Créanme, las agujetas mentales existen. Tengo un recuerdo borroso, una imagen de televisión de tubo, como de cinta de VHS con mucho uso, de un tipo vestido de atleta emprendiendo la subida en dirección al último piso del, digamos, Empire State. Por las escaleras. Para batir alguna clase de récord, supongo. No recuerdo si lo logró o no. Supongo que si salió por la tele, es porque lo hizo. Pero ahora me lo imagino al día siguiente, todavía sudando a mares, doblado, un gotero de bebida isotónica y gimoteando al pestañear. Pues así acabó mi cerebro. Notas arriba, notas abajo, párrafo arriba, párrafo abajo, por la escalera de incendios de la meticulosidad compulsiva de Howie: el adalid de la moderna neurosis que tiene muchísimas cosas por hacer para lograr que todo se quede como está. Howie: el Dalai Lama de la industrialización. Agotado. Exhausto. Irritado a veces. ¿Acabo el párrafo? ¿Salto a la nota? No, mejor acabo el párrafo. ¿Pero y si la nota me ayuda a verter mejor el párrafo? Venga, salto a la nota. Busca imágenes de cubiteras con palanca, visualiza eso sobre lo que estás escribiendo. Al fin acabo la nota. ¿Por dónde iba? ¿De qué demonios estaba hablando? Caray, podría haber hecho la nota después. Así siempre. Había días que me acostaba y oía a Howie. Iba a comprar al súper y miraba con los ojos de Howie. Huelga decir que las escaleras mecánicas ya no son lo que eran. Nada no natural es ya lo que era. Un petirrojo, sí. Una papelera, jamás.
Esto no puede quedar así. Busco el modo de escribir al señor Baker.
«Querido señor Baker», le dije; mi nombre es blablablá… Y luego: «La editorial La Navaja Suiza me encargó meses atrás una nueva traducción de su obra La entreplanta. Hace algunas semanas acabé el trabajo y…» y qué le digo ahora, ¿que me ha achicharrado el cerebro? Pues sí. «He de decirle que he tenido que sudar mares de palabras hasta dar con el modo de expresar las suyas; he acabado con los sesos completamente chamuscados; he tenido que tomarme dos semanas de descanso antes de poder empezar un nuevo proyecto…». Eso le dije a Baker. Pero en realidad eso no era más que una excusa.
También le dije. «Quiero mostrarle mi más profunda admiración por su obra en general y este libro en particular», que además es la pura verdad. La forma de esta novela, el uso, la disposición, la extensión de las notas, los subvericuetos de la obsesión y la soledad que rezuman de un relato tan individualmente urbanita, tan autorreferencial, tan perturbador, abrió una brecha para algunos autores estadounidenses importantes desde mediados de los noventa en adelante. «En resumen», le dije a Baker, «me encantaría volver a trabajar con una de sus novelas». ¿No dicen acaso que las agujetas se quitan con más ejercicio? Sarna con gusto. «He aprendido muchísimo. Muchísimas gracias, señor Baker».
¿Y saben qué? Apenas quince minutos después recibí respuesta.
(Pero antes tengo que agradecer a Bárbara, a Agustín y a Pedro, editores de La Navaja Suiza, una vez más la confianza al encargarme este libro. A Eva San Martín. A mis siete –una larga historia– gatos).
«Querido Ce», me dijo Baker. Sí, en efecto, el señor Baker me contestó. «¡Menuda carta! ¡Jaja!», me dijo. «Sé a qué te refieres con lo de acabar con los sesos chamuscados después de un proyecto continuo. Es emocionante saber que aceptaste el reto de traducir al español La entreplanta».
Y lo mejor de todo: «Gracias por sudar mares de palabras –bonita frase–, Nick».