Hasta que no saliera alguien de un urinario, tenía los cuatro lavabos para mí solo; elegí el que no tenía charcos de agua alrededor. Solté mi libro de bolsillo y puse mis gafas encima; luego me lavé ligeramente las manos, decolorando la fecha que me había sellado en la palma, pero sin borrarla. Sin cerrar el grifo, usé una toallita de papel para secarme las manos. Teníamos el dispensador de toallitas de papel de estilo más refinado que había disponible, creo. Era de esos que a menudo se ven en los aseos de empresa: un elemento arquitectónico de casi dos metros de alto, una banda de acero bruñido, casi a ras de pared, que tenía encastrada una abertura en forma de rombo la cual te ofrecía la siguiente toallita de papel, y, justo por debajo, un área de desechos en la que podías tirar la toalla. El hombre de mantenimiento abría la cerradura del panel de esta unidad –usando tal vez la misma llave que abría el dispensador de jabón, o tal vez no– vaciaba la bolsa de basura llena de toallitas de papel usadas, y la recargaba con una fila de centenares de toallitas nuevas recién desencuadernadas y en lenta expansión por encima del corte romboidal. Las toallitas de papel en sí eran de la mejor clase: algo menos de dos palmos de ancho, relieve ondulado, blancas, dobladas con dos solapas para una fácil extracción –era un honor usarlas–. Ya que el precio del papel se ha disparado tantísimo en la última década, algunas de las empresas que solían usar dichas toallitas anchas han instalado un adaptador en el dispensador que le permite almacenar las más pequeñas y baratas. Otros encargados de instalaciones se han puesto aún más radicales, instalando, justo al lado de ese pueblo fantasma que es el dispensador de cepillos de dientes, una Towlsaver de plástico con una palanca como la de una tragaperras de la cual tienes que tirar cuatro veces, haciendo avanzar el gran rollo que hay dentro, antes de obtener una aceptable, arrugable cantidad de áspero papel marrón, el cual uno corta con un sonido satisfactorio contra un conjunto de dientes metálicos. Otra versión de esta máquina de recambio dispone de una manivela giratoria con una relación de transmisión premeditadamente lenta: confían en que no tardarás en cansarte de darle a la manivela, y que usarás menos papel. Y en lo más bajo de la gama, pese a que en su día (al menos cuando era niño) fue un excitante símbolo de progreso futurista, está la máquina que yo llamo de «riesgo de contagio» –el secamanos de aire caliente–. Hoy día te lo encuentras no solo en las áreas de descanso de las autopistas, sino también en los baños de Friendly, Wendy, Howard Johnson y otras grandes cadenas. Lo que por lo visto habían hecho –los bienintencionados pero ilusos encargados responsables de supervisar el control de gasto en los baños de dichas cadenas, quiero decir, hipnotizados por los vendedores de las empresas de secamanos de aire caliente– era arrancar sus dispensadores de toallitas de papel, atornillar a las paredes montones de secamanos de aire caliente y después retirar todas las papeleras. Las papeleras se llenaban con las toallitas; los restaurantes ya no facilitaban toallitas; por lo tanto ya no necesitaban pagar a personal que vaciara las papeleras. Pero al retirar dichas papeleras, estaban retirando la única razón inaplazable por la que un miembro del personal iría a echar un ojo a los baños al menos una vez por turno, y el lugar enseguida se convirtió en un erial. Entretanto, ¿la gente de verdad se alegra de usar el secamanos de aire caliente? Das un golpe al champiñón metálico que lo activa y, según recomiendan las instrucciones, te frotas con suavidad las manos debajo de la ráfaga de aire seco. Pero para secártelas con la meticulosidad con que una sola toallita de papel te secaría las manos en cuatro segundos, tienes