Capítulo Nueve

Una pequeña pregunta, puede que no muy interesante, me ha preocupado en ocasiones: ¿el comienzo de la hora del almuerzo lo define el momento en que entras al aseo de caballeros de camino al almuerzo, o el momento en que sales de él? Al final de un capítulo anterior, dije instintivamente: «Me alejé en dirección al aseo de caballeros, y a mi hora del almuerzo después»; y, cierta o no, era la forma en que veía la transición: la parada en el aseo de caballeros y el trabajo de la mañana son uno y lo mismo, una tarea como el resto de tareas profesionales de las cuales era responsable, y por lo tanto, pese a que obviamente no contribuía a que la empresa ganara más dinero, era parte de mi trabajo de un modo en que las horas de sol y las aceras y la voluntad pura no lo eran. Eso significaba que mi empresa me pagaba por norma por ir al aseo de caballero seis veces al día1 –tres por la mañana y tres por la tarde–: mi trabajo se regía y segmentaba por las paradas en esta cámara de descompresión alicatada, en la cual me ajustaba la corbata, me aseguraba de que llevaba la camisa remetida, me aclaraba la garganta, me lavaba las manchas de tinta del periódico de las manos y orinaba encima del ambientador de tartita de fresa depositado en una de las cuatro gárgolas empotradas en la pared.

¿Existe otro lugar en la oficina moderna donde haya un nivel comparable de ingenuidad mecánica tan condensado y a la vista? Los sistemas telefónicos PBX, las máquinas de escribir y los ordenadores son electrónicamente sofisticados y por tanto carentes de interés en lo fundamental. La Pitney Bowes para lamer y pegar sellos y el mecanismo de alimentación automática de papel de la fotocopiadora de alta velocidad son en cierto modo más interesantes porque son combinaciones de inventos electrónicos y mecánicos –pero aparte de los sellos para fechar y de los rodamientos de los bolígrafos y de los cajones de los escritorios, los cuales existen por sí solos, ¿en qué otro lugar si no en los aseos de empresa somos testigos de la ingeniería mecánica en su forma más pura?–. Válvulas que permiten que una cantidad controlada de agua corra hasta el váter sin rebosar, formas de porcelana diseñadas para que el torbellino en su interior genere trenzados y remolinos casi inalterables y decorativos (si bien altamente funcionales) que Hopkins habría disfrutado2; una pequeña máquina incorporada te dispensa chorros de jabón líquido rosa con un aditivo especial que le da un lustre plateado (usado hoy día también en las recetas del champú, según me he percatado) en la curvatura de los dedos; y el indicador del nivel de jabón, una mirilla de plástico inmersa en el tanque del jabón, que indica al hombre de mantenimiento (o Ray o el mismo que justo estaba abrillantando el pasamanos de las escaleras) si ese día debe o no usar la llave que abre el panel de acero bruñido para reponer el suministro; la hermosa fontanería cromado-plateada del orinal, una hilera de cuatro estados idénticos de nudosidad severa, que te causa la impresión de ir caminando por una planta petroquímica, con nombres como Sloan Valve o Delany Flushboy inscritas en sus hexagonales tapas medio-decorativas de tipo perno –nombres que se vuelven del todo familiares en el transcurso de tu contrato pese a que si te preguntan no seas capaz de atinar con ellos–. También aquí, en medio de la circundante y apapelada, seca y enmoquetada distribución de bandejas de entrada, carteles enmarcados de galerías de arte y archivadores horizontales de la oficina, haces frente a un desagüe de aspecto muy industrial dispuesto en el suelo. Y qué me dices de la suerte de laberinto que debe uno recorrer a fin de llegar al aseo en sí después de cruzar la puerta –un enorme avance con respecto al antiguo sistema de doble puerta– destinado a evitar las miraditas furtivas al interior. Que funciona, además, sin importar lo cerca de la pared del pasillo que uno lo recorra: lo sé porque a veces he intentado mirar de reojo al pasar por el aseo de señoras de la empresa cuando por casualidad alguien abría la puerta, buscando incluso a los veinticinco años de edad entrever la hilera de lavabos y a las mujeres reclinándose sobre ellos hacia el espejo para recolocarse las hombreras o para ponerse brillo labial, buscando ver a una mujer tensando su labio inferior sobre sus dientes de abajo à la William F. Buckley Jr., y luego, sosteniendo inmóvil la barra de brillo sacada a rosca, deslizar el labio bajo ella de un lado a otro y apretar la boca y proyectarla después con un mohín, porque la visión de todo aquello en un entorno empresarial añadía una capa de exotismo a mis recuerdos de mi querida amada preparándose para ir a las fiestas: su excitante olor a piel recién duchada, saber que se estaba maquillando para resultarle atractiva a otras personas, verla lucir esa expresión sacra que las mujeres adoptan ante los espejos solo para sí mismas: las cejas levemente alzadas, la garganta abierta, las narinas algo acampanadas.

