Mientras sigo temporalmente intoxicado por esta sensación de franqueza, he de decir que no importa cuánto me esfuerce por tratar de evitar que las distorsiones sentimentales se me cuelen a hurtadillas, aun así van a colarse. En el caso de las escaleras mecánicas, es probable que pueda reprimir esta deformación, porque las escaleras mecánicas han estado presentes, invariables (quitando esa excitante temporada en la que aparecieron las escaleras con los laterales acristalados), durante toda mi vida –no se ha perdido nada–. Pero otras cosas, como los surtidores de gasolina, las cubiteras, los autobuses de línea o los cartones de leche, se han visto sometidos a cambios desconcertantes, y el único modo de que podamos comprender la proporción y el alcance y el efecto de dichos cambios, los cuales constituyen la con frecuencia indocumentada textura cotidiana de nuestras vidas (una textura áspera, pedregosa, como el arcén de una carretera, que normalmente pasa demasiado rápido por el microscopio), es recoger muestras de imágenes tempranas de los objetos en cualesquiera de las formas que adopten en el recuerdo infantil –y una vez se invocan dichos recuerdos infantiles, uno tiene que vivir con su tendencia constante a retorcer su historiografía fragmentaria con violas de absorta emoción–. Rara vez bebo leche hoy día; de hecho, el cartón pequeño de leche que compré en Papa Gino’s para acompañar la galleta fue una de las ultimísimas veces: era una especie de prueba para ver si aún podía bebérmela con aquel viejo placer. (Uno tiene que realizar inspecciones por sorpresa de sus gustos y rechazos cada cierto tiempo de esta guisa para ver si sus reacciones se han alterado, me parece). Pero continúo admirando el cartón de leche, y creo que el cambio de las botellas de leche que te dejaban en la puerta a los cartones de leche con tejados en pináculo que compras en el supermercado supuso un cambio significativo para la gente de más o menos mi edad –de ser más joven uno se habría aliado sin duda con la novedad en tanto punto de partida y no habría sufrido pérdida alguna1; de ser más viejo ya habría agotado sus habilidades para apenarse por las viejas transiciones menores y se habría encogido de hombros ante dicho cambio–. Como crecí conforme la tradición evolucionaba, conservo, aún hoy, cierto asombro ante el cartón de leche, que llevaba la leche a los supermercados en los cuales uno encontraba el resto de alimentos en cajas de cartón encerado de Sealtest en las que ponía «envasada al vacío», una bonita expresión de laboratorio. Vi por primera vez aquel invento en la nevera de la casa de mi mejor amigo, Fred, (no sé qué edad tendría yo, es posible que cinco o seis años): la idea radiante de desgarrar uno de los aleros triangulares del cartón, presionando sus solapas hacia atrás, usando en su contra la rigidez de su encolada juntura, forzando el cierre de dentro afuera, sin tener que tocarlo siquiera, hasta que formara una abertura de contorno romboidal que se convertía en un dispensador ideal, un dispensador mejor que la abertura circular de una botella o la boca de una jarra porque uno podía generar de manera muy sencilla un chorro de leche muy fino, permitiendo que este curvara por aquel arco conductor, algo que aprecié conforme fui perfeccionando mi habilidad para servirme mi propio vaso de leche o prepararme mi propio tazón de cereales –aquella idea radiante me colmó de envidia y de satisfacción–. Conservo un solo recuerdo de un método rival de envasado en cartón, el cual traía un tapón de papel incorporado en una de las esquinas del cartón que por arriba era plano; pero la triunfante superioridad de la idea del techo en pináculo, que de una forma tan grácil usa el medio de sellado como medio de dispensación (a diferencia de, pongamos, los pequeños dispensadores incorporados en los laterales de los paquetes de azúcar Domino o de las cajas de detergente para lavavajillas marca Cascade, los cuales, pese a ser intrínsecamente interesantes, no guardan relación alguna con las solapas encoladas en las partes superiores e inferiores de los cartones), barriendo a cualquier otra alternativa.