que suplicar debajo de la bordoneante tolva durante treinta segundos, demasiado para la paciencia de cualquiera; es inevitable que salgas sacudiéndote el agua de los dedos, mientras el secamanos continúa calentando la sala. En caso de que uno decida quedarse hasta que acabe la cuenta, el fabricante (la World Dryer Corporation) lo ha provisto de un pequeño texto serigrafiado para leer mientras tanto. Hoy día veo este tipo de textos con malos ojos, pero cuando era pequeño hablaban con la asombrosa intencionalidad oracular de los profetas cuyo coraje y confianza en sí mismos les permitían abandonar las viejas costumbres y empezar desde cero: arquitectos de la renovación urbanística; ingenieros del flujo del tráfico; augures de los monorraíles, los manteles de papel, la comida en forma de cápsula, el aprendizaje programado y de cúpulas sobre Hong Kong y Manhattan. Solía leerlos para mí como si estuviese recitando un cuarteto del Rubáiyát, y lo leí tantísimas veces que hoy conserva para mí algunas de las Ur-resonancias de la «meticulosa aplicación del programa de higiene bucal y el habitual cuidado profesional» de la pasta de dientes Crest. Dice así:
Para un mejor servicio – – – Hemos instalado secamanos de aire caliente no contaminantes con el fin de protegerle del riesgo de contagio de enfermedades que podrían transmitirse con las toallitas desechables […]
Este rápido método sanitario seca las manos de un modo más meticuloso, previene la aparición de grietas – – – y mantiene los baños limpios de toallitas usadas.
En una esquina de esta declaración, la World Dryer ha impreso una letrita griega que parece una hamburguesa de perfil, el símbolo del ecologismo, un símbolo que en séptimo curso recorté en fieltro verde y pegué a cinco brazaletes blancos, los cuales nos pusimos cuatro amigos y yo la vez que salimos con bolsas de basura a recoger desperdicios en la calle Milburn al lado del colegio (hallando sorprendentemente muy pocos, y percibiendo la enormidad, colmada de desperdicios, a nuestro alrededor) en la primera celebración del Día de la Tierra, cuandoquiera que fuese –en 1970 o 1971–. ¿Pero acaso tiene algo que ver el ecologismo con el motivo por el cual el restaurante Wendy’s en el que me encontraba el 30 de septiembre de 1987 (copiando dicha leyenda, mientras contaba 60 a tempo para asegurarme de que el aire caliente en efecto soplaba durante unos treinta segundos tal como yo había estimado) había instalado esta máquina en su aseo de caballeros? No. ¿Es, de hecho, un usuario eficiente, medioambientalmente honesto de la electricidad producida a base de quemar combustible fósil? No –no hay botón que te permita acortar los treinta segundos de tiempo de secado–, te fuerzan a participar del derroche. ¿Previene la aparición de grietas? ¿El aire seco? ¿Es rápido? Es lento. ¿Es más meticuloso? Es menos meticuloso. ¿Nos protege del riesgo de contagio? Coges antes un resfriado de la cúpula pública de metal caliente que aprietas para activar el secamanos que de sacar de un dispensador de toallitas un trozo de papel esterilizado que ningún humano ha tocado jamás, agarrándolo con tus propias manos para secártelas y tirándolo a la basura. ¡Entren en razón, World Dryer! ¡El tono de autoridad y de espíritu cívico que rodea tales falsedades resulta indignante! ¿Cómo pueden consentir que sus hombres de marketing sigan haciendo afirmaciones que suenan como los anuncios de medicamentos sin receta de la última década del siglo XIX o de pulseritas electroactivas de cobre que hay impresos en la formica de las mesas del Wendy’s? Están vendiendo una máquina de aire caliente que funciona bien y que aguanta décadas: un sencillo y tal vez justificable medio de que las cadenas de comida rápida ahorren dinero con los productos de papel. Digan eso o no digan nada.