Esta insinuación de domesticidad, ahora que lo pienso, aporta un tono característico a los inventos que se hallan en los aseos de empresa: inventos que son variaciones más grandiosas, más heroicas de máquinas clave en nuestras vidas lejos del trabajo –el lavabo, la jabonera, el espejo y el retrete de los aseos de casa–. En los aseos de casa, las tapas de los retretes son óvalos completos, mientras que en los aseos de empresa las tapas tienen forma de herradura; supongo que el hueco reduce el problema de las gotas de orina poco enérgicas que caen en la tapa cuando algún malandrín desconsiderado se alivia de pie sin levantar primero la tapa. Ha de haber otras varias razones para la forma de herradura, algunas que tengan que ver con la accesibilidad, no estoy seguro. Pero me alegro de que alguien haya reflexionado sobre este asunto, de que adaptara lo que su empresa fabricaba para capear las realidades de las auténticas conductas. (Hasta que no aprendí a levantar la tapa con el zapato yo mismo orinaba a veces en los retretes con la tapa bajada, y como soy alto, era casi siempre impreciso). A diferencia de los rollos de casa, aquí el papel higiénico estaba alojado en un artilugio con llave que proporcionaba los cuadrados de papel no sin cierta resistencia, así que tenías que tirar lenta y cuidadosamente a fin de evitar que el papel se rasgara por uno de los troquelados3, disuadiendo del derroche, y cuando un rollo se acababa, un segundo rollo caía ocupando su lugar. Yo estaba dispuesto a que me disuadieran de malgastar, hasta cierto punto –antes de ese invento, a veces sentía ciertos escrúpulos cuando hacía que el rollo rodara un instante alrededor del eje, extrayendo una gran sábana de papel innecesario–; aunque si estás constipado y quieres una masa de absorción que llevarte a la nariz cuando te suenas los mocos, el cuidado que has de tener al tirar de un papel tan proclive al desgarro puede resultar fastidioso.