Pero tenía también una fuerte contrafascinación por el sistema de reparto a domicilio, el cual se las había arreglado para aguantar durante años ya en la era del cartón. Fue la primera vez que vislumbré el contrato social. Un hombre abría nuestro portón y dejaba botellas de leche en el vestíbulo, a crédito, recogiendo los cascos vacíos –¡confianza mutua!–. En segundo curso nos llevaron en bus a visitar una central lechera, y vimos hileras de botellas de cristal de litro que sobresalían de un contenedor con chorros de agua pulverizada encima de una máquina parecida a las palas de un barco a vapor mientras las lavaban. Pese a mi intensa admiración por el cartón, me sentía superior a quienes en el supermercado echaban mano al cajetín para retirar productos de Sealtest, admitiendo ante el mundo al hacerlo que no disponían de reparto a domicilio y que por lo tanto no eran en realidad miembros de la sociedad sino solitarios y errabundos. Aun así pronto empecé a notar que no todo iba sobre ruedas en el reino del reparto a domicilio. Empezamos con Lechera Onondaga, sus botellas de cristal de litro coronadas con un tapón de papel que se mantenía gracias a unos pliegues doblados, el distintivo de la marca era un niño indio con la típica banda de plumas de las películas del Oeste que dudo que jamás llevaran entre las tribus al norte del estado de Nueva York. Luego empezaron las fusiones entre las compañías lecheras. La leche continuó apareciendo sin interrupciones, pero el nombre en la furgoneta del reparto, y la furgoneta misma, no paraba de cambiar. Los repartidores pasaban dos veces a la semana en lugar de tres. Raras y ajenas botellas de dos litros –las de la lechera Keen Way son las únicas que recuerdo– comenzaron a aflorar: una lechera empezó a usar las botellas compradas a las lecheras que cesaban su actividad, lo que venía a significar que el nombre moldeado en la botella ya no encajaba con el nombre impreso en el tapón, una perturbadora discordancia. Luego se abandonó del todo el cristal, que fue reemplazado primero por recipientes de plástico con asas rojas y después por los mismos cartones de Sealtest que uno podía comprar en el supermercado. Por hábito o por deferencia a la tradición, continuamos optando por el reparto a domicilio, pese a que la leche que nos traían se ponía mala cada vez antes, tras un día en el vestíbulo, fuera de la nevera, mientras mis padres estaban en el trabajo y mi hermana y yo en el colegio. Aunque al principio me resistí, mi madre empezó a comprar cartones suplementarios de Sealtest en los A&P, o me mandaba a por ellos a los pequeños colmados familiares; pero con el fin de mantener (eso pensábamos) a flote el servicio a domicilio cotidiano durante aquellos años crepusculares, respondimos a los tristes folletos promocionales que nos dejaban entre los cartones y diversificamos hacia el zumo de naranja, la leche chocolateada, el queso cottage, el suero de leche. Para entonces las furgonetas de reparto ya no traían pintado nombre alguno; éramos la única casa de la calle y quizás de todo el barrio que aún recibía entregas, sin duda más una molestia que un sostén: el repartidor, una persona diferente cada semana, pisaba bruscamente el acelerador en cuanto brincaba de vuelta al asiento de la furgoneta y metía primera –tenía toda una ciudad de aislados sentimentales que cubrir–. Finalmente la última compañía lechera fusionada nos dejó un folleto que decía que suspendían el reparto a domicilio, y la transición se completó. Digamos que fue en 1971. ¿Me consternó? Cualquier tristeza que sintiera se vio subyugada por el bochorno de habernos asociado con los perdedores, con unos servicios que podrían agruparse con las carretas de caballos que traían hielo y carbón, con los vendedores de escobas de Fuller y con pedirle a la operadora que te pusiera con un número, en la era de las cafeteras Brasilia, de los cepillos de dientes eléctricos Water Piks, de los brazos segmentados sobre ruedas que se desplegaban desde las puertas de embarque de los aeropuertos para apretar sus curvadas y acomodaticias terminaciones de vinilo contra las regiones remachadas de las puertas de los aviones al descargar pasajeros, y de las escaleras mecánicas.
Pero como el cambio gradual se completó antes de que me hiciese adulto, cada vez que lo pienso me veo tentado a apartarme de la historia hacia toda clase de detalles emocionales de poco fiar. A mi madre le llevó varios años dejar de intentar rasgar por descuido el lado que no era de los cartones de Sealtest, pese a haberle sermoneado yo sobre el hecho de que uno de los triángulos tenía mucho más pegamento que el otro, diferencia indicada con las palabras «Abrir por aquí», rodeadas con el contorno de una flecha –hacer caso omiso era no tomarse en serio el invento–. Mi padre preparaba café con hielo después de pasarse la mañana cortando el césped o trasplantando setos, y con frecuencia se dejaba el cartón en la encimera al acabar, con el caño abierto. Y aquí me veo empujado, por voluntad propia esta vez, a considerar los excelentes cafés con hielo de mi padre: varias cucharadas de café soluble y azúcar, licuadas hasta formar un ponzoñoso sirope con apenas medio centímetro de agua caliente del grifo para eliminar cualquier grumo, luego cuatro o cinco cubitos de hielo, agua hasta la mitad del vaso, y leche hasta el borde: con tantísimos cubitos que hasta que no se derretían un poco, siseando y resquebrajándose, con la leche descendiendo en difusivos remolinos en torno a ellos, apenas era capaz de llegar con la cuchara al fondo del vaso para remover la bebida2. Su plan era comercializar una versión moca llamada Café Olé en botellas, una réplica de las cuales, con un dramático logo estilo el Zorro que cruzaba en diagonal toda la etiqueta, descansó durante un tiempo en la repisa de nuestra chimenea hasta que el plan se dejó de lado. He de incluir, también, la leche en subsidiados cartones de cuarto de litro que comprábamos en el colegio por cuatro centavos y las carreras que nos echábamos los unos a los otros para bebérnosla con la pajita de papel de una sola inhalación ininterrumpida que nos helaba el cráneo –esos místicos cuatro centavos nos vinculaban no solo con el dibujo del alto vaso de leche del póster de los cuatro grupos de alimentos sino también con la regla de que uno debía beber cuatro vasos de leche al día, una regla que yo seguía a pies juntillas, bebiéndome los cuatro de una sentada antes de irme a la cama si era necesario.
