Me alivió y decepcionó a la vez hallar, más tarde, que no estaba tan fijado en cuanto a mi desarrollo como aquella mañana me había parecido; pero aun así continuaba considerando aquel día como el hito que marcaba un notable, único en la vida, cambio de -ez. Entonces, conservando esta edad fija de veintitrés en mente como el final definitivo de mi niñez, daremos por supuesto que cada día de mi vida había tenido un número constante de pensamientos nuevos. (Los pensamientos tenían que ser nuevos solo para mí, previamente impensados por mí, con independencia de si el resto de personas los consideraban manidos o lugares comunes; y su número real no importaba –uno, tres, treinta y cinco o trescientos al día; dependía de la finura en la filtración que se usara para distinguir los repetidos de los novedosos, además de mi propio y nuevo ritmo de pensamiento– siempre y cuando permaneciera constante). Daremos por supuesto que la totalidad de dichos pensamientos nuevos, una vez se me ocurrían, no se corrompían pasado cierto punto, sino que más bien permanecían intactos en el sentido de que podría tirar de ellos para devolverlos a la memoria viva en cualquier momento posterior –aun cuando el acontecimiento en particular, o nuevo pensamiento posterior, el cual me recordaría cualquier pensamiento dado anteriormente, pudiera no surgir nunca–. Y pongamos que mi memoria comenzó de pronto a funcionar de manera consistente a los seis años. Bajo estas tres simplificadoras asunciones, habría dejado en barbecho diecisiete años (23–6=17) de pensamientos infantiles para cuando finalmente me convertí en adulto durante aquel trayecto en metro hacia el trabajo. Por tanto, concluí hace poco1, lo único que necesitaba era
seguir teniendo más pensamientos nuevos al mismo ritmo diario hasta que dejara atrás los cuarenta (23+17=40), y al final habría amasado suficientes pensamientos maduros, nuevos y diversos como para contrarrestar y superar en votos a todos los infantiles: habría alcanzado mi Mayoría. Era un momento cuya existencia había yo desconocido, pero que enseguida adquirió la talla de un gran objetivo resplandeciente. Será el momento en el que comprenderé de verdad las cosas; en el que le daré al pasado sabios y mesurados usos; en el que cualquier materia que convoque para su consideración mental traerá un fajo entero de anexos con fecha de finales de mi treintena, los cuales obligarán a las cañerías de colores primarios a tragarse los «cuando tenía ocho años» o los «cuando era pequeño» o los «cuando estaba en cuarto curso», que por necesidad habían sido tan prominentes. La mediana edad. ¡La mediana edad!
Cuando me detuve un instante a pocos pasos de las escaleras mecánicas, al cierre de mi hora del almuerzo del día en que se me rompió el cordón, con mi libro de bolsillo de Penguin de las Meditaciones de Marco Aurelio, y mi bolsa de CVS, llevaba dos años de recorrido hacia este gran objetivo, pese a que en aquel momento no lo entendiera con claridad; esto es, en aquel momento, dos diecisieteavos, o más o menos el doce por ciento, de las ideas disponibles en mi cerebro eran ideas de adulto, y las demás eran infantiles, y como tales debía aceptarlas.
Resultó que justo entonces no había nadie en las escaleras mecánicas, ni subiendo ni bajando, si bien el final de la hora del almuerzo era un punto álgido. La ausencia de pasajeros, combinada con el sonido ligeramente palpitante que hacían las escaleras, avivó mi apreciación de aquella metálica máquina elevadora. Superficies surcadas emergían deslizándose de debajo del suelo del vestíbulo y con una gradualidad casi botánica se segmentaban en peldaños separados. Conforme surgía, cada peldaño parecía diferenciarse de los otros de manera individual y sencilla, pero tras unos pocos centímetros de subida, se volvía difícil de perseguir, porque cuando vas siguiendo un patrón que se mueve despacio, el ojo se desplaza a saltitos, y a veces uno de dichos saltitos descarga la mirada un peldaño por encima o por debajo del peldaño en el cual te habías fijado; te descubres retrocediendo a la parte previa, emergente, de la ascensión, donde las cosas están más claras. Es como seguir la curva de una broca que rota despacio, o intentar agrandar con el ojo el primer surco de un disco de vinilo para adentrarte en él y seguir visualmente la espiral conforme el disco gira, perdiéndote en la gris anfractuosidad casi de inmediato.
Como no había nadie en las escaleras mecánicas, habría podido jugar al supersticioso juego al que a menudo jugaba cuando me montaba en unas escaleras mecánicas, cuyo objeto era hacer todo el trayecto hasta la cima antes de que nadie subiera a las escaleras ni por detrás ni por encima de mí. Mientras mantenía la apariencia externa de aburrimiento, elevándome despacio al ras de la larga hipotenusa, por dentro estaría experimentando un estado de excitación casi histérica similar al que sentías cuando te escogían como la persona a perseguir en el pilla-pilla; la premisa, en la cual creía cada vez con mayor firmeza conforme iba alcanzando el final del trayecto, era que si alguien subía a cualquiera de las escaleras antes de que concluyera mi trayecto, ella o él provocaría un cortocircuito, y me electrocutaría.
