Preparándose para que le descerrajasen un tiro, Alex llegó hasta la arboleda. Tenía que detenerse y localizar de dónde venían los disparos, porque y ¿si estaba corriendo directamente hacia el pistolero sin saberlo? El miedo hacía que el corazón le latiera con tanta fuerza que le dolía el pecho.
En la otra punta de la pradera, oyó a alguien cruzando estrepitosamente por los arbustos. Soltó un inmenso suspiro de alivio. Había elegido la dirección correcta. El pistolero estaba detrás de ella, intentando apuntar mejor.
Alex siguió corriendo intentando no hacer ruido, pero entre las pinochas secas y las ramas era imposible. O conseguía dejarle muy atrás o tenía que encontrar un escondite. Optó por lo primero. Sin la mochila, sus zancadas eran ágiles y veloces. El pistolero cargaba, como poco, con un rifle, así que a lo mejor conseguía perderlo de vista. Saltando sobre leños y broza, Alex corrió con todas sus fuerzas. Entre los árboles que tenía delante no se veía ni rastro de la gorila. Rodeó un gran peñasco, y después se abrió paso por una densa arboleda de pinos contortos.
Cuando estuviese a suficiente distancia, podría torcer montaña abajo en dirección al hotel; no se atrevía a hacerlo aún porque la obligaría a cruzar el camino por el que iba el pistolero. Notando todos los músculos de las piernas, volando por encima de troncos caídos y de viejos tocones astillados, Alex atravesó el suelo forestal. No había pasado nunca por aquel tramo del bosque, pero sabía que, si seguía corriendo en línea recta, se encontraría con una pista de avalanchas por la que había subido la semana de su llegada. Y justo al otro lado había un roquedal con peñas lo suficientemente grandes para que pudiera esconderse entre alguna de las grietas a descansar y recobrar el aliento.
De repente oyó una voz y se paró en seco. Estaba a cierta distancia, a su izquierda. Se arrimó a un árbol y se quedó mirando. La voz volvió a hablar, esta vez la localizó y lo vio: a unos cien metros de distancia, entre los árboles, con un rifle apoyado en el hombro, había un hombre. No la había visto. El hombre se acercó un radiotransmisor a los labios y habló de nuevo:
—¿Por dónde?
Alex aguzó el oído, intentando acallar los jadeos. El hombre tenía una poblada barba pelirroja y vestía ropa de caza: chaqueta y pantalón de camuflaje.
—No la he visto. Puede que sea esa empleada nueva de la fundación territorial, la que se aloja en el Snowline.
Se oyó un pitido y a continuación otra voz:
—Corta la ruta. Impide que llegue al hotel.
El cazador hizo clic en el botón de «hablar»:
—Perfecto.
La invadió el pánico. Se sentía atrapada; había por lo menos dos hombres y ella no tenía ni mochila, ni agua, ni móvil ni modo alguno de pedir socorro. Aunque volviera sobre sus pasos y cogiera el móvil de la mochila, no había cobertura. El teléfono fijo del hotel era la mejor opción para buscar ayuda.
Pero si le estaban cortando el acceso, entonces quizá lo que le convenía era recuperar el móvil y subir a una de las montañas más altas, donde a lo mejor había señal. Eso sí, primero tenía que llegar hasta donde lo había dejado.
Una vez decidida, empezó a volver cuidadosamente hacia el montón de piedras en el que había dejado la mochila. Entre las densas nubes apenas se distinguía el sol, además estaba a punto de ocultarse tras las montañas. La luz del ocaso iba volviéndose cada vez más tenue. De vez en cuando, oía voces de hombres hablando por radio en las proximidades y el avance era lento. ¿Cuántos habría? Sin duda, se estaban desplegando, tratando de cortarle el paso antes de que llegase al hotel.
Parando cada dos por tres a escuchar, agradecida por la creciente oscuridad, siguió avanzando sigilosamente. Entre unas nubes más ralas había un puntito resplandeciente; la luna llena había salido y las iluminaba desde arriba, derramando una luz plateada sobre todas las cosas y creando bolsas de sombra por las que Alex podía desplazarse. Hacía un alto cada pocos minutos y escuchaba con atención, sin embargo, no oía a nadie.
Por fin llegó al montón de rocas que se alzaba en un lado de la pradera. Alex se detuvo entre los árboles, intentaba discernir la forma de su mochila en medio de la oscuridad. Allí estaba, justo donde la había dejado. El agua, el móvil, la comida…, tenía todo allí, a dos pasos.
A punto estaba de salir a por ella cuando se quedó clavada en el sitio. Un escalofrío le recorrió la espalda; había oído algo en el otro extremo de la pradera. Apoyando una mano en el tronco de un árbol, el pie a medio subir, esperó.
