No había tenido intención de comprarme una bolsa de palomitas. Por el ímpetu de un tipo cuelludo y de la mujer con prisas que llevaba detrás, la puerta giratoria del vestíbulo circulaba un pelín demasiado deprisa; cuando me tocó el turno, aproveché el impulso existente escorándome a través de mi porción de aquel gráfico de sectores sin contribuir con ninguna fuerza adicional, al tiempo que me remangaba. Fuera, era mediodía, ¡mediodía! Quince árboles sanos, esbeltos y retozones crecían de los adoquines de la plaza apenas unos metros hacia el cielo azul delante de mi edificio, cada uno proyectaba una composición de sombras con forma de patata frita sobre el collar de hierro colado que les rodeaba el tronco. («Fundición Neenah S.A. Neenah, Wisconsin»). Hombres y mujeres, sentados al sol en los bancos cercanos a los parterres cultivados con los familiares arbustos de hoja perenne de la empresa (griñoleras, me parece) sacaban exquisiteces en sus envoltorios de deslumbrantes bolsas blancas. Vendedores ambulantes en las aceras que hundían la cabeza en los compartimentos clasificados de sus carritos, abriendo y cerrando portezuelas de metal. La trasera de una camioneta con los laterales metálicos acolchados llena de sándwiches, de grifitos, de pastelitos Drake’s Cakes y de latas en hielo, con su dueño sacando el cambio de su ocarina monetaria prendida al cinto, llenando tres vasos de café al mismo tiempo sin abrir y cerrar las canillas, señalando al cliente que le tocaba, todo ello en un bucle, haciendo con los dos brazos gestos circulares, tal como imaginaba yo que debían de haber hecho las operadoras encargadas de manejar las viejas centralitas de enchufes y clavijas –estaba vendiéndole al personal al que estaba despachando todo menos las vigas y la fachada del edificio del otro lado de la calle–. Tenía hambre, pero con aquel humor de sol de mediodía necesitaba algo insustancial y altitudinal, algo como una minilata de zumo de pomelo Bluebird, o media galletita de arruruz, o tres alcaparras dando vueltas en un plato de papel, o: palomitas. Por impulso, dejé caer un dólar entero en la mano de la vendedora de palomitas y levanté una de las bolsas cerradas con un alambre retorcido y llenas con la recolecta de la palomitera acristalada del carrito, con su letrero pintado al estilo de finales del XIX y sus lámparas de calor amarillas y el compartimento colgante de la palomitera, del cual salían individuales copiosidades blancas brincando desde debajo de una solapa abisagrada, como si realizaran algún número circense para las blancas acumulaciones que conformaban el público –y no me devolvió cambio; ¡nada de cambio con el que erosionarme el muslo conforme caminaba o con el que hacer rebosar aquella tarde el platito de mi buró! ¡Qué vendedora tan amable!–. Mientras con el semáforo en rojo cruzaba varias calles en dirección a la droguería CVS, dejando un inevitable rastro de dos o tres partículas de cada puñado que excedía mis capacidades bucales, moviéndome por entre coches cuyos esmaltados parecían quemar al tacto y peatones con blusas blancas y camisas Oxford de hilo también blancas, yo mismo me sentí como una palomita que explotaba: una bicúspide desecada de grano de maíz estadounidense que se echa a un luminoso líquido dorado obtenido a presión de semillas hermanas menos afortunadas, sometido a calor, y a la cual se le permite de repente florecer en una instantánea detonación de inversión ingrávida; un asteroide de poliestireno, mucho más amplio pero en apariencia con menos masa que antes, compuesto de exfoliaciones que al estallar más allá de sus caparazones externos eran no obstante guiadas por sus tostados pétalos que mientras desaparecían se arqueaban hacia atrás (y que más tarde hallaban un paso hasta el espacio entre molares y encías) hasta estampados cachemir y baobabs y afines Fibonacci blancas, figuras que parecían muy brasileñas e intemperadas para un grano tan estadounidense, y las cuales parecían, pese a la abrupta asunción de sus estados finales, aquel convulsivo «pop» de botadura, al cual llegaban poco a poco, masa fermentada o champiñones cavernarios1.
Tardé diez minutos en llegar a pie a la droguería CVS. Antes de entrar tiré las palomitas que me quedaban a una papelera cuadrada que había junto a la puerta con una solapa pegajosa a causa de los refrescos: aquí el truco estaba en usar lo que fuera que ibas a tirar para abrir de un empujón la solapa y apartar enseguida la mano para que la solapa no te la pillara, una técnica que en este caso no funcionó a la perfección porque el receptáculo estaba a rebosar y tuve que meter mi bolsa de palomitas aplastándola contra la basura previa de manera que la solapa no podía volver a cerrarse como es debido. Me limpié la sal y el aceite de los dedos con el interior de los bolsillos de mis pantalones y me adentré en el frescor de la tienda.
