Dos

 

 

 

 

 

Los periodistas se apretaban contra la puerta del coche de Alex y le lanzaban preguntas a gritos. No conseguía abrirla. «¿La ha amenazado el pistolero?». «¿Qué ha sentido al presenciar semejante tiroteo?». «¿Temió por su vida?».

Se pasó al asiento del copiloto y logró salir. Las cámaras le soltaban fogonazos en la cara, los periodistas la acercaban a empujones hasta la puerta del edificio.

—Por favor, no tengo nada que decir. Solo quiero irme a mi casa.

Las piernas le temblaban mientras se abría paso entre el enjambre.

Los periodistas se agolparon a su alrededor sin parar de acribillarla a preguntas. «¿Cree que la víctima va a sobrevivir?». «¿Vio al segundo pistolero?».

Consiguió abrir la puerta y entrar, pero ni siquiera entonces dejó la prensa de grabarla y de gritarle preguntas a través del cristal. Su apartamento estaba en la última planta, y subió las escaleras fatigosamente.

Al abrir la puerta de casa, oyó que sonaba el teléfono fijo. Corrió a cogerlo con la esperanza de que fuera Zoe. Le sentaría bien oír una voz amiga en aquellos momentos.

Sin embargo, se trataba de un periodista insistente.

—¿Ha grabado con el móvil imágenes del tiroteo que esté dispuesta a vender?

Alex colgó, pero el teléfono volvió a sonar al instante. Esta vez oyó una voz aguda:

—La llamo de las noticias de la WBSR. Queríamos invitarla a nuestro telediario de esta noche para que describa el tiroteo.

A Alex le faltó tiempo para colgar, aunque el teléfono volvió a sonar al instante.

—¡Dejadme en paz de una puta vez! —chilló al auricular.

¿Estás bien? —preguntó Zoe.

Alex soltó un suspiro de alivio.

—¡Zoe! Qué bien oír tu voz. La prensa me está acosando. Sí, estoy bien. Un poco alterada con todo lo que ha pasado.

—¡No es para menos! —resopló Zoe—. Estaba pendiente de las noticias de Boston por si salía tu entrevista, y cuando vi que había aparecido un pistolero, casi me da un infarto. Te he llamado al móvil, pero saltaba el contestador todo el rato.

Alex se sacó el móvil del bolsillo.

—Olvidé que lo había apagado justo antes de la entrevista.

Lo encendió. Le bastó oír la voz de Zoe, recordar la estrecha amistad que las unía, para que el estrés empezase a salir de su cuerpo a raudales. Había conocido a Zoe Lindquist en la universidad, cuando Alex había desempolvado el oboe que tocaba en el instituto para ingresar en la orquesta de una producción universitaria de El hombre de La Mancha. A Zoe le habían dado el papel de Dulcinea, y entre las fiestas de actores y los ensayos lamentables que duraban hasta las tantas de la noche se habían hecho muy amigas y no habían perdido en ningún momento el contacto, ni siquiera cuando Alex se fue a hacer el máster y Zoe se fue a Hollywood dispuesta a dejar huella.

—Ha sido aterrador —dijo Alex.

—¿Así que estabas allí? Quiero decir, ¿estabas justo cuando pasó?

—Sí. Y es una experiencia que me gustaría des-tener.

—Ya te digo. ¿Estás bien? ¿Pillaron al segundo pistolero?

Alex se acercó un taburete de cocina y se sentó. Por la ventana abierta todavía se oía el griterío de los periodistas.

—No lo sé.

Un trueno tremendo hizo vibrar las ventanas.

—Yo me habría muerto de miedo.

El aturdimiento en que llevaba sumida desde el tiroteo estaba empezando a disiparse. Cambió de postura sobre el taburete, apoyando un codo en la encimera y pasándose una mano por el rostro. Estaba agotada.

—Sí, fue una locura. —Exhaló un suspiro—. Zoe, ni siquiera sé qué hago en esta ciudad.

—¿No han mejorado las cosas con Brad?

—Las cosas con Brad directamente no existen.

Brad y ella habían dicho que era una separación provisional mientras se aclaraban. Desde entonces, se habían llamado por teléfono sin dar el uno con el otro, y de tarde en tarde se habían enviado algún que otro SMS, pero Alex tenía la sensación de que ambos sabían que lo suyo se había terminado. Ya habían roto una vez, después de que Alex tuviera una mala experiencia en su primer trabajo posdoctoral, pero en aquella ocasión habían logrado reconciliarse. Esta vez no lo veía posible.

