Después de haber terminado el nudo de reparación, un bulto con dos cabos deshilachados justo por debajo del par de ojales superior, tiré de la lengüeta del zapato –otro de los pequeños preludios al atado que me había enseñado mi padre– e inicié con cautela el nudo de regulación. Puse especial cuidado en reducir de escala la oreja de conejito que tenía que formar con el cabo ahora más corto del cordón, y que así quedase margen suficiente para apretarlos bien sin percances1. Observé con interés el fluido e inconsciente trajín de mis manos: eran las manos de una persona madura, con venillas y una buena cantidad de vello en los dorsos, pero que habían aprendido aquellos movimientos tan bien y tanto tiempo atrás que en ellas parecían persistir elementos de un yo mucho más pretérito, con agallas y cola. Reparé también en mis zapatos, por primera vez desde hacía un buen rato. Ya no parecían nuevos: pensaba que aún eran nuevos, porque más o menos había empezado en aquel trabajo con ellos, pero ahora veía que tenían dos profundas arrugas más arriba de la punta, intersecantemente ladeadas, como la línea del corazón y la línea de la cabeza en la quiromancia. Estas arrugas siempre me habían salido en los zapatos exactamente con la misma forma, un hecho desconcertante sobre el cual había reflexionado a menudo cuando era pequeño –había intentado acelerar la formación de la pareja de arrugas doblando a mano un zapato nuevo, y me había preguntado por qué, si el zapato tenía casualmente que empezar a doblarse por cierto lugar atípico, debido a una accidental debilidad del cuero en esa zona, jamás establecía la línea de la arruga en el lugar por el que había sido doblado por vez primera, sino que al final asumía el clásico patrón oblicuo en V.
Me puse en pie, hice rodar mi silla de vuelta a su sitio y di un paso en dirección a la puerta de mi oficina, donde mi chaqueta colgaba todo el día, sin usar salvo cuando el aire acondicionado se ponía violento o tenía que hacer alguna presentación; pero en cuanto noté que daba dicho paso, experimenté cómo mi insatisfacción con la idea plena de que solo con mis actos cotidianos de atarme los zapatos se me pudieran haber desgastado los cordones se agudizaba. ¿Qué pasaba con la variedad de minúsculos estiramientos y tironcitos que el propio zapato ejercía sobre sus cordones mientras yo caminaba por ahí? Caminar era lo que había desgastado las tapas; caminar era lo que había añadido las arrugas a las punteras de mis zapatos –¿se suponía que tenía que descartar la relevancia del caminar en el rozamiento de mis cordones?–. Recordaba de algunas películas planos de una cuerda que mantenía en pie un puente y que conforme el puente se balanceaba esta se iba rayendo contra una roca afilada. Incluso si con cada paso el tejido del cordón se movía contra su ojal solo milimétricamente, al final aquel vaivén podría quizás hender las fibras exteriores, si bien el cordón no reventaría en realidad hasta que una fuerza relativamente grande, como el primer tirón que le daba al atármelo, fuese aplicada.
¡Estupendo! ¡Mucho mejor! Este modelo de paso-flexión (según lo había bautizado para mí, en oposición al anterior modelo de tirón-y-raído), pensé, explicaba bastante bien la coincidencia de las roturas de ayer y de hoy. Casi nunca saltaba a la pata coja, ni me recostaba contra un escaparate con un pie cruzado sobre un tobillo, ni flexionaba por lo demás un zapato con exclusión del otro –patrones de uso que habrían desgastado uno de los cordones de manera desproporcionada–. El año anterior me había resbalado en el bordillo congelado de una rampa para minusválidos, y al día siguiente había usado una muleta, durante una semana tuve especial cuidado con la pierna izquierda, pero una cojera de cinco días probablemente no tenía importancia, y en cualquier caso, no estaba en absoluto seguro de haber llevado esos zapatos nuevos, los mejores que tenía, durante esa semana, ya que no habría querido que aparecieran orográficas manchas de sal en las punteras.
A pesar de ello, reflexioné, de ser cierto que los cordones se raían por la flexión al caminar, ¿por qué lo hacían invariablemente solo en el lugar de contacto con el par de ojales superior de cada zapato? Me detuve en el umbral, mirando la oficina, con la mano reposada en el pomo cóncavo de metal2, resistiéndome a este nuevo e inoportuno desconcierto. No tenía noticias de ningún cordón que se hubiese roto por un ojal intermedio. Quizás la tensión al caminar recaía con mayor fuerza sobre el giro de cordón en los ojales superiores, de igual modo que la tensión al tirar de los cordones para atarlos. Resultaba concebible, si bien asustaba imaginarlo, que el modelo de tirón-y-raído y el modelo de paso-flexión mezclaran de modo tan sutil sus coeficientes que la acción humana jamás distribuyera con exactitud la causación.