Pero mucho más importante que las tan cacareadas serigrafías es el hecho de que al intercambiar las toallitas de papel por dicho secamanos, con su tolva inamovible, las cadenas de restauración, asistidas por la retórica de la World Dryer, están presuponiendo que lo único que uno hace con las toallitas de papel es secarse las manos. ¡Y no es así, no es así! Se precisan toallitas de papel para quitarte de la manga con unos ligeros frotecitos un salpicón de comida que te has visto en el espejo; se precisan para lavarte la cara. Cuando tienes la cara aceitosa una tarde tórrida en un cuarto más tórrido aún a causa del aire caliente del secamanos y decides que quieres lavarte la cara antes de pedirte una Big Classic, ¿qué es lo que haces? Por desesperación, pura y auténtica desesperación que he experimentado yo mismo, recurres al papel higiénico. Se está usando tanto papel higiénico en los baños con secamanos de aire caliente que algunos de los encargados de las instalaciones que pensaron que se las habían ingeniado para reducir costes al cambiarse a los secamanos se han ido al extremo opuesto del terreno de los dispensadores de papel higiénico, instalando rollos con cien mil pliegos tamaño neumático en perpendicular a la pared de cada urinario. Pero aun así, el uso del papel higiénico resulta inapropiado cuando lo sacas de una estrecha gama de actividades. Entras a un urinario y coges un buen puñado (eso asumiendo que el urinario esté vacante), y regresas con él al lavabo. En cuanto lo empapas con agua tibia, languidece hasta conformar entre tus dedos un puré semitransparente. Te pasas por la cara ese goteante plasma; se te adhieren trocitos a las mejillas y a las cejas; entonces debes reunir otro buen fajo con el que secarte –pero ¡vaya! ahora tienes los dedos mojados, de manera que cuando intentas coger más papel higiénico del rollo de los cien mil pliegos, el extremo del que tiras se te deshace sin más en los dedos, rompiéndose de manera prematura–. Decides entonces secarte la cara al aire, buscas con la mirada un sitio en el que tirar el macerado panqueque inicial y descubres que la papelera no está. Así que la dejas en un rincón con el variado resto de basura, o lo arrojas vengativamente al ya de por sí obstruido retrete.
Y de ahí que considerase un honor trabajar en una empresa que todavía usaba el clásico dispensador de toallitas de papel. Pero, a veces, cuando sacaba de él varias toallitas de papel, o cuando abría el armarito de acero gris de los repuestos lleno de tijeras con los mangos negros, de recambios para los calendarios de mesa, de dispensadores de imperdibles imantados, de grapadoras, de quitagrapas que parecían cobras y de una caja tras otra de bolígrafos Razor Point, o cuando recibo un memorando con una hoja de distribución con cincuenta nombres en la portada, enseguida empezaba a dudar de que la empresa para la que trabajaba pudiese permitirse todo aquello. Pensaba en la gente de mi departamento, uno de los sesenta y cinco departamentos de la empresa: visualizaba mi salario, más el de Tina, el de Abelardo, el de Sue, el de Dave, el de Jim, el de Steve y el de diez o doce más, ninguno de los cuales hacíamos nada que inyectase dinero de un modo directo, a la vez que una hilera de cifras daba vueltas demasiado rápido como para verlas, calculando la cantidad de dinero en efectivo que costaba por segundo traernos al trabajo. Teníamos un salario en función de cuarenta horas semanales, no de treinta y cinco semanales: ¡piensa en la cantidad de dinero que la empresa pagaba de manera oficial a diario solo para financiar el tiempo que sus miles de empleados pasaban almorzando! Según estuviese de ánimos me resultaba imposible cambiar de la impresión que tenía de mí como una pequeña y costosa subunidad dentro de la empresa a las cifras de ingresos totales netos que cada trimestre leíamos en los informes de ganancias en la correspondencia interna –costaba creer que el dinero estuviese entrando a un ritmo ni tan siquiera cercano al que lo estábamos quemando–. Y dichas dudas a veces se extendían a todas las empresas de la ciudad: un desembolso extralimitado por valor de un horizonte urbano, todo un estrato empresarial existente en unos estándares insosteniblemente altos –los estándares de las toallitas de papel blancas, antes que los estándares de los secamanos de aire caliente.
