Alex salió a hurtadillas por la parte de atrás del edificio antes de que asomaran los quads. Sin detenerse, tratando de cubrir la mayor distancia posible, corrió a refugiarse entre los árboles. Los motores se apagaron y oyó gritar a Tony, «¡Cliff!». Miró atrás y vio a Gary bajándose de su quad, frotándose las manos para calentarlas.
—Cliff, ¿dónde diablos estás? —volvió a gritar Tony.
En cuanto encontrasen a Cliff encerrado en la jaula, sabrían que ella estaba cerca y seguramente empezarían a buscarla de nuevo. Tenía que poner más tierra de por medio, y cuanto antes mejor.
Había empezado a nevar con fuerza, y agradeció la chaqueta y el pantalón impermeables. Para llegar hasta la sala de radio del restaurante Snowline iba a tener que subir por un terreno muy empinado, pero si cruzaba un par de crestas podría llegar al antiguo camino del remonte y mantenerse al borde los árboles, donde nadie podría verla.
A sus espaldas oyó gritos, pero no distinguió lo que decían. Seguramente Tony había encontrado ya a Cliff y estaba echando pestes.
Subió con paso seguro a través de un tramo de arbolado, con cuidado para no tropezar con los troncos caídos y las piedras. No se atrevía a encender la linterna, por si acaso había otros pistoleros cerca. Ahora que el suelo estaba cubierto con una fina capa de de nieve, era más fácil ver los obstáculos, pero, por otro lado, también se veían sus huellas. Si la nieve empezaba a caer más deprisa, disimularía sus movimientos.
Las botas se le resbalaban en algunos tramos de nieve y tuvo que bajar el ritmo. ¿Cuánta quedaría por caer? Si la nevada era abundante, la marcha se haría angustiosamente más lenta, pero al menos por el momento no iba a mal paso.
Pensó en la subida que la esperaba. ¿Habría alguien esperándola al llegar? Con suerte, pensarían que se dirigiría hacia la carretera principal en busca de ayuda, que se acercaría a la civilización en lugar de alejarse. Y no sabían que había oído que alguien la estaba esperando en el Snowline. Quizá todavía pensaran que iría hacia allí después de la pelea del recinto.
Delante había un claro entre los árboles, una pradera con varios peñascos cubiertos de nieve. A punto estaba de rodearla cuando uno de los peñascos de movió. Alex se paró en seco.
El peñasco se puso a cuatro patas, girando una cabeza hacia Alex. Un largo morro blanco con una nariz blanca se puso a olisquear; el viento le traía el olor de Alex, que parpadeaba sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Era un oso polar.
Se acercó a ella, siguiendo el rastro de su olor. Alex empezó a retroceder lentamente, pero el oso estaba decidido a echarle un vistazo de cerca y enseguida le dio alcance. Sus miradas se cruzaron. Salir corriendo era lo peor que podía hacer; eso lo sabía. Pero no percibía la menor agresividad por parte del oso, más bien curiosidad.
Se sintió eufórica. No tenía miedo. Si se hubiera topado con el oso antes de ir al recinto de las naves, se habría quedado anonadada, pero ahora era fácil imaginarse un posible escenario. Aquellos hombres soltaban a los animales para cazarlos después. Los hombres que iban a llegar al día siguiente iban a cazar a este oso, tal vez a más, y lo habían soltado antes para que la caza fuera un desafío más estimulante. O tal vez se les habían escapado algunos animales. La gorila llevaba suelta algún tiempo; quizá también el oso polar. Incluso puede que se hubieran escapado aprovechando el mismo contratiempo.
El oso siguió olisqueando el aire, y después se dio media vuelta y se marchó. Alex vio cómo avanzaba pesadamente por el claro y desaparecía por el bosque del fondo.
Armándose de valor, continuó el ascenso mientras reflexionaba sobre lo que había visto. Todo apuntaba a que estos hombres conseguían animales por distintos medios: sacándolos clandestinamente de su hábitat; secuestrándolos, como a la gorila, incluso comprándolos a los circos, como el elefante. Después los llevaban hasta allí para que unos hombres tuvieran la oportunidad de cazar un león o un rinoceronte sin pagar un billete caro a otro continente. Sintió ira. Se preguntó si los organizadores soltarían animales arbitrariamente para que los cazadores contratasen si querían matar un guepardo o un panda, o si los cazadores elegían de antemano los animales que querían matar, como cuando se elige plato en un menú. A medida que subía se iba sulfurando cada vez más. Saldría de aquel trance y desenmascararía a aquellos cabrones.
