Capítulo Siete

Ocurrió cuando tenía veintitrés años, llevaba cuatro meses con el empleo en la entreplanta, en una época en la que tenía solo cinco camisas. Podía ponerme cada una, a lo sumo, tres veces, salvo la azul, que seguía estando impecable si la llevaba una cuarta vez, siempre y cuando en ninguna de las veces previas la hubiese llevado en días inusualmente calurosos. En la tintorería no admitían menos de tres camisas a la vez, y tardaban cuatro días, de manera que cuando llegaba a casa del trabajo con frecuencia tenía una sola camisa en mi amplio y reverberante armario.

La mañana de mi adultez, tenía en mi buró un paquete de papel marrón sin abrir que contenía tres camisas limpias. Rompí la cuerda haciendo palanca (pues nunca compensaba romperlo a tirones a una hora tan temprana, ni andar manoseando el veloz aunque excelente nudo que traía de la tintorería), y dejé que cuerda y papel cayeran a mis pies. Mi madre traía a veces a casa paquetes de finísimas lonchas de jamón asado y me dejaba que yo los abriera, y en ese primer momento al revelar las camisas había algo de aquel previo desvelar el jamón asado, si bien era incluso más placentero, porque en este caso estaba redescubriendo a mis viejos colegas, prendas de vestir que ya me había puesto muchas veces, las cuales habían dejado casi irreconociblemente nuevas, por fin sin arrugas por el dorso de los codos ni alrededor de las caderas, por donde las había doblado y vuelto a doblar yo, sino con una especie de marcas semiintencionadas tipo filo de cuchillo y con líneas de pliegues perpendiculares que tan solo realzaban la huella del planchado, las cuales habían aparecido, bien como resultado de la en ocasiones indiscriminada fuerza de las máquinas para planchar y para almidonar (como esas con forma de pezuña vacuna en las mangas junto a los puños) o bien como resultado del cuidadoso doblado final. Pero las camisas no estaban dobladas sin más: unas tiras de papel azul claro las mantenían firme e individualmente en su estado de almacenado, con las mangas dobladas hacia atrás de un modo imposible, como si cada una de ellas estuviese ocultando un regalo.

Las miré a las tres –las dos blancas y la infatigable azul– y decidí que me pondría la que era un pelín más vieja (solo tenía cuatro meses), la blanca. ¡Cuatro meses enteros como hombre de negocios! Cuando la miré más de cerca, estuve seguro de que podía detectar un ligero envejecimiento en el algodón –parecía estar absorbiendo el almidón en mayor medida de lo que la blanca más nueva era capaz–. Solté la tira de papel azul; luego saqué la pechera de cartón1 de la camisa y la arrojé a la pila de pecheras que ya tenía guardadas2. Sostuve en el aire la camisa elegida enganchándola con el pulgar por debajo del cuello y la sacudí una vez. Sonó como una bandera en el consulado de un pequeño país rico. Ahora bien, ¿estaba listo para ponérmela?

Ya me había remetido la camiseta por dentro de los calzoncillos, por supuesto: a las pocas semanas de empezar en el trabajo había descubierto que aquel pequeño acto de previsión hacía que el resto del día laborable fuese más cómodo. Y tenía puesto, pero no abrochado, el pantalón del traje; estaba listo. La camisa siempre estaba más fría de lo que uno esperaba. Empecé a abotonármela por el segundo botón de arriba, enfrentándome al dolor mínimo en la punta de mi pulgar conforme empujaba dicho botón a través del ojal y oía el minúsculo crujido o el sonido como de cabrestante que hacía su borde al remover el perímetro profusamente cosido. De ahí progresé descendiendo por la línea de botones del centro, me abroché los pantalones y pasé a los puños. Los dos botones de dichos puños eran los que más costaban, porque solo podías usar una mano, y porque esa parte siempre estaba más almidonada que cualquier otra; pero había dado con la manera de abrochármelos sin pensar: con la uña del pulgar ponías de canto el botón del puño derecho y hendías el ojal almidonadamente fusionado pasándoselo por encima y cerrando los dedos de manera hipodérmica para propulsar el botón hasta su sitio; luego repetías el procedimiento con el otro puño. De acelerarlas, las dos secuencias simétricas del abotonado de puños habrían parecido el reel ese que bailan en las Highlands.