No tenía ni idea de dónde tenían los cordones, pero era un cliente habitual de CVS a lo largo y ancho de la ciudad, y me consideraba perro viejo de sus distribuciones y de sus extraños sistemas de clasificación. «cuidado ocular», «dolor de cabeza», «artículos para el cabello», rezaban los letreros colgantes, con aquella ausencia de mayúscula inicial, con gancho en su día y hoy ya anticuada, pero pocos, pensaba, sabían como sabía yo encontrar tapones para los oídos en uno de los últimos pasillos llamado «primeros auxilios», junto a las pinzas nasales para nadar, las rodilleras Ace, el Cruex, el Caladryl, el espray antipiojos Li-Ban y la balda de las tiritas Band-Aid. De hecho, la mayor parte de mi familiaridad con las tiendas CVS venía de mis compras regulares de tapones para los oídos. Gastaba una caja o más a la semana, y con los años me había encariñado de su rebuscada localización, que implicaba, lo cual era a menudo cierto, que oír era un padecimiento, un síntoma a curar. Es más, aquel pasillo nunca estaba abarrotado de escudriñadores de pastillas, como sí lo estaba «dolor de cabeza», y todas esas cajas de tiritas Band-Aid al lado, tan fiables y aún sin abrir, con formas específicas para las heridas inusuales y la fila adicional de minitiritas que los adultos usaban hasta para los malos cortes en los dedos, como los que te hacías rebanando un bagel prerrebanado, porque eran menos aparatosas y autocompasivas que las de tamaño normal, me parecía que era el corazón mismo de toda la droguería. Por cierto, si abres una caja de Band-Aid, esta despide un olor (como hace poco averigüé, en la necesidad de una Band-Aid para un cortecito2 sorprendentemente espantoso) que te manda disparado de vuelta a cuando tenías cuatro años3 –aunque ya no me fío de este truco olfativo, porque parece ser un virus en el disco duro en el que se llevan a cabo las operaciones neuronales del sentido del olfato, una especie de vinculación de bajo nivel, un estrato inferior más sutil del lenguaje y la experiencia, entre el olfato, la vista y el amor propio, el cual han exaltado de manera errónea varios escritores como algo más real y más puro y desde un punto de vista sagrado más significativo que la memoria intelectiva, como las burbujas de metano de una ciénaga que en su día unos asombrados provincianos tomaron por ovnis.
Gastaba un montón de tapones para los oídos, no solo para poder conciliar el sueño, sino también en el trabajo, porque había descubierto que los sonidos amplificados Sensurround de mi propia mandíbula y de mis dientes, y la sensación de plenitud subacuática en los oídos, y la amortiguación de todo ruido externo, incluida la impresión de mi propia calculadora o cuando un papel se deslizaba encima de otro, me ayudaba a concentrarme. Algunos días, escribiendo apasionados memorandos para altos cargos, me pasaba toda la mañana y toda la tarde con los tapones puestos –los llevaba puestos hasta para ir al aseo de caballeros, y solo me quitaba uno para hablar por teléfono–. A la hora del almuerzo nunca los llevaba; y posiblemente aquello explicara por qué mis pensamientos poseían un tipo diferente de armonía superior durante el almuerzo: no era solo por la luz del sol y las gafas limpias, sino también porque por primera vez oía el mundo con claridad desde que me dirigiera al metro por la mañana. (También los llevaba en el metro). Usaba tapones de silicona Flents Silaflex. Aquellos estupendos tapones estaban disponibles desde 1982 o así, al menos en las tiendas a las que yo iba. Antes usaba los viejos tapones Flents, los de la cajita naranja –estaban hechos de algodón impregnado con cera, y eran enormes: tenías que cortarlos por la mitad con unas tijeras para obtener una forma que se quedase en su sitio cuando te los encajabas, y te dejaban los dedos pringosos de parafina rosa–. A L. le daban asco, y solía guardar cualquiera que me dejara yo en el alféizar a su lado de la cama dentro de un bote de pastillas vacío con una escena rural en él –y no la culpo–. Luego una empresa llamada McKeon Products entró con fuerza en el mercado, ofreciendo los tapones Mack’s Pillow Soft® –grumos de masilla gelatinosa y transparente que te sellaban tanto que te dolían los tímpanos ligeramente al dejar de apretarlos con los dedos, porque creaban un leve vacío ¡un vacío! ¡Todos sabemos lo mal que viaja el sonido en el vacío!–. Esos tapones nuevos, pues, no estaban solo bloqueándoles el paso a las ondas sonoras, ¡estaban alterando las características sónicas del aire presente en el canal! Su fama se extendió de droguería en droguería por el boca a boca. Los llevé hasta que olvidé cómo era el auténtico sonido. Flents contraatacó con fuerza, promocionando su lustroso modelo Silaflex –versiones cilíndricas del Mack’s en color carne– conforme iba retirando poco a poco los mastodontes de cera y algodón Tootsie Roll. Los tapones Silaflex, como los Mack’s, se vendían en un estuchito de plástico que se abría con un resorte, igual que una pitillera; llevaba el estuchito en el bolsillo de la camisa para poder usar tapones nuevos cada vez que los necesitara. Tal vez por temor a un pleito, en Flents continuaron sobredimensionando su producto más novedoso –aunque en el paquete pusiera «3 pares en una práctica cajita», yo seguía retorciendo cada cilindro hasta partirlos por la mitad y así tenía seis juegos completos–. En la cama le daba a L. un beso de buenas noches mientras ella anotaba los acontecimientos del día en una libreta de anillas, y luego seleccionaba un prometedor tapón usado del surtido que tenía en mi mesita de noche y me lo metía a presión en la oreja que primero fuese a orientarse hacia el techo. Si me preguntaba algo después de que me hubiese puesto el tapón y me hubiese dado la vuela, tenía que separar la cabeza de la almohada, dejando al aire la oreja de abajo, para oírla. Con anterioridad había intentado dormir con tapones en ambos oídos, para estar libre de ruidos cada vez que me agitara en sueños, sin importar qué oreja dejase arriba, pero lo que descubrí fue que la oreja de la almohada me dolía durante las primeras horas de la mañana; así que aprendí a transferir en sueños el único tapón caliente de oreja a oreja cada vez que me daba la vuelta. Para entonces L. se había resignado a que los llevara; a veces, como muestra de especial ternura, cogía las tenacillas de madera de la tostadora, agarraba uno de los tapones con ellas, lo dejaba caer en la oreja que me apuntaba al techo antes de que hubiese tenido tiempo de hacerlo yo y me lo plantaba en su sitio con unos toquecitos diciendo: «¿Ves? ¿Ves cuánto te quiero?»4.
