Veintiséis

 

 

 

 

 

Alex llegó a la vía despejada del remonte y empezó a subir por ella. La nieve caía cada vez más deprisa y ya se habían acumulado cinco centímetros. Permaneció pegada a los árboles, atenta a cualquier señal de los hombres.

Mientras subía, pensó en el oso polar y en la trampa destruida. En las pinzas de caimán había encontrado pelos blancos. La fuerza de la criatura que había astillado la madera y había arrancado el cebo de la cadena tenía que ser inmensa. Seguro que los pelos no eran de armiño sino de oso polar. Y también sospechaba que los organizadores de la red de caza habían visto la trampa destruida y habían robado la cámara. Si hubieran sido unos simples gamberros, solo se habrían llevado la tarjeta de memoria.

Aquello había sucedido hacía más de una semana, lo cual hacía pensar que al oso polar no lo habían soltado para una cacería, sino que se había escapado.

Pero ¿quién era el hombre al que había captado con la cámara? ¿Uno de los cazadores, herido o perdido durante una cacería? ¿Quizá el equipo de rescate no había podido encontrarlo porque estos hombres lo habían localizado y se lo habían llevado a un lugar seguro?

Durante el ascenso, la claridad que irradiaba el paraje nevado que se extendía a su derecha le permitía ver más fácilmente que en el corazón del bosque. Oyó otro quad a lo lejos, cerca de las naves. El ruido iba y venía, pero en ningún momento se acercaba.

¿Sería Gary? Se acordó de su sospechoso comportamiento en la ferretería y, después, en el Snowline.

Al llegar a la primera torre, hizo una pausa para recuperar el aliento. Al menos, gracias al frío, no se estaba bebiendo el agua demasiado deprisa. Bebió un trago y continuó. A esta altura la nieve era más profunda, casi diez centímetros. Dio gracias por el pantalón impermeable que tan bien se ajustaba sobre las cañas de las botas.

Hasta ahora no había visto nada que indicase que los hombres habían subido hasta allí. Ni huellas ni rodadas de quad en el claro del remonte. Ni voces ni sonidos de radio.

Llegó a la siguiente torre, sintiendo cada vez más los efectos de haber comido tan poco aquel día. Había desayunado una tortilla, y después la gorila se había comido su manzana. La gorila. ¿Dónde estaría? Esperaba que los hombres no hubieran vuelto a encontrarla y le hubieran pegado un tiro. Quizá en estos momentos toda su atención estuviese concentrada en Alex.

Por fin llegó a la terminal del remonte y apareció el restaurante. La capa de nubes había descendido y en el suelo había espirales de niebla que lo ocultaban parcialmente. Alex se detuvo en la parte de atrás de la terminal y observó el restaurante por si algo se movía. No vio a nadie en el tejado, ni tampoco en los alrededores del cobertizo de mantenimiento. Claro que también podían estar apartados, como ella, o escondidos entre la neblina. Se colocó en la dirección del viento que venía de la zona del restaurante y no olió humo de cigarrillos. Tampoco se oían toses ni pies fríos dando taconazos para entrar en calor.

Al cabo de cinco minutos, en vista de que no oía nada, decidió arriesgarse. Salió con cautela y se dirigió hacia la puerta del restaurante. Por suerte, llevaba en el bolsillo el juego de llaves de la estación de esquí; de haber estado en su mochila, le habría costado mucho más entrar en el edificio. También tenía el monedero en la chaqueta polar, añadió para sus adentros, aunque de nada podía servirle. Pero al menos contenía el número de teléfono de Ben Hathaway…, podría llamarle, si es que conseguía llegar hasta un teléfono, claro. Por fin dio con la llave que buscaba y la metió en el cerrojo.

Entró en el restaurante, agradeciendo el calor y la ausencia de viento. La temperatura del edificio debía de rondar los diez grados, pero mejor eso que los menos dos o tres grados del exterior. Por si acaso alguien subía hasta allí a echar un vistazo, abrió una ventana, salió sigilosamente y, volviendo a la fachada principal del restaurante, cerró de nuevo con llave para que pareciera que no podía haber nadie dentro.

