Veintisiete

 

 

 

 

 

Alex sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Remar la había traicionado. A poco más que subieran, los hombres verían el restaurante, el cobertizo y el otro remonte. Y ella estaría allí fuera, desprotegida.

Se obligó a mantener la calma mientras se esforzaba por atar la cuerda a la pieza de metal. La cuerda se le escurrió y al instante se formó una capa de nieve alrededor. Oyó la voz de su abuela diciéndole «Vísteme despacio que tengo prisa», y, respirando hondo, limpió la nieve y volvió a intentarlo. Por fin, consiguió apretarla en torno al poste. Los dedos le ardían y le dolían de frío.

Ahora, solo tenía que subir la primera torre con la pieza a cuestas. Enrollándose el cabo suelto de la larga cuerda alrededor del hombro, arrastró el artilugio por la nieve hasta la primera torre.

A través de la neblina le llegaron las voces de los hombres.

—Venga, vamos a separarnos —oyó decir a Gary—. Así cubriremos más terreno.

Agradeciendo que la capa de nubes estuviera tan baja, Alex se quedó mirando la torre. De no ser por la neblina, ya la habrían descubierto, pero lo malo era que tampoco ella podía verlos. Las voces llegaban mucho más lejos en el bosque que en la ciudad. Era difícil calcular a qué distancia estaban.

Con el rollo de cuerda al hombro, inició la subida a lo alto de la torre. Cuando llevaba más de siete metros, dejó de ver el suelo a través de la nubosidad. Echó la cuerda por encima del cable del remonte y tiró con fuerza para subir la improvisada silla de metal, pero no conseguía hacer la suficiente palanca. Despotricando para sus adentros, vio que iba a tener que bajar otra vez. Se agarró al cabo suelto de la cuerda e inició el descenso, sintiendo el frío de las clavijas de metal incluso a través de los guantes.

Saltó cuando faltaban un par de metros y aterrizó en la nieve; a punto estuvo de perder el equilibrio, pero reaccionó a tiempo. Enrollándose la cuerda alrededor del torso, echó a andar hacia atrás, y la pieza de metal se levantó. Alex miró ansiosamente en derredor. Ya no se oía a los hombres.

Debían de estar registrando los edificios. Retrocedió hacia la terminal del remonte, cruzando los dedos para que si alguno de ellos aparecía entre la niebla, no la viese de inmediato. Las nubes se arremolinaban y se abrían, y de repente oyó el ruido inconfundible de un rifle amartillándose. Giró bruscamente la cabeza y vio a Cliff. La estaba apuntando.

—Esta vez te voy a matar —dijo entre dientes.

En ese mismo instante, Alex dio un salto, y la gravedad del telesilla improvisado la levantó. El estallido de la pistola rasgó el aire nocturno, y Alex salió lanzada varios metros a la vez que el metal volvía a bajar estruendosamente. Rodando por la nieve, intentó coger las piezas metálicas largas que estaban debajo de la terminal. Cliff recargó la recámara justo cuando las manos de Alex se cerraban en torno a uno de los viejos barrotes en forma de jota. Lo blandió y asestó un golpe al rifle al mismo tiempo que este se disparaba por segunda vez. El tiro fue ensordecedor y el barrote reverberó en sus manos por el impacto contra el cañón del rifle, que salió disparado y se hundió en la nieve.

Alex se volvió y, blandiendo el barrote con fuerza, golpeó a Cliff en la cabeza. Después lo utilizó a modo de jabalina y embistió contra su pecho. Cliff soltó un gruñido y cayó de espaldas en la nieve.

—¡Cliff! —gritó Gary a lo lejos—. ¿La has encontrado?

Alex agarró el barrote y lo lanzó, apuntando a su garganta. Pero Cliff lo agarró en el último momento y consiguió esquivar el golpe, haciendo que Alex perdiera el equilibrio. Alex dio un traspiés a la vez que él se levantaba y, girándose, le asestaba un puñetazo en la oreja, tan fuerte que los dientes le repiquetearon y se cayó redonda en la nieve.

—¡Estás muerta! —gritó él, inclinándose para agarrarla del pelo mientras Alex le pateaba la rodilla con el pie izquierdo.