—¿Y eso te alegra o te entristece?

—Supongo que, sobre todo, me cansa —dijo Alex.

Zoe guardó silencio unos instantes, y Alex oyó a alguien serrando al fondo y después unos gritos sobre la iluminación.

—¿Estás en un rodaje?

—Sí, harta de estar aquí sentada de brazos cruzados mientras la gente hace ajustes, se olvida del texto, zampa panecillos del bufé…

Zoe se estaba quejando, pero Alex sabía que le encantaba ser actriz.

—¿En qué proyecto estás metida esta vez?

—Es una de suspense, tipo cine negro, de época. Deberías ver qué pelos llevo ahora mismo. Como tenga que forzar una cerradura, horquillas no me van a faltar. ¡Y no veas lo que pica el traje de tweed que llevo puesto!

—Lo de que sea de época suena divertido. Así te puedes poner elegante.

—Eso es verdad. Pero también significa que durante el rodaje pueden fallar mil cosas más. Todo son prisas; total, para ir más despacio. El director se pasa el día gritando cosas como «Vaya, la toma ha quedado de maravilla si no fuera porque acaba de pasar el Corolla ese al fondo». O «Pero ¿no te he dicho que te quites el reloj digital?». Llevo aquí desde las seis de la mañana y todavía no han filmado ni una toma.

—Qué vida más dura.

Zoe se rio.

—¡Sí que lo es! Hace dos horas que se acabó la tarta de queso y arándanos.

—Dios mío, ¿cómo puedes sobrevivir en condiciones tan duras? Además, pensaba que habías dejado de comer arándanos.

Zoe siempre estaba haciendo dietas raras, buscando maneras de aferrarse a su juventud; a sus treinta años, ya pensaba que se estaba desvaneciendo.

—He vuelto a comerlos. Estoy haciendo una dieta que consiste en beber dos vasos de agua, comer un huevo, esperar cuatro horas y zamparme un puñado de cacahuetes sin sal y arándanos.

—Menudo banquete.

A diferencia de Alex, a Zoe le encantaba comer, así que sabía que tenía que ser una tortura para ella. Para Alex, comer era una necesidad, algo que había que hacer y, preferiblemente, con el menor lío posible.

—Se supone que te estira la piel de la mandíbula —explicó Zoe—. Aunque no entiendo cómo. Bueno, de todos modos merece la pena.

Alex sentía lástima por Zoe, por la enorme carga que ponía Hollywood sobre las actrices para que fueran eternamente jóvenes, un patrón que no imponía a los actores masculinos y cuya consecuencia era que, en general, a medida que envejecían, a las mujeres cada vez les ofrecían menos papeles. Zoe vivía con miedo a que esto le sucediese a ella, a pesar de que aún le daban papeles fabulosos. Esto se debía, en buena medida, a su extraordinaria capacidad para hacer contactos y para conseguir que la gente se sintiera bien, así como a su increíble capacidad para halagar a las personas adecuadas aunque le parecieran unos pelotas insufribles.

—Bueno, y hablando en serio, ¿cómo estás? —preguntó Zoe, en voz un poco más baja—. Me refiero a lo del pistolero.

—De los nervios —respondió Alex con sinceridad—. Sigo con un poco de tembleque.

—¿Pensabas que te iba a disparar?

—¡Vaya si lo pensaba! El tipo se acercó mucho. De no haber sido por el segundo pistolero, seguramente no estarías hablando conmigo en estos momentos.

—Madre mía, Alex. ¿Hay por ahí alguien con quien puedas tomarte un trago?

—¿Quieres decir que debería llamar a Brad?

—Lo que quiero decir es que llames a alguien, a quien sea.

—Estoy bien —le aseguró Alex—. Solo necesito acurrucarme en el sofá y quedarme un rato temblando.

En ese mismo instante, un coche dio un bocinazo en la calle y Alex se sobresaltó. Alguien se puso a maldecir. Oyó que se cerraba de golpe la puerta de una camioneta, probablemente otro equipo de periodistas que acababa de llegar.

—Y sospecho que también necesito largarme de esta ciudad.

—¿Y cómo fue la entrevista para la televisión? —preguntó Zoe—. O sea, ¿crees que sirvió de algo?