Todos estos recuerdos que la nostalgia impulsa se vierten de aquel cartón de Sealtest, me desvían de mi rumbo, distorsionan lo que quiero que sea una simple declaración de gratitud por un gran diseño de envasado que por casualidad llegó a ser de uso generalizado cuando era pequeño. Espero con ansias el tiempo en que como adulto haya pensado sobre productos como la leche y el queso lo suficiente como para que esa no-pasteurizada mácula de sentimentalismo haya desaparecido de la cuestión; pero hasta entonces, aparte del reciente asunto del queso-crema-y-rodajas-de-aceitunas, no se me había ocurrido más que una sola unidad adicional de pensamiento lácteo: últimamente me he puesto en contra de la leche en tanto bebida. Durante mi primer año de facultad se convirtió en creencia extendida que «la leche genera más mucosidad» y que por lo tanto debía evitarse cuando uno estaba resfriado –aquel fue el comienzo de mi desencanto–. No mucho después me percaté de que parecía recubrirme la lengua y provocarme mal aliento, algo que, como ya he dicho, deseaba evitar por todos los medios, y pocos años más tarde se reveló que L. era alérgica a la leche: le provocaba diarrea con motitas de sangre, y ver a alguien engullendo un vaso entero de leche fría por la tele la hacía gruñir del asco. Antes de comprender que era físicamente alérgica, atribuía su aversión a la influencia de su padre: él, según me contó ella, asociaba los productos lácteos con cierta clase de alegre tosquedad –monitores de campamento rubios con voz de mezzosoprano y wagnerianos cascos vikingos sentados entre lupinos y bebiendo un tazón tras otro, con las rodillas y los pómulos creciéndoles visiblemente–. Lo recordaba citando sombríamente el Germania de Tácito, algo sobre «bárbaros que se untaban el pelo en manteca». (¿O no era Tácito sino Amiano Marcelino?). Y yo, influenciado por la aversión de L., comencé a sentirme incómodo cuando veía cómo esa película traslúcida que quedaba en un lado del vaso de leche a medio beber ascendía estrechándose hasta el lugar del borde en que alguien había posado los labios para sorber; a lo que se sumaban mi compasión por todos aquellos episodios de diarrea por los que tuvo que pasar hasta que comprendió que era alérgica y mi profundo deseo de que no pensara en mí como en alguien con el pelo mantecoso. Cuando L. tenía que usar leche en alguna receta, olisqueaba la abertura del cartón con suspicacia, insegura de su frescor, pero insegura también de si aquella inseguridad suya no era en realidad una aversión al olor normal de la leche; y finalmente decía: «¿Crees que está buena?» tendiéndome el cartón con una pragmática expresión de labios y cejas fruncidos que a mí me gustaba un montón –aquella expresión de «¿Serías tan amable de corroborar este mal olor?»– escrutándome cuidadosamente la cara conforme me llevaba el cartón a la nariz. Y he aquí otra grandeza colateral del cartón de leche: la pequeña forma romboidal del caño se ajusta perfectamente a la nariz, concentrando cualquier agrio aroma: ninguna amplia abertura circular de ninguna botella de leche podría haber resultado tan útil para hacer el diagnóstico.