El ruidito se repitió. Alguien sorbiéndose la nariz. Localizó su procedencia en un oscuro arbolado que estaba justo enfrente. Mientras miraba, la luz filtrada de la luna centelleó sobre algo que se movía, algo metálico. Entornó los ojos, intentando divisarlo. El objeto metálico volvió a moverse y de nuevo oyó el ruidito. La luz de la luna resplandeció tenuemente sobre un objeto negro largo y estrecho. Un rifle.
Contuvo la respiración. Había un hombre acechándola en la oscuridad, listo para apretar el gatillo si volvía a por la mochila. El hombre volvió a sorberse la nariz y, resituándose entre los árboles, se la limpió con la mano. La luz de la luna destacó de nuevo el cañón del rifle. No la había visto.
En silencio, conteniendo el aliento, Alex empezó a dar pasos desesperantemente lentos hacia atrás, procurando no salirse de las zonas de sombra. Por fin, se dio la vuelta y se abrió camino de puntillas, dando un respingo cada vez que oía los sordos chasquidos de las pinochas bajo sus pies. Aunque apenas se oían, y mucho menos a la distancia a la que se hallaba el hombre, no podía evitar que el corazón le latiera dolorosamente.
Una vez que se hubo alejado lo suficiente, se sentó al pie de un árbol a descansar. Necesitaba un plan. En el bolsillo llevaba todas las llaves de la estación de esquí, pero no podía volver al hotel. Además de intentar interceptarle el paso, seguro que habían apostado allí a un francotirador.
¿Quiénes eran y por qué querían matarla?
Representó mentalmente el mapa de la reserva, preguntándose si habría vecinos por las inmediaciones. Jolene y Jerry estaban a mucha distancia, en el extremo este, cerca de la finca de Cooper. Al oeste había otro rancho. Recordó haberlo visto a lo lejos el primer día, mientras iba en el coche con Jolene. El rancho estaba mucho más cerca que la casa de Jolene, y trató de recordar la topografía de la zona que se extendía entre su localización presente y el rancho; si la memoria no le fallaba, tenía que remontar otra cumbre más para verlo. El camino era empinado y seguramente solo podría seguir por sendas de caza. En lo alto estaba el edificio de las telecabinas, pero Alex estaba tan lejos de cualquiera de los remontes y del camino de las telecabinas que subir en la oscuridad, con tantos tramos escarpados y expuestos, sería peligroso. Además, no tenía ninguna garantía de que la radio que había allí siguiera operativa.
Decidida a probar con el rancho, Alex avanzó a través de la oscuridad, cada vez más sedienta. El aire de la montaña, por lo general tan agradablemente seco en comparación con la humedad de la costa este, le estaba dejando la garganta seca. Pensaba con ansia en su botella de agua.
Aspiró el fresco aire nocturno, sensiblemente más frío desde la puesta de sol. El cielo estaba ahora cubierto de nubarrones, y, con el cachito brillante de luna como única guía para orientarse, tuvo que estar muy atenta para no desviarse del camino. La brisa le trajo el familiar olor de la nieve; mejor que se olvidara de recibirla acurrucada en el hotel. A pesar del buen tiempo de las últimas semanas, el invierno cada vez estaba más cerca. Alex sabía que la famosa Carretera del Sol del Parque Nacional de los Glaciares cerraría en las semanas siguientes y tal vez no volvería a abrir hasta mediados de junio.
Si estuviese a salvo en el hotel, habría disfrutado mucho de la llegada de una tormenta. Pero ahora, con el fino forro polar y el pantalón de senderismo de nailon, no era un buen momento. Ni siquiera tenía un gorro, guantes o ropa impermeable. Estaba todo en la mochila. Inició el descenso de la cresta, ayudada por el difuso brillo de la luna. Al entrar en un tramo arbolado, hizo una pausa entre las sombras. La casa era grande, más una hostería que una vivienda, y estaba situada en un extremo de una gran pradera, enclavada entre un grupito de árboles. A su alrededor había una serie de edificios, todos de reciente construcción. Dos eran naves de hormigón grandes y sencillas, y otro parecía un antiguo cobertizo de mantenimiento. Enfrente de una de las naves había dos quads aparcados junto a dos grandes bidones de gasolina. Vio cables conectados a los edificios y se dijo que ojalá uno de los cables fuera de teléfono. A medida que se acercaba, empezó a oler humo de leña. Al menos, había alguien en casa.