El botón de más arriba me convocó ante el espejo, donde vi mi barbilla proyectarse hacia arriba en una expresión como de bulldog para dejar sitio en el cuello a los nudillos. Luego la corbata; el cinturón; los zapatos –todas subrutinas automáticas.

Ya tenía puesto el abrigo cuando me acordé de que me había olvidado de ponerme el desodorante. Aquello suponía un revés. Sopesé desabrocharme el cinturón, sacarme la camisa, sacarme la camiseta de dentro de los calzoncillos: ¿merecía la pena? Se me estaba haciendo tarde.

Fue entonces cuando hice mi descubrimiento. Me vino una imagen –el retrato que Ingres hizo de Napoleón–. Desplacé la corbata, me solté un único botón de la zona media. Sí, era posible alcanzarte la axila adentrándote en la camisa por el hueco que dejaba un botón sin abrochar y remontando luego con la barra de desodorante la cavidad pleural entre la camiseta y la camisa hasta que eras capaz de enganchar con un dedo la bocamanga de la camiseta y tirar de ella hasta el lugar más allá de la costura donde empezaba la manga de la camisa, dejando a partir de ahí al aire la zona que necesitabas cubrir. Me sentía como Núñez de Balboa o como Copérnico. En la facultad me había maravillado al ver a las mujeres que se quitaban el sujetador sin quitarse las sudaderas, se soltaban el broche por encima de la tela, se subían una manga lo suficiente como para escurrirse uno de los tirantes, y, tras varias subidas y encogimientos de hombros, tiraban despreocupadas del contoneante conjunto al completo por la manga opuesta. Mi descubrimiento del desodorante tenía algo del sabor topológicamente epifánico de aquellas formas de quitarse el sujetador3.

Caminé hasta el metro encantadísimo conmigo mismo. Mis zapatos (muy nuevos por aquel entonces; solo unos meses de desgaste en los cordones) hacían un bonito sonido granular sobre la acera. El metro no iba muy lleno, y conseguí un sitio de pie que me gustaba, y había espacio para agacharme a colocar el maletín entre mis tobillos. Un trayecto de los buenos, en los que el movimiento del tren te resulta reconfortante y la temperatura interior placenteramente cálida pero no calurosa. Me imaginé el metro como una rebanada de pan que se movía con rapidez. Se me ocurrió el eslogan «Puedes saborearlo con los ojos». Una lástima, sin embargo, que el pan blanco hubiese caído en desgracia, ya que solo el pan blanco queda bien de verdad en tostada, y solo el pan blanco queda bien cuando lo cortas en diagonal. Me acordé del tacto extraño y empañado de la tostada de pan blanco en el momento de sacarla del tostador –sin importar las migas o la mala fama que tu tostador tuviera, la tostada salía siempre tersa y limpia– y de los numerosos estilos que uno podía usar para untar la mantequilla. Podías rasparla ligeramente, ciñéndote a la superficie; o si tu mantequilla estaba muy fría, podías verte quizás obligado a aplastar la capa más blanda de la corteza conforme forzabas la mantequilla para extenderla; o podías poner con toquecitos pequeñas lascas de mantequilla sobre la tostada sin extenderlas en absoluto, confrontar las dos rebanadas de pan y cortarlas por la mitad en diagonal, de tal forma que la presión al pasar el cuchillo contribuyera a que se derritiese la mantequilla además de demediar el pan. Ahora bien, ¿por qué era mejor el corte en diagonal que el corte recto por el medio? Porque la esquina de la rebanada cortada en triángulo te proporcionaba un primer bocado ideal. En el caso de la tostada rectangular, tenías que ladearla para que su forma te entrara en la boca, igual que ladeas una cómoda grande para que entre por la puerta del recibidor: tenías que casar una comisura de la boca con una esquina de la tostada y luego girar cuidadosamente la tostada, abriéndote con ella la boca de tal forma que pudieras salvar el otro reborde; solo entonces le hincabas el diente. Además, con una rebanada en diagonal, la mayor parte del ahusado bocado se situaba justo delante de tu boca, donde quería uno que estuviera conforme empezaba a masticar; con la rebanada rectangular, una onerosa fracción campaba descontrolada en lo alto del abovedado de la lengua. Una parada de metro antes de la mía, concluí que detrás del progreso que se alejó del corte en paralelo hacia el diagonal tuvo que haber existido una lógica, y que la convención no era, como podría haber parecido en un principio, una mera afectación de los cocineros de comida rápida.

