Makepeace la agarró del hombro.
—Escúcheme. Busque un sitio donde esconderse, ¿me oye? Maldita sea, ojalá no hubiera vuelto aquí. Es usted muy cabezota. —Le señaló el rifle con la cabeza—. ¿Sabe utilizar ese chisme?
Alex asintió.
—Bueno, pues no lo haga. Deje todo esto en mis manos.
Le señaló el armario de las herramientas.
—Métase ahí y eche el cerrojo. No salga hasta que yo le diga que está todo despejado. ¿Entendido?
Los ojos del sheriff brillaban intensamente.
—Entendido.
La llevó a toda prisa al armario y prácticamente la metió de un empujón.
—Eche el cerrojo, ¿me oye?
Alex buscó a tientas el botoncito del pomo metálico y cerró. La luz de la linterna de Makepeace se fue desvaneciendo por debajo de la puerta hasta que lo oyó salir. Alex encendió fugazmente su linterna para orientarse. El viento silbó al cerrarse la puerta detrás del sheriff, un aire frío se coló por debajo.
Y Alex se quedó sola en el edificio. Sonaron varios disparos de rifle más, tanto cerca como lejos. Oyó el pum de la pistola de Makepeace. En la distancia, pero acercándose cada vez más, se oía el zumbido de una moto de nieve. Más disparos desgarraron la noche, y la moto se acercó tanto que Alex pensó que debía de estar justo a la entrada del edificio. Agarró de nuevo el rifle, dispuesta a utilizarlo. La adrenalina corría por sus venas, le temblaban las manos y tenía la boca seca.
La moto pasó a toda velocidad por delante del edificio, y un segundo después Alex oyó un balazo. ¿Habría disparado el motorista a Cooper o a Makepeace, o lo habría eliminado uno de los dos a él? El motor aceleró a tope y, acto seguido, Alex oyó un ruido de metal estrellándose. Después, se hizo el silencio. Aguzó el oído, pero los disparos y los ruidos de motor habían cesado.
Nada más llegar el hombre, habían abierto fuego sobre él. ¿Sería un policía federal? Durante cinco minutos, Alex permaneció en un tenso silencio en medio de la oscuridad, preparándose para que alguien irrumpiera en el edificio anunciando que estaba todo despejado o bien con intención de matarlos a ella y a los animales. Las manos le temblaron sobre la culata del rifle mientras se mentalizaba para la segunda posibilidad.
Entonces oyó algo en el exterior, apenas perceptible entre los silbidos del viento. Se esforzó por identificarlo, y se repitió: un gemido agudo, penetrante.
—Socorro —dijo una voz que apenas se oía—. Ayúdeme.
Una súbita racha de viento azotó las paredes y sofocó la voz. Cuando amainó, Alex aguzó de nuevo el oído.
—Socorro.
Venía de fuera, de algún lugar cercano.
No se oían más disparos, y Alex se inquietó: ¿y si eran Makepeace o Cooper, heridos de bala e indefensos mientras los enemigos se acercaban? Tenía que salir. Tenía que arriesgarse. Si era uno de los pistoleros, se defendería. Pero si era Makepeace y podía ayudarle…
Tragando saliva, abrió el armario y salió con sigilo a la oscura habitación. Oía los pasos arrastrados del elefante, el rumoroso ir y venir del tigre. Desplazándose por la oscuridad, llegó a la habitación contigua y cruzó hasta la puerta exterior. Se quedó escuchando, pero no se oía nada más que el viento y el débil grito de socorro. Empujó la puerta sin apartar el dedo del seguro, lista para disparar.
Al salir, el viento volvió a azotarle en las orejas, enfriándole la cabeza. Pero no se subió la capucha; tenía que oír. Se detuvo en medio de la nieve, que le llegaba hasta la rodilla, y estiró el cuello. Entonces la oyó de nuevo. Venía de su izquierda.
—Ayuda…, por favor.
Alex avanzó lentamente por la nieve. El viento se arremolinaba a su alrededor formando una barrera blanca que le impedía ver más de medio metro por delante. Los gritos eran cada vez más fuertes; tenía que estar muy cerca. El suelo se hundía en dirección al riachuelo, y en la orilla vio una moto de nieve destrozada; el motor seguía caliente, y la nieve empezaba a cubrir el asiento. Pero no había nadie. No se atrevía a encender la linterna, por si la localizaban.