Justo por encima de los tapones para los oídos estaban los narigudos frascos de disolvente de cerumen, que me compraba una vez al año o así. Cada vez que descubrías, al quitarte el tapón de la noche después de apagar la alarma, que no oías mejor con este quitado, permanecías en la cama y te echabas un chorrito de la fría solución de peróxido de carbamida en el oído y te quedabas tumbado sin moverte, a la espera de que empezara una burbujeante fermentación tangible. Después te dabas una ducha. Es verdad que aquel chorrito de reactante no resultaba tan efectivo como el anonadante y acerado disparador de agua caliente que usaban las enfermeras: dicho utensilio tenía dos garfios tipo jeringa para los dedos y un émbolo que se accionaba con el pulgar, y te mandaba un aluvión casi insoportable de agua caliente al interior de la cabeza, baldeándote las impurezas hasta que caían a una bacinilla que sostenías muy quieta contra el cuello. Después de que me hubiesen limpiado estrepitosamente los oídos de aquel modo, podía oír tramos del espectro hertziano que con toda probabilidad llevaba sin oír desde que era un recién nacido; y el mayor placer de oír aquella triguera tersura superpuesta al sonido normal estaba en que podía enfrascarla para cuando quisiera con un par de tapones Silaflex. Pero me daba vergüenza pedirle a la enfermera que usara conmigo el disparador anticerumen porque vería mis impurezas manar de mi oreja, de ahí que a menudo recurriera al frasco blanco de disolvente de CVS para hacerlo yo mismo, y después me quedaba en la ducha contando hasta sesenta con la cabeza ladeada para dejar que me entrara una descarga de agua caliente en el oído del modo más directo posible. Este era el tipo de importantes y reservados productos que vendían las tiendas CVS –eran una cadena entera dedicada a proveer esos pequeños y caros artículos altamente especializados de que disponían los cuerpos humanos para la civilización–. Aquí hombres y mujeres se observaban los unos a los otros de manera extraña –operaban inusuales fuerzas de atracción y furtivismo–. Se vendían artículos cuyo uso exigía desnudez y privacidad. Era más una tienda de mujeres que una tienda de hombres, pero a los hombres se les permitía deambular con total libertad por las baldas que refulgían con una morbosidad cuyos niveles de curio eran bajos, aunque mensurables. Pasas con disimulo junto a una mujer que lee la letra pequeña de un kit desechable para darse duchas de vinagre. Ella nota que pasas. ¡Repelús! Otra mujer contempla una caja de Aspercreme –¿para qué?–. Una tercera está decidiendo si quiere o no un rizador de pestañas Revlon, que parece una mezcla entre un colador para el té y una catapulta medieval. Jabones curvados y consistentes como Basis y Dove, aunque se vendieran en joviales cajas cuadradas, se sacarían de sus paquetes para la ducha de la noche: sus logotipos moldeados en color crema se irán desgastando con las pasadas por los femeninos brazos y estómagos5. Cuando era más joven de lo que tendría que haber sido, solía robar compresas de la caja entre los zapatos en el armario de mis padres, donde yacían dobladas en un cajón como los jerséis de hilo, y me las llevaba al baño, donde con algunas dificultades practicaba un agujero en una de ellas, usando un lápiz o un cepillo de dientes, metía mi pene tamaño crayón por el agujero, y orinaba en el retrete, y las tiendas CVS tenían algo de este fetichismo inseguro y pueril, cierta oblicuidad, mezclando demasiados tipos de privacidad en una tienda para todos los públicos, incluso si estás allí para comprar un descongestionante o, como yo, solo para comprar un par de cordones, sientes la suave incitación del lugar: los anuncios de Coppertone usados como papel pintado, metros cuadrados de hombros y rodillas y rostros bronceados; también papel pintado de Krazy Nails; y papel pintado de Maalox y de desodorante Secret y de pilas Energizer, con todos los anuncios antiguos recortados y superpuestos, oscurecidos aquí y allá por los espejos circulares antihurto. Nombres sumamente confidenciales susurrados desde cada pasillo –Anbesol, Pamprin, Evenflo, Tronolane– magistrales empalmes silábicos de lo pervertido y lo doctoral, el patrón de colores de cada paquete repetido en pilas de cuatro y ocho y diez en cada balda. Era un Estambul entero de medicamentos de botiquín, protegidos de la calle por la inocencia de la Cruz Roja y la pureza del cartel de CVS.
