Alex controló el pánico. Tenía que esconderse. En el suelo de la cámara, amontonados de mala manera, había varios cadáveres de animales. Los ojos de un guepardo —agujero de bala en el pecho, mandíbula aflojada— la miraban sin ver. Desplomado entre ambos estaba el cuerpo de un león macho, la melena congelada y tiesa. Alguien le había sacado las tripas y había empezado a desollarlo, pero lo había dejado a medias.
Tragó saliva.
Fuera, oyó abrirse y cerrarse la segunda puerta. Cliff estaba en la sala de las jaulas.
Una oleada de terror la invadió, pero no se dejó dominar por ella. Se tumbó al lado del guepardo, se hizo un ovillo diminuto y se metió debajo del león yerto. Instantes después, la puerta de la cámara se abrió. Contuvo la respiración, y esperó un rato que se le antojó una eternidad. Después, la puerta se cerró con un clic. No sabía si el hombre seguía allí dentro, así que permaneció inmóvil, conteniendo la respiración para evitar la salida de un vaho que podría delatarla. Se moría de ganas de coger una bocanada de aire, pero resistió. Por fin, cuando empezó a notar que la visión periférica empezaba a fallarle, se dijo que tenía que respirar como fuera. No había oído a nadie moverse dentro de la cámara, así que exhaló silenciosamente. Desplazándose milímetro a milímetro, estiró el cuello para ver si estaba sola en el cuarto. En efecto, estaba sola. Oyó que la puerta de la sala de las jaulas se cerraba con un clic sordo, y sospechó que Cliff simplemente se había pasado a hacer la ronda y había vuelto a sentarse frente a la hoguera.
Cada vez más desesperada, Alex temblaba tumbada al lado de los animales; le empezaron a castañetear los dientes. Por fin, cuando los temblores eran casi incontrolables, se levantó y pegó la oreja a la puerta de la cámara. Oía a los animales andando de un lado para otro, y el elefante volvió a barritar. Un minuto más tarde, y mirando con tristeza el cuerpo de Dalton, salió a la sala de las jaulas.
Al pasar por delante de los animales en busca de un teléfono o una radio, se le formó un nudo en la garganta que hizo que le costase tragar saliva. No había nada más en el cuarto. Cruzó hasta la última puerta y se detuvo, intentando recordar la distribución del edificio. Había algún riesgo de que esta puerta se abriese al exterior, y entonces aparecería justo delante de Cliff, donde la hoguera.
Palpó la puerta de metal. No estaba especialmente fría, como lo estaría una puerta que diese a la calle. Se arrodilló y miró por la rendija; no se veía la luz de la hoguera. Estaba oscuro. Acallando el miedo que la consumía, giró el picaporte y abrió un poquito. Al comprobar que no se oía nada, asomó la cabeza.
La habitación estaba completamente a oscuras, pero no se atrevió a encender la luz, aunque tocó un interruptor en la pared. Al fondo había otra puerta metálica, con una rendija en la parte inferior lo bastante grande para que se colase el viento. Cualquier luz se vería desde fuera, y si Cliff había regresado junto a la hoguera delataría su presencia. Ahora entendía por qué estaba fuera, junto a la hoguera: dentro hacía un frío espantoso. Tocando las paredes, sus manos encontraron una mesa de trabajo y una estantería llena de herramientas, y de repente dio sin querer una patada a una papelera de metal. Se paró en seco, sin apenas atreverse a respirar y esperando que la puerta exterior se abriese de un momento a otro y Cliff la encontrase. Pero no ocurrió. Armándose de valor, siguió avanzando pasito a pasito con las manos extendidas en la oscuridad hasta que tocó el hormigón de la pared, y rozó un delgado cable envuelto en plástico que colgaba del techo. ¡Una línea telefónica! Cerró los dedos sobre el cable y siguió su rastro hasta otra mesa de trabajo que estaba al fondo de la habitación. Había un teléfono inalámbrico, y lo descolgó aliviada. El tranquilizador brillo de los números verdes apareció en el teclado, y empezó a marcar el número de emergencias.
En ese mismo instante, la puerta exterior que tenía al lado se abrió de golpe, chocando contra la pared. Era Cliff, iluminado por la hoguera y con la porra en la mano.
En el segundo que tardó en localizarla en la oscuridad, Alex sintió que la adrenalina le corría por las venas. «Ponte en marcha», oyó decir en su cabeza a su entrenador de jeet kune do. «No permitas que tus pies se conviertan en plomo. Respira. Muévete. Lucha contra el instinto de quedarte paralizada».