Cuando le decía a Dave o a Sue que a veces me preguntaba cómo podía, la nuestra o cualquier empresa, permitirse tales gastos operativos, me sonreían con caridad y decían: «No te preocupes, nos los podemos permitir, créeme». Pero no sabían nada que yo no supiera. Tan solo porque sea costumbre mandar imprimir mil tarjetas de visita con tu nombre una semana después de que te hayan contratado, aun así, a menos que trabajes de comercial o consigas un montón de contrataciones, es probable que en lo que te dure el contrato no vayas a repartir más de treinta, la mayoría de ellas durante las primeras semanas entre tus parientes, y ya después solo en las ocasiones en las que dar la tarjeta de visita añade una nota de ironía a ciertos intercambios, y aun así la posesión de tarjetas de visita no tiene más función, en realidad, que demostrar buena fe por parte de la empresa, para hacer que te sientas parte de ella desde el principio, sin importar lo inútil que pueda parecerte que eres durante los tres primeros meses –solo porque este nivel de lujo sea convencional, y porque el listado de tarifas de las imprentas fomenten las cantidades, no significa que dicha práctica y otras similares no estén ahora mismo tirando hasta cierto punto de todo el carro de manirrotas convenciones heredadas entendidas solo a medias1–. Llegamos cada día al trabajo y nos tratan como a pontífices –un sobre marrón nuevo para cada tarea; costosos servicios de reparto; vales para el taxi; viajes de mil quinientos dólares a conferencias de tres días para que nos mantengamos al día en nuestras áreas; hasta la gráfica o el memorando más nimio mecanografiado, fotocopiado, distribuido y archivado; transparencias en retroproyectores para elevar incluso la más informal de las reuniones a algo importante y oficial; cada una de las papeleras de toda la empresa, más de diez mil papeleras, se vaciaba y se proveía de una nueva bolsa cada noche; aseos con al menos un lavabo de más de los que era inconcebible que fuesen a usarse a la vez, ¡decorados con losetas de mármol que habrían sido el orgullo del Vaticano!–. ¿De qué estábamos participando ahí?2
Pero a pesar de esta especie de metaescrúpulo periódico, hacía en efecto acopio de las toallitas de papel. Así pues saqué con brío por la abertura de forma romboidal cinco de ellas: una para mojarme la cara, dos para aclarármela, una cuarta para secármela y una quinta para secarme las gafas después de haberlas enjuagado. Cada vez que tiraba, la solapa de una nueva toallita estaba ahí para que la agarrara: de haber parpadeado en el momento preciso, nunca habrías podido saber que se trataba de una toallita distinta a la que habías estado mirando; ¡pero así era! Dicha renovación de la novedad –si se trataba de era entonces para mí, y lo sigue siendo, una de las mayores fuentes de felicidad que este mundo antropogénico puede ofrecer. Y continúa siendo materia de cierta frustración personal que los restaurantes de comida rápida, en los cuales se ofrecen muchísimas de estas mecánicas novedades hechas en serie (como en esos agujeros provistos de resortes de los cuales sale un vaso de poliestireno tras otro), se interpongan sistemáticamente en el placer que podamos obtener de ellas por medio de a) no hacer hincapié con sus empleados en la importancia extrema de cargar el servilletero de mesa negro y cromo con las servilletas apuntando en la dirección correcta: no hacia atrás, con los pliegues escondidos, de manera que para coger dos servilletas tienes que pellizcar un puñado de seis o siete a la vez y forcejear con todas ellas a la vez por toda la embocadura de cromo, dejando encima el culpable exceso, donde nadie las usará porque nadie se fiará de ellas; o si no hacen eso, entonces por medio de b) consintiendo que su personal rellene el servilletero muy por encima de su capacidad, entusiasmados por el es cierto que impresionante número de servilletas que puede contener, de manera que el pliegue del que tiras o se rasga o arrastra la máquina por todo el mostrador tiritando sobre sus tacos de goma –frustrante porque he aquí un invento sencillo, longevo, ingenioso, que mejora la vida y que con facilidad podría suponer uno de esos tintineos de placer insignificante durante nuestros almuerzos de comida rápida, y aun así por ignorancia o por despreocupación su grandeza se denigra de forma sistemática, a resultas de lo cual millones de servilletas se tiran sin que hayan cumplido con su objetivo–. Pero confío en que las cadenas de restauración admitan con el tiempo este error frecuente e inicien procedimientos de formación con los cuales logren que su personal recién contratado coree: «¡Pliegues delante! ¡Pliegues delante!»; y en que cambien todos los secamanos de aire caliente por los peligros del despilfarro de toallitas –tal como han dotado, al menos algunos fabricantes, recientemente a la pajita flotante del peso suficiente como para que permanezca estable en un entorno carbonatado3.