Sin salirse de la arboleda, bordeó las naves, atenta por si observaba a alguien al acecho. Al llegar a la nave más cercana, una de las dos de hormigón, vio el origen del humo. En torno a una hoguera había tres hombres bebiendo cerveza y charlando. Uno hurgó en las llamas con un palo.
Procurando mantener la nave entre ella y los hombres, se acercó. Con muros de hormigón sin ventanas y puerta de acero, tenía un aspecto de lo más funcional. Antes de anunciar su presencia, tenía que asegurarse de que los hombres no tenían ninguna relación con sus perseguidores.
Llegó hasta los dos quads. Si estaban puestas las llaves de contacto, podía coger uno y marcharse a un lugar seguro…, pero se llevó un gran chasco al ver que no estaban. Con todo lo que sabía de motores, a lo mejor conseguía hacerle un puente a un quad, pero desde allí no iba a poder vigilar a los hombres.
De repente oyó una voz junto a la hoguera. Uno de los hombres se levantó y empezó a acercarse, hablando por una radio que rechinaba. Alex se deslizó hacia el otro lado de la nave y se quedó agachada en medio de la oscuridad. El bosque que se extendía a sus espaldas la reconfortó. Desde allí veía a los hombres. Ahora solo había dos sentados junto al fuego.
—Menuda semanita —dijo uno.
La voz le era familiar. Le observó más detenidamente, intentando distinguir sus rasgos. Llevaba ropa de camuflaje, gorra de béisbol incluida, y botas. Se dio la vuelta, perfilándose contra la luz parpadeante, y Alex se sobresaltó al reconocer a Gary, el de la ferretería. Durante un instante, sintió un inmenso alivio al ver un rostro conocido, pero acto seguido recordó su extraño comportamiento en el hotel y se quedó quieta.
El otro hombre llevaba la cabeza descubierta y contemplaba las llamas. Iba vestido de negro de arriba abajo: parka negra con capucha, pantalón negro y botas negras. Tenía la cabeza rapada, y estaba tan pálido que casi resplandecía en la oscuridad.
—A mí me lo vas a contar. Pensaba que iba a estar aquí los tres días de rigor preparándolo todo y ya llevo una semana.
Más cerca, Alex oyó al hombre que había respondido a la llamada del radiotransmisor.
—¿La encuentras?
La radio hizo un chisporroteo y respondió otro hombre:
—Sí. Al menos tenemos una pista. Pero ha habido una complicación.
—¿De qué se trata ahora?
—Había una mujer. Creemos que es la bióloga del Snowline.
—¿Y?
—Vio a la gorila.
—¡Me estás vacilando, joder! —gritó, paseándose de un lado a otro; Alex oía los pisotones de sus botas—. ¿Dónde está?
—No lo sabemos. Dwight disparó contra las dos, pero falló el tiro. Se ha quedado ahí apostado, cerca de su mochila. La mujer no tiene ni móvil ni radio. Ni siquiera un buen abrigo, y aquí ya ha empezado a nevar.
Alex sintió que la adrenalina le corría por las venas y el corazón empezó a latirle a mil por hora.
—Ya sabes que vienen mañana —dijo, furioso, el hombre que estaba cerca de ella—. Te tienes que encargar de esto. ¿Dónde se la vio por última vez?
—En el cuadrante cuatro de la reserva.
Alex frunció el ceño. «¿Cómo que cuadrante cuatro? ¿Estos tipos tienen su propio sistema de parcelar la reserva? ¿Quiénes son?».
—Gary y yo sacaremos los quads —dijo el hombre—. Avisa por radio en cuanto sepas algo.
—De acuerdo —respondió con interferencias la otra voz.
El hombre apagó la radio y volvió a la hoguera echando pestes. Al verle venir, el hombre de negro se incorporó.
—¿Qué pasa, Tony?
—La bióloga de la estación de esquí vio a la maldita gorila. ¿Me lo quieres explicar, Cliff? —le preguntó al hombre de negro—. ¿Qué hace aquí? Pensaba que lo habías apañado todo para que tuviera que quedarse en el pueblo.
—No lo sé. Le averié el coche. La idea era que se le cascase de camino a la estación de esquí y que la grúa la llevase de vuelta al pueblo, donde tendría que esperar hasta el lunes para que se lo reparasen.
Gary intervino.
—Desde luego, volvió a la estación ese mismo día; yo la vi. Puede que al final el coche no se averiase.
—¿Y no se te ocurrió decirme que había vuelto? —le gritó Tony.
Gary parecía confuso.
—No sabía que Cliff le hubiese hecho nada a su camioneta.
Tony, exasperado, se dio un manotazo en la frente.