Con frecuencia perdía en aquel juego, y puesto que una vez enfrascado en él se volvía una experiencia que en cierto modo te cosquilleaba los nervios, al principio sentí alivio al entrever que la cabeza de alguien llamado Bob Leary aparecía en lo alto de las escaleras de bajada, porque su presencia hizo que por el momento el juego fuese una imposibilidad. Bob y yo jamás habíamos tenido una de esas charlas de-menos-de-un-minuto que en las grandes empresas bastan para definir las relaciones informales, si bien ambos sabíamos quién era el otro, pero solo por haber visto el nombre del otro en las listas de distribución de memorandos y en las puertas de nuestros despachos; había una sensación de incomodidad, de culpa casi, asociada a que nunca hubiésemos sacado tiempo para llevar a cabo la tarea social mínima de presentarnos, una incomodidad que se acrecentaba cada vez que nos topábamos el uno con el otro. En una oficina hay siempre un remanente de personas que ocupan la categoría de las aún-por-presentar, de las aún-por-bromear-sobre-el-tiempo: el remanente se va haciendo cada vez más pequeño, y Bob era uno de los ultimísimos. Su cara me era tan familiar que su estatus de extraño era en realidad vergonzoso, y justo entonces, la certeza de que Bob y yo íbamos a ir acercándonos gradualmente el uno al otro, él bajando y yo subiendo las escaleras, que estábamos destinados a confluir más o menos en el ecuador de nuestros progresos, como a unos seis metros en el aire en mitad de un enorme vestíbulo de mármol rojo tipo bóveda, donde habríamos tenido que establecer contacto visual y asentir y murmurar, o mirar glacialmente a la nada, o fingir que inspeccionamos cualesquiera pertenencias susceptibles de necesitar una inspección durante un trayecto en escaleras mecánicas, pasando a duras penas aquel segundo de forzada proximidad como si la otra persona no existiera, y retorciendo así el simple hecho de que nunca habíamos intercambiado cortesías hasta llevarlo a un nivel de incomodidad aún mayor, me llenó de una desesperada aversión. Resolví el problema quedándome quieto a mitad de zancada, en el instante en que lo entreví (justo antes en realidad de haber puesto un pie en las escaleras mecánicas), apuntando al aire con el dedo índice, como quien acaba de acordarse de algo importante que había olvidado hacer, y me apresuré a caminar en otra dirección2.
Atravesé rápidamente el conjunto de ascensores que cubrían el tráfico entre las plantas catorce y veinticuatro, hacia el lado opuesto del vestíbulo, dejé atrás el largo y bajo directorio del edificio, en el que nombres y números de planta en blanco resplandecían sobre un fondo negro (aunque aquí y allá se veían rajitas imperfectas en el plástico negro, donde una mano menos hábil había actualizado la lista de inquilinos), dejé atrás un grupo de macetas en el que nunca había reparado, donde una mujer con un traje azul de ejecutiva hojeaba de pie una rígida carpeta marrón nueva que había sacado de su igualmente nuevo maletín3. Al darme otra vez la vuelta hacia el fondo del vestíbulo, dejé atrás a varios tipos del servicio postal con gafas de sol que se habían recostado en un grupo de sofás (sofás que estaban en realidad destinados a personas como la mujer de los currículums, y no a que el personal de apoyo del edificio, pensé con desaprobación, se juntara durante la pausa para el almuerzo). Los conocía de una época en la que había tenido que enviar cierta cantidad de paquetes de última hora por DHL a Padua por un asunto filantrópico en el que la empresa se había implicado, así que los saludé con la mano. El sonido de la máquina de franqueado marca Pitney Bowes de la sala del correo, la cual humedecía y cerraba los sobres además de imprimir en ellos un descolorido emblema postal rojo que incluía la hora, las alas de un águila y una exhortación a donar algo a la United Way, era fuerte y rítmico, y ni siquiera con tapones habría sido capaz de aguantarlo todo el día tal como hacían aquellos tipos del servicio postal. Uno de ellos me devolvió el saludo, pero antes de darles la espalda estuve casi seguro de que por el rabillo del ojo vi que otro de ellos (notorio porque en días de calor, por increíble que parezca, ese hombre solía llevar una corbata de clip prendida de la uve en el segundo botón de su camisa desabrochada, de tal forma que las extremidades de plástico gris con forma de palo del mecanismo de enganche quedaban claramente a la vista) se inclinaba hacia los demás mientras me miraba para decirles algo moderadamente malicioso sobre mí, algo como: «Hace un par de semanas, pasé por delante de la puerta del despacho de ese tipo, ¿vale? Miro dentro: y está justo quitándose un pelo de la nariz. Va y hace ¡boing! y luego una mueca, nnng, con los ojos vidriosos, y luego le da un escalofrío. Lo mismo se equivocó y se arrancó tres a la vez». Sabía que se trataba de alguna historia así, porque oí unos «¡No!» y risas justo en el intervalo posterior a haberlos saludado, y porque si yo hubiese estado recostado en aquel sofá, también me habría visto tentado de decir algo moderadamente malicioso sobre alguien como yo.