—No lo sé. La periodista era un poco… vocinglera. —El mero hecho de decirlo le hizo sentirse mal; pensó en la mujer, que en estos mismos instantes estaría en el hospital, seguramente en manos de un cirujano—. Ni siquiera estoy segura de que ahora vayan a retransmitirla.

—Qué pena que no saliera como esperabas. Sé que estabas ilusionada. —Se oyó un timbrazo en el plató—. En marcha. Me necesitan en el plató.

—Vale. ¡Ánimo! Esperemos que lleguen refuerzos con tarta de queso y arándanos.

—¡Si con desear bastara…! —dijo su amiga—. De todos modos, no podría comérmela. Los arándanos sí, el queso no. Luego te llamo a ver cómo vas.

—Gracias.

Nada más colgar, el teléfono volvió a sonar.

Pensando, ingenuamente, que Zoe se había olvidado de decirle algo, Alex respondió. Una voz atropellada dijo:

—Soy Diane Schutz, del Boston View. ¿Estaría dispuesta a darme una exclusiva sobre su experiencia como testigo del tiroteo de hoy?

—No, no estaría dispuesta —dijo Alex, y colgó.

El móvil zumbó de repente sobre la encimera, sobresaltándola. Miró la pantalla y, al ver un número bloqueado, dio a rechazar. Volvió a sonar, y esta vez vio un número local que no conocía. La sola idea de hablar con más periodistas la aterrorizaba, así que apagó el móvil, se duchó y se cambió de ropa, por último, se desplomó sobre el sofá.

Vaya tardecita. Ni siquiera le quedaban energías para prepararse un té. Se quedó mirando la colección de cajas que su exnovio Brad había embalado y aún no se había llevado a su nueva casa. A Brad le encantaba esta ciudad, le iba de maravilla aquí, y sin embargo a Alex, con el paso del tiempo, cada vez le resultaba más incomprensible: cómo trabajaba la gente, en qué pensaban, qué valoraban.

Finalmente, se levantó, preparó una taza de té y trató de repasar los acontecimientos del día. Se sentó delante de la encimera y bebió de la taza caliente mientras encendía la tele, que la asaltó con incesantes noticias que no hacían más que especular sobre el tiroteo. El segundo pistolero había escapado de la policía, y no había novedades acerca del estado de la periodista. La apagó.

No había probado bocado en todo el día; por la mañana había estado tan nerviosa por culpa de la entrevista que no había desayunado. Al final encendió el móvil para encargar comida para llevar, y saltaron montones de alertas de llamadas perdidas, en su mayoría de teléfonos bloqueados o desconocidos. Pero también había llamado su director de tesis desde Berkeley y le había dejado un mensaje pidiéndole que le llamase lo antes posible. Desde que empezó su investigación posdoctoral en Boston, hacía un año, no había sabido nada de él.

Le devolvió la llamada y el profesor respondió al segundo tono.

—¡Philip!

El doctor Philip Brightwell era un hombre afectuoso y sociable que Alex había tenido la buena fortuna de que presidiese su tribunal de tesis. Había sido un infatigable paladín del trabajo de Alex en la Universidad de California, en Berkeley, y le estaba inmensamente agradecida. Se lo imaginaba sentado en su despacho en este momento, rodeado de montones de papeles en precario equilibrio, su rostro color sepia vuelto hacia una pila de cuadernillos azules de exámenes.

—¡Doctora Carter! —contestó él.

Desde que Alex se había doctorado, hacía hincapié en dirigirse a ella formalmente. Alex tenía que reconocer que le encantaba cómo sonaba.

—¿Qué tal California? —preguntó ella.

—Bueno, ya sabes… Endemoniadamente soleada y apacible. ¡Lo que daría yo por una buena tormenta en estos momentos!

—Bueno, aquí está a punto de caer una, si quieres te la regalo.

Echaba de menos California, el ambiente creativo, las extrañas estaciones mixtas que permitían que las incontables escaleras ocultas de San Francisco se llenasen de flores exóticas en pleno mes de enero. Alex no había querido marcharse del Área de la Bahía de San Francisco, pero cuando a Brad le salió un trabajo en un prestigioso bufete de abogados había cruzado el país para estar con él.

—¿Y qué tal van las cosas por Boston? —le preguntó Philip.

—Menuda mañanita…

—¿Y eso?

—Fui a una ceremonia de inauguración en unos humedales y apareció un pistolero.

Le temblaba la voz, a pesar de que intentaba mantener un tono animado.

