No es correcto decir «cuando era pequeño, me encantaba x», si todavía te encanta x. Admito que parte del placer de subir a las escaleras mecánicas provenía de las conexiones con recuerdos de la niñez que la experiencia sustentaba. Otras personas recuerdan que cuando eran niños les gustaban los barcos, los coches, los trenes o los aviones –y también a mí me gustaban– pero yo estaba más interesado en sistemas de transporte locales: los sistemas de los aeropuertos para el tratamiento del equipaje (esas lunas llenas de goma dura superpuestas que permitían que el carril móvil doblara una esquina, y que remolcaran con eficiencia a su vez el peso de la ropa comprimida; y el flequillo de tiras de goma que marcaba la transición entre el luminoso mundo interior de la recogida de equipajes y el mundo exterior de vehículos de gálibo bajo y de hombres con monos azules de faena); las cintas transportadoras de las cajas de los supermercados, que como máquinas de coser se activaban y desactivaban por medio de un pedal, con una costura parecida a una cremallera que aparecía una y otra vez; y las montañas rusas de los supermercados hechas de hileras de rodillos verticales dispuestos en una curva con forma de U sobre los cuales las cestas de plástico gris numeradas que contenían tus comestibles ya pagados y embolsados se deslizaban al exterior por unas portezuelas batientes; las máquinas para embotellar la leche que veíamos en las excursiones y que precipitaban las botellas en fila sobre carriles en curva con rodillos con rebordes de goma a cada lado en dirección a la máquina que de golpe las llenaba de leche y les plantaba una tapa de papel; las pistas de luge y de bobsleigh en las olimpiadas; los sistemas de manejo de las perchas en las tintorerías –sinuosos circuitos de plásticos crepitantes (¡NO ES UN JUGUETE! ¡NO ES UN JUGUETE! ¡NO ES UN JUGUETE!) y de ropa apenas visible que iban y venían desde el mostrador hasta las máquinas de planchado en el fondo de la tienda, tremolando de lado a lado conforme hacían eslalon entre ancianos que ante máquinas de coser antiguas dotaban de sentido a una pila de pares de pantalones revueltos con notitas clavadas con alfileres; tendederos que sacaban chirriando la ropa al espacio vacío y que chirriando la volvían a meter cuando la colada estaba seca; el expositor de pollos asados del Woolworth’s que hacía rotar pollos enteros naranja oro ensartados en brochetas; y los expositores giratorios de relojes Timex, cada reloj en su caja abierta igual que una almeja; los asadores con rodillos cilíndricos sobre los cuales los perritos calientes giraban en sentido opuesto a dichos rodillos, relucientes; engranajes que (como mi padre lo explicaba) en sus engrasadas intersecciones modificaban y encarrilaban las fuerzas. Las escaleras mecánicas compartían cualidades con todos estos sistemas, pero con una diferencia: era el único al cual podía subirme y dejarme llevar.
Así que mi placer al dejarme llevar por las escaleras mecánicas aquella tarde era en parte un placer de recuerdos y asociaciones indistintos, y no solo recuerdos del mundo de entusiasmos mecánicos de mi padre (y del mío propio), sino recuerdos también de mi madre llevándonos a mi hermana y a mí a los grandes almacenes y enseñándonos a acercarnos con precaución a las escaleras mecánicas. Me alertó de que no debía embutir un taco de chicle rosa de textura molar en el hueco entre una contrahuella curvada y el peldaño surcado de debajo –yo quería hacerlo porque quería ver el chicle aplastado por la compactadora fuerza de una máquina grande y firme, igual que los camiones de la basura forzaban las cajas de cartón hasta que las espachurraban unas con otras–. Ella aupaba a mi hermana conforme poníamos un pie en las escaleras, sujetando la ruidosa forma de la bolsa de la compra bajo el codo, y la soltaba un peldaño más arriba. Yo no podía agarrarme con comodidad al pasamanos de goma, y con sensatez no se me permitía estabilizarme con el peldaño superior que tenía delante. Conforme nos aproximábamos a la planta siguiente, podía ver un fulgor verde que salía de debajo de la rendija almenada por la cual desaparecían los peldaños de las escaleras; en cuanto me apeaba, sobre el extrañamente inmóvil linóleo y una tundra de enmoquetado después, me alcanzaban los suaves sonidos de departamentos que desconocía, como el departamento de «Señorita»: el repicar de las perchas con ganchos metálicos y armazón de plástico, perchas que no estaban en exceso cargadas con anecoicos trajes masculinos de lana sino que sostenían en su lugar ligeros pesos de hilo en apretados corrillos de colegialas alrededor de un letrero de cartón de LIQUIDACIÓN, acompañadas del melodioso tono del teléfono de la «Señorita», que tintineaba en pausados grupos de cuatro, un tintineo por segundo.