Finalmente volvía a aproximarme a las escaleras mecánicas, viéndolos ahora de perfil. Bob Leary ya no estaba; había varias secretarias en las de subida. Al pie de la máquina, sin embargo, se estaba representando ahora una interesante escenita. Un hombre de mantenimiento del edificio, cuyo nombre desconocía, había empujado hasta allí en mi ausencia un carrito lleno de pulverizadores con varios productos de limpieza, rollos de papel higiénico de repuesto, una goma limpiacristales y otro montón de cosas; y conforme me acercaba, atomizó un líquido verde pálido en un trapo blanco hecho un gurruño y aplicó el trapo al pasamanos de goma de las escaleras mecánicas. No hizo ningún intento de pasar el trapo: tan solo presionó el trapo con ambas manos, mirando a una de las secretarias, mientras el pasamanos se abrillantaba a sí mismo hasta mostrar un lustre más oscuro. ¡Imagina trabajar en un edificio en el que uno de los trabajos habituales de la semana de una persona de mantenimiento fuese abrillantar el pasamanos de unas escaleras mecánicas! La exhaustiva amplitud de aquello, la omniabarcadora definición de lo que era en realidad una oficina limpia, ¡era tan emocionante! Estaba seguro de que esa era una de las partes del trabajo de aquel hombre que más le gustaban, y no solo por lo divertido que era mirar a las secretarias, sino porque era algo que los hombres de mantenimiento no habían estado haciendo durante cientos de años: habían estado barriendo, haciendo reparaciones, pasando la mopa, encerando, dando con la llave correcta en la enorme argolla que llevaban prendida de una vuelta de cinturón, pero solo recientemente habían empezado a sacar brillo a los pasamanos de las escaleras mecánicas por el procedimiento de apoyar de modo inmóvil un trapo blanco de algodón, usando la tecnología, si bien usándola de un modo tan despreocupado que para todos nosotros parecía que estaban en la playa recostados contra sus Chevrolet Camaro. Ese tipo conocía posiblemente cada hito de aquel pasamanos de goma conforme este daba vueltas –cada desconchón donde parecía que alguien había intentado cargárselo con un cuchillo, y la sección donde se combaba hacia fuera, y la pequeña cicatriz de fusión donde habían empalmado los dos extremos para cerrar el bucle–. Estaba usando sin duda uno de aquellos hitos para asegurarse de que había sostenido el trapo contra el pasamanos el tiempo suficiente como para haberlo abrillantado del todo.
–¿Cómo va eso? –le dije, y luego, acordándome al ver una caja de bolsas de basura en el nivel inferior del carrito–. He oído que Ray no está.
–Vino la semana pasada –dijo el tipo de las escaleras, y yo le dije: «Estás majara, quédate en casa, con lo que uno se tiene que agachar aquí». Se veía que estaba dolorido. Iba agarrándose a las cosas.
–Horrible.
Entonces, sorprendentemente, el tipo se encogió de hombros.
–Va a estar bien. Es la segunda vez que le pasa. No es nada serio, en mi opinión.
–¿Conoces a Tina, Tina la secretaria? –dije, señalando hacia la entreplanta.
–Conozco a Tina.
–Tina le ha hecho un póster para desearle que se mejore, un poco cursi, con flores, pero muy bonito, un póster grande… lo tiene arriba por si quieres firmarlo.
–Lo mismo subo esta tarde. –Levantó el trapo que había estado apretando contra el pasamanos y lo miró por debajo. Los rebordes de sus azarosos pliegues se habían oscurecido por donde habían estado en contacto con la goma. Hizo con el trapo un gurruño diferente, pulverizó más abrillantador y volvió a aplicarlo–. Pues lo voy a firmar: tenemos que hacer que Ray se ponga bien para que no tenga que andar haciendo yo este trabajo.
–Ray era rápido –dije.
–Es rápido, sí. Y uno tiene que respetar su rapidez. Tienen a un chaval que les echa una mano pero es un inútil.
Nos dijimos el uno al otro tómatelo con calma. Luego me agarré al pasamanos que no estaba abrillantando (habría sido raro cogerme al pasamanos que sí estaba abrillantando –como pisar un suelo al que acaban de pasarle la mopa–: habría intensificado la siempre aledaña sensación de futilidad del servicio de mantenimiento –mejor esperar a que ese hombre hubiese terminado con todo el pasamanos antes de contribuir al inevitable proceso de deslucido que lo forzaría a volver a abrillantarlo otra vez entero la semana siguiente–), y puse un pie en las escaleras mecánicas. Sin tener que bajar la vista, era capaz de calcular cuándo dar el paso que me ponía en contacto con los surcos móviles de las escaleras de tal forma que mi pie no aterrizara en una grieta entre dos peldaños, sino en el centro de uno de ellos; y si bien casi todas las personas de mi edad dominan esta habilidad, aún me siento orgulloso de mí mismo, como orgulloso me había sentido de saber atarme los cordones sin mirar. Sabía también por costumbre qué altura habría alcanzado el todavía medio formado y creciente peldaño conforme mi otro pie aterrizaba en él, calibrando en parte la velocidad de las escaleras por el tacto del pasamanos en mi palma. Una de las cosas que mi madre me enseñó cuando era pequeño (su énfasis en la seguridad debido probablemente al hecho de que tanto las escaleras mecánicas como los ascensores no tripulados todavía eran una novedad por aquel entonces, y pensábamos por tanto que estaban, como más tarde los televisores de tubos catódicos y los hornos microondas, llenos de peligros) era que me asegurara siempre de reatarme las zapatillas antes de usar un sistema de transporte vertical. El cordón suelto, me dijo, podría quedarse cogido en la grieta entre dos peldaños, y me imaginaba el resultado: los peldaños que empezaban a aplanarse hacia su repetido descenso trofoniano, llevándose con ellos a Pedro Melenas, triturándolo, zapato, pierna, torso y finalmente la cabeza, con las púas metálicas de la parte superior del circuito, y luego apisonándolo más todavía durante su viaje difícil de imaginar por el lado inferior de las escaleras. (Esto ocurrió mucho antes de que hubiera visto cómo desmontaban unas escaleras para repararlas, como tan a menudo las vemos ahora en el metro, donde se estropean con mucha más frecuencia que en los entornos empresariales –¿será por el calor, o por los malos calendarios de mantenimiento, o por la cantidad de agua y de tierra y de chicles que tienen que soportar?