Alex se abalanzó sobre Cliff. Con un movimiento circular del brazo, le tiró la porra al suelo. La luz del fuego entró a raudales en el cuarto.
Cliff echó pestes y quiso asestarle un golpe con un puño carnoso que Alex, echándose a un lado, consiguió desviar con la mano izquierda. Todo puños, se precipitó sobre ella. De nuevo, la voz de su maestro resonó nítidamente dentro de su cuerpo cargado de adrenalina: «Si tu atacante te entra como un boxeador, tíralo al suelo. No te enfrentes a él con el estilo en el que se siente más cómodo». Alex se apartó, esperando la oportunidad para asestarle un golpe incapacitante con el que finalizar la pelea, y Cliff se acercó con intención de darle otro puñetazo en la cabeza. Pero Alex se agachó y lo esquivó, y al ver que el brazo de Cliff se balanceaba a causa del impulso, se lo agarró y le hizo perder el equilibrio. Sin soltarle, le tiró al suelo y le retorció el brazo dolorosamente antes de tirar hacia atrás de su codo con la otra mano. El hombre soltó un grito y Alex le pisó el hombro con fuerza, pero él reaccionó rápidamente y consiguió agarrarla de la pierna y lanzarla hacia atrás. Tambaleándose, Cliff se levantó.
Alex, apoyada contra la mesa de trabajo, volvió a poner distancia entre ambos sin dejar de moverse, balanceándose y levantando las manos para protegerse la cabeza. «Protege el ordenador: no permitas que te golpee en la cabeza», oyó decir a su profesor. Alex le rodeó, analizando su estrategia de ataque. Era un matón, y sospechaba que carecía de entrenamiento formal, que seguramente solo se metía en peleas en los bares. La nariz torcida daba testimonio de al menos una refriega en la que no había salido bien parado.
Cliff agarró una palanca de una de las mesas de trabajo y se precipitó sobre ella bajándola con fuerza, pero Alex se tiró a un lado y la palanca se estrelló contra la mesa de enfrente, tirando con estruendo un montón de bártulos. De nuevo Cliff blandió la palanca y la bajó, errando el golpe por los pelos. La barra de metal hizo añicos los objetos que había sobre la mesa, y Alex vio consternada que le había dado al teléfono. Plástico y cables salieron volando, y Alex perdió todas sus esperanzas al ver destruida su cuerda de salvamento.
Cuando el hombre volvió a cargar contra ella, Alex se apartó con destreza a un lado y de nuevo volvió en su contra su propio impulso. Agarrándolo del brazo, lo lanzó directamente hacia la otra mesa de trabajo, donde se abrió la cabeza con una esquina. Aturdido, se tambaleó y se giró a mirarla. Alex le quitó la palanca de una patada y aprovechó la ventaja que le daba su estupefacción para propinarle una furiosa lluvia de puñetazos en el pecho. El hombre gruñó y ella se acercó más, dándole un cabezazo por debajo del barbilla y clavándole después los pulgares en las cuencas de los ojos. Cliff gritó mientras Alex le tiraba al suelo y le hacía una llave de cuello, aplastándole la garganta con el pliegue del codo hasta que se desmayó.
Alex se echó hacia atrás, respirando con dificultad. Tenía la espalda perlada de sudor; desde luego, ya no tenía frío. Como no sabía cuánto tiempo iba a estar inconsciente, tenía que actuar deprisa. Lo cogió por los brazos y lo arrastró hasta la sala de las jaulas, donde lo metió en una de las jaulas vacías y lo dejó desplomado sobre el suelo. De su cinturón colgaba una pequeña linterna. Alex la cogió y rebuscó en sus bolsillos, y encontró una navaja plegable, un encendedor, una cajetilla de cigarrillos, un llavero y una cartera. Sacó su carné de identidad. No era de la zona, sino de Boise, Idaho. Recordó que le había oído comentar que llevaba allí una semana, y que el hombre de la radio había dicho que «ellos» llegaban mañana.
¿Quiénes eran ellos?
Echó una mirada alrededor. ¿Más animales? ¿Cazadores para matar a los animales? Una operación así por fuerza tenía que ser compleja. Tenían que tener las espaldas bien cubiertas y miles de contactos para pasar de contrabando animales como aquellos sin que nadie se enterase. Le daba asco.
Se quedó con el carné de identidad del hombre, después le quitó la parka y se la puso. Al menos, ahora no pasaría frío. Cerró la puerta de la jaula y se trancó automáticamente. Después volvió al teléfono.
Estaba en muy mal estado, cada pieza por un lado, los cables sueltos, las soldaduras rotas. Estaba destrozado sin remedio.