Luego empecé a preguntarme con cuánto retraso iba a llegar al trabajo. Me habían robado el reloj una semana antes bajo amenazas, pero eché con optimismo una ojeada por la decreciente perspectiva de manos y muñecas sujetas a las argollas metálicas del vagón de metro. Avisté muchos relojes, de señora y de caballero, pero aquella mañana en particular me resultaron todos ilegibles. La hebilla, y no la esfera, de uno apuntaba hacia mí; algunos estaban demasiado lejos; los de señora eran demasiado pequeños; varios carecían de cualquier punto circunferencial de referencia, y continuaban por tanto pareciendo obleas Necco para todos menos para sus portadores; algunos estaban orientados de tal manera que los reflejos de sus cristales oscurecían las manecillas o los diodos tras ellos. Un reloj de pulsera a menos de dos palmos de mi cabeza, en la muñeca de un hombre con un afeitado demasiado cuidadoso que iba leyendo un periódico plegado en segmentos diminutos, justo me era medio visible; el puño de su camisa eclipsaba la mitad que yo necesitaba, de tal forma que podía distinguir con facilidad el «get» final de la marca en letras mayúsculas, la única lectura de la hora que pude hacer fue para determinar que todavía no eran pasadas las nueve. El puño de su camisa estaba almidonado con más destreza que el mío.

Y fue entonces cuando me di cuenta de sopetón de que a partir de aquel minuto (imposible decir qué minuto exactamente), había terminado con cualquier crecimiento a gran escala que fuese a tener en tanto ser humano, y de que ahora estaba detenido de modo permanente en una etapa intermedia de desarrollo personal. Ni me moví ni me achanté ni di muestras de nada. En realidad, en cuanto hubo pasado la primera conmoción de cruda sorpresa, la sensación no me resultó desagradable. Estaba fijado: era de esa clase de personas que decían demasiadas veces «en realidad». Era de esa clase de personas que de pie en el metro pensaban en cómo untar la mantequilla en las tostadas –untarla en pan con pasas, incluso: cuando el fuerte y nítido raspado del cuchillo para la mantequilla se ve silenciado por el contacto ocasional con las formas suaves y caloríficamente henchidas de las pasas, y cuando cortas justo por una pasa, y a veces se cae, todavía intacta aunque abollada, conforme levantas la rebanada–. Era un hombre, pero ni de lejos era el hombre de la magnitud que había esperado que quizá podría ser.

Subido en las escaleras mecánicas hacia la calle, intenté reavivar el dolor inicial del descubrimiento: había oído un montón de cosas sobre gente que tenía episodios de percepción súbita como aquel, pero yo mismo no había experimentado muchos. Al salir, ya había decidido que acababa de pasar por algo lo suficientemente serio como para justificar que me tomara mi tiempo, llegara tarde o no, para ir a por un café y una magdalena para acompañar a aquella cafetería buena de verdad. Sin embargo, una vez allí, mientras observaba a la mujer abrir a lo bruto una bolsita para mi vaso de poliestireno y mi magdalena con protección de servilleta, usando el mismo flácido zarandeo de muñeca que había usado mi madre para sacudir un termómetro (que es la forma más rápida de abrir una bolsa), y espolvorear después la compra con puñados de removedores de plástico, sobres de azúcar, servilletas y porciones de mantequilla, sentí impaciencia por llegar a la oficina: ansiaba el periodo matutino de qué-te-cuentas con Dave, Sue, Tina, Abe, Steve y los demás, cuando les describiría, apoyándome en los quicios y en los divisores modulares, cómo mi personalidad había ido deteniéndose paulatinamente, justo en el metro, y me había legado un adulto a estrenar. Me estiré los puños de la camisa y me abrí paso por la puerta giratoria hacia el trabajo.