—Dios mío, ¿estás bien?

—Sí, sí.

—Aterrador.

—Sí, desde luego.

Philip exhaló un suspiro.

—Me alivia saber que estás bien. ¿Quieres hablar de ello?

—Estoy bien —mintió.

Le oyó revolver unos papeles. Se lo imaginaba con los codos apoyados sobre el escritorio de caoba, las estanterías rebosantes de volúmenes de todos los grosores.

—Escucha, Alex, sé lo mucho que quieres a Brad y que te mudaste allí para estar con él, pero ¿qué te parecería hacer trabajo de campo?

—Para hacer un estudio ¿de qué? —preguntó ella y se sentó de nuevo en el taburete.

—De los carcayús.

Alex se animó al instante. Al oír la palabra «carcayús» le vinieron a la cabeza las montañas, y las montañas significaban paisajes escabrosos, praderas llenas de flores silvestres y, quizá lo mejor de todo, un poco de soledad y de tranquilidad.

—Has conseguido despertar mi interés.

—Un viejo amigo mío es el director ejecutivo de la Fundación Territorial para la Conservación de la Vida Salvaje. ¿Te suena?

—Sí.

Sabía que habían comprado muchísimos terrenos conectores para establecer corredores biológicos. Además, la gente donaba tierras o hacía servidumbres de conservación en su propio terreno para proteger la vida salvaje y las vías fluviales. En otras partes del mundo dirigían sus esfuerzos a eliminar la caza furtiva y el tráfico de animales.

—Han conseguido que les donen un terreno enorme. Es el emplazamiento de una antigua estación de esquí de Montana, un lugar de peregrinación de las élites desde los años treinta hasta finales de los sesenta. Acabó cerrando a principios de los años noventa y desde entonces está desocupada. El propietario también donó su terreno privado adyacente, así que la propiedad suma en total un poco más de ocho mil hectáreas, en su mayoría bosque de montaña y zonas alpinas. Al principio llevaron allí a gente para hacer estudios de la zona e inventariar especies, hacer mapas… Pero en este momento lo que realmente les interesa es hacer un estudio de la población de carcayús.

—Me dejas intrigada.

—Allá por la época en que se estaba construyendo la estación de esquí, hubo varios informes de testigos presenciales. Pero los avistamientos fueron menguando a medida que aumentaba la actividad invernal en la zona. Después se abrieron más pistas de esquí y los avistamientos se acabaron. No se ha visto ni un solo carcayú allí desde 1946. Pero ahora que la estación de esquí está cerrada, la fundación territorial quiere saber si los carcayús están volviendo a la zona. Tenían allí a un tipo, pero tuvo que volver de repente a Londres por una emergencia familiar. Así que el puesto es todo tuyo si lo quieres.

Alex se quedó inmóvil, parpadeando. Fuera se oían más pitidos de coches y alguien gritó con rabia: «¡Quita de en medio!». A lo lejos se oían sirenas, y el olor del humo de los tubos de escape de la concurrida calle se filtraba hasta su apartamento. Los periodistas llamaban cada poco tiempo al timbre de su apartamento para hablar con ella.

Echó un vistazo al rincón en el que estaban embaladas las cosas de Brad: libros de Derecho, una pelota de béisbol firmada por Lefty Grove de los Boston Red Sox, unas pocas prendas de ropa y unos cuadernillos rayados a medio escribir con su caligrafía minúscula y abigarrada.

Philip continuó.

—Si vas, tendrás que caminar por una zona bastante empinada, y pasarás allí sola todo el invierno. No tienen fondos para contratar a más de una persona. Pero podrías quedarte en la antigua estación de esquí, que supongo que será enorme y estará llena de habitaciones a tu entera disposición. Eso sí, te recomiendo que no veas El resplandor antes de ir.

Alex se rio, anonadada ante la inesperada oportunidad que se le ofrecía.

Acepto —dijo después de una pausa.

—¿De veras? —Sonaba un poco sorprendido—. ¿No prefieres pensártelo?

—Creo que es exactamente lo que necesito.

—¡Genial! Le hablé de lo meticulosa que eres como investigadora, y se pondrá más contento que unas pascuas cuando sepa que vas.

—¿Cuándo me voy?

Philip carraspeó.