Tengo, pues, una sola unidad de pensamiento adulto en torno a la leche para contrapesar las docenas de unidades de la niñez. Lo cual es cierto para muchas, puede que la mayoría, de las materias que son importantes para mí. ¿Llegará alguna vez el tiempo en que no sea yo tan absolutamente dependiente de los pensamientos que se me ocurrieron en la infancia para el suministro de materia prima destinada a mis comparaciones y analogías y mi percepción de los ritmos paralelos de la microhistoria? ¿Alcanzaré un punto en el que exista una buena probabilidad, y me refiero a una probabilidad mayor del cincuenta-cincuenta, de que cualquier idea al azar que salte de nuevo al proscenio de mi consciencia sea una idea que se me haya ocurrido por vez primera siendo adulto, en vez de una que reiteradamente tuve de niño? ¿Será alguna vez el universo de todas las cosas posibles de las cuales pudiera acordarme un universo en su mayoría adulto? Eso espero –en efecto, si fuese capaz de localizar el momento preciso de mi pasado en el cual me hice adulto de modo concluyente, unos cálculos sencillos determinarían cuántos años faltan para alcanzar esa nueva etapa de mi vida: el fin del régimen de la nostalgia, el comienzo de mi auténtica Mayoría–. Y, por suerte, soy capaz de recordar el día exacto en el que dio comienzo mi vida de adulto.
1 Por ejemplo, yo no lamento que se haya perdido que los médicos pasen consulta en casa: solo me pasaron consulta en casa una vez, después de haber tenido alucinaciones durante las fiebres del sarampión con que la llama inmóvil de una vela junto a mi cama se había inclinado hacia mí y me había fluido por todo el cielo de la boca igual que una bebida caliente, y cuando aquello sucedió yo era tan joven (a los tres, me parece) que el maletín negro con su interesante par de bisagras circulares me resulta hoy día casi mitológico; desde luego no lo extraño: para mí, el verdadero punto inicial de la historia de la medicina está en la consulta del médico, a la espera de que me pusieran unas inyecciones. De manera similar, no me apena el gran cambio en los procedimientos de préstamo en las bibliotecas que aconteció en los sesenta: en lugar de un sello con la fecha límite en una tarjeta que mostraba fechas límite previas (el cual permitía que uno se enterara de la frecuencia con que se había prestado un libro en particular), la auxiliar de biblioteca presentaba 1) la tarjeta mecanografiada con el título de libro, 2) tu carné de la biblioteca y 3) una tarjeta perforada que portaba una fecha límite preimpresa, cada cosa una al lado de la otra dentro de una gran caja fotográfica gris, y pulsaba un botón desgastado; para mí la historia de las bibliotecas comienza con los golpes de flash en aquella caja gris. (Al llevar mucho tiempo sin ver una, puede que esté fusionando con ella algunos detalles del lector de microfilmes gris).
2 La cubitera merece una nota histórica. Al principio eran unas barcazas de aluminio con una rejilla de láminas insertada unida a un mango que parecía un freno de mano –una mala solución; tenías que meter la cuadrícula debajo del agua caliente antes de que el hielo se separara del metal–. Recuerdo haber visto a gente usarlas, pero yo nunca usé una. Y luego de repente aparecieron las «cubiteras» de plástico y de goma, moldes en realidad, de diseños variados –algunas producían cubitos diminutos, otras producían grandes cubitos rectangulares y cubitos como el fondo de una bañera–. Había sutilezas que uno llegaba a comprender con el tiempo: las pequeñas mellas incorporadas al diseño de las paredes internas que separaban las casillas unas de otras permitían que el nivel del agua se autorregulara: lo cual significaba que uno podía llenar la cubitera pasando rápidamente todas las casillas por debajo del grifo, con la sensación de que estabas tocando la harmónica, o que uno podía abrir el grifo muy ligeramente, de tal forma que saliera un chorrito de agua fino y silencioso, y sostener la cubitera en diagonal, dejando que el agua entrara en una sola celdilla y de ahí una por una a las demás casillas adyacentes, rellenando toda la cubitera de manera gradual. Además, las mellas entre casillas servían de ayuda después de que la cubitera se congelara; cuando la habías retorcido para liberar los cubitos, podías sacar cubitos uno a uno de manera selectiva enganchándolos con la uña por debajo del saliente congelado que se había formado en la mella. Si no alcanzabas a coger el borde de un mellado tocón porque la casilla no se había llenado hasta sobrepasar el nivel de la mella, era posible que tuvieses que tapar con la mano todos los cubitos salvo uno y darle la vuelta a la cubitera, de tal forma que cayera ese único cubito que necesitabas; o bien podías retorcer la cubitera hasta liberar todos los cubitos y luego, como si la cubitera fuera una sartén y fueses a darle la vuelta en el aire a una tortilla, aventarlos. Los cubitos brincaban como uno solo por encima de sus hogares individuales en torno a medio centímetro, y la mayoría caía de nuevo en su lugar; pero algunos, los más sueltos, se elevaban todavía más y con frecuencia aterrizaban en posiciones irregulares, dejando que sobresaliera un extremo asible –y eran los que te echabas en la bebida.