Nuestro aseo de caballeros de la empresa en la entreplanta quedaba al final de un corto pasillo que alojaba una hilera encastrada de máquinas expendedoras y un tablón de anuncios con procesos de selección internos clavados pulcramente con chinchetas tras un cristal. En aquel pasillo podías oír la fantasmagórica actividad de las inaccesibles cabinas de los ascensores conforme pasaban bajando o subiendo por nuestra planta –inaccesible porque salvo un montacargas y una escalera de incendios, solo las escaleras mecánicas daban servicio a la entreplanta–. (Además de las oficinas de tres departamentos de nuestra empresa, la entreplanta contaba con un restaurante y las oficinas de un pequeño y en su día famoso fondo de inversiones). Oías los gemidos de los vientos alisios verticales en los huecos de los ascensores, y el entrechocar de lo que parecían ser unos juegos de cadenas muy pesados, del calibre de un ancla, cadenas de seguridad lo más probable, hundiéndose y apilándose en un sótano con cama de hormigón conforme las cabinas respondían al botón de llamada. Era un placer pensar en aquellas cajas de seres humanos siendo sometidas a aceleraciones sustanciales en algún lugar no lejos de mí, prendidas de un manojo de filamentos de acero, detrás de una de las paredes del pasillo, sin que supiera arquitectónicamente dónde se encontraban. Algunas de las cabinas de los ascensores iban llenas de pasajeros; en otras, me imaginaba, había una sola persona, en un momento único de auténtica privacidad –más auténtica, de hecho, que la privacidad de la que uno goza en el cubículo de un aseo de empresa porque puedes hablar en voz alta y cantar sin que te oigan–. L. me dijo una vez que a veces cuando se encontraba sola en un ascensor se subía la falda por encima de la cabeza. En los trayectos de ascensor a solas he fingido que me daba contra las paredes igual que un muñequito de cuerda; he fingido que me arrancaba de la cara una máscara de látex, dando gritos de agonía; he señalado con el dedo a una persona imaginaria y dicho: «¡Eh, colega, te voy a meter un guantazo en toda la jeta a la de ya, así que cuidadito!». La luz del indicador y la frenada te avisan con tiempo de sobra para recolocarte las gafas y retomar una expresión jeroglífica antes de que otros pasajeros se suban. Tales momentos de privacidad eran imposibles en unas escaleras mecánicas, pero aun así prefería la bastante inusual distinción de llegar a mi oficina vía escaleras a verme forzado a participar un día tras otro en todas las pequeñas ceremonias del comportamiento ascensoril –levantar la vista con cuantos estén en la cabina para observar cómo cambian los números de planta; asumir la responsabilidad de mantener pulsado el botón de «Puerta abierta» o tapado el sensor de goma de la puerta con expresión piadosa mientras se sube la gente; oír finales de conversaciones que al oírlas tan de pasada se vuelven de repente conspiratorias y picaronas en el apelotonamiento de la cabina, aunque en el bullicio del vestíbulo sean lugares perfectamente comunes; interrumpir con la mano el haz de luz entre las puertas abiertas si nadie se baja o se sube en alguna planta, para simular un pasajero que entra, acortando el tiempo de espera; tintineo de calderilla; saludar a los desconocidos con un averbal pum labial hecho al abrir y luego cerrar la boca–. Me gustaba tocar los números en braille junto a los botones, y leer el multifotocopiado formulario de inspección, y me gustaba cuando las puertas empezaban a abrirse justo antes de que te hubieses detenido para que pudieses admirar con qué precisión la apertura automática de la cabina casaba con el borde de la planta deseada; por último, disfrutaba imaginándome los enormes y raudos contrapesos saliendo disparados cual cucarachas arriba y abajo sobre ruedecitas de apenas medio palmo por la pared trasera del hueco del ascensor en dirección opuesta a la cabina.

En aquel pasillo de la entreplanta, en cualquier caso, la impresionante hilera de máquinas expendedoras ocupaba el lugar del conjunto de puertas de ascensores. No les prestaba atención conforme las pasaba, pese a que merecieran atención, y en efecto, la mayoría de las tardes a última hora, cuando me detenía allí (por lo general de regreso de mi quinta visita pagada por la empresa al aseo de caballeros) a por un tentempié, tenía a menudo pensamientos inconcluyentes, repetitivos, efímeros sobre alguna o algunas de ellas. En cierto modo parecían pequeños edificios de oficinas, salvo que los alimentos descendentes, a diferencia de las cabinas tamaño real de los ascensores, nunca hacían paradas en los pisos intermedios, sino que caían al ser requeridas directamente a los vestíbulos y los recibidores de diseños variados. La máquina que más se parecía a un ascensor era la que yo usaba más: tenía un panel con tres puertecitas. Cuando hacías tu selección, una hilera escarchada de peldaños metálicos detrás de una de las puertecitas se desplazaba un peldaño hacia arriba (creo que era hacia arriba, no hacia abajo) y se paraba, revelando el extremo de una barrita de helado cuidadosamente envuelta en papel. Al lado había una máquina de Pepsi en la que a menudo había notas que decían cosas como: «¡Esta máquina se ha tragado tres de mis monedas! –S. Hollister x7892–». Y al lado de la de Pepsi había una máquina de cigarrillos más bajita, vestigio de la gran primera época de las máquinas expendedoras, sin enchufes, que no daba cambio y que funcionaba con la sola ayuda de la gravedad y de unos resortes4, fabricada por la National Vendors de St. Louis. Tenía dos filas de once pomos de plástico transparente (¿por qué once?); tirabas de ellos, ejerciendo un nivel de fuerza satisfactorio, más fuerte que al lanzar una bola en una máquina de pinball o jugando al futbolín, por ejemplo, y tenía una amplia boca de metal a la cual se deslizaba la marca elegida hasta quedar parcialmente a la vista. A la derecha de esa máquina había una cuyo diseño se asemejaba al estilo clásico de inclinación saliente-ascendente de las máquinas de comida rápida o de los surtidores de gasolina de los años 50, aunque es probable que fuese fabricada en torno a 1970 (las máquinas expendedoras, al igual que las grapadoras, no están a la vanguardia de los cambios estilísticos generalizados): era una máquina de café, té y caldo de pollo, decorada con un panel de plástico blanco iluminado por detrás en el que ponía: «Bebidas calientes», con una garbosa caligrafía de zurdo sacada de la revista infantil Highlights for Children, que mostraba granos de café derramándose de un recogedor de granos y justo detrás una anacrónica tacita de porcelana con su platito (idéntica a las que jamás verás en un lugar de trabajo, salvo quizá entre los oficiales de rango o en ambientes jurídicos o de tiendas de postín) despidiendo una filigrana de humo5.