—Esa es la parte menos atractiva… La fundación envía mañana a su coordinador regional. Iba a reunirse con el investigador que se ha marchado para ponerse al día de sus descubrimientos. Pero ahora tendrá que enseñarle cómo funciona todo a la nueva persona. Solo dispone de un día, porque tiene que volver a Washington D. C. para reunirse con un equipo de investigación que se va a Sudáfrica a trabajar en un proyecto contra la caza furtiva de rinocerontes. Tienes que estar allí mañana.

A Alex se le abrieron los ojos de par en par y se levantó del taburete.

—¿Mañana? ¿Quieren que esté en Montana mañana?

Sí. ¿Crees que podrás?

Alex recorrió la habitación con la mirada, repasando qué iba a tener que llevarse, qué bártulos iba a necesitar.

Philip le adivinó el pensamiento.

—Allí tienen todo el instrumental de trabajo que vas a necesitar. GPS, cámaras de control remoto, microscopio. Así que lo único que necesitarías sería tu ropa de campo.

Alex se imaginó su armario: sus botas, su mochila con estructura interna, el purificador de agua, la ropa para la lluvia.

—Podré.

—¡Estupendo!

Alex respiró hondo.

—Gracias, Philip. Para ser sincera, últimamente he estado bastante nerviosa aquí, y las cosas no han salido bien con Brad.

—Vaya, cuánto lo siento. Cuando estabais aquí erais uña y carne.

Alex sintió que la atenazaba una gran pesadumbre. Se acordó de los paseos que daba con Brad por el campus de Berkeley, el corazón ligero, riéndose, parando a besarse en el patio cuadrangular, sintiendo que todo era posible.

—Las cosas cambian, supongo —dijo, sintiéndose algo boba al condensar todo lo ocurrido en tres palabras tan breves. No quería incomodar a Philip con un tema tan personal, de manera que se apresuró a añadir—: Así que esto es perfecto. Una oportunidad para alejarme. Para despejarme. Para ver carcayús.

—¡Ver carcayús! —repitió Philip—. ¿Te imaginas?

Alex olía ya las tierras altas, con sus pinos bañados por el sol.

—Desde luego que sí.

Al otro lado del teléfono, alguien llamó a la puerta del despacho del profesor.

—Vaya, tengo una tutoría. Llama a este número y la coordinadora de la fundación territorial te reservará un vuelo para hoy mismo.

Leyó un número y Alex lo anotó en un taco de papeles que tenía pegado a la nevera.

—¡Buena suerte! —dijo Philip, y colgó.

Alex volvió a sentarse en el taburete. Montana. Las Montañas Rocosas.

Dedicó unos instantes a recobrar el aliento, después empezó a garabatear notas en el mismo papelito, cosas que tenía que coger ahora y otras, como artículos de aseo personal, que podía comprar al llegar a Montana en el pueblo más cercano. Deteniendo la mano sobre el taco, se cuestionó lo que estaba haciendo. Mañana estaría en Montana. ¿Era una buena decisión? ¿Qué iba a ser de su propósito de arreglar las cosas con Brad? Pero había terminado su investigación, y era el momento oportuno.

Se sacudió las dudas y llamó a la coordinadora de viajes de la organización sin ánimo de lucro. La mujer era amable y eficiente, y agradeció a Alex que les sacase del apuro con tan poca antelación. Le reservó un billete en el vuelo de las diez de la noche que llegaba a Missoula por la mañana y le alquiló un coche en el aeropuerto. Alex tendría que devolver el vehículo en un punto del noroeste de la Montana rural, donde una persona de la zona la recogería para llevarla a la vieja estación de esquí en la que iba a alojarse. Allí la esperaba una camioneta que podría utilizar siempre que tuviera que ir al pueblo. Había sido donada junto con la estación. Alex le dio las gracias y colgó; ya estaba haciendo mentalmente la maleta.

Se fue al armario, sacó la familiar y desgastada mochila de campo azul y empezó a llenarla de ropa. Camisetas de polipropileno, chaquetas y chalecos de forro polar, un par de gorros calentitos, un sombrero para el sol, un par de zapatos cómodos. Las botas de montaña las llevaría puestas en el avión. Varios pantalones vaqueros y camisas de algodón.

Entonces de repente se detuvo, sentía que la angustia le oprimía el corazón. Al fondo del armario, en el rincón derecho, estaban colgadas dos de las suaves camisas de algodón que llevaba Brad cuando vivían en Berkeley, en aquellos tiempos en los que sus ideas de lo que quería hacer en la vida habían sido muy distintas. Ni muerto se dejaría ver con ellas ahora; con razón no se había molestado en meterlas en una caja. Tiró de una manga y se la acercó para oler el familiar aroma. ¿Qué les había pasado? ¡Con lo unidos que habían estado!

