En el camino de vuelta, mi oficina parecía estar más lejos de CVS de lo que me había parecido en el camino de ida. Me comí de una máquina expendedora un perrito caliente con chucrut (una combinación cuyo regusto aún me da escalofríos), a paso ligero con el fin de aprovechar al máximo los veinte minutos de mi hora del almuerzo que había reservado para leer. Pasé por una tienda de galletas en la que no había ningún cliente; en menos de treinta segundos, me había comprado una enorme galleta revenida con trazas de chocolate por ochenta centavos. A cinco manzanas de mi edificio, esperando a que un semáforo cambiara, le di un bocadito a la galleta; de inmediato sentí la fuerte necesidad de acompañarla con un poco de leche, y entré un momento a Papa Gino’s a comprarme un cartón pequeño en una bolsa. Abastecido pues, lleno de pensamientos en torno a los aspectos rituales del embolsado, regresé a la plaza de adoquines y me senté en un banco al sol cerca de la puerta giratoria. Era un banco neovictoriano, hecho de finos listones de madera fijados con pernos a curvas de hierro ornamental y pintados de verde –un tipo de banco que hoy día podría considerarse en exceso coqueto, pero que en aquella época parecía raro y maravilloso, pues solo recientemente habían empezado los arquitectos a abandonar los bajos y maléficos bloques de cemento armado o de granito pulido que habían hecho las veces de lugares en los que sentarse (o en los que arrellanarse, ya que no ofrecían ningún respaldo) en los espacios públicos de este tipo durante veinte retrógrados años.
Puse la bolsa de CVS a mi lado y abrí el cartón de leche, metiéndome uno de los extremos de la bolsa que me había dado Donna por debajo del muslo para que no se la llevara el viento. El banco me proporcionaba tres cuartos de vista de mi edificio: la entreplanta, una cuadrícula de cristal gris oscuro con realces verticales en mármol, era el último piso con amplitud antes de que la fachada trazara un ángulo hacia dentro y despegara, desafiando a los cuellos, hacia un hagioscopio de bruma azul. La sombra del edificio había alcanzado uno de los extremos de mi banco. Hacía un día perfecto para leer durante quince minutos. Abrí mi clásico de Penguin por donde tenía el marcapáginas (un ticket de compra, el cual deslicé momentáneamente varias páginas más adelante) y luego le di un bocadito a la galleta y un trago a la leche fría. Hasta que mis ojos se habituaron, las páginas me resultaron cegadoras, oteros ilegibles, teñidas de fosfenos violetas y verdes. Pestañeé y mastiqué. La independencia del bocadito de galleta y la del trago de leche comenzaron a fundirse y a calentarse de manera placentera en mi boca; con la ayuda de otra pura y fresca perfusión de leche me tragué la dulce mixtura1. Hallé por dónde iba en la brillante página y leí:
Observa, en síntesis, cuán transitoria y trivial es toda vida mortal; ayer una gota de semen, mañana un puñado de cenizas.
¡Mal, mal, mal!, pensé. ¡Destructivo, inane, desencaminado y enteramente falso! –pero inofensivo, e incluso placenteramente aleccionador, para un hombre sentado en un banco de una plaza de adoquines en espinapez cercano a quince árboles sanos y espaciados de forma regular, con el gomoso gruñido y el siseo de una puerta giratoria al alcance del oído–. ¡Era capaz de absorber cualquier estoicismo brutal que me plantaran delante! Aun así, en vez de continuar, di otro bocadito a la galleta y un trago de leche. Eso era lo malo de leer: siempre tenías que volver a retomarlo en el mismo asunto que el día anterior hizo que dejaras de leer. Una flamante mención en la Historia de las morales europeas, de William Edward Hartpole Lecky (la cual me había llamado la atención, mientras echaba un vistazo por la biblioteca cierto sábado, por un título tan ambicioso y la exuberante accesoriedad de las notas al pie2) fue lo que provocó que en la librería me detuviera delante de la estantería de los Clásicos Penguin que iba del suelo hasta el techo durante una de mis horas del almuerzo dos semanas atrás y que echara mano de este volumen de las Meditaciones de Marco Aurelio, en la balda más alta, desdeñando el taburete disponible, que enganchara con el dedo la parte superior del libro y que tirara de él de tal modo que cayera sobre la palma de mi mano: un Penguin más fino que la mayoría, lustroso, rígido, en perfecto estado. En previos y efímeros arrebatos de clásicos me había comprado, y leído unas veinte páginas apenas, de Clásicos de Penguin de Arriano, Tácito, Cicerón y Procopio –me gustaba verlos alineados en mi alféizar, justo por encima de la estantería en la que tenía los discos; me gustaban en parte porque, como mi primer acercamiento a la historia fue gracias a las contras de los discos, asociaba esa negrura y ese lustre de los Clásicos con los discos de vinilo3–. Lecky había alabado a Marco Aurelio de un modo que lograba que leerle pareciera algo irresistible:
Puesto a prueba por los accidentados eventos de un mandato de noventa años, presidiendo una sociedad que estaba profundamente corrompida, y una ciudad notoria por su libertinaje, la perfección de su carácter asombró hasta silenciar incluso al difamador, y el sentir espontáneo de su pueblo lo erigió antes en un dios que en un hombre. Han vivido muy pocos hombres a propósito de cuya vida podamos hablar con tan plena confianza. Sus Meditaciones, las cuales conforman no solo una de las más impresionantes, sino también una de las más auténticas obras del entero ámbito de la literatura religiosa.
