Menos de una hora más tarde, adopté la pose de George Washington cruzando el Potomac, con un pie un peldaño más arriba, una mano en el pasamanos, remontando a ritmo constante la diagonal entre el vestíbulo y mi destino. El sonido del motor de las escaleras mecánicas se había vuelto indistinto, aunque podía notar todavía un leve ritmo de chasquidos que se transmitía a través de los peldaños, el cual supuse venía causado conforme iban enganchándose en los engranajes a cada extremo los eslabones de la cadena que me remolcaba hacia arriba; y también los sonidos del vestíbulo se diluían hasta incorporarse a un sonido-de-vestíbulo universal, como si cada unitario repique del tacón de una secretaria fuese una nítida pincelada de pigmento sobre una capa de acuarela, que palidece al propagarse. Desde esta altura, la altura de la sociología y la estadística, trabajadores en escorzo se movían en patrones visibles: la puerta giratoria los propulsaba uno por uno al interior del vestíbulo a una velocidad constante; se fusionaban ante los ascensores cuyas luces de llegada acababan de encenderse; renovaban la permanente fila de cuatro personas delante de la máquina del cambio; a veces dos de ellas, en apuradas trayectorias confluyentes, levantaban los brazos con alegre sorpresa e intercambiaban cumplidos mientras describían con pasos laterales un pulcro semicírculo en sentido horario para continuar de espaldas sus caminos, cada una atrapada durante un momento forzoso en el campo gravitatorio de la otra y después, con mutuo consentimiento, completaban sus acrobacias girándose y dándose prisa.
No había movido la mano desde que asiera el pasamanos, pero debido a que en su riel el pasamanos progresaba hacia arriba a una velocidad imperceptiblemente inferior a la cual lo hacían los peldaños (¿desajuste?), tenía el brazo en una posición distinta, el codo más doblado, a la que tenía al principio. Resitué la mano más adelante. Era extraño pensar que debido a la diferencia de velocidad, los peldaños debían sacarle de forma periódica una vuelta de ventaja al pasamanos que los acompañaba: ya que en mis escaleras mecánicas el desajuste era de en torno a treinta centímetros por trayecto, o de sesenta por cada ciclo completo, según un giro completo de pasamanos estimado en treinta metros, las escaleras móviles le sacaban al pasamanos una vuelta cada cincuenta revoluciones –como esos coches de carreras con menos pegatinas que uno cree que van corriendo a la par con A. J. Foyt o con Al Unser, pero en realidad van vueltas y vueltas por detrás, ¿con qué clase de hombres al volante? Hombres tristes y decepcionados, es la sensación instintiva que tienes; pero quizás sean novatos o fanáticos, encantados al fin y al cabo de estar ahí.
Que el pasamanos no progresaba exactamente a la misma velocidad que los peldaños era una observación que le debía a mi hábito no hace mucho adquirido de permanecer quieto y dejarme llevar durante todo el trayecto, en vez de ir subiendo los peldaños. No opté por dejarme llevar hasta que no llevaba más o menos un año trabajando para esta empresa. Antes de aceptar el empleo, había usado las escaleras mecánicas relativamente poco, en aeropuertos, centros comerciales, ciertas salidas de metro y en grandes almacenes, y en dichas ocasiones había poco a poco desarrollado fuertes creencias relativas al modo apropiado de utilizarlas. Tu papel era avanzar al ritmo normal con que subías las escaleras en casa, dejando que el motor complementara, no que reemplazara, tu propio esfuerzo físico. En Otis, Montgomery y Westinghouse no pretendían que vacilaras tras uno o dos peldaños en sus máquinas hasta finalmente detenerte, llegando al final del trayecto más tarde de lo que habrías llegado de haber subido con brío unas escaleras fijas no electrificadas. Nunca habrían destinado dinerales de fondos para el desarrollo ni jornales anuales de ingenuidad mecánica a construir una máquina que poseyera todas las características externas de un conjunto de escaleras normal y corriente, peldaños individuales incluidos, solo para que personas sanas como yo pudiesen permanecer en estado de animación suspendida, en los ojos la carta de ajuste de la inanidad, hasta ser depositadas en el piso de arriba. No se habían inspirado en el telesilla o en el funicular, sino en el ciclomotor, al cual ayudabas con la fuerza de las piernas en las cuestas. Aun así la gente se negaba a ver esto. En los grandes almacenes a menudo me quedaba atascado detrás dos pasajeros inmóviles y quería cogerlos por los hombros y urgirlos a que continuaran, como si fuese un monitor en una de las travesías de la Outward Bound, diciendo: «Annette, Bruce… esto no es la Tierra de los Lotófagos. Estáis en unas escaleras móviles. Sentid cómo vuestras esforzadas, vuestras bamboleantes pisadas se funden con el inagotable meliorismo de las escaleras. Fijaos en cómo los ángulos de los suelos y los techos de las escaleras sobre y en torno a vosotros alteran sus puntos de fuga a una velocidad mucilaginosa que no se corresponde con lo que vuestras piernas os dicen que están haciendo. ¿Acaso no veis que cuando os paráis, uno al lado del otro, no estáis solo bloqueándome a mí? ¿No veis que indicáis a todos esos que allá abajo están justo ahora subiéndose a las escaleras y alzando tímidamente la vista en busca de inspiración que si emprendieran con vigor el ascenso también ellos nos alcanzarían y verían desbaratado su avance? ¡Estaban dudando de si quedarse en su sitio o subir, y acabáis de minarles las intenciones! ¡Les habéis hecho perder el tiempo! Y ellos obstaculizan a su vez a quienes van detrás… estáis por lo tanto perpetuando un patrón de pereza y congestión que podría continuar durante horas. ¿Es que no lo veis?». A veces me detenía groseramente justo en el peldaño inferior al que la pareja ocupaba, con una caricatura de inútil impaciencia por rostro, a rebufo hasta que (a menudo con sonidos de sobresalto y ofreciendo unas disculpas que yo no merecía) se retorcían para dejarme pasar. Era más fácil hacer avances en las bajadas, porque los rápidos ruidos sordos de mis pisadas los asustaban y se echaban a un lado.
