan entendida y tan de todo!

—¿Llegaron a emitir imágenes de Michelle mientras le disparaban?

Zoe calló por unos instantes.

—Casi. Sacaron los momentos anteriores, al pistolero hablando con ella y, luego, el ruido del disparo. Después, al cámara se le cayó el equipo.

—¿Han pillado al segundo pistolero? —preguntó Alex, temerosa de la respuesta.

Ni siquiera sospechan quién pudo ser. Averiguaron desde dónde disparó: cerca de un grupito de árboles. Pero nada más. Se esfumó antes de que llegasen.

Alex suspiró. El hombre les había salvado la vida a ella y a saber a cuántas personas más.

—¿Cómo está la periodista?

—Le han dado el alta hospitalaria.

—¡Menudo alivio!

—Y no solo eso, sino que ahora millones de personas han visto tu entrevista. No toda entera, pero sí ciertos extractos de audio inmediatamente anteriores al tiroteo. Así que al menos hay un montón de gente oyendo que deberían apagar las luces por la noche para salvar a las aves.

—Bueno, algo es algo —dijo Alex, tenía ganas de vomitar.

Zoe la entretuvo con anécdotas de sus últimas pesadillas en el plató y se rieron juntas. Cuando colgaron, Alex estaba más animada.

Preparó la cena y se sentó a comer cerca de una ventana. Venus resplandecía sobre el horizonte del cielo occidental.

Presa de la nostalgia, decidió bajar en coche al final del camino de la estación de esquí para ver si había correo. A lo mejor había llegado uno de esos paquetes que le enviaba su padre cuando estaba haciendo trabajo de campo. Siempre los esperaba con ilusión: mandaba galletas, recortes de la sección de ciencia del New York Times, novelas que había leído y quería que comentasen, caricaturas hechas por él…

Ahora hacía más frío y empezaban a verse nubarrones de tormenta al oeste. Encendió la calefacción de la camioneta. Al llegar al buzón, se encontró con un montón de correspondencia. Todas las cartas eran de organizaciones sin ánimo de lucro salvo una: otra postal. Esta era del Parque Nacional de Saguaro, en Arizona, una foto de un paisaje montañoso salpicado de los emblemáticos contornos de los cactus saguaro.

Por detrás, decía: «Entiendo por qué te gusta este lugar». La letra era la misma que la de la postal anterior, también venía sin firmar. Esta vez, el matasellos era de Tucson y estaba fechado hacía casi tres semanas. Estaba doblada y un poco deteriorada por el agua, evidentemente había tardado mucho más en llegarle que la tarjeta de Berkeley. Con el ceño fruncido, le dio la vuelta. Quizá fuera de alguien con quien había trabajado allí. Había pasado cuatro semanas en el desierto siguiendo la pista de unos berrendos de Sonora. Seguro que algunos miembros de la organización medioambiental para la que había trabajado tenían su dirección de Boston. De nuevo, una pegatina amarilla de reenvío cubría la dirección original. La despegó y vio su dirección de Boston. Volvió a leer el mensaje. Era inofensivo, eso sin duda, pero había algo en aquellas dos tarjetas sin firmar que la intranquilizaba. En general, cuando no firmabas una carta, era porque el receptor te conocía. Pero tenía la sensación de que esto lo había enviado un desconocido.

De vuelta en el hotel, la dejó con la otra tarjeta, presa de una inquietud cada vez mayor.