• la aparición de otro caramelo Pez idéntico en el cuello del ascensor de plástico Pez, o
• la visión de un paracaidista detrás de otro de pie en la puerta de un avión durante un segundo antes de saltar,
• cómo rodaba hasta caer en posición la bola de una máquina de pinball cuando la anterior se había escurrido por entre los flippers,
• un pegajoso disco de plátano en rodajas es desplazado desde su posición en el cuchillo al cuenco de cereales por su sucesor,
• el surgimiento de un nuevo peldaño en unas escaleras mecánicas–
Abrí la primera de las cinco toallitas bajo el agua caliente, la plegué medio mojada y con un toquecito vertí en ella apenas medio chorro de jabón rosa, el cual diluí con otra rápida pasada por debajo del grifo. Después, encorvándome hacia el lavabo, mi corbata fuera de peligro bien sujeta bajo un codo, levanté con ambas manos la goteante cuartilla y me cegué con su calidez. Me restregué. Me mantenía cerradas las aletas de la nariz con el lateral de los meñiques. «Ay Dios», dije contra el papel empapado, con un alivio enorme. Lavarse la cara parece funcionar como se dice que lo hace la acupuntura: las súbitas señales de calidez que te anegan el cerebro desde los nervios de la cara, los párpados en especial, tu pensamiento que por un instante suelta amarras, que desahucia tu atención de cualquier idea que hubiese estado elaborando y hace que se deslice al azar de vuelta al primer punto fijo de la memoria que encuentre –a menudo una cuestión que habías dejado sin resolver al principio del día y que regresa ahora como imagen ampliada contra la granulosa negrura de tus párpados cerrados.
En mi caso, la imagen que regresó fue la del cordón roto tal como había aparecido justo antes de haberlo reparado en mi despacho siete minutos antes. Entonces la pregunta había sido, ¿cómo es que se me habían roto ambos cordones en un intervalo de veintiocho horas, tras dos años de uso continuado? Reviví la primera sensación de apretarme bien los cabos de los cordones antes de ponerme con el nudo: fue un tirón que implicó al parecer en torno a dos centímetros y medio de rozamiento de cordón. Lo comparé con el importante segundo tirón, a menudo un tirón más fuerte, un verdadero jalón, e incluso dos, que di para apretar la vuelta del sencillo nudo base. Con aquel segundo tirón jalabas en dirección al suelo, y el rozamiento afectaba al parecer a poco más de medio centímetro de longitud del cordón –o sea que ahí, pensé entonces, era donde se habría dado la verdadera concentración del desgaste–. Sentí que estaba haciendo progresos. Conforme me enjuagaba la cara con la segunda y con la tercera toallita de papel, volví a intentar incorporar, en mi explicación de la rotura dual, la contribución adicional de la flexión al caminar al desgaste total de los cordones, ya que la tensión de caminar, si bien pequeña en un plano individual, se repetía millares de veces –por ejemplo, incluso al caminar ahora desde mi despacho al aseo de caballeros, he debido de flexionar cada zapato y ejercido por tanto tensión y rozamiento sobre sus cordones entre treinta y cuarenta veces–. Cerré el grifo y absorto empecé a secarme la cara con la cuarta toallita.