– y de que la forma triangular de los peldaños me quedara finalmente clara: antes de eso, que menguara lo que creía era un bloque rectangular hasta formar en un extremo una superficie bidimensional, como al plegar un reloj-despertador portátil, me parecía increíblemente complicado). Cuando estaba en el instituto, con el fin de demostrarme a mí mismo lo seguras que eran las escaleras mecánicas, con qué despreocupación se las podía tratar4. Esto ocurrió en una fase durante la cual dejaba que los zapatos se me desataran y no me importaba volver a atármelos, e incluso deslizaba el pie en ellos por la mañana sin desatarlos, como si fuesen unos mocasines–. Hubo algunos años en los que un montón de universitarios iban por ahí con los cordones desatendidos hasta… 1977 o así, coincidentes con las sandalias Dr. Scholl, creo. Yo me apropié de la práctica, creyendo que era guay, pero a mi madre, que casualmente recibía clases en la Universidad de Rochester por aquella época, le parecía afectado e irritante y pensaba que tenía que dejarlo; y ahora puedo entender sin duda cómo la visión de grupos de chavales de diecinueve arrastrando los pies entre clase y clase con las puntas de plástico de los cordones desatados de sus botas de faena Wallabees y Sears repiqueteando contra el embaldosado del pasillo, de los talones en sus calcetines saliéndoseles de vez en cuando del calzado, te haría cerrar los ojos durante un segundo ante el descerebrado borreguismo de los jóvenes. Otra cosa que hacía incluso ya en la adultez era reatarme los cordones en las escaleras mecánicas –convirtiéndolo en un pequeño desafío: ¿cuánto sería capaz de apurar el trayecto hasta que me atara ambos zapatos con éxito y sin que pareciera que lo hacía a toda prisa antes de llegar arriba?
Dadas todas estas poderosas y preexistentes conexiones en mi vida pasada entre los cordones y las escaleras mecánicas, uno esperaría que al instante de embarcar en las escaleras mecánicas aquella tarde, me habría acordado por fuerza del problema del desgaste de los cordones, el cual me había ocupado una hora antes. Pero el determinismo de los recordatorios a menudo opera de forma oscura; y en este caso la cuestión ya se me había ocurrido y la había dejado en barbecho durante los pocos minutos que pasé en el aseo de caballeros antes del almuerzo: siguiendo esta recurrencia, la cuestión no surgió hasta hace bien poco, conforme empecé a reconstruir los eventos de aquel mediodía para este opúsculo. Incluso después de almorzar, de nuevo en mi despacho, mientras rasgaba para abrir la parte superior grapada de la bolsa de CVS y sacaba el plástico de burbujas con los cordones nuevos y los iba entrelazando en mis zapatos, ascendiendo en zigzag con el cabo de un cordón un ojal sí y otro no, tal como me habían enseñado los zapateros, un momento en el que en efecto tendría que haberme acordado de la cuestión, me preocupaba más bien si debía transferir cuatrocientos dólares a la Chase Visa, o si era una cantidad demasiado alta que me traería problemas antes de mi paga bisemanal, con lo que debía transferir solamente doscientos. Justo después del almuerzo era por lo visto la hora de pensar en cosas prácticas como las facturas, y no puedo evitar mencionar aquí el refinado placer que por aquel entonces obtenía al ocuparme de mis finanzas: en especial el placer de recibir en el buzón gordos sobres llenos de extractos bancarios y sus correspondientes facturas, la historia documental del mes en curso, cenas por ahí y compras sueltas que habrías olvidado por completo de no ser por aquellos comprobantes, los cuales te resucitaban amablemente el momento en que pagaste: estás ahí en un restaurante, ahíto, un filete entero en el estómago, con tu querida amada, felices y sonrientes, con el trasero ardiendo debido a la falta de absorción de la silla de vinilo, y sopesas si pedirle o no ayuda para calcular la propina –algunas veces es mejor ser un completo caballero y despachar una generosa cantidad redonda, otras es más amable consultar con ella los matices entre el quince y el veintidós por ciento que se merecía el camarero o la camarera de aquella velada– y experimentabas el placer de escribir la cantidad de la propina a través de varias capas de papel de calco, presionando con fuerza contra la bandejita negra que te había facilitado el restaurante para evitar que el pago se marcara en el mantel, y luego, una vez que el total había sido escrito y comprobado dos veces, firmabas, con mayor rapidez que con la que firmabas una carta de negocios porque aquí no importaba qué rasgos del carácter fuese a leer la gente en tu firma, y porque el vino te hace firmar con más soltura: garrapateabas casi todo tu apellido con la misma clase de zarandeo acelerado que hace el cable de una aspiradora al retirarse a su acaracolada posición de almacenado5 –aquel momento de clausura de una velada retorna por entero a ti, reducido con acierto a algo del tamaño de aquel duplicado de factura, con la imagen del calco menos distinguible y algunas veces el nombre del restaurante apenas legible, en concordancia con su estado de evanescencia en la memoria.