Después volvió a entrar por la ventana, la cerró y corrió a la sala de la radio. Afortunadamente, no tenía ventanas. Cerró la puerta y encendió la linterna. Jamás había utilizado una radio de ese tipo. Era una radio de estación base de dos vías. Encontró la frecuencia de la policía anotada en un portapapeles con teléfonos para emergencias que estaba colgado en la pared. Marcó el número en la radio y se puso los auriculares.

El biólogo que la había precedido había estado registrando el clima durante el invierno, además de medir la profundidad de la nieve para su estudio de las cabras montesas. Mientras encendía la radio, rezó en silencio para que las pilas de reserva no estuvieran gastadas. No le hacía gracia la idea de arrancar el generador; llamaría la atención. La esfera se iluminó de un cálido tono dorado, y Alex soltó un suspiro de alivio.

Llamó a la policía esperando oír la grata voz de Kathleen, pero respondió un hombre. Echó un vistazo al reloj. Pues claro. Era de noche. Kathleen habría cerrado el tenderete a las cinco de la tarde.

La radio chisporroteó.

Sheriff del condado. Agente Joe Remar al habla.

Alex sintió un gran alivio al pulsar el botón de «hablar».

—¡Joe! Soy Alex Carter.

—¡Hola, Alex! No sabía que tuvieras una radio en el Snowline.

—No estoy en el hotel. Estoy en la terminal de telecabinas del restaurante.

—¿Qué haces ahí en mitad de la noche?

—Estoy metida en un buen lío, Joe.

—¿Qué pasa?

Alex hizo una pausa. ¿En quién podía confiar? ¿Y si Joe estaba metido en aquel tinglado? Decidió juzgar por su reacción.

—Me persiguen unos hombres.

—¡¿Qué?!

Al ver que Joe sonaba sinceramente horrorizado, le dio una oportunidad.

—Tienen pistolas, y no puedo llegar al hotel ni a mi coche. No sé cuántos hay. Y he encontrado el cuerpo del biólogo que estuvo aquí antes que yo. Lo mataron.

—Pensaba que se había vuelto a casa.

No, Joe. Su cuerpo está colgando del techo de una cámara frigorífica.

—Santo cielo. Voy a buscarte. ¿Estás en el antiguo restaurante?

Alex se pensó la respuesta. La imagen de Joe presentándose con un arma para sacarla de la montaña era tranquilizadora; si era necesario, podía recorrer la mayor parte de la vía del remonte en una moto de nieve. Por otro lado, cerca de la cima la pendiente era demasiado inclinada, de modo que tendría que hacer el resto del camino a pie…, entonces los hombres tendrían tiempo para averiguar adónde se había ido ella. Y si no lo averiguaban, puede que se pusieran nerviosos por no haberla atrapado todavía y decidieran trasladar o destruir «las pruebas». Todos los animales podrían morir.

Para ganar tiempo, tenía que bajar hasta un punto en el que Joe pudiera recogerla.

—Joe, no soy la única que corre peligro. Estos hombres tienen un club ilegal de caza. En el rancho, al oeste de la reserva, hay un recinto con una nave llena de jaulas con especies amenazadas. Si no me encuentran, van a deshacerse de todos esos animales.

—Dios mío.

Su indignación y su horror sonaban sinceros, por eso Alex se dijo que había hecho bien al confiar en él.

—Primero tienes que mandar allí a la policía para que detengan a esos tipos, y luego te reúnes conmigo.

—Puedo llamar a los agentes federales.

La imagen de un montón de policías entrando en el recinto la llenó de esperanza.

—Perfecto.

—¿Quieres que vaya a buscarte ahora?

Los ojos de Alex se posaron sobre una vista aérea de la estación Snowline que estaba colgada en la pared.

—Espera un segundo.