Lo que necesitaba era un modo de discriminar entre el tipo de desgaste que infligía al tirar de los cordones con las manos y el tipo de desgaste que se daba al caminar. En ese momento, se me ocurrió lo que parecía ser un sencillo test o-bien/o-bien. Dado que mis pies son imágenes especulares el uno del otro, y dado que no tengo cojera alguna, el raído bajo un puro modelo de desgaste por paso-flexión sería mayor o bien por ambos ojales superiores internos o bien por ambos ojales superiores externos –nunca, digamos, por el ojal interno del zapato izquierdo y el ojal externo del zapato derecho–. Mis brazos, por otra parte, llevan a cabo sus tirones de atado de manera asimétrica, no solo por tener más fuerza en el brazo derecho que en el izquierdo, como sabemos por los asesinatos de las novelas de misterio, sino también porque sujeto los cabos izquierdo y derecho de los cordones con un agarre sutilmente distinto, a fin de estar preparado para los movimientos que haré al conformar las dos orejas de conejito. Esto nos permite determinar con mucha facilidad si el crónico paso-flexión o el modelo de tirón-y-raído prevalecía o no. Supongamos, me dije, que el cordón de mi zapato derecho que ayer por la mañana se había partido en mi apartamento lo había hecho por el ojal superior izquierdo, o interno. Según el paso-flexión el pronóstico era que el cordón que se hallaba en el ojal superior derecho, o interno, de mi zapato izquierdo se habría partido hoy, de mantenerse la simetría. A la inversa, según el tirón-y-raído, era de esperar que el ojal izquierdo del zapato izquierdo hubiese sido el punto de rotura. Sin embargo, no era capaz de recordar cuál de los dos ojales se había visto en realidad involucrado.
Aclaré rápidamente las gafas bajo el grifo, ansioso por poder examinarme una vez más los zapatos con detalle; abrillanté las lentes con la quinta toallita de papel, ejecutando movimientos dactilares tipo afloja-la-guita por encima de las dos superficies curvas hasta que estuvieron secas. Un retrete se puso a rugir. Me aparté del lavabo y me llevé las gafas a la cara, disfrutando de la aproximación de aquellos embalses de expansiva nitidez; conforme me enganchaba las patillas en las orejas, por motivos desconocidos4, levanté las cejas. Ahora sí podía verme los zapatos.
Lo que vi fue un zapato izquierdo que exhibía en el ojal superior izquierdo un trozo de cordón roto y reparado, y un zapato derecho que también exhibía en el ojal superior izquierdo un trozo de cordón roto y reparado. No era simétrico, y en consecuencia el tirón-y-raído prevalecía y la flexión-al-caminar podía descartarse como origen del desgaste. Bien. Pero: los resultados de aquel test me forzaban a reconsiderar todo el problema previo de cómo dotar de sentido al enorme porcentaje de veces al día en que aleatoriamente se me desataban y me los reataba. Y ahí abandoné el tema, porque mi jefe, Abelardo, salió de uno de los urinarios.
–¿Y tú qué opinas, Howie? –dijo; era su saludo de costumbre; un saludo que yo apreciaba.
–Abe, no sé qué opinar –dije yo; mi respuesta de costumbre. Me enderecé las gafas ante el espejo para que no me quedaran torcidas, sabiendo que en cinco minutos volverían a su ligera inclinación de siempre.
–¿A almorzar? –dijo Abe, restregándose las manos.
–Sí. Tengo que comprarme unos cordones. Ayer se me rompió uno, y hoy el otro.
–Vaya, vaya.
–El asunto me desconcierta. ¿A ti te ha pasado alguna vez?
–No. Yo uso un par nuevo cada día.
–¿Eh? Dónde los compras, ¿en CVS?
–Me llegan a espuertas. Por UPS, entrega en dos días. Un tipo indio me los hace en Texas. Mezcla alpaca con algunos de los mejores tweeds. Y les da luego una capa de Krylon.