¡Y ahí estaban los champús! ¿Había de verdad alguna necesidad de estudiar el pasado histórico de Chandragupta de Pataliputra, o de Harsha de Kanauj, del surgimiento de la dinastía Chola de Tanjore y de la caída de la dinastía Pallava de Kanchi, la cual construyó en su día las Siete Pagodas de Mahabalipuram, o la devastación final y la ruina de la gran metrópolis de Vijayanagar, si teníamos cambios dinásticos, turbulencias y montones de espuma en los últimos veinte años de aquel gran legado hindú, el champú? Sí, la había. No costaba sin embargo hallar analogías emocionales entre la historia de la civilización por un lado y la historia dentro de la droguería CVS por otro, cuando localizabas un gran champú como en su día lo fue Alberto VO5 o Prell hoy en lamentable vasallaje en la balda más baja del pasillo 1B, invadido por oleadas posteriores de mongoles, musulmanes y chalukyas –Suave; Clairol Esencia Herbal; Caray, el pelo te huele genial; Silkience; Finesse; y un bote tras otro del akbaresco Flex–. El verde de Prell es hoy para nosotros un verde demasiado simple; el falso francés de su nombre resulta kitsch, no chic, y si bien antes residía envuelto en mi mente teleempapada por la inmediatez y el engolamiento de femeninas voces en off, hoy está en un avanzado estado de declive, apenas se anuncia, al haber descendido año tras año en las densas aunque higroscópicas emulsiones de nuestra estima, igual que aquella enorme perla descendente que usaban en uno de sus estupendos primeros anuncios para demostrar cuán suculentamente rico era. (Creo que el anuncio era de Prell –¿o era de Breck, o de Alberto VO5?6–). Recuerdo que las hermanas mayores de mis amigos usaban esos viejos champús –una hermana en especial, con el pelo todavía húmedo de Alberto VO5 y de gel fijador Dippity-do, enrollado en varios rulitos rosas de gomaespuma y tres latas de refresco de cola RC, sentada a la mesa de la cocina desayunando mientras nosotros (unos niños de nueve años) comíamos para almorzar cebollas dulces crudas, leyendo historietas de Fester Bestertester–. Imagino a los directivos del viejo producto mirando por la ventana a lo Proust, evocando los grandes días en los que destinaban dinerales a anuncios de la tele y todo era un hervidero, degradados ahora a hojear los catálogos para mantenerse al día de las últimas novedades en cuidado del cabello igual que unos segundones. En breve, nadie sabrá que con sus botes de champú dieron a conocer una mejor variedad de plástico, una variedad de acorazada opacidad en tono mate en lugar de la desagradable reflectancia acharolada de los por entonces existentes esfuerzos hacia la transparencia; ¡que con aquel plástico habían llevado su producto a lo más alto! Con el tiempo, cuando hayan muerto todos aquellos que hubieran usado cierta marca de champú que dejó de fabricarse, borrándose así de la memoria viva, ya no será apropiadamente entendido, ni correctamente situado en lo que sentimos que es la periferia de la vida; en vez de eso no será más que otro de los muchos pintorescos frasquitos de plástico en los anticuarios de provincias –entendido igual de mal que cualquier quincalla decimonónica desenterrada en la costa de la península de Coromandel–. No me enorgullezco del hecho de que los ingredientes principales de mi historia emocional estén hoy día a la venta en cualquier CVS. Un hecho que parece especialmente desconcertante, ya que la mía era en todo la emoción de un espectador: yo no usaba ninguno de los grandes champús; en lugar de eso consumía un sinfín de pastillas de jabón marca Ivory para el pelo (las pastillas se ponían cóncavas conforme se iban gastando, hasta encajar con mi cráneo), al menos hasta que no hubo pasado un año desde que empezara mi trabajo en la entreplanta, cuando el pelo empezó a marcharse de mi cabeza y yo, tratando de deshacer los años de jabonosa severidad que pensaba podrían haber sido el motivo de su partida, cambié al champú para niños de Johnson.
Al final, conforme año tras año se siguen lanzando productos, tu panteón primigenio de champús, o el panteón de las pastas de dientes o el de las máquinas expendedoras o el de las revistas o el de los coches o el de los rotuladores con punta de fieltro, se ve permeado por la novedad, y puede que te descubras perdiendo tus puntos de referencia, incapaz de colocar un producto nuevo en una cesta comparativa de nombres de marcas conocidas porque notas que el resto de nombres están aún sin desbastar ni asimilar. Creo que con los champús he alcanzado ese punto; la familia Flex me acabó agotando y ahora vivo exclusivamente en el pasado: salvo que contenga algo de verdad espectacular, cualquier producto post-Flex (como la cosa esa sueca con abedul y camomila, Hälsa) estará muerto para mí, fuera de mi vida, da igual las veces que lo vea en la balda. En teoría, supongo que existe también un punto en el cual el volumen conjunto de todas las historias en miniatura de misceláneas que se han estado recopilando en paralelo en mi memoria, cubriendo numerosos pasillos diferentes de CVS e incluso algunas de las manualidades de la civilización en general, alcanzará un punto crítico y me dejará saturado, apático, incapaz de albergar un solo entusiasmo que sea nuevo; calculo que eso sucederá cuando las propias droguerías CVS se hayan vuelto tristes y anticuadas, como las Rite Aid o las Osco antes que ellas: las letras rojas y las bolsitas blancas grapadas inclinándose ante algo que ni siquiera somos capaces de imaginar, algo todavía más limpio, algo electrizantemente jovial7.