Se levantó y la estudió. Encima de la estación, al otro lado del límite norte, la vieja foto mostraba una torre de radiotransmisión a la que se accedía por un camino. No recordaba haber visto una torre allí, pero el camino era paralelo a una de las pistas de esquí. Si conseguía bajar andando por la vía del remonte y atajaba después por la montaña, se toparía con el camino.

Volvió a la radio.

—Joe, ¿tú sabes dónde está la torre de radiotransmisión que hay aquí arriba?

Joe hizo memoria.

Había una ahí cuando era pequeño, pero hace años que la desmantelaron.

—¿Y el camino sigue ahí?

—Seguro que sí, pero no te puedo garantizar que esté en buen estado. Ya estaba lleno de baches antes de que derribaran la torre.

—Creo que puedo llegar hasta ella. Si empiezo a andar por ese camino, ¿puedes recogerme?

—No sé si debes ponerte a andar. Se acerca una tormenta monumental.

—A mí me lo vas a contar…

—El servicio de meteorología la subestimó. La han actualizado y está en un nivel más alto. Podrías perderte o tener hipotermia.

—Voy preparada para el frío. No me va a pasar nada.

—Bueno, si tú lo dices… —No sonaba muy convencido—. Tengo que ver si hay una moto de nieve, pero suena factible. ¿Tienes algo con lo que protegerte?

—No.

Habría cogido un rifle si hubiese visto alguno en el recinto de las naves.

—¿Seguro que no te quieres quedar donde estás hasta que llegue yo? ¿Y si van y te encuentran cuando estés bajando la montaña?

—Tendré cuidado.

—No me gusta esto. Pero en cuanto pueda salgo para allá, y ahora mismo me pongo en contacto con los agentes federales.

—Gracias, Joe. No sabes lo bien que me sienta oír tu voz.

—Ten cuidado —dijo él, cerrando la transmisión.

Alex apagó la radio. Tenía que bajar deprisa. Cuanto más abajo llegase, más cerca estaría del punto en el que Joe podría recogerla. Pero hacer parte del camino por la ruta del remonte y atajar después era demasiado lento, pensó, sobre todo teniendo en cuenta la altura que estaba alcanzando la nieve. Tenía que pensar en una alternativa.

Salió por la ventana, abrió la puerta y volvió a entrar para cerrar la ventana por dentro. Tenía que evitar que los hombres encontrasen la radio y la destruyeran. ¿Y si volvía a necesitarla? Mientras calculaba la manera más rápida de bajar, se le ocurrió una idea.

No muy lejos, al este, estaba la vía del remonte; podía hacer parte del descenso por ella. Se encaminó hacia allí. Las nubes eran tan densas que ni siquiera la veía, y eso que recordaba que desde el restaurante se veía perfectamente. Las nubes hacían movimientos ondulantes, y, a medida que se iba acercando, la localizó.

Los cables estaban mucho más bajos que los que subían las telecabinas. Todas las sillas del remonte habían sido desmontadas, pero a lo mejor conseguía bajar la montaña utilizando los cables. Por esta vía concreta podía hacer casi toda la bajada, y así no tendría que preocuparse de no dejar huellas. Después solo tendría que recorrer un pequeño tramo a pie para llegar al camino de la torre de la radio.

Al llegar a la terminal de regreso, que estaba en lo alto del remonte, encontró un montón de sillas metálicas protegidas parcialmente de la nieve por el alero. Se arrodilló y vio que el metal estaba oxidado y retorcido. Daba la impresión de que las habían desmontado para hacer reparaciones que no llegaron a completarse. Algunas eran de las antiguas sillas con la barra en jota, una simple barra que se curvaba por abajo, donde se sentaba el esquiador. Pero eran tantas las personas que se caían de estos telesillas que las habían dejado de fabricar.

Rebuscó entre las piezas de metal. Lo mismo podía improvisar un artilugio con el que bajar por los cables. Como el remonte ya no funcionaba, ninguna de las sillas iba a poder llevarla hasta abajo, ya que tenían que ir agarradas al cable móvil. Así pues, tenía que encontrar algo que pudiera deslizarse por el cable.