Pero un año de trayectos en escaleras mecánicas al trabajo me cambió. Ahora era pasajero de aquella máquina cuatro veces al día –a veces seis o más, si tenía que volver a bajar al vestíbulo para coger el ascensor a uno de los departamentos de la empresa en la vigesimosexta o vigesimoséptima planta– y los pensamientos habituales que la experiencia había despertado con anterioridad se volvieron a dicha frecuencia demasiado familiares. Mi total apreciación de las escaleras mecánicas ahondó, encastrándose finalmente en mi columna vertebral, pero cada trayecto individual ya no garantizaba que se desencadenara alguna trillada teoría o estado de irritación. Empezó a importarme menos si la intención original del invento había sido imitar o no las escaleras fijas. Y cuando tras aquellos primeros meses en el trabajo regresé a los grandes almacenes, contemplé las grandes espaldas inmóviles de los compradores en la abarrotada pendiente ante mí con un renovado interés, y me relajé con ellos: era natural, comprensible, defendible querer permanecer como un monumento de la isla de Pascua en aquel trance de ascensión motorizada por entre las arquitecturas de la venta al por menor. Iniciado apenas el trayecto, ascendiendo hacia la sección de Menaje para comprar un cazo marca Revere a juego con mi sartén marca Teflon y así completar mi cocina1, incluso solté mi bolsa de la compra (la cual contenía un traje, una camisa, una corbata y, en una bolsita aparte de Radio Shack, un cable más largo para el teléfono) a mi lado en el peldaño y durante un ratito cerré los ojos. Este nuevo placer de quedarme quieto me lo traje a los trayectos en escaleras mecánicas de los días laborables; y con el tiempo experimenté una inversión completa: jamás precipitaba el fin de mis largos y relajados trayectos subiendo yo mismo los peldaños, los disfrutaba como esos curtidos usuarios de la red ferroviaria disfrutan el intervalo fijo de sus viajes en tren –y cuando la gente pasaba a zancadas por mi lado yo la observaba con simpatía–. En situaciones especiales, la vieja irritación sí que volvía, sobre todo en las escaleras mecánicas del metro; pero cuando lo hacía yo repartía la culpa entre los peatones parados y los diseñadores de la máquina: estaba claro que los ingenieros habían hecho demasiado altas las contrahuellas de los peldaños, y la altura debilitaba la correspondencia funcional entre dichas escaleras y sus homólogas caseras, de tal suerte que los usuarios no percibían de manera innata que se esperaba de ellos que las subieran.
Llevaba recorridos casi dos tercios del camino hasta la entreplanta. Detrás de mí, en la base, el hombre de mantenimiento había cambiado su trapo al pasamanos al que yo estaba sujeto –un giro más, y la huella de mi mano sería abrillantada hasta desaparecer–. Cada pocos palmos, mi mano dejaba atrás un disco en relieve de acero bruñido fijado a la pendiente entre las escaleras de subida a las cuales iba montado y las escaleras de bajada a mi izquierda. Seguí los discos con la mirada conforme pasaban. Nunca había averiguado cuál era su propósito. ¿Cubrían las cabezas de grandes pernos estructurales, o estaban ahí tan solo para disuadir a cualquiera que pudiera verse tentado de usar la larga pendiente de la mediana como un tobogán? Dicha pregunta, comprimida en un destello de curiosidad familiar, se me ocurría una o dos veces por trimestre, pero jamás con la urgencia suficiente como para recordarla más tarde y dar con la respuesta.