Fui hasta el cubículo de Tina, en cuyo tabique exterior se encontraba el panel de registro de salida, y moví el disco magnético verde que había junto a mi nombre de PRESENTE a AUSENTE, alineándolo con los discos de Dave, Sue y Steve. Escribí «Almuerzo» en el espacio que se facilitaba para la explicación, usando un Magic Marker verde.
–¿Has firmado el póster de Ray? –dijo Tina, que salió haciendo rodar su silla. Tina tenía una buena mata de pelo, peinado de forma impresionante con espuma fijadora, alrededor de una cara pequeña e inteligente; era probable que justo entonces estuviera de lo más alerta, porque se estaba haciendo cargo de los teléfonos de Deanne y de Julie, las otras secretarias de mi departamento, hasta que regresaran del almuerzo pasada la una. En la zona más privada de su cubículo, a la sombra de la estantería bajo la lámpara fluorescente sin estrenar, tenía clavadas con chinchetas fotos de su marido con una camisa a rayas, de varios sobrinos y sobrinas, de Barbra Streisand y múltiples fotocopias de aforismos en tipografía gótica que rezaban: «Si no puedes librarte de ello, ¡métete de lleno!». Me encantaría poder rastrear alguna vez el progreso de aquellas máximas de aliento al personal por las oficinas de la ciudad; Deanne tenía otro clavado con chinchetas en uno de los tabiques de su cubículo, en mayúsculas reducidas a escombros por la distorsión de tantas y tantas fotocopias; decía: «¿EN SERIO QUIERES QUE APREMIE CON ESTE APREMIANTE TRABAJO QUE ME APREMIO EN APREMIAR?».
–¿Qué le ha pasado al viejo Ray? –dije. Ray era el responsable de vaciar las papeleras de cada despacho y cubículo y de reponer los productos del cuarto de baño, pero no de pasar la aspiradora, algo que hacía una empresa externa. Tenía alrededor de cuarenta y cinco años, estaba orgulloso de sus hijos, llevaba camisa a cuadros (para mí Ray estaba siempre asociado a la sensación de trabajar hasta tarde, ya que podía oír la gradual aproximación de las distantes colisiones de papeles y de los sonidos más sinuosos de las fundas de plástico conforme se abría paso por la hilera hacia mi oficina, vaciando la bolsa de cada papelera en un contenedor gris y triangular que empujaba, y dando con ello aquel día por verdaderamente finiquitado para aquel despacho, pese a que uno pudiese estar todavía trabajando dentro, porque cualquier cosa que entonces tiraras era basura de mañana. Antes de colocar una nueva bolsa de plástico en una papelera, dejaba oculta en el fondo una segunda bolsa plegada para el día siguiente, ahorrándose con cada parada varios movimientos; y hacía un nudo muy rápido en la bolsa para que no se retrajera, convirtiéndose de forma efectiva ella misma en basura, en cuanto uno desechaba algo voluminoso como un periódico).
–Se hizo daño en la espalda el fin de semana pasado mientras intentaba mover una piscina –dijo Tina.
Hice una mueca de dolor con oficinesca solidaridad.
–Una piscina desmontable, espero.
–Una de bebés para su nieto. Puede que esté un tiempo de baja.
–Eso explica por qué durante los últimos días, cada vez que tiro mi vaso de café, tengo que empujarlo por entre un esponjoso cojín de plástico. La persona que está ocupando el puesto de Ray no sabe cómo deshacerse del aire atrapado. Aun así, en cierto modo disfruto con el efecto… un efecto almohada.
–Estoy segura de que disfrutas del efecto almohada –dijo ella, flirteando mecánicamente. Me condujo hasta un póster extendido sobre el escritorio de una ayudante de investigación que había llamado para informar de que estaba enferma.
–¿Dónde firmo?
–Donde sea. Ten un boli.