Hurgando en el montón de sillas desmanteladas, encontró un trozo de metal largo y torcido. La parte superior formaba una U invertida, y la inferior terminaba en una barra plana. Tenía la longitud justa para que Alex pudiera ponerse de pie en la parte plana. Ahora solo necesitaba colgarla del cable. Si empezaba a deslizarse justo después de la primera torre, podría llegar hasta la segunda. Allí se quedaría atascada, pero esperaba ser capaz de desplazar la pieza metálica hasta el otro extremo de la segunda torre y seguir bajando por este método hasta el pie del remonte.

Las viejas torres tenían clavijas de escalada para facilitar las labores de mantenimiento, de modo que no iba costarle demasiado subir. Comprobó el peso de la pieza metálica. Era pesada y poco manejable, pero podría apañarse. Eso sí, subir con ella a cuestas iba a ser difícil; tenía que pensar cómo hacerlo.

De repente le vino a la cabeza el cobertizo de mantenimiento y la cuerda de escalada que había visto allí. Volvió corriendo y abrió la puerta, y al encender la linterna enseguida localizó los rollos de cuerda de escalada en los estantes. Se echó uno al hombro.

Al salir, el haz de luz cayó sobre la caja llena de TNT. Cuando estudiaba en Berkeley, había trabajado durante unas vacaciones invernales en una estación de esquí cerca del lago Tahoe para ganar un poco de dinero extra. Había trabado amistad con gente del equipo de control de avalanchas y sabía un poco de sus métodos. Levantó la tapa de la caja de TNT y en su interior encontró una mochilita con proyectiles para el control de avalanchas, cartuchos de TNT con mecha. A su lado reconoció varios detonadores que se deslizaban sobre las mechas y podían encenderse tirando de un cordoncito. Había unas diez cargas en la bolsa y el doble de detonadores.

Le pareció que tenían mechas de unos dos minutos de duración, tiempo suficiente para que los expertos en control de avalanchas las encendiesen, las lanzasen y se retirasen a una distancia prudencial. Pero si se las tenía que ver cara a cara con unos pistoleros, dos minutos eran demasiado tiempo.

En uno de los estantes encontró una navaja plegable y la utilizó para recortar las mechas de tres de las cargas. En caso necesario siempre podría cortar más mechas, y las demás las dejaría como estaban por si le hacían falta más adelante. El hecho de tener unas cuantas preparadas la tranquilizó. Las recortó para que tardaran apenas unos segundos en estallar, dándole tiempo para lanzarlas y ponerse a cubierto.

Cogió con cuidado la mochilita, se la echó al otro hombro y cerró el cobertizo. Mientras volvía hacia el remonte, las botas se le hundían en la nieve, que cada vez era más profunda.

Estaba empezando a atar la cuerda a la pieza de metal cuando el ruido de las motos de nieve inundó la noche. Las densas nubes le impedían ver montaña abajo, pero claramente sonaba como si estuvieran subiendo por la vía del remonte. Veía una luz difusa procedente de allí, un punto luminoso en la nube que había descendido sobre la montaña. Faros. Tenía que darse prisa.

Le costó terminar de atar la cuerda con las manos frías.

Abajo, los motores se detuvieron. Le pareció que había oído al menos dos. Los conductores debían de haber llegado al punto en el que la cuesta se volvía demasiado empinada para seguir.

Unas voces atravesaron las densas nubes.

—¿Allá arriba? —dijo un hombre.

—Remar dice que allí hay una radio.

Alex hizo una pausa. ¿Serían agentes de la policía federal? ¿Habría decidido Joe enviarlos en su lugar, con la esperanza de que llegasen antes hasta ella?

—¿Y estás seguro de que no va armada?

—Eso le ha dicho.

Alex reconoció la voz: era Gary.

—Entonces terminaremos pronto —dijo el otro.