Sin embargo, por ahora la droguería CVS queda más cerca del centro que, digamos, una Crate & Barrel o una Pier 1, o los restaurantes, los parques nacionales, los aeropuertos, las mancomunidades, los vestíbulos de los edificios de oficina o los bancos. Esos lugares son las novelas del periodo, mientras que CVS es su diario. Y en algún rincón del interior de esta tienda en particular, según Tina, que la conocía mucho mejor que yo, tenían un par de cordones en existencias, listos para hacer frente al aciago día en que los míos se desgastaron hasta romperse. Para mi decepción, en el pasillo con el letrero «cuidado del pie» no se ofrecían más que paquetes de almohadillas para los callos, limas para los callos, cremas para quitar los callos y los juanetes, punteras de silicona para proteger los dedos del pie, remedios para las uñas encarnadas y el resto de la línea de productos Dr. Scholl. Eché un ojo en «calcetería», pero solo encontré calcetines. Estaba casi a punto de creer que en CVS no tenían lo que necesitaba cuando, al girar por el pasillo 8A, bajo el letrero «Tintorería», los vi, colgando encima de abrillantador para zapatos marca Kiwi, al lado de las esponjas y de los guantes de látex. Eran de la marca blanca de CVS, «recambio de cordones para zapato» por sesenta y nueve centavos. Un ligero destello de racanería me llevó a sospechar que estaban hechos de fibra artificial; aunque en el grado de detalle propio de los cordones, nadie podría dentro de lo razonable exigir algodón. Un gráfico en el dorso de cada paquete relacionaba el número de pares de ojales de tus zapatos con la longitud de cordones que uno necesitaba: tras contar los míos (cinco), compré los de sesenta y ocho centímetros. Mis zapatos tenían pinta de arañados, y a punto estuve de comprarme también una caja de abrillantador negro Kiwi –me atraía el arcaísmo del diseño de la lata: era estadounidense, y sin duda igual de bueno que el de las latas de aceite de oliva Filippo Berio; y se daba una agradable similitud entre el kiwi de pie dentro del semicírculo blanco y el pingüino blanco en un círculo del libro de bolsillo que llevaba conmigo–. Pero me acordé de que tenía varias latas de Kiwi negro en casa –pensé que era todo un milagro, en realidad, que Kiwi ganara dinero con aquel negocio, teniendo en cuenta lo que duraba cada lata: era más fácil perderla en el fondo del armario que acabarla.
Había colas en todas las cajas. Observé la técnica de las cajeras y escogí a la que parecía más lista, una mujer india o pakistaní con una sudadera azul, aunque en su cola hubiese dos personas más que en cualquiera de las otras, porque había llegado a la conclusión de que el diferencial en la velocidad con que despachaba una cajera rápida y lista y una cajera tonta y lenta era de tres transacciones a una, tal era la variante en las aptitudes humanas y en la inteligencia nata –incluso de cuatro a uno si se daban transacciones sofisticadas como entregar el cambio, o la presencia de algo cuyo precio debía ser comprobado en el impreso alfabético porque al paquete no le habían pegado el precio con una de esas pistolas etiquetadoras–. Dicha mujer india era una auténtica profesional: metía los artículos en la bolsa a la vez que los marcaba en caja, eliminando la necesidad de manejarlo todo dos veces, y no esperaba a ver si el cliente tenía o no el cambio exacto: había aprendido que cuando un tipo decía: «¡espere, creo que lo tengo justo!» era muy probable que después de que rebuscara y las contara todas en la palma de la mano, la combinación de monedas resultara no ser la adecuada y le dijera: «pues no tengo, lo siento», y le tendiera un billete de veinte dólares. Cerraba el cajón de la caja registradora con la cadera y cortaba el ticket casi exactamente a la vez, y su uso de la grapadora de cromo tipo empuñadura encadenada al mostrador era justo lo que uno esperaba ver cuando se grapa una bolsa. La única dificultad sobrevino cuando, al darle el cambio a la mujer que iba antes que yo (unas pinzas, vaselina Intensive Care, chicles Trident, medias color carne y una cajetilla de Marlboro Light de los largos), se quedó sin monedas de diez centavos. El cartucho de monedas era de un retractilado de plástico duro. Estuvo diez segundos doblando y haciendo palanca con el cartucho indolente e inexpresivamente hasta que sacó cuatro monedas de diez y las puso en uno de los cajetines8. Incluso con aquel revés, le entregué mis cordones antes de lo que habría tardado en hacerlo en cualquiera de las otras cajas. (Para ser sincero, la había observado con anterioridad, cuando fui a la tienda a por unos tapones, y de ahí que ya supiera que era la más rápida). Saqué uno de diez. Ella me depositó los billetes en la palma de la mano y soltó el cambio en monedas en la curva que habían formado los billetes –el modo más arriesgado y más habilidoso, el cual me dejaba con una mano libre para hacerme con la bolsa y que evitaba el en ocasiones incómodo roce con la mano caliente de un desconocido–. Quise decirle lo grácil que era, que me gustaba el hecho de que hubiese descubierto los movimientos y los atajos que hacían que las transacciones en la caja continuaran siendo disfrutables, pero no parecía haber ningún modo de verbalizar aquello sin que resultara bochornoso. Sonrió y asintió ceremoniosamente con la cabeza, y yo me marché, cumplido mi recado.