Y efectivamente, lo primero que leí cuando en la librería abrí al azar las Meditaciones me pasmó por su finura. «Manifiestamente», leí (el sonido dislocado de una cacerola al golpear bajo el grifo contra el lateral del fregadero me tañía en la cabeza):
Manifiestamente, ¡no hay circunstancias de vida que tan bien pudieran adaptarse a la práctica de la filosofía como estas en las cuales te halla hoy la suerte!
¡Olé! Me encantaba la leve aparatosidad y el arcaísmo del enunciado, lleno de frases que hoy día nunca acuden a los labios de nadie de manera natural pero que en su día sí que lo hicieron: «circunstancias de vida», «tan bien pudieran adaptarse», «en las cuales te halla hoy la suerte», aparte de la súbita aunque acertada irrupción de los signos de exclamación. Pero pensaba sobre todo que la afirmación era extraordinariamente cierta y que si me compraba ese libro y aprendía a cómo obrar de acuerdo con ese único enunciado sería conducido al interior de los complejos reinos de la comprensión, aunque en apariencia continuase, tal como había hecho, yendo a trabajar, yendo a almorzar, yendo a casa, hablando con L. por teléfono o invitándola a casa a pasar la noche. Como a menudo sucede, aquel primer enunciado decisivo me gustaba más que cualquier otro con que me topé en posteriores lecturas consecutivas. Estuve dos semanas cargando con el libro durante la hora del almuerzo; tenía el lomo desgastado más de llevarlo en la mano que de leerlo, aunque recorría el lomo una única línea blanca que hacía que el libro se abriera automáticamente por la página 168, en la que figuraba el enunciado de las «circunstancias de vida»; y a estas alturas, desencantado, pasando páginas adelante y atrás, estaba casi listo para abandonarlo por completo, cansado de la implacable y mórbida abnegación de Aurelio. Aquello último sobre que la vida mortal se reducía a esperma y ceniza, que leí dos días seguidos, era demasiado para mí. Devolví a la página el ticket de compra, donde se quedó hasta hace bien poco, y cerré el libro.
