Treinta y tres

 

 

 

 

 

El hombre estaba atado de pies y manos y le habían metido un trapo sucio en la boca. Levantó débilmente la cabeza y la miró.

Alex se asomó y alumbró el pequeño espacio con la linterna, pero, por lo demás, estaba vacío. Mientras bajaba por los tambaleantes peldaños, el hombre volvió a bajar la cabeza y tosió. Alex se acercó y le quitó el trapo; le salió un chorro de sangre por la boca. Alex cogió la botella de agua y le dio a beber un sorbito. El hombre tragó.

—Gracias —dijo con voz ronca.

—¿Quién eres?

El hombre tenía la mandíbula hinchada y le costaba hablar. Era evidente que le habían rehidratado, y estaba más lúcido que la otra vez.

—Agente especial Jason Coles. Departamento de Justicia. Del cuerpo especial contra el tráfico de animales salvajes.

Le desató las manos y los pies, pero apenas se movió. Los dedos rotos se le habían puesto espantosamente negros y azules, y vio que los cortes que tenía en la ropa llegaban hasta su cuerpo. Las rodillas, destrozadas, eran gruesos nudos hinchados que presionaban contra los pantalones vaqueros.

—Tú…, tú me encontraste… —susurró—. En la montaña. Intenté avisarte con aquella nota para que te fueras.

Alex asintió con la cabeza.

—Intentaron hacerme hablar…, querían que dijera que no había encontrado nada aquí. —Tragó saliva y Alex le echó más agua en la boca—. Me escapé dos veces, pero las dos veces me encontraron. Me caí mientras huía de ellos la segunda vez.

Alex hizo memoria. Cuando se lo encontró en la montaña, el hombre había dicho, «No pueden encontrarme». No había querido decir que los rescatadores no eran capaces de encontrarle; había dicho «no pueden» en el sentido de «no deben».

Cuando Alex había vuelto con el sheriff y los paramédicos, ya no estaba. ¿Cómo lo habían encontrado tan deprisa? Entonces cayó. Le había dicho a Kathleen las coordenadas exactas del GPS. Si Joe Remar había estado escuchando, habría podido pasar la información.

—Está aquí el sheriff —le dijo—. Vamos a sacarte de aquí en cuanto amaine el temporal. Hay una ventisca tremenda. —Se esforzó por transmitirle cosas que le mantuvieran consciente y le dieran ánimos—. Has conseguido sobrevivir todo este tiempo. Vas a estar bien —añadió. Aunque al mirar sus heridas y la cantidad de sangre que había perdido, esperó que estuviera sonando más convencida de lo que realmente estaba.

—Me…, me torturaron. Había un tipo en concreto que disfrutaba. Me rompió los dedos de las manos y de los pies. Me amputó varios. Dijo que había estudiado técnicas de interrogación solo para utilizarlas conmigo. Es el que ha montado toda esta operación. —Se pasó la lengua por los labios y Alex le echó más agua en la boca—. El sheriff… no está solo, ¿verdad? ¿Tiene refuerzos?

La policía federal está avisada. Vienen con algo de retraso por el mal tiempo.

El hombre suspiró, cerrando los ojos.

—Y el sheriff me tiene a mí —dijo Alex.

Sintió un frío temblor en las tripas: de repente supo que, si no tenía más remedio, era capaz de matar para protegerse, y solo de pensarlo se sentía extraña, como insensibilizada.

Por su cabeza volvieron a desfilar las imágenes de la cara destrozada del hombre, del amasijo de su moto de nieve, de su pierna amputada. Movió la cabeza, intentando ahuyentar aquellas imágenes que sabía que la iban a acompañar el resto de su vida. Había tenido que elegir entre matar o morir; eso lo sabía. La invadió una sensación nueva: había perdido la inocencia. Tragó saliva y se obligó a hablar:

—Y también tiene a su amigo Cooper, que por lo visto sabe manejar muy bien un arma. Al menos, se estaba jactando de ello.

Los ojos del agente se abrieron de par en par.

—Espera…, ¿Cooper? ¿Flint Cooper?

Alex asintió.

—Sí. ¿Has oído hablar de él?

Acercó la mano machacada a la pierna de Alex.

—Él es el que…, el que me torturó. Todo este cotarro es cosa suya.

Alex enmudeció. El sheriff estaba a solas con Cooper, enfrentándose a sus adversarios sin saber que su amigo era, en realidad, su enemigo. Apoyó la mano con delicadeza sobre el hombro del agente.

—Tengo que subir ahí arriba.

… cuidado —murmuró él, parpadeando. Se le pusieron los ojos en blanco, estaba perdiendo el conocimiento.

Sintiendo que la adrenalina corría por sus venas, Alex levantó el rifle y subió las escaleras.