Cliff soltó una ristra de tacos y se dobló de dolor, tambaleándose. Sin soltar el barrote, Alex volvió a levantarse y quiso darle en la cabeza, pero Cliff consiguió agacharse y de nuevo agarró el hierro. Esta vez empujó hacia delante y a Alex se le resbaló de entre las manos enguantadas. Cliff lo blandió y le dio en la boca del estómago.

Alex se quedó sin aire y, soltando un gruñido, se tambaleó hacia atrás, pero consiguió mantenerse en pie. Cliff empezó a girar sobre sí mismo, cogiendo impulso con el barrote oxidado entre las manos; Alex se agachó y, con un movimiento rápido, apareció a su lado en el mismo instante en que él completaba el círculo. El barrote pasó sin darle y Alex le dio un codazo en la nariz y, aprovechando que Cliff se tropezaba, le agarró del brazo y se lo dobló dolorosamente hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio. Sin soltarle, le plantó la mano en la espalda y le tiró al suelo. Después, le pisoteó la espalda y, con un brusco giro de muñecas, le dislocó el hombro y le rompió el brazo presionándole con la palma de la mano en el codo.

Cliff chilló de dolor. Alex se levantó, cogió el barrote y lo estampó con toda sus fuerzas contra la parte de atrás de su cabeza.

Se desplomó, mordiéndose la lengua; le salía un hilillo de sangre de la boca.

—¡Cliff! —oyó gritar de nuevo a Gary. Ahora estaba mucho más cerca.

Corrió a por el rifle, pero la nieve recién caída lo había cubierto. Lo buscó a tientas, pero tenía las manos tan frías que apenas sentía nada. Gary estaba tan cerca que no tenía tiempo para excavar en busca del arma. Si la veía, la mataría al instante.

Alex volvió a la carrera a por la cuerda, cogió un cabo y tiró con todas sus fuerzas a la vez que corría hacia atrás. El barrote se elevó hasta la torre, sonando estrepitosamente al chocar con el cable, y Alex salió disparada hacia la torre y ató la cuerda a una de las clavijas con un nudo de fugitivo que podría deshacer desde arriba.

Cogió la mochila de los explosivos. En caso necesario, podría utilizarlos, pero no iba a ser una ciencia exacta, ni siquiera sabía si seguían funcionando.

—Eh, tío, ¿dónde estás? —gritó Gary.

Alex, con el corazón acelerado, subió de un salto a la primera clavija. Tenía la boca como un estropajo y suspiraba por un trago de agua.

Llegó a lo alto de la torre. Ahora solo tenía que elevar el gancho metálico por encima del cable para que se quedase colgando del extremo en forma de U. Pesaba demasiado para levantarlo con una sola mano, así que tuvo que abrazar la torre helada y agarrarlo con ambas manos por el otro lado. Manteniendo a duras penas la incómoda postura, con la cara pegada al gélido metal, lo levantó. Finalmente, tuvo que ponerse a la pata coja y valerse de la otra pierna para dar un último empujón al barrote, que pasó por encima del cable enganchándose con firmeza. El gancho era lo bastante largo para que a Alex no le preocupase que pudiera balancearse y soltarse del cable.

La invadió una sensación de triunfo.

Abajo, la neblina se abrió y apareció Gary empuñando el rifle con ambas manos. Al ver a Cliff, corrió hacia él y se arrodilló.

—¿Cliff? ¿Estás bien?

Al no obtener respuesta, se levantó y alumbró las inmediaciones con la linterna. El haz de luz cayó sobre la torre y la recorrió hasta lo alto, iluminando a Alex en el mismo instante en que se disponía a pisar la parte plana del barrote.

Con un rápido movimiento de la muñeca, Alex desató la cuerda de la clavija de debajo.

—¡Doctora Carter! —gritó Gary.

Preparándose para recibir el impacto de una bala, Alex saltó sobre la parte plana del barrote, que se meció peligrosamente y casi le hizo perder el equilibrio. Un sudor frío le empapó la espalda y agarró la barra, abrazándose a ella. Olió el rozamiento del metal ardiente y, con el viento chillando entre su pelo y clavándose en sus ojos, empezó a bajar a toda velocidad. Al mirar atrás, vio a Gary volviéndose cada vez más pequeño.