—Dios santo, Cliff. ¿Para qué os pago, hostia? Para empezar, no conseguiste asustarla cuando la sacaste de la carretera. Después, seguimos tu brillante plan de meter el puma en el hotel y va y lo atrapa. ¿Y ahora esto?
De modo que el puma no había entrado solo. Alex tragó saliva.
—¿La han pillado? —preguntó Gary.
—No. Sigue por ahí. ¡Joder! Vamos a tener que acorralarla. Está por ahí, sola. Sin móvil, sin radio.
—Y después, ¿qué? —dijo Cliff, el hombre de negro.
—¿Tú qué crees? —le espetó Tony, que parecía el cabecilla.
Gary negó con la cabeza.
—No sé qué decirte. Esto no es a lo que yo me apunté.
—Tú cierra el pico y estate atento. Cliff, tú te quedas aquí. Si la ves, ya sabes lo que tienes que hacer. Y recuerda, es escurridiza. La otra noche la perdimos después de que liberase al carcayú. Así que no bajes la guardia, maldita sea. Gary y yo vamos a echar un vistazo al viejo cortafuegos. —Lanzó una mirada feroz a Gary—. Y tú ya puedes ir rezando para que la encontremos.
Gary se levantó y siguió a Tony. Alex permaneció agachada, con la mano sobre el áspero hormigón del edificio, mientras los dos hombres salían por la puerta de acero. Deseaba con todas sus fuerzas que no cerrasen con llave al salir; le tranquilizó pensar que al menos no había oído ningún tintineo metálico.
Oyó un portazo, y después arrancaron los quads. «El cortafuegos. ¿Dónde está el antiguo cortafuegos?». Intentó imaginarse el mapa, pero no recordaba haber visto nada que se asemejase a un camino, ni siquiera una vieja ruta de todoterrenos, a excepción de la carretera que llevaba a la estación de esquí y una secundaria que salía desde la zona del establo y el barracón en el que se había alojado el anterior biólogo.
Su plan de robar uno de los quads se había ido al traste. Vio los faros recortando una franja de luz en la oscuridad. El olor a gases de escape se mezclaba con el fresco aroma de la inminente nevada.
El último hombre, Cliff, se quedó junto al fuego y sacó una porra de una funda que llevaba en la bota. Miró a su alrededor empuñándola con fuerza, y la dejó sobre su regazo mientras se calentaba las manos al fuego. Por lo menos, ahora solo había un hombre.
Los quads trazaron un amplio círculo en torno al grupo de edificios y después se metieron en el bosque, no muy lejos del lugar por el que había salido Alex. Mientras esperaba a que se desvaneciese el ruido de los motores, empezaron a caer los primeros copos de nieve, copos grandes que se le acumulaban en los hombros y en la cabeza. Cliff permaneció junto a la hoguera; ya no estaba encorvado, sino en posición de alerta.
Sin hacer ruido, Alex se fue a la puerta de acero que estaba en la otra punta de la nave. Giró el picaporte y, comprobando con alivio que no estaba cerrada con llave, pasó a un pequeño cuarto con paredes grises de hormigón. Pegada a la pared más cercana había una estantería de acero, y en el techo se oía el zumbido de unas intensas luces fluorescentes. Había varias prendas colgadas de un perchero, en su mayoría chaquetas de camuflaje y unos cuantos chalecos de color naranja, y debajo, en fila, chanclos de goma y botas impermeables. La estantería estaba llena de herramientas de todo tipo: un taladro eléctrico, un cortacadenas, cuerda, bidones de gasolina. No vio ningún teléfono.
En uno de los estantes había un ordenador portátil. Lo cogió, rezando para que tuviera un punto de acceso móvil. Al encenderlo, apareció una pantalla de acceso en la que leyó «Dalton Cuthbert». Probó varias contraseñas, pero de repente se agotó la batería y el portátil se apagó. Buscó un cable pero no vio ninguno.
Dalton Cuthbert. El nombre le sonaba… En efecto, era el biólogo que había estado destinado allí antes que ella. Solo había oído su nombre de pasada, en boca de Ben. ¿Le habían robado el portátil? ¿Sus investigaciones? Ben había dicho que se había quejado de que le acosaban.
Pasó sigilosamente por otra puerta, que llevaba al interior del edificio. El corazón le latía a mil por hora. No tenía manera de saber si Cliff seguía junto al fuego. Puede que se hubiera levantado, que estuviera caminando hacia la nave en ese preciso instante. O puede que dentro hubiese otro hombre.
Agarró el picaporte de la siguiente puerta y la abrió con un chirrido, cruzando los dedos para que no hubiera más hombres al otro lado. Esta habitación era cavernosa y ocupaba el resto del edificio.
Alex se detuvo, horrorizada por lo que vio.