No, fue antes del almuerzo, solo unos minutos después de que le dijera adiós a Tina, cuando de nuevo retomé brevemente el hilo de la teoría del cordón.
1 Llegué a esa conclusión mientras conducía de camino a casa a gran velocidad y a oscuras, por la autopista que solo unas semanas antes había soportado el camión de la basura que me había recordado al clavo ferroviario y al truco del fondo blanco. Había estado pensando en que hasta que no me hube convertido en usuario regular de la autopista no me había percatado del modo en que las colillas de cigarrillo, que tiraban de un capirotazo por las ventanillas, abiertas apenas una rendija, usuarios invisibles más adelante, aterrizaban en la fría e invisible carretera y expelían una pequeña pirotecnia de chispas de tabaco, y de cómo aquella visión tenía el mismo efecto en mí que el último plano de una escena de Risky Business: un vagón de metro nocturno en Chicago despide un fulgor de chispas en la oscuridad, concluyendo con el nítido «¡Kssh!» del platillo de un charles los arrulladores ritmos electrónicos de la banda sonora –salvo que dichas chispas de cigarrillo eran las explosiones de despedida de tales objetos íntimos, todavía calientes de los labios y los pulmones de la gente, que aparecían justo más allá de tus faros y entonces estos los arramblaban, conforme dejabas atrás la colilla todavía dando vueltas y tumbos violentamente y viajando a sesenta y cinco kilómetros por hora contra tus ciento cinco–. Eso me había recordado cómo solía abrir la ventanilla durante los viajes en coche cuando era pequeño y lanzar el corazón de una manzana o de una pera al almohadón de aire y ruido y observar cómo empequeñecía a lo lejos en la perspectiva de la carretera detrás del coche, todavía rebotando y dando vueltas a gran velocidad –repentinamente cambiaba de algo que tenía en la mano a algo ya no mío que acabaría descansando en un tramo de autopista el cual no tenía rasgo distintivo alguno, un lugar entre lugares humanos, en tanto basura–; y me preguntaba si acaso la gente que arrojaba las colillas de sus cigarrillos a la oscuridad lo hacía tan solo porque lo preferían a apagar el cigarrillo en sus ceniceros, y porque disfrutaban de la ráfaga de aire frío que entraba por el cuarto de ventanilla abierta al tirarlas de un capirotazo, o si estaban acaso al tanto de los momentos de sublimidad que estaban creando para los no fumadores que iban detrás, y lo hacían por nosotros –¿se habían percatado ellos de aquella misma pirotecnia a remolque de los coches de otros fumadores? ¿Asociaban, con el amor propio y el sentimentalismo del adicto, aquella vertiginosa cremación y esparcimiento de cenizas con la más larga curva de sus propias vidas, «arrojados a las tinieblas cubiertos de gloria», etc.?–. Estaba dándole vueltas a estos pensamientos varios, algunos nuevos y otros repetidos, en la cabeza, cuando llegué a la conclusión.
2 Nunca puedes estar seguro de si la gente se ha dado cuenta de esta clase de evasiones o no. Me topé con Bob Leary en la fotocopiadora varias semanas después de nuestro casi encuentro –la fotocopiadora de su departamento estaba siendo revisada– y quizás como reacción a mi cobardía en el vestíbulo, me mostré altisonante y efusivo y afable con él, me presenté y me arranqué con una conversación como de un minuto o así sobre los márgenes decrecientes en el hoy maduro negocio de las fotocopiadoras, y el uso de la aspiración de aire como elemento del mecanismo de alimentación del papel el cual nadie habría podido predecir. No costó más que eso: a partir de ahí nos mostramos perfectamente relajados el uno con el otro, sonriéndonos y saludándonos con un gesto de la cabeza cuando por casualidad nos veíamos en el recibidor o en el aseo de caballeros –incluso trabajamos brevemente juntos en un requerimiento interdepartamental de treinta páginas para una flota de camiones–. La ignominia de haber virado yo frente a las escaleras mecánicas aquel día a fin de rehuir un cruce con él jamás influyó en nuestros años de satisfechas risotadas.
3 Pude adivinar exactamente lo que estaba haciendo aquella mujer, y dicho saber me complacía. Estaba revisando las copias que había hecho de su currículum, asegurándose de que las copias que entregaría despreocupadamente a petición de alguien no eran las malas con la errata en «New Hapmshire», aunque no estaba tirando a la papelera los currículums con el «Hapmshire», sino que los estaba guardando para la entrevista posterior a la que haría en este edificio, por si acaso no le daba tiempo entre citas a acercarse a una copistería, ya que probablemente el segundo trabajo era el que de todas formas no le interesaba. Le hice un gesto con la cabeza que se podría haber interpretado como condescendiente, pero se suponía que expresaba compañerismo, ya que hubo un tiempo en el que yo mismo había rondado los vestíbulos con un traje nuevo y un currículum con erratas.