Ya casi había sacado mi boli del bolsillo de la camisa, pero al no querer rechazar su oferta, dudé; al mismo tiempo, ella vio que yo ya tenía un boli, y con un «Oh» empezó a retirar el suyo de la posición de ofrecimiento; mientras tanto yo había decidido aceptar el suyo y tuve que soltar el de mi bolsillo, sin advertir hasta que fue demasiado tarde que ella había retirado la oferta; ella, al ver entonces que yo empezaba a echar mano del boli, canceló su retracción, pero entretanto yo, al procesar su anterior movimiento correctivo, había vuelto a echar mano de mi propio boli –de forma que completamos un jueguecito de desbaratos que fue como las reverencias mutuas que intercambias con un peatón que viene de frente, conforme ambos dais bandazos para indicar si vais a pasar por la derecha o por la izquierda–. Finalmente cogí su boli y examiné el póster; representaba, con rotuladores de colores de punta de fieltro, un jarrón que contenía cinco esbozos de flores largas y ensortijadas. En el jarrón había una leyenda, en caligrafía cursiva de sobresaliente, «¡Ray, te echamos de menos, esperamos que vuelvas pronto al trabajo! De tus compis de curro». Y en los pétalos de las flores a rotulador de punta de fieltro figuraban las pulcras, casi idénticas firmas de las muchas secretarias de la entreplanta, todas ellas realizadas en distintos ángulos. Entremezcladas con estas se hallaban las firmas más variadas de algunos de los encargados y de los ayudantes de investigación. Dije en voz alta algo sobre su belleza: era bello.
–Julie hizo el jarrón, las flores las hice yo –dijo Tina.
Encontré un pétalo no muy llamativo en la cuarta flor: no demasiado prominente, porque tenía la impresión de que las cosas se habían quizás enfriado un poco con Ray de un tiempo a esta parte –uno atraviesa ciclos inevitables de cordialidad oficinesca– y quería que viera primero las firmas de personas cuyos sentimientos estuviesen para él absolutamente claros. Y casi había firmado, y entonces me percaté por suerte de que la alta y horizontalmente comprimida firma de conquistador de mi jefe, Abelardo, con montones de tirabuzones y vanidosas florituras, se hallaba situada un pétalo por encima en la misma flor que yo había escogido. Firmar con mi nombre tan cerca del suyo habría sido vagamente inapropiado: se podría interpretar como la aserción de una alianza especial (al estar mi firma más cerca que la de Dave o la de Sue o la de Steve, que también trabajaban para Abelardo), o podría parecer que implicaba que yo iba en busca del nombre de mi jefe porque quería estar cerca de otra persona exonerada, que evitaba las firmas del secretariado. Por aquel entonces llevaba firmadas suficientes tarjetas de despedida de la oficina y de cumpleaños y de que-te-mejores como para haber desarrollado una insana sensibilidad a los matices de la ubicación de la firma. Me desplacé a uno de los pétalos en las antípodas de la flor, cerca del nombre de Deanne, y firmé en el que esperaba fuera un ángulo original.
–Ray va a llorar de alegría cuando vea este póster, Tina –dije.
–Pero qué majo eres –dijo Tina–. ¿Vas a almorzar?
–Salgo a por unos cordones. Ayer se me rompió uno y justo ahora se me ha roto el otro. ¿No te parece extrañamente accidental? No se me ocurre cómo explicarlo.
Tina frunció el entrecejo durante un momento y luego me señaló.
–Resulta curioso que lo menciones, ¿sabes?, porque en casa tenemos dos detectores de humo, ¿vale? Hará como un año que los tenemos. La semana pasada, las pilas de uno de ellos se agotó y se puso a sonar «¡Pi!... ¡Pi!... ¡Pi!». Así que Russ salió a comprar unas pilas nuevas. Y entonces al día siguiente, por la mañana, justo salía yo por la puerta, tenía las llaves en la mano, y de pronto oigo el «¡Pi!... ¡Pi!... ¡Pi!» del otro. Dos días seguidos.
–Qué extraño.
–Sí que lo es. Sobre todo porque uno de ellos se dispara más a menudo, porque está más cerca de la cocina y no le hace gracia que haga nada a la parrilla. Pollo asado (¡pi! ¡pi!) ¡alerta roja! Pero el otro solo se ha disparado una vez que yo recuerde.
–Estás diciendo entonces que da igual si se usan o no.
–Sí, da igual. Espera un momento –su teléfono había empezado a sonar; se excusó levantando una mano. Luego, con una voz que de repente era dulce, eficiente, palatino-glotal, y susurrando levemente, dijo:
–Buenos días3, despacho de Donald Vanci. Lo siento, Don no está disponible en este momento. Si me deja un número le diré que le devuelva la llamada.