La última máquina expendedora antes de las puertas que daban a las salas de descanso era de reciente adquisición. Este riesgoso palacio del tentempié –diseñado en la época del Centro Pompidou y de varias galerías y centros comerciales en los que a los ciertamente hermosos tubos de los sistemas de climatización, enormes versiones estriadas de tubos de aspiradoras o de secadoras, se les daba en lo arquitectónico un trato decorativo– alardeaba de sus mecanismos internos, exhibiendo tras un cristal su inventario sobre espirales metálicas que giraban cuando introducías en un pequeño teclado la correspondiente combinación de dos caracteres letra-número–. Donde las viejas máquinas de golosinas (similares a las máquinas de cigarrillos –con pomos–) podrían haberte ofrecido quizás ocho opciones, más un bufé secundario de chicles, esta nueva máquina ofrecía treinta y cinco opciones, incluidas las casi invendibles bolsas de patatas fritas y de lacitos salados. Tu compra, que poco a poco la espiral desenroscaba hacia el espacio, caía desde una buena distancia al interior de una cavidad baja y oscura –de ahí que las acolchadas bolsas de patatas fritas las pusieran en las espirales de más arriba, ya que sufrían un daño menor que, digamos, un paquete de galletas Lorna Doones o uno de crujientes de queso con mantequilla de cacahuete que cayera desde esa altura; aunque, es curioso, ¡creo haber visto (y comprado) barritas de cereales que residían en la espiral superior izquierda!–. La máquina presentaba dos dificultades, según mi experiencia: 1) El protector triangular negro por el que tenías que alargar la mano a fin de sacar tu tentempié de la cavidad era excesivamente pesado y chapucero y con un retroceso poderoso, posiblemente para disuadir de pillajes con perchas dobladas, y casi te exigía usar ambas manos –una para mantener abierto el protector y otra para coger las Lorna Doones– cuando tan a menudo no tienes más que una mano disponible, al haber decidido que te apetecía un paquete de Lorna Doones después de haber sacado un café de treinta y cinco centavos en la máquina de «Bebidas calientes» de la otra puerta; a resultas de lo cual, agarrando por el reborde un recipiente poco estable lleno de café, sin más superficie a la vista en la que depositarlo que el suelo, te veías forzado a mantener abierto el protector negro por el canto con los enjutos huesos y tendones del dorso de la mano, hacerte con las Lorna Doones y después retirar la mano, maravillado en mitad de tu desazón de que las venas que te cruzaban dichos huesos y tendones en diagonal no estuviesen laceradas o que sus débiles capas adventicias no se hubiesen aplastado conforme aquel canto redondo y pesado de plástico les pasaba por encima; y 2) el invento de las espirales, si bien elegante, no era infalible: a menudo con tus últimos cincuenta y cinco centavos te comprabas una bolsa de lacitos salados que se quedaba colgada de una de sus esquinas selladas por calor, asomando pero sin caer; tampoco había manera de inclinar o de sacudir una máquina tan enorme. La persona que viniera después se llevaría una bolsa extra, ya que la espiral le daba a la tuya el último empujoncito con la suya.

