Del aseo de caballeros llegó el rugido de la descarga de una cisterna, de inmediato seguido por el «I’m a Yankee Doodle Dandy» silbado con pegadizo alborozo y montones de florituras rococós –la más notable, la difícil técnica del trino a la tirolesa, usado aquí en el «ee» del «dandy», en el cual el silbador pone sus labios a voltear binariamente el sonido entre la melodía base y un tono más agudo que creo se encuentra en algún lugar entre una tercera mayor y una cuarta perfecta por encima (por qué no se trata de una verdadera armonía sino más bien de un perceptible desafine a menudo me ha desconcertado, ¿algo que ver con la física de los labios fruncidos?)–: un despliegue de virtuosismo excusable solo en el aseo de caballeros, y no, como algunos comerciales al parecer piensan, en el relativo silencio de los espacios de trabajo, en los cuales la gente se quedaba inmóvil, el odio rezumando de sus bolígrafos Razor Point en suspensión, cuando pasaban silbando. En el aseo de caballeros las melodías pervivían a veces el día entero, sostenidas por los sucesivos usuarios, o recordadas por un usuario previo tan pronto reentraba en la alicatada resonancia de la sala. Una vez, excitado tras varias tazas de café, silbé con fuerza la saltarina introducción de la melodía de inicio del «All I want is a room somewhere», de My Fair Lady, y luego me detuve, avergonzado, porque me di cuenta de que sin saberlo había interrumpido el más quedo y magistral silbido de un clásico de soft-rock con mis atonales y gasificados píos; más tarde ese mismo día, oí que alguien que debía de haber estado dentro de uno de los urinarios durante mi anterior interrupción a la torera de aquel soft-rockero, silbaba una versión embellecida con estilo de mi melodía en la fotocopiadora.
Me dejé caer con bastante ímpetu contra la puerta del aseo de caballeros para abrirla, sobresaltando al tipo del «Doodle Dandy», que estaba saliendo, y que resultó ser Alan Pilna del Servicio de Marketing Internacional –su cara, cuando quedó al descubierto al abrir la puerta, no formaba ese afeminado puchero del silbido, sino que tenía una momentánea mueca de sorpresa.
–¡Oop! –dijo él.
–¡Oop! –dije yo, y luego, mientras se echaba a un lado, sosteniéndome la puerta para que entrara–. ¡Gracias, Alan!1
Franqueé el rápido derecha-izquierda que me condujo a la luminosidad y la calidez del cuarto de baño. Estaba decorado en dos tonos de alicatado, colores híbridos cuyos nombres desconocía, y la encimera de los lavabos y las divisiones entre letrinas y urinarios eran del mismo mármol rojo del vestíbulo. Me miré en el espejo para asegurarme de que mientras charlaba con Tina no había tenido en la cara ningún humillante problema nasal ni churretes de tinta de periódico –lo del churrete tal vez me lo habría dicho, pero no lo de la nariz–. A pocos lavabos de mí, uno de los vicepresidentes, de nombre Les Guster, se estaba cepillando los dientes. Tenía la mirada fija en el espejo y estaba viendo con toda probabilidad la misma expresión facial, los mismos rápidos abultamientos en la mejilla, que llevaba viendo al cepillarse los dientes desde que tenía ocho años. Parpadeaba con frecuencia, un parpadeo algo más deliberado que el parpadeo que habría ejecutado mientras leía o hablaba por teléfono, quizás porque los amplios movimientos motores del cepillado de dientes interferían con el ritmo autónomo del parpadeo. Tenía el grifo abierto. En cuanto me situé en uno de los lavabos, Les se encorvó hacia su lavabo, sosteniéndose la corbata contra el estómago con la mano libre, pese a que claramente no estaba listo aún para enjuagarse o para escupir, a fin de proteger su sensación de privacidad de mi presencia en el espejo. No estábamos obligados a saludarnos: el ruido del agua de su grifo, y el de la cisterna que usara Alan Pilna terminando de llenarse, nos definían como seres existentes en reinos separados. La gente que, como Les, tenía el valor de cepillarse los dientes (¡antes del almuerzo, incluso!) en el trabajo me impresionaba, por ser dicho acto tan impropio del mundo de los negocios; para indicarle que estar cepillándose los dientes no era en modo alguno ni notorio ni chistoso, y que de hecho ignoraba su presencia, me incliné hacia el espejo, fingiendo que me examinaba un defecto de la cara; luego carraspeé de un modo tan desagradable que no cupo duda de que era ajeno a su presencia. Giré sobre mis talones y ocupé uno de los urinarios.
Estaba a punto de relajarme hasta alcanzar el estado mingitorio cuando sucedieron dos cosas. Don Vanci tomó decididamente posición a dos urinarios de distantica, y luego, un instante después, Les Guster cerró el grifo. En aquel silencio repentino podían oírse una variedad de sonidos provenientes de los urinarios: suspiros largos, abatidos, extenuados; tejemanejes con el papel higiénico; periódicos plegados y recompuestos a golpes; y cómo no el sonido absolutamente despreocupado de la actividad principal: anonadantes salpicones presurizados seguidos de pedos súbitos y urgentes que sonaban como aire expelido sobre la boca de un botellín de cerveza2. Para mí el problema, un problema familiar, era que en aquel silencio relativo Don Vanci oiría el momento exacto en que empezara yo a orinar. Más importante, también estaba al tanto del hecho de que todavía no había empezado a orinar. Yo estaba de pie frente al retrete cuando él entró al baño –por lo que ahora mismo tendría que estar en pleno proceso–. ¿Qué me pasaba? ¿Era tan tímido que no podía ni echar un pis a dos urinarios de distancia de otra persona? Nos quedamos allí de pie, reacios, en la quietud intermitente. Pese a conocernos bien el uno al otro, no dijimos nada. Y entonces, tal como sabía yo que sucedería, oí que Don empezaba a orinar con energía.