1 Cualquiera pensaría que, tras esta especie de explosión, el producto necesitaría tiempo para asentarse y solidificarse en bandejas de refrigeración, pero no, puedes comerte los resultados acto seguido, o puedes comértelos cuando hayan reposado en alguna de las altas acumulaciones saladas las cuales mantiene calientes la bombilla calorífica plana con una placa esmerilada de un amarillo cegador y un envés pintado con material negro reflectante que tiene arañazos diminutos a través de los cuales el vataje resplandece. Ante la necesidad de un auténtico sabor a palomitas para confirmar aquellos recuerdos de cómo había sido en su día, hace poco busqué en los armarios de la cocina y encontré un viejo paquete de palomitas Jiffy Pop, no las nuevas Jiffy Pop para hacer al microondas, sino las viejas Jiffy Pop que venían en un paquete de aluminio en una sartén, una reliquia de la gran edad del papel de aluminio, cuando lo plantabas cual tienda de campaña encima de los pavos, cuando lo separabas de los envoltorios de los chicles, cuando congelabas con él, alisabas sus arrugas con el pulgar, rascabas los últimos restos crujientes de un suflé de espinacas al horno marca Stouffer’s de los estampados laterales corrugados –y algo más que una reliquia–: Jiffy Pop era el mejor ejemplo de todo el género aluminio: un paquete inspirado por la sartén cuyo mango es también el gancho del que cuelga en la tienda, con una vorágine de papel de aluminio arrugado encima, sometido a la subversión de los granos explosivos, primero por la colisión directa de los maíces por separado y luego durante una elevación general e indirecta del volumen total de celulosa potenciada, desplegando de forma gradual su cúpula, girando poco a poco conforme se desacaracola, proporcionando en su gradual expansión una inteligible versión a cámara lenta de lo que invisible e instantáneamente está experimentando cada eruptiva partícula de maíz por debajo. Cuando la cúpula está del todo desplegada (según me fijé, agitándola encima de los anillos del fogón), el aluminio ha revelado ser sorprendentemente fino, más fino que el de la marca Reinolds– y te percatas de que la única razón por la cual ha sido capaz de resistir la primera arremetida de palomitazos directos era que a esas alturas sus dobleces lo habían dotado de fortaleza (salvo en el vulnerable centro plano)–. Para servirlas, rasgabas el fino papel hacia atrás en triángulos, logrando así que eclosionara una flor que ninguna abeja iba a fertilizar jamás: la manierista inflorescencia final, la segunda derivada, de la original mazorca de maíz cosechada. Aparte de Jiffy Pop, conforme me hacía mayor tuvimos las algo anteriores Jolly Time y TV Time –el par de tubos de plástico, uno contenía granos, el otro contenía aceite hidrogenado que escurrías en la sartén– e incluso nos regalaron una palomitera, que costaba mucho limpiar. Pero la invención de las Jiffy Pop me parecía en retrospectiva mucho más grande que cualquier otro producto relacionado con las palomitas de maíz, incluidos todos los de microondas, me parecía de hecho uno de los ejemplos sobresalientes de la ingenuidad humana en lo que llevaba de vida, tanto fue así que después de haberme comido unos cuantos puñados, fui a la biblioteca de una universidad y busqué el nombre del inventor, Frederick Mennen, hice fotocopias de las patentes pertinentes («…una cobertura de una lámina de papel de aluminio arrugado adaptada para que se extienda por la expansión del contenido del envase al calentarlo…»), y encontré una foto suya de 1960, sonriendo con la mirada triste en su fábrica de La Porte, Indiana, mientras a su espalda unas mujeres con batas de laboratorio le echaban un ojo a la cinta transportadora. La primera patente apareció en la U.S. Patent Gazette en 1957, unos meses después de que yo naciera. Conseguí el teléfono de Mennen en información y lo llamé para darle la enhorabuena, treinta años después del hecho, y para preguntarle si estaba más orgulloso del propio paquete en espiral, o de la elegante máquina que había inventado para conferirle al paquete dicha espiral. El teléfono sonó seis veces; sintiéndome más tímido con cada timbrazo, y preocupado por que pudiese haber muerto, colgué, temeroso de la débil respuesta de la viuda.
2 Cogí prestada una Band-Aid de la caja en el apartamento de L. –yo no tenía ninguna caja de Band-Aid–. Y con mucha frecuencia se ven mujeres examinando con tristeza las baldas de Band-Aid en CVS; puede que estén pensando: «Si compro estas Band-Aid, tendré que guardarlas en mi botiquín, listas para recubrir las pequeñas heridas del buen hombre que quizás conozca en un tiempo futuro, y más adelante estarán ahí para los rasguños en los codos de los niños que tendré con él».