Siguió atravesando el bosque mientras la nieve caía cada vez más fuerte; tenía la esperanza de que estuviera borrando sus huellas anteriores.
Entonces oyó el lejano zumbido de un quad. Al localizarlo y comprender que se dirigía hacia ella, sintió pánico. Sus huellas la delatarían. Miró en derredor, buscando una solución. No podía esconderse en un árbol, porque sus pasos en la nieve llevarían directamente hasta él. Necesitaba encontrar un sitio al que no pudiese acceder un quad. Mirando al norte, vio un roquedal al borde del bosque y echó a correr, saltando sobre ramas caídas y sorteando arbustos hasta que lo alcanzó.
Los peñascos eran enormes, restos de un antiquísimo alud rocoso. Tenía que entrar y poner distancia antes de que llegase el quad.
Se metió por el roquedal, pero las rocas eran increíblemente resbaladizas a causa de la humedad y de la nieve, y más de una vez se cayó y tuvo que recuperar el equilibrio. Entre las rocas había oscuros huecos que parecían profundos. Avanzó con cuidado, comprobando cada peñasco antes de pisarlo con todo su peso. Lo último que quería en estos momentos era pisar mal, caerse a un agujero y romperse una pierna.
El terreno ascendía suavemente y Alex fue trepando por las gélidas piedras, deslizándose sobre el trasero en las de mayor tamaño. El quad estaba ahora mucho más cerca, y al mirar atrás vio las luces de los faros abriendo tajos entre los árboles. No había duda de que estaba siguiendo sus huellas. La pendiente se hizo más empinada y Alex aceleró el paso, atajando en diagonal. En lo alto de la cuesta, el bosque volvía a adueñarse del terreno. Si seguía por el roquedal, se alejaría del restaurante Snowline y de la radio, pero el hombre del quad se vería obligado a dar un rodeo para descubrir en qué punto había vuelto a adentrarse en el bosque, y tal vez ni siquiera se le ocurriese pensar que lo había hecho.
Tenía que arriesgarse.
Dejando atrás el último peñasco del alud rocoso, se metió en el bosque. Los árboles se interrumpían de manera abrupta un poco más allá, y se encontró al borde de un escarpado talud. Por debajo, muy lejos, unos arbolillos punteaban el paisaje nevado, y en uno de los valles resonaba el estruendo de una cascada.
Echó a andar por la cumbre, avanzando con paso firme hacia la vía del remonte a pesar de que todavía estaba muy lejos.
La nieve ahora caía con más fuerza y se le acumulaba en las pestañas. Oía que el quad iba más despacio. En la otra punta del roquedal, vio las luces de los faros. Se había detenido exactamente en el mismo lugar por el que había entrado ella a la zona rocosa. De repente, alguien pasó por delante de las luces y dejó de verlas. Era el conductor, que se había bajado del quad y la estaba buscando. Su táctica de dilación había funcionado.
Como no se atrevía a detenerse ahora, continuó por la cumbre, dejando el escarpado talud a varios metros a su izquierda. A su derecha había una ladera poblada de bosque.
El quad arrancó estruendosamente y empezó a bordear el límite del roquedal, justo lo que había pensado Alex que se vería obligado a hacer. De repente, vio horrorizada que un fulgor rasgaba la oscuridad. El hombre tenía un reflector móvil, y pasó el haz de luz por las rocas, buscándola.
Dejó el motor del quad al ralentí y Alex agradeció el ruido, que amortiguaba los sonidos de sus movimientos. Oía al conductor hablando por radio. De pronto, apagó el motor.
—Vale. Ahora te oigo mejor. ¿Qué me decías?
Se oyeron interferencias y la voz se interrumpió. Alex se detuvo para oír qué decían. Tenía la esperanza infundada de que suspendieran la búsqueda. La radio volvió a chirriar y Alex se quedó escuchando tensamente mientras el hombre la sintonizaba.
—Vale. Repite.
Una impaciente voz de hombre tronó por la radio. Alex la reconoció. Era la del hombre al que había oído hablar por radio antes, en la sala de las jaulas. Tony.
—Si no damos con ella antes de que encuentre ayuda, tendremos que volver pitando a las naves. Habrá que llevarse las pruebas.
—No tenemos las camionetas aquí.
—Pues trasladaremos a los que podamos. Al resto habrá que destruirlos.
—Eso es un dineral.
—¿Prefieres ir a la cárcel? Ya cogeremos más animales.
—Supongo —dijo el conductor—. Pero estoy cerca. No creo que debamos preocuparnos por eso.