Retirando con suavidad su boli de mis dedos, localizó su bloc de Mientras Estaba Fuera y anotó un nombre. Luego, repitiendo códigos de productos y cantidades, empezó a recoger un mensaje complejo. Tuve unas ligeras ganas de irme, pero hacerlo habría resultado brusco. Entre lo del póster de Ray y lo del pollo asado, nuestro intercambio apenas si había traspasado el civismo de oficina hacia el reino de la conversación humana, y debía por tanto terminarse conversando: la etiqueta requería que esperara hasta que sus obligaciones telefónicas acabaran con el fin de intercambiar con ella una última frase, a menos que el mensaje que estaba recogiendo fuese a todas luces a alargarse más de tres minutos, en cuyo caso Tina, buena conocedora de las convenciones, me liberaría –dándole yo pie primero con algún movimiento del tipo «Caray, pues me tengo que pirar» (recolocándome los pantalones, comprobando que llevaba la cartera, un saludo jocoso)– moviendo los labios para articular un silencioso «¡Adiós!».
Mientras esperaba, comprobé la bandeja giratoria de los mensajes, pese al hecho de que había estado toda la mañana en la oficina y habría recibido cualquier llamada; luego, alargando el brazo hasta el cubilete de Tina, cogí su pesado sello de cromo para las fechas. Era un modelo que se entintaba solo: en reposo, el elemento interno para las fechas, ceñido con seis cintas de goma, mantenía su numerología actual pegada bocabajo contra el techo negro y húmedo del armazón. Para usarlo, colocabas la base cuadrada de la máquina sobre el trozo de papel que deseabas fechar y presionabas el pomo de madera (¡un pomo de verdad!) –entonces el elemento interno, guiado por unas curvas en S inscritas en la superestructura tipo grúa de caballete, iniciaba su grácil descenso rotativo, poniéndose bocarriba justo a tiempo para aterrizar como un módulo lunar, tocando el papel solo un instante, depositando la fecha del día, y apurándose después a regresar a su murcielaguil reposo–. Cuando llegaba por la mañana temprano, a veces observaba (a través de la pared de cristal de mi oficina) a Tina adelantar la fecha del sello para las fechas: después de que se hubiese acabado su dónut blanco, y se hubiese sacudido las migajas de las yemas de los dedos dentro del envoltorio de plástico en el que venía el dónut, y hubiese doblado el envoltorio con las migajas dentro hasta que formara una pulcra bolita blanquecina, y hubiese tirado la bolita a la basura, abría la cerradura de su escritorio y sacaba su grapadora, su bloc de Mientras Estaba Fuera (blocs que tendían a desaparecer si no los escondías) y el sello para las fechas de su cajón central ordenado con meticulosidad, colocando cualquier sobrecito adicional de sacarina que le hubiesen incluido con el café dentro de un compartimento especial del cajón que solo contenía sobrecitos de sacarina. Y entonces adelantaba la cinta de goma un único dígito, una representación con la que a estas alturas era probable que para ella diera comienzo el día, a modo de primer acto en la oficina –idéntico a cuando yo pasaba la página de mi calendario de mesa, con sus dos anillas de metal por las cuales guiabas los agujeros de la página tamaño postal, hasta el día siguiente (lo cual era lo último que hacía yo la noche previa, porque encontraba desalentador afrontar los compromisos y los «por hacer» del día anterior a primera hora de la mañana), y que se había convertido en el mecanismo de escape que impulsaba mi propia vida.
Toqué los números de las cintas de goma del sello para las fechas, que se actualizaban con unas ruedecitas de metal que uno movía con los pulgares; las cintas que se correspondían con los días estaban negras del todo, pero la cinta que se correspondía con la década todavía estaba nueva y de color rojo goma, salvo por el 8, que estaba pringoso de tinta. Abrí la mano y me imprimí la fecha en la palma.