 

1  Hice uso de ese despreocupado, desenvainante movimiento de retracción que años atrás había admirado en los experimentados propietarios de las Polaroids, quienes con negligente soltura tiraban de la gruesa hoja de película pre-SX-70 por entre unos rodillos que aplastaban sus jaleas químicas para convertirla en una foto bocabajo, y quienes después se ponían a andar en pequeños círculos, mirando al cielo, mientras contaban chimpancés para sí, y por último se encorvaban para pelar tan solo una esquina, y luego con mayor confianza el resto, de la húmeda y pringosa imagen en blanco y negro, dejando tras de sí un estratiforme hojaldre de basura, compuesta por el negativo acoplado a su barroca carcasa de papel multicapa, en el reverso de la cual se podían encontrar a menudo interesantes paisajes como de líquenes originados por el líquido revelador verde y marrón que se filtraba.

2  Una buena pila por aquel entonces: las guardaba porque siempre me había gustado pintar en las pecheras de cartón que guardaba mi padre, aunque esas pecheras eran blancas y satinadas por un lado y tenían más o menos tamaño folio, mientras que las mías eran grises y más pequeñas; había descubierto además que la pechera de una camisa, curvada hasta formar un abrevadero, hacía bien las veces de receptáculo para sostenerlo por debajo de la barbilla mientras te recortabas la barba, algo que llevaba haciendo con mayor frecuencia desde que empezara con aquel trabajo. (En aquel momento aún no había descubierto su utilidad como recogedor).

3  El punto más antiguo de esta topológica línea temporal, sin embargo, se dio cuando me hallaba en algún momento entre los tres y los cinco años de edad. Observé a mi madre seleccionar una camiseta para mi hermana de una estructura plegable de madera hecha de finas espigas sobre la cual acomodabas la ropa para que se secara. Dio la casualidad de que la camiseta se había lavado del revés: mi madre la puso bocabajo y alargó una mano por dentro hasta el torso de la camiseta, como si anduviera rebuscando dentro de una bolsa profunda, y se hizo con una de las mangas; luego alargó por dentro la otra mano y se hizo con la otra manga. Levantó los codos y la camiseta empezó a descender en torno a los dos puntos fijados en las mangas; un volteo final y ahí colgaba, ni bocabajo, ni tampoco del revés, de sus dedos. Noté cómo mi cerebro llevaba a cabo una inversión análoga, tratando de asimilar la aparente imposibilidad y la maravillosa inteligencia de lo que mi madre acababa de hacer. Noté la punzada de la oportunidad perdida por no haber inventado yo mismo aquel truco –hasta entonces, no había estado usando más que un puro prueba-error para poner mis camisetas del derecho: empujaba una de las mangas por su agujero sin llegar a ninguna parte; tentativamente enrollaba hacia atrás la costura inferior; empujaba el cuello parcialmente hacia dentro y esperaba el milagro; solo tras varios minutos lograba verdaderamente poner del derecho la camiseta, y nunca sucedía de un modo que pudiese yo recordar más tarde–. Después de observar a mi madre, practiqué sus movimientos hasta que comprendí su funcionamiento, repitiendo «dentro… fuera… dentro… fuera», como el típico parloteo durante una actuación. Averigüé, observando a una canguro, que había más gente que se sabía el truco; y según la canguro no se lo había enseñado mi madre –al contrario, la canguro se lo sabía porque aquel era sencillamente el modo en que la gente ponía las cosas del derecho, por toda la ciudad de Rochester–. Enseguida creé un orden especial en la taxonomía de la destreza humana para cubrir esta clase de trucos: era mejor que saber silbar, chasquear los dedos, hacer el pino, usar la bragueta superpuesta de tus calzoncillos sin estrangularte tu diminuta picha, cascar un huevo con una mano o tocar al piano la música de Batman, porque la destreza se basaba en un brinco mental que había entendido la necesidad de un conjunto de, al parecer, incomprensibles preparaciones previas a un único movimiento de transformación que, al igual que el florecimiento final del pavo real de la NBC, desvelaba tu propósito. De manera retroactiva elevé el atado de cordones a esta categoría, más tarde incluí 1) sostener la almohada con la barbilla por encima de una funda de almohada limpia, en vez de intentar embutir una esquina de la almohada por las solapas en retirada de una funda de almohada en horizontal; 2) colocar el abrigo en el suelo, insertar ambos brazos por ambas sisas y voltearte el abrigo por encima de la cabeza; 3) formar un nudo simple (la base del nudo para atarse los cordones) con un cordel cruzando los brazos como Don Limpio, agarrando los cabos del cordel y descruzando los brazos; 4) preenrollar el calcetín antes de ponértelo, aunque como ya he dicho, al final abandoné esta práctica.