No pensaba en las máquinas expendedoras cuando pasaba por delante de ellas, pero en alguna agradecida parte de mi conciencia sí reconocía su presencia, una parte de función equivalente a la de la persona que en los créditos de las películas aparecía al cargo del «racord», quien se asegura de que si en uno de los días de rodaje tal actor lleva una tirita Band-Aid y está sentado delante de tres tortitas, al día siguiente las tortitas y la Band-Aid tengan exactamente el mismo aspecto. Dependía de la presencia de las máquinas como cualquiera depende de cierto seto recortado en forma de bulbo que hace esquina, o de cierto cartel descolorido en el escaparate de la tintorería, en tanto nutriente visual de camino a casa. Y cuando dos años más tarde recorría aquel pasillo y descubrí que la máquina de cigarrillos –el tronco primario de genuina innovación del cual habían ramificado todas las demás expendedoras, estrechamente aliadas con el tintineante newtonismo de la máquina de chicles y del parquímetro– había sido reemplazada por otra enorme y heterodoxa caja que vendía yogures, cartones de zumo de arándano, sándwiches de atún y manzanas enteras, todo rotando en un carrusel central multibaldas al que se accedía por unas portezuelas de plástico (de conformidad con el muy discutido plan en tres fases destinado a hacer de mi empresa un «espacio libre de humos»), lloré escalonadamente la pérdida a razón de una vez al día durante al menos una semana.

 

1  Para los recién contratados, esta cifra puede ascender hasta ocho o nueve veces al día, porque el aseo de la empresa es el único lugar de toda la oficina en el que puedes comprender del todo lo que se espera de ti. Otros aspectos de tu trabajo están poco claros: te han dado una pila de documentos fotocopiados y de expedientes para que los leas; has rastreado tentativamente el armario del material y descubierto que no tienen el tipo de bolígrafo que prefieres; las respectivas posiciones de poder no resultan obvias de inmediato; tu despacho está vacío y no es acogedor; todavía no tienes en la puerta una placa con tu nombre, ni tarjetas de visita impresas; y sabes que las personas que son más afables contigo durante las primeras semanas casi nunca son las personas que terminarán por caerte bien y a las que respetarás, aun así no puedes evitar pensar en ellas como figuras centrales de la oficina tan solo porque se han congraciado, aunque el resto parezca evitarlas por razones que aún no eres capaz de captar. Pero en el aseo de caballeros eres un profesional curtido; dejas que tu mano caiga despreocupadamente sobre el tirador de la cisterna con la misma indiferente familiaridad con que lo hacen los hombres que llevan años en la empresa. Una vez invité a almorzar a un recién contratado, y aunque me hacía preguntas que no iban muy al grano mientras comíamos nuestros bocadillos, y asentía con la cabeza sin entender ni replicar ante mis respuestas, cuando llegamos al pasillo que conducía al aseo de caballeros, puso de repente cara cómplice, de hombre a hombre, y dijo: «Tengo que cambiarle el agua al canario. Luego te veo». «Vale, tómatelo con calma», dije yo, y seguí mi camino, pese a que yo también tuviera ganas de ir, por razones que pronto se aclararán.

2  Por ejemplo: «Antes de irme eché un último vistazo al rompeolas, buscando distinguir cómo la cresta se fracciona con tanta finura en formas de bramante y flecos, tal como recientemente me he percatado de que sucede. Vi grandes olas tersas y pedernalinas, talladas y desbaratadas en surcos poco profundos, encrespándose muchas de ellas cuando arreciaba el viento, que estallaban en las rocosas estribaciones del acantilado en la pequeña cala y que rompían formando matorrales de espuma. En un recinto de rocas las cumbres de las aguas retozaban y vagaban y una ligera corona con penachos de espuma que se alzaba sobre la superficie permanecía dando vueltas lentamente: trocitos remontaban el vuelo y livianos zanganeaban por el aire». (Gerard Manley Hopkins, Diarios, 16 de agosto de 1873).