–Estupendo –dije yo. El secreto de trabajar para Abe estaba en saber que nada de lo que decía, aparte de los asuntos de empresa, iba en serio ni era verdad–. Tómatelo con calma.
–Sí.
Al acercarme a la puerta, me puse a silbar sonoramente. Tiré del picaporte; la puerta se abrió de sopetón hacia mí sin resistirse.
–Oop –dije.
–Oop –dijo entrando Ron Nemick.
Le sostuve la puerta. Conforme salía hacia el pasillo, me percaté de que la melodía que acababa de empezar era «I'm a Yankee Doodle Dandy».
Dentro oí que Abe se arrancaba con «I Knew an Old Lady Who Swallowed a Fly».
1 Cuando dejas un trabajo, una de las decisiones más difíciles que debes tomar en lo relativo a despejar tu escritorio es qué hacer con la ataudesca bandejita de cartón que contiene 958 tarjetas de visita que aún huelen a nuevas. No puedes tirarlas, ellas y la placa identificativa en la puerta y varias plantillas de resguardos de nóminas son para ti la prueba de que una vez se te veía por el edificio a diario y que allí resolvías problemas complicados y completamente absorbentes; por desgracia, los problemas en sí, aunque en su día te obsesionaron y te mantuvieron trabajando hasta las tantas noche tras noche y te hicieron hablar en sueños, resultaron ser hueros: dos semanas después de tu último día ya se han contraído hasta convertirse en bolitas inertes cuatro quintas partes más pequeñas; descubres que eres incapaz de recrear la sensación de lo que estaba de verdad en juego, ya que parece no haber sido más que aquel ritmo húngaro a 5/2 de los días laborables vivenciados lo que mantenía inflada cada fascinante crisis hasta su plena complejidad interdepartamental. Pero de manera contigua, mientras que los problemas por cuya resolución te pagaban, el saludo con la cabeza del guardia de seguridad, su libro de registro de entrada, el trayecto en escaleras mecánicas, los objetos de tu escritorio, la visión de los despachos de tus compañeros, sus caras vistas desde ángulos característicos, las particularidades del aseo de la empresa, todo se expande de una forma milagrosa: y de este modo lo que fuera central y lo que fuera incidental terminan completamente revertidos.
2 Y de dicha riqueza y pompa regresamos a casa cada tarde y nos plantamos delante de la cómoda, algunos de los cajones que cuelgan abiertos, sin rodamientos que valgan, y soltamos en el suelo el maletín y la bolsa del súper del barrio y empezamos a sacarnos de los bolsillos puñados de calderilla y de restos de paquetes de grageas Velamints, forzados a encorvarnos ligeramente a fin de que nos quepa en las manos tanta moneda indeseada que hemos recopilado del mundo aquel día por haber usado perezosamente un billete para cada transacción, dejando caer la calderilla y las llaves aún tibias y los resguardos del cajero y la basurilla en un plato que ya rebosa calderilla, y adoptando luego otra postura especial de contrapposto para sacar la cartera, cuyo bulto húmedo ha supuesto durante todo el día un engorro subliminal, si bien hemos sido incapaces de precisar nuestra incomodidad hasta ahora, conforme soltamos esa masa de cuero y plástico ligeramente pegajosa encima del desmoronadizo montón de calderilla y sentimos que uno de los cachetes del culo se nos enfría al instante, aliviado tras diez horas de remoriana propincuidad. Y guardamos nuestros pantalones, asegurándonos de que hemos restituido las rayas de cara a ponérnoslos de nuevo sujetando los pantalones bocabajo por los perniles y levantándolos por el triángulo de la percha con su tubo de cartón tratado especialmente para evitar que se escurran y dejándolos caer sobre este doblados por la mitad, sabiendo que pese a que ahora los pantalones están un pelín sudados, pasado mañana cuando nos haga falta volver a llevarlos van a parecer recién lavados. Vamos por ahí en calzoncillos y camiseta esperando a que hiervan las conchas de pasta Ronzoni. ¿Acaso puede ser este desorganizado «hazlo-tú-mismo» de vida vespertina el mismo tipo de vida que la límpida y noble vida de Pendaflex que llevamos en los edificios de empresa?