4 Las escaleras eran seguras: y su seguridad el resultado (así lo creo ahora) de la brillante decisión de practicar surcos en la superficie de los escalones de manera que estos casaran a la perfección con los dientes de las planchas metálicas de tipo peine de las partes superior e inferior, imposibilitando que objetos sueltos, como monedas o cabos de cordones, se quedaran atrapados en el hueco entre los peldaños móviles y el suelo fijo. No les dediqué pensamiento alguno a los surcos de las escaleras mecánicas aquella tarde, y en aquel momento tenía en efecto nociones indistintas en lo que a su propósito respecta –pensaba que estaban ahí por cuestiones de adherencia, o que quizás eran puramente decorativos; surcadas para recordarnos cuán bellas son las superficies surcadas en tanto clase: los surcos en la parte inferior de la ballena azul que deben representar algún avance aerodinámico o térmico; los surcos que deja un rastrillo en la tierra suelta o un arado en el campo; el único surco que la cuchilla de un patín hace en el hielo; los surcos que permiten que los calcetines se estiren, y en la pana, los cuales puede uno recorrer con su boli; los surcos en los discos de vinilo–. Durante la época en que me subía a las escaleras mecánicas con los cordones desatados, me pasaba el invierno haciendo patinaje de velocidad sobre hielo (un peldaño de unas escaleras mecánicas, por cierto, se parece a las cuchillas de unos patines puestos del revés y en fila) dando vueltas y vueltas a un estanque al aire libre detrás de unos viejos patinadores italianos con cara de uva pasa y sudaderas con capucha, quienes se colgaban los protectores de las cuchillas a la espalda y se movían con impulsos largos, lentos e invariables; y los veranos los pasaba escuchando discos: dos veces a la semana o así, me montaba en las cortísimas escaleras mecánicas hasta la segunda planta del centro comercial Midtown Plaza, y conforme, en la cima, los peldaños metían para adentro sus barbillas, yo obtenía una primera instantánea, directamente a la altura de los ojos, de la extensión de suelo que conducía más allá de los detectores antirrobo con aspecto de caja y se adentraba en la enmoquetada región de Discos Midtown. Allí, dejando que mis dedos realizasen sus movimientos como de zancadas, hojeaba los discos: si había múltiples copias de un mismo disco obtenía una primitiva animación como de cine antiguo del artista sentado quieto al piano, con aire pomposo, bajo la ornamentada banda amarilla de la Deutsche-Grammophon; a menudo un leve vacío entre el retractilado de un disco y el siguiente arrastraba consigo el sucesivo varios grados antes de que este cayera de nuevo.
Al creer firmemente en la simetría en la actualidad, intenté hacer comparaciones entre los surcos asociados a aquellas dos actividades estacionales, patinar y poner discos. Si unos exploradores descendieran al interior de un surco altamente aumentado que dejara la cuchilla de un patinador de velocidad, a uno de los surcos que yo mismo dejaba en el hielo del estanque de Cobb’s Hill, por ejemplo, irremediablemente derretido hoy día, y se plantaran en ese inmenso valle sinclinal, con nuestras barbas blanqueadas por la condensación, extenuados por las dos horas previas de lenta travesía, nuestras mochilas llenas de muestras que hemos recogido para el posterior trabajo de laboratorio y que, como las piedrecitas de una morrena que aún presentan los característicos arañazos paralelos dejadas ahí conforme el peso del glaciar forzaba a otras piedras a sobrepasarlas poco a poco, que podrían quizás conservar marcas que solo la cuchilla de mi patín podría haber realizado, veríamos aquí y allá oscuros destellos, por entre las grandes plasticidades machacadas y lateralmente desplazadas a resultas del milenario de ese único trazo de cuchilla de patín, y junto a estos, frágiles acrecencias que demostraban eso que los profesores siempre habían sostenido –que el hielo era resbaladizo porque se derretía momentáneamente bajo la presión del filo de la cuchilla, luego se recongelaba cuando la cuchilla quedaba atrás, apilándose hasta formar arbustos quebradizos y cristalinos que se evaporaban, mientras los observábamos incluso, generando una neblina blancuzca–. Aquellos oscuros destellos resultarían ser, conforme nos acercáramos y nos inclináramos para inspeccionarlos, trocitos rebanados de metal –desgaste de la cuchilla del patín.
Si uno realizara un negativo de esa imagen del desfiladero de la cuchilla de mi patín, arribaría al surco aumentado del disco de vinilo –al valle de un susurrante río negro de ondas asfálticas lo bastante blando como para que las pisadas de tus suelas Vibram imprimieran en él sus huellas–: una imagen vaciada de un molde maestro consecuencia de haber forzado a un aguja a arar sobre cera a la vez que negociaba complejos compromisos mecánicos entre todas las varias oscilaciones conceptualmente independientes que la estereofonía le demandaba; ondas tan intersedimentadas y embrolladas que solo tras un día con el equipo topográfico, midiendo las distancias en pasos y haciendo cálculos (generando estática con cada pisada), es uno capaz de pintar con espray naranja «Clarinete bajo» con cierta confianza sobre un intermitente cauce de vinilo, como los operarios con chalecos Scotchgard pintan con espray la calzada para indicar las líneas de servicio público que hay debajo. Partículas de polvo del tamaño de un adoquín que trae el aire, infortunadas esporas cascarudas como cocos y grandes masas color obsidiana de humo de cigarrillo, todo alojado aquí y allá en la superficie extrañamente carente de eco y, de vez en cuando, un precioso pedrusco de diamante, que dicha superficie más blanda logró de algún modo rebanar de la aguja, reluce en la pendiente, allá donde las posteriores reproducciones lo han incrustado a golpes en el material, y al cual maldecía el escuchante como si no fuese más que polvo normal y corriente. Era el desgaste de la aguja.