3  ¡Troquelado! ¡Proclamadlo! ¡El premeditado debilitamiento con agujeritos del papel y del cartón de tal forma que se rasgue por una senda intencionada, dejando en cada nuevo borde una fila de pelusillas o de penachitos blancos del ancho de un pelo! Es una concepción impactante, la cual demuestra un revolucionario tacto para las propiedades únicas de la fibra de madera hecha pasta. ¿Y aun así no tenemos fiesta nacional que celebre este avance? ¿Se han publicado compilaciones en honor a los muertos ilustres en este campo? La gente ve cada noche las noticias como robots, pensando que aprenden algo de sus vidas, sin prestar jamás atención a los avances muchísimo más inmediatos que llegan sin difusión alguna, avances en el cierre troquelado tipo cremallera en la parte superior del cartón de las barras de helado, en los cupones de respuesta encuadernados en las revistas y en los «Por favor, entregue esta parte» del reborde de los resguardos de las facturas, en las láminas de sellos postales y en los cupones de Publishers Clearing House en las revistas, en las toallitas de papel, en los rollos de bolsas de plástico para los productos del supermercado, en las tiras para etiquetar las carpetas de los archivadores. Las líneas que en tu pasado separan un año y otro están troqueladas, y la sensación mental de separar un periodo de tu vida para un mejor escrutinio se parece a ese titubeante rasgar asistido por una línea troquelada. El único aspecto educativo de la colección Ginn de lecturas para escolares estaba en las páginas troqueladas de los cuadernillos de ejercicios: después de arrancar la página (doblándola primero hacia uno y otro lado a fin de prepararla para el rasgado), quedaba una solapita encartada en el cuadernillo que con una diminuta tipografía en vertical le decía a la profesora lo que se suponía que aquella página le enseñaba al alumno; la página que recuerdo de mi primer grado era un dibujo de Jack de pie junto a una carreta roja en el ángulo superior izquierdo, y Spot esperándole en el inferior derecho, con una línea de puntos en forma de gran zeta que los conectaba a ambos. Las instrucciones eran: «Haz que Jack le lleve la carreta a Spot», o algo por el estilo –y claramente se suponía que no debías tomar la ruta directa en diagonal, sino que más bien recorrieras aquella zeta inútil con tu crayón–. La explicación en vertical de la cara para los mayores del troquelado aseguraba que el camino en zeta le enseñaba al niño el movimiento ideal del globo ocular al leer –una línea de puntos, un zas de un retorno de carro, otra línea de puntos–. Desdeñé un poquitín el ejercicio, porque la línea de puntos en sí era como la línea de puntos impresa encima del troquelado en los cupones de respuesta e intrínsecamente hermosa, pese al chico y al perro en cada extremo. Me aleccionaron, más tarde, sobre los indios del estado de Nueva York, sobre la construcción del Canal de Erie, sobre Harriet Tubman y George Washington Carver y Susan B. Anthony –¿por qué no tengo una idea clara ni siquiera ahora, tras años de escolarización, de cómo se completa el troquelado del cupón de respuesta o del rollo de papel higiénico? ¡Mis suposiciones son lamentables! ¿Cortadores de pizza con radios de puntas adiamantadas? ¿Plantillas de zirconio, fatalmente afiladas al tacto, que timbran el papel con su brailleadora de púas? ¿Por qué no está esculpido el pionero del troquelado en las fachadas de las bibliotecas, junto con Locke, Franklin y el habitual hatajo de enciclopedistas franceses? ¡Ellos lo habrían adorado! Ellos le habrían dedicado una página entera bellamente ilustrada con grabados, con sus «fig. 1» y sus «fig. 2», al artículo.

4  Como los que tenían en la época en la que mi madre me dejaba comprarle las cajetillas de Kents de una máquina en el sótano del edificio de oficinas de mi padre, allá cuando heroicos cornos franceses ayudaban al hombre de Marlboro a cabalgar en planos aéreos las tierras del oeste, y cuando otro hombre recorría el ampliado minimalismo interior de una colilla (creo que era True, o alguna de esas marcas monosilábicas) con un puntero de madera, mostrándole al telespectador las características de su sistema patentado de deflectores doctorcaligarianos, diseñados por una ginecóloga, que forzaban al humo a dejar en los planos irregulares del filtro parte de sus resinas más adhesivas.