No obstante, si bien es cierto que mis pensamientos en torno a las escaleras mecánicas se componen ahora en un setenta u ochenta por ciento de esta clase de recuerdos infantiles, de un tiempo a esta parte me incomoda cada vez más incluirlos en las descripciones de las cosas que me encantan –y hasta hace apenas unas semanas, varios años después del trayecto en las escaleras mecánicas el cual vehicula este recuerdo, no alcancé una posición en cierto modo más firme sobre todo el asunto–. Conducía en dirección al sur, en el carril central de una amplia autopista, como a las 7:45 de la mañana, un día de invierno muy azul, luminoso y sin nieve, de camino al trabajo que había encontrado después de dejar mi trabajo en el departamento de la entreplanta1. Tenía desplegado el dispositivo para protegerme de los rayos directos, que pegaban fuerte por la izquierda –de hecho, había ampliado el alcance de la sombra del parasol (ese bello alerón, con una muesca en una esquina para salvar el espejo retrovisor) insertándole una carpeta marrón por encima– de manera que el cielo ante mí estaba repleto de un azul puro y excelente, a la par que el sol no me daba de lleno, haciéndome entornar los ojos. Coches y camiones a mi alrededor estaban todos amablemente espaciados: lo bastante cerca como para crear una sensación de compañerismo y propósitos compartidos, pero no tanto como para que no pudieras virar con exuberancia hacia otro carril cada vez que así lo quisieras. En la mano izquierda tenía la vértebra del volante y en la derecha un café en un vaso de poliestireno con una tapa especial controlasorbos.
Me acerqué por detrás a un camión verde que iba como a unos ocho kilómetros por hora más despacio que yo.
Técnicamente se trataba de un «camión de la basura», pero no la clase de máquina urbana que te acude a la mente cuando oyes dicha frase (con la sección trasera en pendiente igual que la redecilla del personal que manipula alimentos). Era, en cambio, de esa clase de camiones de mayor tamaño que trasportan basura comprimida desde alguna central de procesamiento a un vertedero: un gran contenedor rectangular adosado a la cabina que lo remolcaba. Sé que la basura estaba de algún modo comprimida porque podía ver trocitos a presión asomando por el fino resquicio de debajo del panel trasero –no eran desechos recién recogidos de una densidad normal–, acolchada. Tenía gruesos cobertores de lona verde, muy sucios, desplegados por encima del contenedor, fijados a cada costado con unos pulpos tensados en ángulo.
Los ángulos de los pulpos y la transición entre aquellas líneas rectas y las tensas curvas festoneadas que formaban al tirar de los cobertores de tela fue lo que al principio me resultó más grato. Luego miré entre los pulpos a la superficie del contenedor de metal: siluetas orgánicas de óxido que se habían repintado con más verde, y el óxido, todavía activo, había seguido creciendo bajo su nueva capa, de tal forma que se daba una combinación entre el frescor de la pintura reciente y la degradación del óxido. Todo el conjunto tenía un aspecto crocantemente hermoso conforme cambiaba yo de carril para adelantarlo. Justo cuando de repente tuve frente a mí más cielo azul que camión verde, recordé que cuando era pequeño estaba muy interesado en el hecho de que cualquier cosa, sin importar lo rugosa que fuera, o lo oxidada, lo sucia o lo desmerecida que estuviera, tenía buen aspecto si la ponías encima de un trozo de tela blanca, o de cualquier clase de fondo claro. El pensamiento me acudió con solo aquel prefijo: «cuando era pequeño», junto con la visión de cierto clavo oxidado de vía ferroviaria que había encontrado y colocado en una prolongación de hormigón del garaje la cual había barrido hasta dejarla lisa. (El polvo del garaje rellena las imperfecciones del hormigón cuando lo barres, creando una superficie muy lisa). Este truco del fondo claro, que se me había ocurrido cuando tenía unos ocho años o así, se podía aplicar no solo a las cosas que poseía, como a un grupo de braquiópodos fósiles que dispuse sobre una pechera de cartón blanco, sino también a las piezas de museo: los comisarios colocaban geodas, antiguos monóculos estadounidenses y raquetas para las botas sobre fondos de terciopelo negro o gris porque siempre que se hacía resaltar de aquella forma cualquier detalle del mundo, se le capacitaba para asumir su verdadera talla como objeto de atención.