Me quedaba por beber la mitad de la leche. Sintiéndome reconquistado por su sabor, la apuré de un trago; y entonces, acordándome de un hábito de mi niñez, hice una bolita con la bolsa de la galleta, fabricada con un tipo de papel fino y crespo, y la embutí por el caño del cartón de leche. Me quedaban diez minutos de hora del almuerzo. Si no iba a leer, sentí que debía emplear el tiempo en cambiar los cordones raídos por los nuevos que me acababa de comprar. Pero el sol pegaba demasiado: incliné la cara hacia él, sentado con los ojos cerrados, los brazos estirados sobre el banco y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos por delante de mí, y recogía los pies cada vez que oía que una persona se acercaba caminando, no fuese que le estuviera bloqueando el paso. Mi mano derecha, a la sombra, tocaba la fría cúpula de un perno neovictoriano; mi mano izquierda, al sol, tocaba la pintura verde, caliente y lisa; una corriente de total y apaciguada alegría empezó a fluirme de la mano a la sombra a la mano al sol, pasándome por los brazos y los hombros y subiendo en espiral hasta mi cerebro conforme avanzaba. «Manifiestamente», repetí, como si estuviese regañándome a mí mismo, «¡no hay circunstancias de vida que tan bien pudieran adaptarse a la práctica de la filosofía como estas en las cuales te halla hoy la suerte!». La suerte me halló aquel día después de una mañana entera de trabajo para ganarme la vida, después de habérseme roto un cordón, de haber charlado con Tina, de haber orinado con éxito en un entorno empresarial, de haberme lavado la cara, de haberme comido media bolsa de palomitas, de haberme comido un perrito caliente y una galleta con un poco de leche; y la suerte me hallaba ahora sentado al sol en un banco verde, con un libro de bolsillo en el regazo. ¿Qué se suponía, filosóficamente, que tenía que hacer con aquello? Bajé la vista hacia el libro. En la cubierta salía un busto dorado del emperador. ¿Quién compra este tipo de libros?, me pregunté. ¿Personas como yo, buscadores ocasionales de la autosuperación, durante la hora del almuerzo? ¿O solo estudiantes? ¿O los taxistas con la necesidad de algo con lo que sorprender a sus pasajeros, un libro que blandir delante del plexiglás? Con frecuencia me había planteado si en Penguin ganaban dinero vendiendo libros de bolsillo como aquel.
Y entonces sopesé la frase «con frecuencia me había planteado». Notando cómo Marco Aurelio me apremiaba a practicar la filosofía con las escasas materias primas de mi vida, me pregunté exactamente con qué frecuencia me había planteado la rentabilidad de los Clásicos de Penguin. Con solo decir que a menudo te planteabas algo no se daba indicación alguna sobre cuán prominente era en realidad dicho estado mental en tanto parte de la vida. ¿Surgía cada tres horas? ¿Una vez al mes? ¿Cada vez que cierto conjunto especial de circunstancias volvía a recordármelo? Desde luego no pensaba en las circunstancias financieras de Penguin cada vez que ponía los ojos en uno de sus libros. A veces solo pensaba en cuál sería la temática de dicho libro en particular, sin interés por el momento en quién lo publicaba; a veces pensaba en el hecho de que las contras naranja de las novelas de Penguin se desvaían al sol como los carteles de las tintorerías, y lo sorprendente que era que un esquema de colores tan intrínsecamente cuestionable como el naranja, el blanco y el negro llegara a resultar tan agradable y sutil, asociado de un modo tan íntimo con nuestra idea de la novela inglesa, tan solo porque hubiese dado la casualidad de que alguien de la editorial decidiera usarlo como diseño estándar. A veces las contras naranja me hacían pensar en el primer libro de Penguin que había leído, Mi familia y otros animales: mi madre me lo regaló un verano, y no solo me habían gustado los lagartos y los escorpiones y la luz del sol, me había interesado también, conforme profundizaba en mi lectura del grueso de las páginas, un diminuto código impreso que aparecía cada veinte páginas o así en el margen inferior izquierdo de la página de la derecha: «FOA-7», «FOA-8», «FOA-9», etc. Cualquier clase de jerigonza técnica privativa de los encuadernadores, pensé –«Folio Orientación Alterna 7» o tal vez «Final Orden Anverso 8»–. Mucho después, cuando de nuevo me percaté de este rasgo de los libros de Penguin, en mitad de mi lectura de la novela de Irich Murdoch Una derrota bastante honorable («DBH-6», etc.) me di cuenta de que no se trataba más que de las iniciales del título, una forma rápida de evitar confusiones en la composición de libro, sentí por este misterio previamente sin resolver una expansión de amor retroactivo, y también gratitud a Penguin por facilitarnos este más rotundo conjunto de hitos con el que medir nuestro progreso en un libro: pues cuando llegas a algo como «DBH-14» (que fue hasta donde llegué con aquel Murdoch en particular, he de decir, por más que me guste cómo escribe), sientes que tu progreso se confirma de un modo más objetivo que cuando alcanzas sin más un nuevo capítulo.