Al igual que en el anterior caso del cordón deshilachado, lo que aquí buscaba yo era tribología: el conocimiento detallado de la interacción entre las superficies que infligen el desgaste y las superficies que lo padecen. En cuanto al patinaje: ¿había ciertos tipos de impulsos con el patín a los que culpar en particular de que las cuchillas se mellaran? ¿Las salidas en esprint, las paradas en derrape? ¿Era el hielo muy frío, o el hielo con una superficie ya cuadriculada por los grabados de otras muchas cuchillas, responsable de que mis cuchillas se mellaran antes? ¿Existía un modo de inferir los kilómetros patinados en total por el desgaste infligido al filo de una cuchilla? Y en cuanto a los discos: ¿eran las impurezas del vinilo lo que desgastaba la aguja, o eran las ondas de la propia música en vinilo?, y de ser la música, ¿podríamos averiguar qué clase de timbres y de frecuencias contribuían a alargar más la vida de la aguja?
¿O la mayoría del desgaste en la aguja se generaba en la práctica antes de que esta tocara siquiera el vinilo, por un pulgar humano? Aquello era una posibilidad. Cuando mi hermana había estado escuchando alguno de los discos familiares más antiguos, como My Fair Lady, que cuando no se usaba se dejaba tirado en la moqueta –visiblemente lleno de pelos, de hecho–, la aguja solía tener un fez azul grisáceo de polvo, que parecía hecho del mismo material que recubre la malla filtrante de las secadoras y la superficie interna de los nidos de los gerbos, y me tocaba a mí sacudir aquella inanimada cosecha. Hombres ilustres de los Laboratorios Hirsch-Houck, de los cuales se había hecho eco el propietario del folleto que acompañaba a las cápsulas marca Shure, recomendaban encarecidamente que nunca llevaras a cabo aquellas sacudidas con el aparato estéreo encendido, ya que se podían generar «transitorios» que podrían sobrecargar los poderosos y serviciales imanes internos de los altavoces; pero en lo que a mí respecta, uno debía correr ese riesgo, porque el acto de extracción solo se confirmaba cuando el gruñido de la huella de tu propio pulgar, cada surco sónicamente ampliado, llenaba la habitación conforme uno lo pasaba siempre con suma delicadeza por debajo de la aguja –reproduciendo sus arrugas únicas y como de isobaras de un modo idéntico al que enseguida iba a reproducir el espiralado disco de aquella sesión de estudio única en la vida de un pianista– y la bola de pelusilla de My Fair Lady caía, revelando el diminuto punto de contacto en sí, curiosamente romo, con la forma del martillo de goma que se usa para provocar la respuesta motora en la rodilla, colgando insectívoramente en el espacio, listo para otro Deutsche-Grammophon. El álbum continuaba precintado; y aquí uno tropezaba con una suerte de surco adicional antes de reproducir el propio disco: el silencioso y perfectamente dócil partirse del retractilado conforme lo perforabas con la uña del pulgar y la pasabas por aquel surco temporal (por entre lo que sabías eran, aunque no resultaran visibles de antemano, dos lados independientes del cartón), tomándote un minuto para ponderar las inusuales propiedades de aquel retractilado, tan resistente y elástico hasta que era atravesado localmente, resuelto después a seguir desgarrándose casi por voluntad propia, una característica que tan bien explotaran los diseñadores de las cajetillas de cigarrillos, quienes le habían incorporado al celofán una pequeña lengüeta de color con la cual se inicia el desgarro, y una banda-guía de plástico más duro la cual pastorea la relajada apertura en torno a la parte superior de la cajetilla. Sacabas el disco sin hacer jamás contacto con las superficies sonoras, usando un agarre trípedo: el pulgar en el borde, los dedos en mitad de la etiqueta. Aunque fuese nuevo, el disco habría atraído polvo ambiental en su tránsito por el aire hasta el plato del tocadiscos; de ahí que usaras un sistema para limpiar los discos como el que teníamos nosotros: un artilugio similar a un brazo fonocaptor que aplicaba un abanico de cerdas superfinas al disco por delante de un cepillo rojo y cilíndrico, el cual atrapaba cualquier grueso de desechos. Dicho brazo limpiador recorría el disco algo más deprisa que el brazo fonocaptor en sí, propulsado posiblemente por los múltiples puntos de contacto de sus cerdas internas (un puzle que jamás resolví en realidad), y que acababa por tanto unos cinco minutos antes de que lo hiciera la música de esa cara. El sistema para limpiar discos recordaba mucho a las máquinas para barrer las calles que fueron introducidas durante mi niñez, con aspersores delanteros que humedecían los inminentes desechos de tal forma que unos cepillos giratorios pudieran empujarlos hacia dentro desde el bordillo, al interior de un lugar de tumulto invisible en cuyo fondo un enorme cepillo cilíndrico marcha atrás arrojaba los desechos de la calle a un receptáculo incorporado al interior de la máquina. ¡Si al menos los sistemas para limpiar discos que usábamos hubiesen funcionado igual de bien que esas máquinas para limpiar las calles, las cuales dejaban tras de sí un rastro húmedo y limpio, decorado con los tirabuzones de las marcas del fregado por el lado externo de cada pasada y con marcas de cepillo en línea recta por el centro, incluso cuando se apartaban del bordillo de un bandazo para esquivar los coches aparcados, y viraban luego para retomar, con obvia satisfacción, el barro reseco y las hojas y los envoltorios descoloridos