Soltó la manga y dio un paso atrás, respirando hondo varias veces. Debería llamarle, comunicarle que se marchaba.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. Sonó solo dos veces antes de que saltase el buzón de voz, señal de que Brad había rechazado la llamada. Volvió a guardarse el teléfono y, con gran dolor, terminó de coger la ropa.

Miró el reloj. Todavía le daba tiempo a pasar por casa de su vecino antes de pedir un taxi para ir al aeropuerto.

Salió, llamó a su puerta y esperó. El vago aroma a comida india del pasillo hizo que le sonaran las tripas. Al cabo de unos instantes, la mirilla se oscureció: su vecino Jim Tawny estaba al otro lado. Le oyó forcejear con cientos de pestillos hasta que la puerta se abrió de par en par y apareció un hombre de sesenta y pico años, el ralo cabello negro peinado en cortinilla. Unas gruesas gafas que no había renovado como poco desde 1975 ensombrecían sus ojos verdes. El corpachón apenas le cabía por la puerta. El polo que llevaba puesto lucía miles de lamparones, y el pantalón corto había sufrido la misma suerte, con restos de mostaza, kétchup y algo que parecía salsa teriyaki. Iba calzado con dos sufridas zapatillas de tela de toalla que a Alex le asombraba que hubieran sobrevivido tanto tiempo. Debían de ser tan viejas como sus gafas, y lo que en su día fue un esponjoso blanco era ahora un gris apelmazado que casi parecía cuero.

Detrás de él, libros y ropa sucia cubrían todas las superficies horizontales disponibles.

—Hola, Jim —dijo Alex a la vez que él sonreía con un cigarrillo entre los dedos y soltaba volutas de humo al pasillo.

—Muy buenas, Alex. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Voy a estar fuera una temporada… ¿Podrías pasar a regar el helecho y estar un poco pendiente de mi piso?

—Sin problema.

Ya lo había hecho en otras ocasiones en que Alex había salido a hacer trabajo de investigación, y se podía confiar en él. Ahora que Brad no estaba, le gustaba la idea de que alguien se asomase de vez en cuando a echar un vistazo. No era precisamente el mejor vecindario del mundo.

—¿Para cuánto tiempo esta vez?

Alex sonrió tímidamente.

—Puede que varios meses.

—¡Caramba! —Jim dio una calada al cigarrillo—. No sé cómo puedes. Yo me volvería loco de atar si tuviera que pasar tanto tiempo al aire libre.

—Bueno, el hecho de que me guste el aire libre es una ayuda…

—Sí, más te vale… Madre mía: sin aire acondicionado, cagando en un agujero, hiedra venenosa… Ni loco.

Alex sonrió. Abundaban las personas como Jim, que no entendían el atractivo de la naturaleza; sobre todo, sospechaba, porque nunca habían vivido en ella.

—Pero le echaré un ojo a tu casa.

—No sabes cuánto te lo agradezco. ¿Todavía tienes la llave?

—Sí.

—Gracias, Jim.

Alex volvió a su puerta, y Jim asomó la cabeza y dijo:

—¿De qué se trata esta vez? ¿Pájaros o antílopes?

Se refería a un viaje que había hecho Alex a Arizona para estudiar el berrendo de Sonora.

—Carcayús.

—¡Santo cielo! ¡Carcayús! Vi un documental en Animal Planet sobre ellos. ¿No te preocupa que te arranquen los brazos?

Alex se rio.

—Me preocupa más que no vea ninguno.

Jim movió la cabeza y dio otra calada al cigarrillo.

—Eres única, Alex. Única.

Alex sonrió y movió la mano a modo de despedida.

—Nos vemos, Jim.

Jim se volvió a meter en su apartamento y le oyó trancar todos los pestillos.

De vuelta en su piso, Alex llamó otra vez a Brad, pero, de nuevo, el buzón de voz saltó después de dos tonos. Le envió un sms pidiéndole que llamase cuando pudiera, y después pidió un taxi.

Diez minutos más tarde estaba en la 1A, rumbo al aeropuerto internacional de Logan y a una nueva aventura. Le vinieron a la cabeza las palabras de John Muir: «Las montañas me llaman y he de ir».