5  Creo que en versiones posteriores de dicho modelo que he visto por ahí, la en exceso delicada tacita de café decorativa en el panel iluminado por detrás dio paso a un tazón más grande, uno marrón de cerámica y aspecto más íntimo, conforme tacitas y platitos se volvían objetos extraños en nuestras vidas, sacados en incómodo y tintineante silencio en bandejas solo al final de esas cenas dadas por compromiso (previo estrépito de sartenes tras la puerta batiente de la cocina, provocado por la búsqueda de la bandeja). La mescolanza de tazones ha tomado poco a poco el relevo porque, me figuro, en los tazones cabe más estimulante, y sus asas más grandes permiten un pluralismo de sujeciones –por ejemplo, con dos, a veces con tres dedos en torno al asa (las tacitas permiten un solo dedo); o el muy común dedo único enganchando el asa con el pulgar y demás dedos haciendo trípode en el cuerpo del tazón; o el agarre de las dos palmas, ignorando por completo el asa, que usan las actrices cuando interpretan a personas que mantienen conversaciones de la vida real en la mesa de la cocina–. La tacita obligaba a la mano a la cursilería y la gazmoñería y provocaba incluso dolores en la articulación del dedo corazón que otras veces asumía la carga de un lápiz o de un boli, debido a la exagerada distancia entre el asa de la tacita y el peso central del líquido que esta soportaba. Además, los tazones, como los parachoques y las camisetas, se han convertido en lugares en los que la gente pregona alegatos, nombres, hobbies, héroes, gustos gráficos. Ya que como norma tienes un único tazón con el adornito que sea en concreto, en vez de todo un cenador de tacitas idénticas colgando de ganchos en un organizador de estanterías blanco de Rubbermaid, le coges cariño a cada tazón en tanto individuo, e intentas darle incluso a los que menos te gustan una oportunidad de contener tu café de vez en cuando –con las tazas feas que te han regalado tienes la misma sensación que con los malos diseños de cubierta de los libros de bolsillo cuyo interior te gusta de verdad, uno empieza a apreciar esa ligera pizca de fealdad y falta de tino–. Ahora mismo, media hora antes de tener que irme a trabajar, el tazón de anteayer sigue en el alféizar: una taza blanca y sobria bonita de verdad y perfectamente cilíndrica fabricada por Trend Pacific de Los Ángeles circa 1982, y decorada con un patrón de treinta batidoras idénticas de los años 50 cuyos cables tienen enchufes redondos: mi pregunta para los talentosos visionarios de la Trend Pacific es, ¿por qué tuvieron que esperar hasta que los apliques de los enchufes hubieron cambiado de redondos a cuadrados, y a que las batidoras se hubieran convertido, al igual que sus tazones vanguardistas, en sobrias creaciones blancas fabricadas por Braun o por Krups, para poder ilustrarlas con esa edad dorada y tebeoniana clase de batidoras? ¿Por qué tienen que envejecer esas imágenes antes de que podamos cogerles cariño? Pero este tazón me gusta de un modo que jamás podría gustarme una tacita que formara parte de un juego de té: tiene un look estiloso y cuando decido cuál será mi tazón de la mañana a menudo echo mano de ese, pese a una teórica reprobación de la ampulosidad a la cual es probable que me sienta capaz de aludir aquí solo porque la ampulosidad, si bien continúa goteando por las estructuras de clase de uno a otro nivel, fue hace mucho relevada y en ese limbo de sus degradaciones puede ser frívolamente denigrada. Por supuesto, aunque el panel con la «sugerencia de presentación» de la máquina expendedora de las bebidas calientes mostrase una tacita de porcelana o un tazón, por treinta y cinco centavos en realidad la máquina no dispensaba ninguno. Echaba un chorreón de café en un receptáculo de cartón tirando a pequeño sin ningún tipo de asa, ni siquiera ese voladizo asa de papel plegable tan ingenioso que en general parece estar desapareciendo conforme el aislamiento de poliestireno se ha vuelto predominante. Y cabría preguntar, ¿por qué salía de aquella máquina expendedora un vaso de papel y no el más barato y más moderno vaso de poliestireno? La respuesta que se me ocurría, cuando dicha pregunta se me pasaba por la cabeza mientras esperaba de pie a que la señal de «Preparando» se apagara, era que los vasos de poliestireno eran demasiado livianos y adherentes como para que se deslizaran por los carriles-guía internos hasta el sitio adecuado bajo la espita –y el poliestireno se adhiere: la máquina podría haberlas pasado canutas para separar un vaso de la pila–. El cartón de dichos vasos se calentaba de un modo casi insoportable, y tenías que caminar con mucha cautela, sujetando el vaso por el reborde más frío y evitando cualquier empellón.