Todas estas observaciones particulares relacionadas con Penguin poseían ciclos de recurrencia diferentes y por lo tanto diferencias de peso en mi personalidad –y me pareció entonces que nos hacía falta una medida para la periodicidad de los pensamientos recurrentes, expresados como, digamos, el número de veces que un pensamiento te viene a la cabeza al año–. Me planteaba la situación financiera de la editorial Penguin unas cuatro veces al año, quizás. «Una periodicidad de 4» –aquello tenía un toque científico–. Una vez al año, justo cuando en la discográfica Muzak se pasaban a los villancicos, pensaba, «resulta curioso que “God Rest Ye Merry, Gentlemen” esté en clave menor». Cada vez que me espachurraba un dedo del pie pensaba: «Es increíble que el dedo del pie de una persona pueda llevarse esa clase de golpes sin romperse» –y me espachurraba un dedo del pie unas ocho veces al año quizás–. De vez en cuando me tomaba una pastilla de vitamina C, quince veces al año, y mientras llenaba el vaso de agua pensaba en la canción de Grateful Dead: «livin’ on reds, vitamin C and cocaine…». Si pudiéramos asignarle una cifra de periodicidad de este modo a cada pensamiento recurrente que tuviese una persona, ¿qué sabríamos? Sabríamos la frecuencia relativa de sus pensamientos a lo largo del tiempo, algo que podría resultar quizás más revelador que cualquier declaración de creencias que dicha persona pudiera ofrecer, o que una sección inmóvil de pensamientos disponibles y potenciales (si fuese eso posible) en cualquier momento dado. De igual modo que en inglés las palabras más frecuentes son las monótonas «of», «in» y «the», los pensamientos más frecuentes son los insípidos y tediosos del tipo «picor en la cara» [fugaz imagen sexual] y «¿me huele el aliento?». Pero debajo del nivel «of» e «in» del vocabulario del pensamiento, había toda una lista de ideas de frecuencia media. Imaginé que adoptaban la forma de una tabla, algo así como:
Materia de pensamiento |
Número de veces que |
|
|
L. |
580,0 |
Familia |
400,0 |
Cepillarme la lengua |
150,0 |
Tapones para los oídos |
100,0 |
Pago de facturas |
52,0 |
Aspiradora Panasonic de tres ruedas, grandeza de la |
52,0 |
El sol te pone de buen humor |
40,0 |
Frustración por el tráfico |
38,0 |
Los libros de Penguin, todos |
35,0 |
Trabajo, ¿tendría que dejarlo? |
34,0 |
Amigos, no tengo |
33,0 |
Matrimonio, ¿una posibilidad? |
32,0 |
Máquinas expendedoras |
31,0 |
Las pajitas no se desenfundan bien |
28,0 |
El brillo en los objetos móviles |
25,0 |
¿McCartney más talentoso que Lennon? |
23,0 |
Amigos más listos, más competentes que yo |
19,0 |
Dispensadores de toallitas de papel |
19,0 |
«Lo que con frec. se pensaba, pero nunca», etc. |
18,0 |
Las personas no se parecen mucho |
16,0 |
Árboles, la belleza de los |
15,0 |
Aceras |
15,0 |
Los amigos no me merecen |
15,0 |
Gemelos idénticos separados al nacer, estudios de rasgos |
14,0 |
Inteligencia, lo deprisa que va la |
14,0 |
Rampas para minusválidos, su demencial peligro |
14,0 |
Ganas de matar |
13,0 |
La invención de la escaleras mecánicas |
12,0 |
Las personas se parecen mucho |
12,0 |
«En mi patio, no» |
11,0 |
Ahora, las pajitas flotan |
10,0 |
Pinchadiscos?, ¿me haría feliz ser |
9,0 |
«Si no puedes librarte de ello, ¡métete de lleno!» |
9,0 |
Rotuladores con punta de fieltro |
9,0 |
Gasolina, lo bien que huele la |
8,0 |
Bolígrafos, el rodamiento de la punta |
8,0 |
Aparatos estéreo |
8,0 |
Miedo a que me atraquen otra vez |
7,0 |
Grapadoras |
7,0 |
«Las cucarachas llegan, pero nunca se van» |
6,0 |
Bollo de pan, la imagen de un |
6,0 |
Zapatos |
6,0 |
Bolsas |
5,0 |
Butz, Earl |
4,0 |
Barrer, escobas para |
4,0 |
Silbar, el truco tirolés |
4,0 |
«Puedes saborearlo con los ojos» |
4,0 |
Líquido para limpiar en seco, olor del |
3,0 |
Cierres de las bolsitas herméticas |
2,0 |
Palomitas de maíz |
1,0 |
Los pájaros regurgitan la comida para alimentar a sus polluelos |
0,5 |