En aquel momento, el disco al que me acercaba estaba a medias iluminado por el sol. Cayendo desde las polvorientas alturas del cristal térmico sobre un inobservado e invisiblemente suspendido plafón con un centenar de vetas y casi diez metros de ancho que se parecía a la rejilla metálica de las antiguas cubiteras, cayendo por entre los desocupados tramos medios del espacio del vestíbulo, la luz del sol se acomodaba sobre mis escaleras mecánicas y desde allí continuaba, atenuada en tres cuartas partes, descendiendo hasta un quiosco de prensa empotrado en el mármol al fondo del vestíbulo. Sentí que me elevaba hasta adoptar su forma: mi mano se volvió oro, mis pestañas irradiaron aureolas proteicas sedientas de salir a escena; y una de las bisagrillas de mis gafas se puso a centellear en busca de atención. La transformación no fue instantánea; pareció tardar más o menos lo que tardan los filamentos de una tostadora en ponerse naranjas. Fue el último subidón de la hora del almuerzo; probablemente la mejor parte del trayecto en escaleras mecánicas. Mi sombra móvil apareció muy a lo lejos, deslizándose por el suelo del vestíbulo, y después empezó a plegarse sobre las pilas de revistas iluminadas por el sol del quiosco de prensa –revistas gruesas como libros de texto–, separadas por mamparas de madera –Forbes, Vogue, Playboy, Glamour, PC World, M– con tantos anuncios que conforme hojeabas sus geniales páginas de papel satinado Kromekote sonaban como salpicones. Incitado por las brillantes texturas y la calidez, se me ocurrieron cuatro imágenes distintas en rápida sucesión, familiares tres de ellas, la cuarta nueva para mí, cada una sugiriendo la siguiente. Visualicé:
1) Las líneas de resplandor color polo-de-frutas en los rebordes retractilados de la fila de discos de vinilo en mi sala de estar tal como se veían al atardecer cuando llegaba a casa del trabajo.
2) Una cajetilla de cigarrillos tirada pero aún envuelta en su celofán; en concreto, el deleite de pasarle por encima con una segadora, trasquilando el papel y sus reflejos por toda la hierba seca.
3) Los restos de un bollo de pan que una vez vi en una agradable mañana de sábado de camino al metro y al cual le habían pasado una segadora por encima. Era un bollo de pan del tamaño de una patata, a juzgar por las migajas blancas, y al agacharme para verlo más de cerca, lo reconocí como uno de esos adorables bollos insípidos que te incluyen gratis con tu pedido en un restaurante cercano de comida china para llevar. Habían pasado la segadora por donde este yacía aquella mañana en la pronunciada pendiente que caía hacia la acera (en algún momento del pasado debieron de ensanchar la calle): mirándolo, me imaginé el destello de indecisión en la sudorosa cara del segador –«¿Una piedra? No, un bollo. ¿Me paro? No en esta peliaguda pendiente. Sigue empujando»–, y luego el bajón en el runrún del motor y el espurreo como de cartas barajadas que siguió, dejando, en lugar de un bollo de pan chino, una pulcra distribución circular de fragmentos blancos.
4) Una palomita de maíz gigante explotando en el espacio exterior. Esto último era una concepción que nunca antes había visualizado de manera aislada. Su breve aparición justo después del bollo segado (una imagen que se me pasaba por la cabeza una vez cada pocos meses) venía explicada probablemente por haberme comprado y comido una bolsa de palomitas durante los primeros compases de mi hora del almuerzo.
1 Durante aquellos primeros meses en que preparaba la cena para mí solo, tras años de comer lo que me hubiesen preparado en Seiler’s y en ARA, examinaba con reciente interés la generación de las burbujas de hervido en el cazo Revere mientras esperaba para verter las conchas de pasta Ronzoni: al comienzo mismo del hervido, granos mercuriales se liberaban y ascendían solamente desde puntos concretos del fondo del cazo, que precisaban de un pequeño rasguño o irregularidad en el metal para albergar su cambio de estado; más tarde varias cortinas de cuentas hechas de esferas medianas surgían desde donde las curvas paralelas del anillo metálico hacían mayor contacto con la parte inferior del cazo; más tarde aún, conforme los glutinosos globos arrenacuajados del fuerte hervido tomaban el relevo, las gafas se me empañaban, y me acordaba de cuando años antes mis padres me despertaban de sueños en los que trataba de beberme batidos espesísimos con pajitas finas a más no poder. Mi padre me llevaba en brazos a la luminosa cocina diciendo animadamente: «Otra vez el garrotillo, otra vez el garrotillo», con el pelo de punta en inusuales direcciones, y me sostenía cerca del penacho de vapor que salía de un pequeño hervidor de agua que había conectado mi madre. Yo inhalaba; las ganas de carraspear se deshacían en las ramas de detrás de mi esternón, y al tiempo que respiraba pensaba con felicidad en la llama azul del gas vertiéndose hacia arriba y allanándose contra el fondo del calentador de agua –la misma llama sobre la cual algunos años más tarde me dejarían cocinar unas salchichas, ensartándolas en un tenedor: salchichas que soltaban grasa con feroces y efímeras chispas, la cuales se ven mejor si apagas la luz, aunque distinguibles también a la luz del día por sus efectos de un amarillo más pálido, y que el calor chamuscaba hasta hacer destacar los patrones radiados de ambos extremos de la salchicha–. Total, que, tras limpiarme las gafas, vertía las conchas de pasta Ronzoni en el tumultuoso agua: se oía un siseo y se daba un instante de completa calma de aguas blanquecinas. Descubrí que, a menos que en ese momento las removieras, tu cosecha de conchas disminuía, porque algunas se pegaban al fondo del cazo.