Dirigiéndose al remolino blanco, dijo:
—¿Quién está ahí?
—Joe —respondió una voz áspera, muy cerca.
—¿Vas armado?
—No. Por favor, ayúdame.
Tosió, y Alex notó que había humedad en sus pulmones.
El remolino blanco se abrió de pronto y Alex le vio. Estaba a tres metros de distancia, sepultado bajo un montón de nieve roja. Solo se le veía la cabeza asomando por encima de un ventisquero blanco. De la boca le salían chorros rojos. La nieve había chupado tanta sangre que parecía como si Joe estuviera tapado por una manta roja.
Alex se acercó con cautela. Joe tenía los dos brazos bajo la nieve, y su rostro ceniciento brillaba de sudor.
—¿Qué ha pasado?
Joe se atragantó.
—Intenté largarme. No sabía dónde las habían colocado.
—Colocado ¿qué?
—Las trampas para el…, para el oso polar huido.
Alex se arrodilló delante de él y se puso a escarbar en la nieve. Sus manos arañaron un objeto dentado y frío, y Joe, dolorido, respiró entrecortadamente. Con cuidado, cavó en torno a la forma metálica hasta que apareció una horrible imagen que supo que jamás olvidaría.
Joe se había caído de lleno en una trampa para osos que se había cerrado de golpe sobre su torso. Al menos uno de los pulmones estaba perforado. Intentaba respirar, haciendo un ruido áspero. Alex vio el brillo blanco de sus tripas asomando por una parte del estómago.
Se sobresaltó.
—Santo cielo.
Joe la miró.
—Lo siento muchísimo. Yo no quería ayudarles. —Le entró un ataque de tos y tragó saliva—. Amenazaron a mis padres. Y sabía que cumplirían su amenaza. Díselo a Makepeace… Grabé cada…, cada conversación. Sé quiénes son los proveedores. Está todo en mi ordenador portátil.
Su cuerpo sufrió un espasmo que le provocó otro ataque de tos.
—No intentes hablar ahora —dijo Alex—. La ayuda está de camino.
—Hay un hombre —susurró a través de las pompas de sangre que se le formaban en los labios—, un agente del Departamento de Justicia. Está debajo de la sala de las jaulas, a través del armario… —Joe esbozó una sonrisita triste—. Me alegro de que me hayas encontrado a tiempo. Ahora ya me puedo ir.
Alex le puso la mano en el hombro con ternura.
—No hables, aguanta.
Pero Joe soltó un estertor largo y ronco y se quedó inmóvil.
Alex se quedó sentada en la nieve mirando el cuerpo de Joe Remar. Recordó cómo bromeaba con ella cuando se conocieron, su amabilidad cuando se le averió la camioneta. Verlo en estas condiciones… Le tomó el pulso y, al no encontrarlo, se echó hacia atrás y bajó la cabeza. «Hay un hombre…, debajo de la sala de las jaulas, a través del armario…». Tenía que ir a comprobarlo.
Rifle en ristre, Alex volvió corriendo a la nave de las jaulas. Seguía sin oír tiros en el exterior y se acercó al armario de las herramientas. Si tenían a alguien prisionero en un cuarto secreto bajo las jaulas, esperaba encontrarlo con vida.
Una vez dentro del armario, bajó la linterna y vio el suelo de cemento y otro sumidero. En los estantes había cuerdas, una linterna, herramientas varias y bidones de gasolina. Unas mantas dobladas cubrían el estante más bajo. Arrodillándose, las apartó y vio el borde de una puerta de acero en el suelo. La estantería tenía unas ruedas que estaban tapadas por las mantas. Poco a poco, procurando no hacer ruido, empujó la estantería a un lado.
Fuera, a lo lejos pero cada vez más cerca, se oía otra moto de nieve. Le pareció que solo se oía un motor.
Preparó el rifle y asió el pomo de la puerta. Al abrir, descubrió unas escaleras que descendían a un cuadrado negro. Parecía una especie de antiguo refugio antiaéreo. Iluminándolo con la linterna, vio un suelo de tierra y estanterías viejas de madera con latas de conserva y frascos de agua. Tirado allí en medio, rodeado de un charco de sangre coagulada, estaba el hombre que se había encontrado en la montaña.