del bordillo! Pero no había sistema para limpiar discos que funcionara de verdad bien; y la supuesta solución limpiadora antiestática que rociabas en el cepillito cilíndrico dejaba en los surcos un residuo untuoso, atemperando infinitesimales júbilos de la reproducción sonora. Aun así, lo usábamos; humedecíamos el cepillito con dicha solución y lo poníamos sobre el disco mientras este giraba. Y luego, ignorando el fastidioso mecanismo inductor hidráulico del plato del tocadiscos, el cual te obligaba a posicionar el veleidoso brazo fonocaptor muy por encima del punto en el que querías que aterrizase, afianzabas la mano contra la base del plato (de un modo similar a mi antigua forma de estabilizar una mano en la parte alta de mis zapatillas mientras me las ataba) y utilizabas el pulgar para ejercer un ligero, trémulo empuje ascendente sobre el palito ganchudo tipo ala de gaviota de la cápsula. Los contrapesos –discos de cromo bruñido sobre roscas calibradas que podían girarse con precisión hasta el gramaje deseado (¡y menuda controversia que había sobre cuál debía ser el peso adecuado!, algunos sostenían que un sobrepeso de dos gramos te echaba poco a poco a perder los discos; pero por su parte los severos columnistas de Stereo Review afirmaban que una carga insuficiente posiblemente diera pie a que la aguja acuaplaneara sobre los pasajes que sonaban más fuerte, o que despegara como un esquiador acrobático que recorre una pista con una superficie irregular, descendiendo perniciosamente con fuerza en los pasajes siguientes)– hacían que el brazo fonocaptor se elevara flotando ante el más ligero de los empujes de tu pulgar, como si bajo la tapa antipolvo de dicha máquina prevaleciera una gravedad especial de tipo lunar. Sostenías la cápsula por encima del liso perímetro exterior del disco mientras este giraba; las deformaciones hacían que la superficie subiera y bajara, a veces a un ritmo cardiaco –zum-hum, zum-hum– y sobre dicha superficie móvil y flexible dejabas por fin que la aguja estableciera suave contacto, de tal forma que esta también se bamboleaba con aquel oleaje de imperfección, produciendo al aterrizar una conmoción similar a cuando soltabas sobre la moqueta un pesado baúl, seguida de un hálito expansivo y al menos un gran pop que reforzaba la sensación de que uno acababa de adentrarse en el microscópico encanto de esa tecnología, en la cual los sonidos se almacenaban en una forma tan físicamente pequeña que incluso una partícula invisible dentro de un surco del ancho de un hilo podía resonar como el restallido del látigo en un circo, y durante dicho hálito uno abandonaba la posición acuclillada para acomodarse sobre la alfombra. Y entonces empezaba la música. Después de tres minutos de intensa escucha, una vez se había desvanecido la emoción de la microscopía y el piano se había internado de manera errática en pasajes que eran o menos buenos o menos familiares que la introducción, me ponía a leer la funda interior del disco, y después, mucho después, yo mismo me internaba en la cocina para hacerme un bocadillo y leer Stereo Review, y regresaba veinte minutos más tarde, casi al final de la cara A, para escuchar acabar a la tecnología: recorrías los últimos surcos como si fueses en un rickshaw por la abarrotada capital oriental de la música, y entonces, de pronto, al anochecer, dejabas las puertas de la ciudad y subías a bordo de un barco a la espera de que te llevara a toda velocidad por las aguas negras y púrpuras de la albufera, hacia una isla plana por el centro; rápida y silenciosamente trazabas una curva sobre la plácida amplitud, acercándote a aquella isla circular (con su menudo y druídico tótem en el centro, probablemente un calendario) pero sin jamás desembarcar; y entonces la resaca te arrastraba a una velocidad extraña y fluida de vuelta hacia la atestada orilla de la ciudad –colores, sudoraciones, insomnio– y luego otra vez de vuelta a la albufera; la quilla golpeaba primero una orilla, luego la otra, y pese a que tu navío se movía muy rápido parecía no dejar más que una fina y luminosa costura sobre la superficie negra tras de ti para marcar por dónde había surcado la quilla. Por último, mi pulgar te elevaba y pasabas muy por encima del continente hasta desparecer más allá de aquel mundo plano.
5 Algunas veces es mejor usar el bolígrafo que te facilita el restaurante, que por lo general es un bolígrafo de los baratos de tipo palo, incluso cuando el restaurante es de postín; otras veces resulta más satisfactorio esperar con la mano sobre tu propio bolígrafo en el bolsillo de la camisa hasta el final de la anécdota que te estén contando, y luego, asintiendo y riendo, sacártelo del bolsillo, oír el clic de su pasador conforme se desprende de la tela del bolsillo de tu camisa y choca contra el cuerpo del boli, seguido de un segundo clic conforme descubres la punta –ambos sonidos son como los sucesivamente más remotos clics que inician una conferencia telefónica que uno llega a asociar con la voz de la persona que va a contestar–, audibles hasta en los restaurantes ruidosos, porque el parloteo de las voces se sitúa en una frecuencia mucho más baja. Y justo cuando el vino ha desbrozado tu firma hasta la legibilidad, entonces imaginas que la tinta misma del bolígrafo obedece con menos reparos a los diminutos poros de la superficie de la punta porque la han calentado tu cuerpo y tanta conversación fluida. Rara vez se secan los bolígrafos en los restaurantes.