Se metió la radio en el bolsillo y volvió a arrancar el quad. Primero Gary, luego Cliff… ¿Cuántos hombres había?
Alex apuró el paso y empezó a trotar por la cresta. A lo mejor el hombre pensaba que estaba agachada en algún hueco entre las rocas. El quad avanzaba despacio, a trompicones, alumbrando el terreno con el reflector. Enfocó hacia arriba y Alex dedujo que estaba siguiendo la pista de la nieve removida del roquedal, que le llevaría hasta el punto en el que Alex había vuelto a adentrarse en el bosque. Era una pena que no hubiese pasado más tiempo para que cayera más nieve encima. El hombre había dado con su rastro demasiado pronto.
Echó a correr. El motor del quad volvió a bramar mientras el hombre abandonaba el límite de los peñascos y aceleraba en dirección a la cumbre, exactamente por el mismo camino que había seguido ella.
Alex se resbaló en la nieve porque iba demasiado deprisa. Sabía que tenía que reducir la marcha, pero entonces el hombre la alcanzaría. Presa del pánico, chocó con un ventisquero, le resbalaron los pies y se deslizó varios metros ladera abajo. De repente, un montículo de nieve se movió delante de ella. Dos ojos negros la miraban. Era el oso polar, y por poco se había estampado contra él.
Alarmado, el oso se alejó varios metros a la carrera antes de detenerse a mirar atrás. Ahora estaba situado entre ella y el quad, que se acercaba a un ritmo constante. Alex se levantó con dificultad; las botas le resbalaban en la nieve. Sin apartar la vista del oso, se acercó al talud para ver si había alguna manera de bajar por él; desde luego, el hombre no podría seguirla por allí con el quad. Pensó en volver por el camino trazado por sus propias huellas y bajar por la ladera desde algún punto anterior, confiando en engañar de este modo a su perseguidor y hacerle pensar que había continuado avanzando.
Pero el quad se estaba acercando demasiado. Alex no tenía tiempo para hacer eso. Los focos la iban a alumbrar de un momento a otro. Se preparó para luchar, pero sabía que el hombre probablemente tendría una pistola. Tenía que situarse cerca de él, lo bastante como para desarmarle.
El oso polar se volvió al oír el quad, asustado por el potente y quejumbroso ruido del motor. Los ojos de Alex se posaron sobre el suave contorno alargado de una rama caída y tapada por la nieve. Corrió a cogerla. Era lo bastante ligera para empuñarla, y lo bastante larga para golpear al hombre sin acercarse demasiado a él.
El quad llegó al borde de la cresta y aceleró. Estaba muy cerca ahora, a unos seis metros. Alex se agachó en el mismo momento en que las luces de los faros caían sobre ella. El oso polar estaba más cerca, bañado por la luz cegadora. Se puso a dos patas. Alex, deslumbrada por la luz, no veía al conductor, solamente la silueta del oso polar, su inmenso cuerpo tapando las vistas, las patas delanteras levantadas. Al verlo, el conductor gritó: «¡Mierda!».
El oso atacó con un potente zarpazo de la pata izquierda.
Alex oyó que de repente el motor se ponía en reposo. Los faros se inclinaron descontroladamente a la vez que el musculoso cuerpo del animal tapaba uno de los haces de luz, y a continuación, el vehículo se cayó por el borde. Se oyó un grito desgarrador, cada vez más distante a medida que el hombre iba cayendo. Sonó un disparo. El grito cesó abruptamente y el quad se estrelló contra las rocas de abajo.
Se quedó clavada en el sitio, con la rama en la mano y las retinas ardiendo de mirar a los focos. El oso se puso a cuatro patas y bajó la vista antes de continuar su camino por la cresta, en dirección contraria.
Alex soltó la rama y se alejó rápido. Cuando el oso hubo desaparecido, se detuvo en lo alto del barranco a escuchar. Lo único que llegaba a sus oídos era el viento. No se oían gritos de socorro. Si el hombre estaba muerto, no podía comunicarse por radio con sus amigos para decirles dónde se encontraba ella. Y necesariamente tenía que haberse matado con semejante caída. Pero ¿y si había informado de su paradero antes de caer y los demás habían adivinado adónde se dirigía?
Aun así, tenía que arriesgarse.
Ya no era solo su vida la que estaba en juego, sino las vidas de todos los animales que estaban en las jaulas. Si los hombres conseguían acabar con ella, los cazadores llegarían mañana y empezarían a matar a aquellas magníficas criaturas.
Tenía que llegar hasta la radio lo antes posible.