Alex no daba crédito a la escena que se desplegaba ante sus ojos. Había grandes jaulas alineadas contra las paredes, y su olfato fue agredido al instante por un batiburrillo de olores. Las heces y la orina de los animales, la paja y la carne rancia se disputaban el protagonismo. Dio un vacilante paso al frente, intentando asimilar lo que veía. Ante ella había unos fríos barrotes de metal tras los cuales un rinoceronte arrastraba nerviosamente los pies. Le miró a los ojos…, unos ojos castaños, llorosos, tristes. Se acercó a él, y después vio lo que había en la otra jaula: un tigre con la pata encadenada a los barrotes del fondo. En el suelo, intacta, había una loncha rancia de carne de cerdo cubierta de gusanos, y a su lado un bol metálico para el agua, vacío.
Sintiendo que le faltaba el aire, pasó a la siguiente jaula.
Al otro extremo, un elefante soltó un estruendoso barrito. Veía su trompa meciéndose ansiosamente a través de los barrotes. Aturdida, recorrió la fila de jaulas, el hedor a orina la asediaba. En la siguiente había un panda acurrucado con la cara vuelta hacia el rincón. El pelaje negro y blanco estaba cubierto de barro, y una herida abierta y sangrante rodeaba un grillete que lo mantenía sujeto a la otra punta de la jaula. También su bol de agua estaba vacío, y no se veían rastros de bambú para comer por ningún sitio.
En el suelo había una manguera que desembocaba en un desagüe abierto en el centro de la habitación. Cabía suponer que se usaba para lavar las jaulas y rellenar los boles, pero tanto la boca de la manguera como el desagüe y el suelo estaban completamente secos.
Alex sintió que se le formaba un doloroso nudo en la garganta y, pasando de una jaula a otra, se encontró con un caribú de los bosques desnutrido, un oso pardo con heridas recientes en el lomo, una leona que se paseaba de un lado a otro y un magnífico muflón de Dall con una hermosa cornamenta. Un lobo negro jadeaba en la antepenúltima jaula, y al acercarse Alex se quedó inmóvil, mirándola recelosa con sus ojos amarillos; también él estaba encadenado a la pared del fondo. En la siguiente, había un carcayú que intentaba trepar ansiosamente por todas partes. Alex se agachó y echó un vistazo al patrón ventral cuando apoyó las patas en la jaula contigua. Reconoció al animal: era la primera carcayú hembra que habían captado las cámaras. Debían de haberla atrapado hacía poco. La carcayú la miró con ojos recelosos, después, amenazada y asustada, le enseñó los dientes. Alex cerró los ojos, armándose de valor para enfrentarse al resto de la estancia.
Cuando llegó al final de la fila, el elefante estiró la trompa. Alex levantó la mano y acarició la rugosa piel del animal. La jaula era demasiado pequeña para él, y, al igual que el resto de los animales, tenía una pata encadenada. El elefante le devolvió la mirada sin pestañear, y a Alex se le llenaron los ojos de lágrimas.
El puma que habían soltado en el hotel era, evidentemente, una de aquellas criaturas sufrientes.
Ninguno de los animales tenía agua ni comida, salvo el cerdo rancio que le habían echado al tigre. Detrás de Alex había un par de jaulas vacías con las puertas abiertas, pero en una había orina seca y un montoncito de heces que parecían de oso. Anonadada, se quedó clavada en el sitio mientras el elefante le rodeaba el brazo con la trompa. Alex le dio unas palmaditas tranquilizadoras, y entonces vio una cámara frigorífica a su izquierda.
Tiró del gélido picaporte y entró. Al cerrar la puerta, una intensa luz parpadeante alumbró una escena de terror.
De un gancho de carne que salía del techo colgaba un oso pardo; tenía la lengua fuera, y le habían quitado la piel, las garras y las tripas. A su lado colgaba una pesadilla: los restos sanguinolentos y desollados de un hombre. Le faltaban ambas piernas, y los brazos le caían rígidos por delante del torso. Le habían cortado trozos del estómago y del pecho, y largas tajadas de carne de los huesos. Los músculos de la parte superior de un brazo también habían sido amputados. La escarcha se acumulaba sobre el corto cabello negro del hombre, que tenía la mandíbula aflojada y los ojos cerrados. En el pecho tenía un terrible agujero que le llegaba al corazón y seguramente le había matado al instante. Con el suave balanceo del cuerpo, su mano derecha emitía un destello metálico. Alex se inclinó y vio que llevaba una joya azul engarzada en un grueso anillo. Lo examinó más de cerca. Era un anillo de graduación con la inscripción: «Biología. Universidad de Boston».
El biólogo a quien había sustituido había estudiado allí. ¿Qué había dicho Ben? ¿Que le había llegado un correo electrónico suyo diciendo que una emergencia familiar le obligaba a marcharse? Ben no había hablado con él, no había oído su voz. Su portátil estaba en la mesa de trabajo. Perfectamente podrían haber enviado mensajes a la fundación territorial y a cualquier familiar, fingiendo que los escribía él.
De pronto, Alex se quedó paralizada. El frío de la cámara no era nada en comparación con el pavor que le atenazaba la boca del estómago. Dalton no se había marchado de allí. No había vuelto con una familia que le esperaba a causa de una emergencia. Con él habían conseguido lo que hasta ahora no habían conseguido con ella: quitárselo de encima, un problema menos. Y ahora su cadáver estaba ahí colgando, a la espera de que se deshicieran de él. Le vinieron a la cabeza la jaula del tigre y la loncha agusanada de lo que había supuesto que era cerdo.
No era cerdo.
Se tragó la bilis que le subía por la garganta y en ese mismo instante oyó que se abría la puerta de fuera. Estaba entrando alguien.