–Permítame que le lea de nuevo las cifras –decía Tina. Lo interesante de tener que esperar allí de pie a que terminara antes de irme a almorzar era que, pese a que estábamos en mitad de una conversación cuya interrupción era lo que me retenía allí, cuanto más tiempo esperaba, menos probable se hacía que la retomáramos donde la habíamos dejado, no por haber perdido el hilo, sino porque habíamos estado comentando temas livianos, desdeñables, y ninguno de los dos quería que el otro considerara que les había prestado demasiada atención: ambos queríamos preservar su estatus de comentarios fortuitos que habíamos hecho por casualidad en mitad de un centenar de otros aspectos igualmente interesantes de nuestras vidas los cuales podríamos haber mencionado con idéntica facilidad. Y en efecto, cuando por fin Tina colgó, dijo, abandonando al instante su voz telefónica, notando que me quería poner en marcha: ¿Qué tiempo hace? –Se recostó para mirar la cuadrícula de cielo azul y las dos tensas cuerdas de las poleas de la góndola del limpiacristales, visibles a través de la ventana de su jefe–. Ooh, hace un día buenísimo –dijo –. Tengo tantas cosas por hacer… Más vale que Julie no se retrase. Tengo que comprar un regalo de cumpleaños para mi ahijada, una tarjeta para el Día de la Madre…
–Ay, está al caer.
–Sip, y tengo que comprarle un collar antipulgas a mi perro, ¿y qué más? Me queda algo más.
–Pilas para tu segundo detector de humo.
–¡Eso es! No, en realidad Russ compró varias de repuesto. Un tipo listo, ya sabes.
–Un tipo listo –dije, dándome toquecitos en la sien tal como había hecho ella–. Dime una cosa… ¿dónde consigo unos cordones?
–¿En un CVS, quizás? Hay una zapatería donde el Delicato’s… No, está cerrada. En CVS seguro que tienen, creo.
–¡Estupendo! –Puse el sello para las fechas en su posición correcta sobre el escritorio–. Adiós.
–¿Has fichado?
Dije que sí.
Me señaló meneando el dedo.
–Tengo que estar pendiente de ti todo el tiempo. ¡Que almuerces bien!
Me alejé en dirección al aseo de caballeros, y a mi hora del almuerzo después.
1 No vincular con las veces en que uno termina con una sola de las dos orejas de conejito que conforman un lazo normal; ya que si por cualquier casual el cabo del cordón que forma dicha única oreja llega a soltarse, te quedas sin remanente y terminas con un nudo corredizo o un nudo cuadrado que tienes que molestarte en desatar con las uñas, y la sangre subiéndote a la cabeza.
2 De aspecto demasiado moderno, en realidad, como para llamarse pomo. ¿Por qué los edificios de oficinas no pueden usar pomos que tengan verdadera forma de pomo? ¿Qué es este estático modernismo que nos han impuesto los arquitectos de segunda fila: medias úes de acero por picaportes u objetos torneados con formas de supercúpulas, en vez de pomos de latón, porcelana o cristal? En la casa en la que me crie los pomos del piso de arriba estaban hechos de cristal facetado. Conforme extendías los dedos para abrir una puerta, una nube de color carne se propagaba por el cristal desde la dirección opuesta; los pomos estaban emplazados con holgura en su mecanismo de cierre, eran recios, y conforme girabas el pomo la combinación de solidez y laxitud contribuía a una experiencia de múltiples tramos: una tersura que contenía bombinescos posicionamientos intermedios. Pocos productos estadounidenses han sido capaces últimamente de capturar aquella misma cualidad nudillosa, ortopédica (la cualidad de las pajitas flexibles) en sus interruptores y en sus cerrojos; los japoneses en cambio lo hacen muy bien: son capaces de hacer que el interruptor del intermitente de un coche o la rueda del volumen de un estéreo sean resistentes y sustanciales al tacto, que se amolden a su sitio –pienso en los excelentes interruptores de los intermitentes de los Toyota, a la izquierda del volante, los cuales se mueven en sus cavidades como muslitos de pollo: al tacto es como si estuviesen diseñados siguiendo como modelo el cartílago de un codo humano–. Pero los pomos de 1905 de nuestra casa tenían aquella cualidad. Mi padre debía de sentir por ellos especial afecto, pues en ellos acomodaba sus corbatas. A menudo tenías que abrir una puerta con cuidado, sujetando el pomo por el reborde, para evitar dañar las varias corbatas que de allí colgaban. Todo el piso de arriba tenía el aire de los aposentos privados de un nabab; conforme cerrabas la puerta de un dormitorio, del baño o de un armario, una densa pluma de sedas profusamente