3 Permitidme que mencione otro acontecimiento bastante importante en la historia de las pajitas. Hace poco advertí, y recordaba vagamente haber medio advertido a lo largo de varios años antes de dicho momento, que el envoltorio de papel, que tan fácilmente se deslizaba en su día por el plástico de la pajita y se arrugaba hasta formar una serpentina a presión la cual podías usar para llevar a cabo los tradicionales trucos en bares y dormitorios de residencias estudiantiles, ya no se deslizaba en absoluto. Se abrazaba tan fuerte a la superficie de la pajita que a pesar de que la pajita en sí sea más rígida que la anterior pajita de papel, el plástico a veces cede a la fuerza que acabas aplicando al intentar empujar el envoltorio a la antigua usanza. El desarrollo de todo un método para desenvolver las pajitas –con una mano, muy similar a darle golpecitos a un cigarrillo sobre la mesa para asegurarse de que el tabaco estaba bien asentado en el tubo– ahora ya no funciona, y tenemos que quitar de un pellizco la punta del envoltorio e ir rasgando a dos manos por toda la juntura como si estuviésemos abriendo el correo de propaganda. Pero tengo fe en que este error también se corregirá; y puede que algún día incluso sintamos nostalgia del periodo de varios años en el que costaba desenvolver las pajitas. Resulta imposible predecir las cosas que se tuercen en estas pequeñas innovaciones, y lleva un tiempo hasta que se los considera nocivos y se actúa en consecuencia. De manera similar, se dan a menudo ventajas inesperadas en algunos de los nuevos desarrollos menores. ¿Qué fabricante de sobrecitos de azúcar habría podido saber que a la gente le daría por sacudir el sobrecito de un lado a otro para centrifugar su contenido hasta el fondo, para poder rasgar de un modo adecuado la parte superior? La desnudez de una simple novedad en los sobrecitos monodosis se ha sorteado, mitigado y dotado de sentido por medio de una adaptación gestual (es posible que inspirada en la oscilación que uno hace al apagar una cerilla después de encender un cigarrillo); provecho que ha suscitado una danza; y el sonido de dicha sacudida de los sobrecitos de azúcar a primera hora de la mañana, revoloteando desde los cubículos cercanos, no es uno de los cuales me privaría por voluntad propia, pese a que yo tomo el café sin azúcar. Nadie habría podido predecir que los hombres de mantenimiento abrillantarían los pasamanos de las escaleras mecánicas sin moverse del sitio, o que los estudiantes descubrirían que podías tirar las monodosis de mantequilla de tal manera que se quedaban pegadas a la pared, o que los comerciantes descubrirían que podían ponerse convenientemente los lápices detrás de la oreja, o que más tarde dejarían poco a poco de ponerse los lápices detrás de la oreja, o que los limpiaparabrisas podrían servir de prácticos lugares en los que dejar folletos publicitarios. Un invento técnico sin pretensiones –la pajita, el sobrecito de azúcar, el lápiz, el limpiaparabrisas– se ha visto adornado por un mudo folklore de inventos conductuales, sin registrar, sin patentar, adoptados y afinados sin comentario ni reflexión.
4 Al parecer la gente levanta las cejas cada vez que se acerca algo a la cara. El primer sorbo a la mañanera taza de café te hace levantar las cejas; he visto a algunos individuos que desplazan todo el cuero cabelludo junto con las cejas cada vez que se llevan un tenedor con comida a la boca. Una posible explicación es que levantar las cejas es una forma de decirle a tu cerebro que no active la natural reacción de encogimiento que habitualmente dispara la aproximación de objetos en movimiento cerca de la cara.