3 Con esa edad apuñalé una vez a mi mejor amigo, Fred, en la base del cuello con unas tijeras dentadas, enrabietado porque le habían regalado la caja completa de sesenta y cuatro crayones de Crayola –incluidos el dorado y el plateado– y no me dejaba ver la caja de cerca para comprobar cómo en Crayola habían estabilizado el sacapuntas para crayones incorporado bajo las hileras de crayones. Durante la siguiente semana y media, Fred, muy distante, fue pasando por todos y cada uno de los tamaños y estilos de Band-Aid que fabricaba Johnson & Johnson (su familia, rica, podía permitirse la caja con todas las variedades, la cual incluía formas que ya no existen, que yo sepa), negándose a enseñarme la herida (de muy poca importancia), prolongando mi culpa y mi curiosidad llevando la Band-Aid más pequeña, un diminuto huevo frito color carne de menos de dos centímetros de ancho, mucho después de que estuviese yo seguro de que debajo no tenía más que un leve asterisco blanco.
4 Aunque los tapones para los oídos son esenciales para conciliar el sueño, resultan inútiles más tarde, cuando te desvelas con ansiedades nocturnas, y tienes el cerebro a remojo en un jugo fluorescente podrido. En la facultad dormía maravillosamente, pero el trabajo nuevo me trajo un insomnio habitual, y con él un largo periodo de prueba-error, hasta que di con las imágenes que me inducían con mayor consistencia de nuevo al sueño. Empecé con pequeñas secuencias de la cortinilla de Monday Night at the Movies de la NBC: un nombre como «MEMORANDO» o «CALAMARI» en enormes letras curvas tridimensionales, delineadas con líneas de cromo en los rebordes y estrellas parpadeantes, rotando sobre dos ejes. Tenía la intención de estar dormido en el momento en que atravesara la expansiva O, o el tragaluz de la A. Esto funcionó por poco tiempo. En la creencia de que las imágenes con mayor entidad, y con patrones menos abstractos, incitaban el estado de sueño, me imaginaba conduciendo un coche bajo y veloz, despegando desde un portaaviones en un avión bajo y veloz o achicando agua escurriendo una toalla en un sótano inundado. Lo que mejor funcionaba era lo del avión, pero no lo hacía del todo bien. Y entonces, sorprendido de haber tardado tanto en pensar en ello, me acordé de la costumbre de contar ovejas. En las películas de Disney aparece una pequeña escena de unas ovejas brincando tranquilamente por encima de una cerca o de una valla de madera dentro del bocadillo con forma de nube que muestra el pensamiento de un hombre en una cama, mientras que en la banda sonora unos violines acompañan a una voz dulce sacada de los vinilos a 78 r.p.m. que va diciendo: «uno, dos, tres, cuatro…». Pensaba en las juntas de guionistas en los estudios Disney allá en la época dorada de los dibujos animados: el gesto de benigna concentración en la cara del encorvado ilustrador mientras coloreaba con cuidado el interior del contorno de una estilizada oveja en suspensión de otro fotograma más en el arco de luz cálida que arrojaba el flexo sujeto por su pinza a la mesa de trabajo, alumbrando las tachuelas y la cinta adhesiva y su lápiz especial para acetato en la mano –enseguida me dormía con éxito–. Pero si bien la versión Disney alcanzó su objetivo, sentía que era insatisfactorio: estaba imaginándome ovejas, cierto, pero la costumbre, la cual yo quería mantener, exigía que las contara. No creía aun así que tuviese ningún sentido contar lo que a todas luces era el mismo conjunto de fotogramas de animación reciclados una y otra vez. Necesitaba atravesar el dibujo animado y crear una procesión de ovejas verdaderamente diferenciables. Así que me fijaba bien en cada una de ellas conforme se acercaban al cercado en busca de características individuales –un cardo enganchado que le sobresaliera o un poco de lodo seco en una pata–. A veces le amarraba un dorsal a la que le tocara saltar y le ponía un nombre del Derby de Kentucky: Comandante Aperitivo, Nosferatu, M antes de B y P, Wee Willie Winkie. Y la hacía saltar muy despacio, para que pudiera examinar cada fase –las migas de barro flotando lentamente por el aire hacia la lente, el mohín de labios flojos, el movimiento ondulatorio por toda la lana al aterrizar–. Si para entonces no estaba sobando, daba marcha atrás y reconstruía el día entero de las ovejas; pues hallé que era el planteamiento del salto, antes que el salto en sí, lo que me inducía al sueño. Era probable que algunas de las ovejas se hubieran presentado en el trabajo en torno al mediodía y a varios pueblos de distancia, enmarañadas y revoltosas. A eso de las dos de la tarde, mientras estaba en mi despacho, temiéndome una mala noche, pedía (imaginaba) que me pusieran al teléfono a una de las distribuidoras de ovejas: ¿podía encargar que un número al azar de ovejas no superior a treinta llegara al portal de mi apartamento sobre las 3:30 a.m. para contarlas? El experto cayado de la distribuidora de ovejas recorre el rebaño, señalándolas: «tú, tú, tú»; les repite mi dirección una y otra vez a sus sujetos, que asienten con la cabeza; y mi rebaño personal sale quince minutos después, con un albarán para que lo firme a la entrega. Se pasan la tarde cruzando prados de aldeas, vadeando arroyos y trotando por las medianas de las autopistas. Mientras estoy cenando con L., todavía se encuentran a kilómetros de distancia, pero a la hora de irse a la cama, a las 11:30 p. m., puedo verlas venir por un