Pero fue el camión de basura que vi con treinta años expuesto contra el cielo azul lo que me hizo recordar mi viejo descubrimiento del trasfondo. Pese a ser simple, el truco era algo que justo entonces me impactó por interesante y útil. Por tanto, la nostalgia del «cuando era pequeño» resultaba engañosa: convertía algo que me tomaba en serio como adulto en algo más opaco, menos preciso, más falsamente exótico, de lo que en realidad era. ¿Por qué tendríamos que precisar de tantísima nostalgia para concedernos cualquier placer obtenido de los descubrimientos que nos traemos de la niñez, si con tanta claridad se trata ahora de un placer adulto? Decidí que a partir de entonces no adoptaría esa mirada tan ausente cuando describiera las cosas que ahora me ilusionaban, independientemente de si habían sido primero entusiasmos de la niñez o no.
Como recompensa por esta resolución, más avanzado aquel mismo día estaba echando un ojo a una de las neveras en un súper de barrio y vi un sándwich en un envoltorio de plástico con la etiqueta «Queso crema y rodajas de aceituna». La idea de una sección de un pimiento rodeada de aceitunas y dispuesta como el ojo de una cacatúa sobre la capa de queso crema me impactó en tanto ilustración del mismo principio que aquella misma mañana había redescubierto: por separado, las aceitunas están o secas o en vinagre o en salmuera o mohosas –pero ponlas para que resalten sobre un fondo de queso crema y tendrás joyería2.
Así que ahora deseo hacer dos cosas: colocar las escaleras mecánicas hacia la entreplanta sobre un fondo claro mental en tanto algo hermoso y digno de mi tiempo adulto en lo que pensar, y declarar que si bien extraía un alto porcentaje de júbilo de las continuidades que el trayecto de adultez en escaleras mecánicas establecía con las escaleras mecánicas de mi niñez, procuraré no volar al ras sobre el tono de reminiscencia, como si únicamente los niños tuviesen la capacidad de maravillarse ante ese gran artilugio.
1 En la época en que montaba cada día en las escaleras mecánicas hacia la entreplanta no tenía coche propio, pero más tarde, cuando sí lo tuve, me di cuenta de que la felicidad escaleril no dista mucho del placer estándar que siente quien a diario toma autopistas de camino al trabajo al conducir su cálido y silencioso cajón entre rítmicas intermitencias de pintura blanca de carretera a una velocidad constante.
2 Me interesaba en especial que la compañía alimentaria hubiese insertado «rodajas» en el título del sándwich, quizás siguiendo el modelo «sándwich de rodajas de huevo». Uno no tiene por qué decir «atún y rodajas de apio», o ni siquiera «atún y apio»; el motivo por el cual remarcamos la presencia de aceitunas es que mientras que el atún es pardo y desmenuzable y por lo tanto agregatorio, el queso crema es un unitario telón de gasa, y las aceitunas incrustadas en él exigen igualad de trato en los créditos. A decir verdad, la cuestión es menos sutil: dentro del marcado desorden del atún, las aceitunas poseen un sabor más poderoso que el del apio sobre una cama de queso crema: el apio se usa a menudo tan solo como aglutinante, para dar textura y añadir un ordinario atractivo masticatorio, mientras que al peso las aceitunas son más caras que el queso crema, y manifiestan por lo tanto mayores anhelos, intenciones más nobles. ¿Qué puede refrescar y avivar tal insulsez?, se preguntaron los científicos alimentarios, ante la tarea de convertir un simple sándwich de queso crema en algo apetecible. ¿Champiñones? ¿Cebolletas? ¿Pimentón? Y entonces cortaron una aceituna, por valor de quizás dos centavos al por mayor, en seis rodajas, las espaciaron por igual sobre su blanco medio y de repente toda la achinadora, la cacareante diablura coctelera de un bote de aceitunas españolas en la balda de la puerta de tu nevera habitó el más ordinario, el más inocente, el más infantil sándwich que uno pueda elaborar.