abigarradas se asomaba columpiándose y en silencio se mecía de nuevo hacia dentro; de tanto en tanto una corbata caía ondeando al suelo, al haber sido gradualmente balanceada hasta el desequilibrio por tantos giros de pomo. Si le pedía prestada una corbata, cuando fui lo bastante alto como para llevarlas, mi padre siempre se entusiasmaba: recorría los pomos, descolgando con cuidado prometedoras corbatas y exhibiéndolas sobre el antebrazo, igual que sostienen sus litos los sumilleres. «He aquí una preciosa corbata… Esta es una corbata muy fina… ¿Qué tal esta corbata?». Me enseñó las principales categorías: corbata a rayas, corbata estampada, corbata de cachemir. Y la corbata que llevé a la entrevista de trabajo para la empresa en la entreplanta era una que mi padre había descolgado de un pomo: estaba hecha de una seda que frisaba el crepé, y componían su estampado formas ovales muy pequeñas, cada una contenía el motivo de un fascinante pegote que parecía inspirado en las hambrientas y palpitantes amebas que absorbían el exceso de ácido estomacal en el genial anuncio de Rolaids con una canilla que gotea, y cuando la mirabas de cerca te percatabas de que el perímetro de cada óvalo estaba compuesto por rectángulos de colores sorprendentemente chillones, como las casas adosadas de los suburbios; una frontera a tan pequeña escala, sin embargo, que aquellos ejemplos de resplandor no aportaban sino una profundidad y una luminosidad secretas a la, en conjunto, sombría coloración predieciochesca del diseño. Mi padre era capaz de encontrar corbatas tan extraordinarias como aquella pese a padecer una ligera ceguera para los colores del extremo verde del espectro; los días que iba a lanzarse a por un cliente importante, aparecía por la mañana en la cocina con tres corbatas que había seleccionado y nos pedía –a mi madre, a mi hermana y a mí– que eligiéramos la que iba mejor con su camisa: aquello constituía una suerte de simulacro de su inminente reunión, en la cual presentaba también tres opciones, para modelos de catálogos promocionales de dieciocho páginas o temas para presentaciones en ferias de comercio. Cuando cené con él y con otros parientes durante mi primer año en el trabajo, me puse la mejor corbata que me había comprado hasta la fecha; y mientras mi tío confirmaba la mesa con la recepcionista del restaurante, mi padre se giró hacia mí, echó un ojo a mi corbata:
–Eh, eh… qué bonita –dijo, palpando la seda–. ¿Es una de las mías o te la has comprado?
–La compré hará como una hora, me parece –dije, fingiendo que me esforzaba por recordarlo, cuando lo cierto era que me acordaba de cada detalle de la transacción; me acordaba de cómo me había llevado la bolsa, muy ligera y muy cara, a casa no más de cinco semanas atrás.
–Una corbata estampada… una corbata estampada. –Se bajó las gafas y se inclinó para examinar más de cerca el patrón (hileras de rombos que se cruzaban como en un diagrama de Venn, en su mayoría rojos)–. Excelente.
–Esta no la había visto, ¿cierto? –dije, palpando a mi vez su corbata–. Bonita de verdad.
–¿Esta? –dijo. La volteó, como si también él tuviese que recordar las circunstancias que habían rodeado su adquisición. –Esta la compré en Whillock Brothers.
Conforme nos sentaban a todos a nuestra mesa, eché una ojeada a las corbatas de mis parientes masculinos: a la corbata de mi abuelo y a la corbata de mi tío y a la corbata del padre de mi tía –y me quedó claro que aquella noche a la mesa mi padre y yo llevábamos sin discusión posible las dos corbatas más bonitas–. Una repentina retribución de orgullo y gratitud se expandió dentro de mí. Más tarde, cuando fui a casa de visita, intercambié con él una corbata, y cuando volví de visita por Acción de Gracias, vi la que fuera mi corbata colgando de un pomo en medio de todas las corbatas que mi padre se había comprado, y encajaba, ¡encajaba!
3 Pese a que según el reloj del escritorio de Tina en aquel momento eran las 12:04 p. m., siempre me conmovía cuando, tras una mañana entera de repetición, las secretarias seguían respondiendo con buenos días durante una hora o así hasta entrada la tarde, igual que cuando la gente a menudo le pone a las cosas fecha del año anterior bien entrado febrero; a veces se daban cuenta del error y salían con un «Hoy no es mi día» o con un «Dónde tendré la cabeza» para escapar de la rutina; pero en cierto modo tienen razón, ya que el verdadero matiz de las tardes no se adueña de las oficinas hasta casi las dos.