promontorio con mis prismáticos: diminutas figuras oscilantes cerca de un letrero en escorzo de un hotel Red Roof Inn, todavía en el condado vecino. Y a las 3:30 a. m., cuando me hacen verdadera falta, se presentan afanosas, entusiasmadas tras el viaje: dejo a un lado la carta de agradecimiento sin escribir con la que había estado debatiéndome, reviso la nota de entrega de las ovejas y completo el pago, y varias de las primeras empiezan a agruparse sobre los tablones y las cajas de leche que he ensamblado en el portal, con sus pequeñas lenguas rosas a la vista por el esfuerzo, expuesto el blanco de sus ojos de oveja; una, dos, tres… y así me he convertido en un exitoso director de anuncios de suavizante –la agencia necesita opulentas tomas de ovejas saltarinas; el vellón tiene que quedar tan dorado como la luz del sol que cae, y los verdes del campo han de ser inconcebiblemente chillones–. Yo mismo lavaba cada oveja con champú; consolaba a las lloronas; le leía al rebaño reunido Idea de una universidad del cardenal Newman para acrecentar su noción de propósito y gracia, y les demostraba cuánta falta me hacía enviar sus rollizos torsos por los aires, levantarles los cuartos traseros para un empujón adicional, echarles las cabezas hacia atrás por mor del drama, y siempre, siempre iniciar el aterrizaje con la pezuña izquierda. Les daba la entrada con un guion enrollado: «Vale, número cuatro. Pisadas más ligeras. Ahora impulso. Arriba. ¡Esas patas traseras! ¡Dientes fuera! ¡Que se note el esfuerzo! ¡Ahora las narinas! ¡Y a saltar!». He hallado hace poco que lo último que se me pasa por la cabeza antes de caer inconsciente suele ser la menguante visión de una oveja solitaria, la cual, tras salvar el obstáculo y haberla dado yo por contada, rebosante de alivio y radiante por el deber cumplido se apresura por colinas lejanas hacia su próximo encargo, que consiste en saltar una linde de hierbas a cámara lenta para L., despierta a mi lado a causa de sus propias preocupaciones.
5 No hay una palabra adecuada para estómago; igual que no hay una palabra adecuada para novia. Estómago es a novia lo que barriga es a amante, y lo que abdomen es a cónyuge, y lo que bajos es a petite amie.
6 ¿Y era en el de Prell concentrado o en el de Head & Shoulders en el que salía un chorreón del nuevo tubo irrompible que apretaban los dedos de quien se estuviera duchando («¡Oops!») y que daba contra el cristal de la placa-ducha, y el marido lo veía y lo examinaba con asombro? Manejabilidad –lo romántico del concepto retornaba si me detenía durante un minuto en el pasillo de los champús: qué palabra tan Harold Geneeniana para que la murmuraran modelos con el pelo parecido al de Samantha la de Embrujada–. Y me acordaba de la familia que, con más pena que rabia, le dice al padre que por favor no se ponga ese blazer azul, por los copos de caspa, hasta que usa Head & Shoulders (un nombre repulsivo para un champú, si lo piensas, pero nunca lo haces); y la mujer con una vida tan ajetreada que utiliza un aerosol de champú enlatado en la intimidad del ascensor, se sacude con la mano toda su oleosidad y veinte pisos más arriba sale con lustrosos reflejos.
7 Dicha perturbación empieza ya: las últimas pocas veces que he entrado a un CVS no me graparon la bolsa en absoluto, pese a que tenían la grapadora al lado mismo de la caja registradora –habían pasado a usar una bolsa de plástico con dos asas incorporadas que la hacían parecer la parte de arriba de un mono de faena, y era de un plástico imposible de grapar con eficacia–. Me pregunto si acaso la atenta observación y los estudios de eficiencia habían mostrado a los directivos de CVS que como las tiendas andaban permanentemente escasas de personal, la mayor incidencia de hurtos que conllevan las bolsas sin asegurar sería más que contrarrestada por un rendimiento más veloz de las cajeras, quienes no tenían que perder ningún segundo de más grapando.
8 Le perdoné del todo aquel retraso: dichos cartuchos de plástico para las monedas suponían un infeliz avance en la vida de las cajeras. En los cartuchos de papel había belleza: interesantes y pulposos colores, ese papel suave de las bolsas de papel pero con la pesada densidad del dinero que contenían; y las buenas cajeras podían abrirlos cascándolos contra el reborde de un cajetín y hacer que todo el contenido se vertiera en su lugar en cinco segundos. Pero aun así, cuando vi los canutos de plástico por primera vez (allá por 1980), me sentí excitado, vivaracho: podías distinguir con mayor facilidad de cuáles se trataban por los cantos de las monedas clasificadas, y el plástico era probablemente obra de algún clasificador/contador/empaquetador/despachador del banco. Pero el de plástico, a menos que lo hayan hecho inmanejablemente grueso, se rasgará con facilidad, a diferencia del de papel, solo si antes se le ha practicado una muesca (igual que el retractilado de los discos de vinilo) –y en las bolsas llenas de cartuchos de monedas de papel, estos sin duda se mellaban–: así pues los defensores del cartucho de monedas de plástico se vieron a todas luces forzados a que su material adoptara un grosor que convirtiera la vida de las cajeras en un tiempo de periódica exasperación, sobre todo si tenía las uñas largas. Lo que hacía falta aquí era alguna clase de lengüeta-abridor que prolongara la longitud del cartucho, similar al hilo del envoltorio de las Band-Aid, pero que funcione.