Mi problema se intensificó. Me sonrojé. Otros no tenían al parecer reparo ninguno en relajar sus conductos urinarios en los aseos de la empresa. Era evidente que algunos se encontraban tan a sus anchas que eran capaces de continuar una conversación pared con pared. Pero hasta que no desarrollé mi técnica de imaginarme que orinaba sobre la cabeza de otra persona, los estériles segundos que me pasaba con la mirada puesta en la palabra «Roca» esperando a que sucediera algo que sabía que no iba a suceder eran verdaderamente horribles: incluso cuando necesitaba ir con urgencia, si dentro había otra persona, el cargamento de mi próstata permanecía bajo custodia tras los tercos y atemorizados musculillos. Fingía que terminaba, carraspeaba, me subía la bragueta y salía, odiándome a mí mismo, seguro de lo que estaba pensando la otra persona, mientras su porcelana resonaba con su propio caudal de toxinas: «Un momento, ¡no creo haber oído que ese tipo se haya aliviado! ¡Creo que se ha quedado un rato de pie, ha fingido que echaba un pis y luego ha tirado de la cadena y se ha largado! ¡Qué cosa más rara! Ese tipo tiene un problema». Más tarde, regresaba escabulléndome, con unas ganas dolorosas, y me encogía en uno de los retretes (para que no se me viera la cabeza) a orinar sin riesgos. Esto sucedió unas cuarenta y cinco veces –hasta que una noche en el abarrotadísimo aseo de un cine al final de la película, descubrí aquel truco–. Cuando alguien se coloque a tu lado, y oigas cómo respira por la nariz y sientas esa demostrada habilidad suya para orinar en público una y otra vez, y al mismo tiempo notes cómo tus propios músculos se cierran sobre sí mismos cual cangrejos ermitaños que se echan encima sus caracolas, imagina que te das la vuelta y que le orinas desapasionadamente en un lateral de la cabeza. Imagina que tu voluminoso caudal le compone efímeras secciones en el pelo, como las secciones que aparecen en la hierba del jardín cuando intentas regarlo presionando fuerte la boquilla de la manguera. Imagina que le dibujas una equis en la cara; que lo observas mientras trata de repeler el chorro con el brazo, resoplando y espurreando para evitar que le dé en la boca; y sus protestas: «¿Disculpe? ¿Qué está haciendo? ¡Eh! Pff, pff, pff». No fallaba. Si me encontraba en circunstancias muy complicadas –que me flanquearan unos compañeros por ambos lados, que los dos me saludaran y que empezaran luego a aliviarse con total confianza– puede que tuviera que afinar un poco la imagen, imaginarme orinando directamente en sus atónitos y desorbitados globos oculares.
Y ahora, conforme aquel silencio se prolongaba, recurrí a dicha técnica con Don Vanci. Tras un breve y mecánico retraso, una gruesa maroma de urea a la conquista del mundo brincó hasta la blanca pendiente de porcelana. Le conferí un segundo empujón desde el diafragma, y atronó. Don Vanci y yo terminamos casi a la par; apartándonos de los urinarios, justo antes de tirar de la cadena prácticamente al unísono, nos saludamos:
–Don.
–Howie.
Les Guster se encaminó a la puerta, con su cepillo de dientes guardado en un neceser de viaje de plástico con estrías. Nos hizo un gesto con la cabeza.
–Caballeros.
Don Vanci salió detrás de Les Guster sin haberse lavado las manos.
1 Entre los hombres corrientes, se usa normalmente el singular: «oop»; encontrar el plural de la palabra, «oops», es más frecuente, según mi experiencia, entre mujeres, hombres homosexuales u hombres que hablan con mujeres, aunque se dan tantas excepciones que me resulta imposible traerlas todas a colación.
2 La ausencia de disimulo o de vergüenza que los hombres, colegas míos, desplegaban respecto de sus miserias en los urinarios había resultado ser una inesperada sorpresa de la vida empresarial. Admiraba su franqueza, en cierto modo; y quizás en quince años yo mismo estaría pasándome periodos de quince minutos en urinarios de empresa similares, emitiendo sonidos que una vez creí que solo hacían las personas en la extremidad de una gripe o los vagabundos, a quienes todo les da igual, en los baños de las bibliotecas municipales. Pero por el momento, usaba los urinarios lo menos posible, nunca relajado del todo ni leyendo la sección de deportes del periódico que ha dejado ahí un ocupante anterior, ni feliz de encontrarme la tapa precalentada. Una vez, encerrado en uno de los urinarios, interrumpí inintencionadamente la conversación entre un miembro de la directiva y una importante visita con un pedo sonoro y cortante idéntico a un redoble de bongos. Ambos hicieron una pausa momentánea; y la reanudaron luego como quien oye llover: «Oh, es una joven muy, muy capacitada, eso lo tengo bastante claro». «Es una esponja, una esponja, absorbe información de donde quiera que vaya». «Desde luego que lo es. Y correosa, ahí está la clave. Está acorazada». «Es una persona valiosísima para nosotros». Etc. Por desgracia, la grotesca intromisión de mi pedo me pareció graciosa, y me quedé sentado en el retrete conteniendo la risa con el fondo de mi paladar –la presión de dicha contención me sacó a la fuerza un pedo adicional, más pequeñín–. Me golpeé en silencio una rodilla, con los ojos achinados y la cara roja de reprimirme la histeria.