Kant, Immanuel |
0,5 |
Pero la recopilación de la lista, tal como vi en cuanto empecé a bosquejarla así en mi cabeza, no fue el esclarecedor proceso de abstracción que había esperado que sería: los pensamientos eran demasiado fluidos, demasiado difíciles de nombrar, y de clasificar una vez nombrados, como para que mi estimación de su frecuencia relativa significara mucho. Y había muchos, muchísimos. Aun así, esa clasificación de periodicidad, en tanto ideal de descripción, fue lo máximo que pude hacer aquella tarde. La introspección era la única actividad mínimamente filosófica que me veía capaz de practicar, sentado en un banco al sol, esperando hasta el último minuto posible antes de volver al trabajo; y la atribución de frecuencias sí que al menos forzó una clase de introspección más auténtica que la pregunta tan inconcreta «¿En qué pienso?». Las personas se parecían mucho cuando te imaginabas sus agendas diarias, o las observabas mientras caminaban hacia la puerta giratoria (tal como Dave, Sue y Steve, que no me vieron, hacían ahora), pero si te imaginaras que recopilas para cada una de ellas una tabla detallada de frecuencias de pensamiento, e intentabas comparar una tabla con otras, de repente te sentirías como si estuvieses comparando seres tan distintos unos de otros como un alargador eléctrico y un encurtido de hoja de parra. L. me contó una vez que ella pensaba «todo el tiempo» (le pedí que fuese más específica, dijo que una vez cada tres semanas o así) en un alarmante chiste que alguien le había contado cuando tenía once años, que dice así: «P: ¿Sabes cómo es la mujer perfecta?; R: [Se pone la mano a la altura de la cadera]. Así de alta y con la cabeza plana para apoyar la birra». Hasta hace dos o tres años, me contó, desde que tenía más o menos diez, había, a menudo en contra de su voluntad, pensado varias veces a la semana en una adivinanza que decía:
En el camino de Amberes,
me encontré a un hombre con siete mujeres,
cada mujer con siete sacos,
cada saco con siete gatos,
entre gatos, sacos y mujeres,
¿cuántos iban para Amberes?
Cada mes y medio, según me dijo, pensaba con placer en una descripción en Daniel Deronda de una alcoba en la que todo era amarillo, al no haberse imaginado nunca las alcobas de estilo victoriano tardío pintadas en dicho color. ¡Y yo no pensaba en ninguna de esas cosas4! Nos conocíamos bien el uno al otro; teníamos la sensación de que en aspectos muy importantes éramos muy parecidos, nos entusiasmábamos y no nos entusiasmábamos a la par, pero las tablas de los pensamientos repetidos y sus periodicidades de ambos revelarían para nuestra sorpresa pocas coincidencias parciales en el rango de frecuencia media.
Por encima de las periodicidades del solitario pensamiento interior, dependiente de él aunque existente en un plano separado, estaba la periodicidad de la conversación, por teléfono y en persona. L. y yo hablábamos veinte veces al año sobre el hecho de que en las comedias los personajes femeninos casi siempre hacían el papel de cómicos varones heterosexuales. Veinticinco veces al año nos planteábamos qué habría pasado si mis padres hubiesen seguido casados, o si los suyos se hubiesen divorciado. Cincuenta veces al año hablábamos sobre los efectos de la promiscuidad en la apariencia externa y en la personalidad, con ejemplos sacados de las vidas de sus amigos y de las nuestras. Día sí y día no considerábamos en qué ciudad o en qué zona nos gustaría más vivir, y en qué tipo de casa, si fuésemos ricos. La discriminación positiva tenía una periodicidad de 4; la herencia de rasgos mentales, de 12. Dos veces cada verano discutíamos si en la naturaleza los colores podían desentonar. Si un tema se volvía a repetir, percibíamos su familiaridad, pero de una manera indistinta: casi siempre surgía (esto es, sentíamos que merecía que lo discutiéramos otra vez) después de que fuésemos incapaces de recordar con exactitud cuáles habían sido nuestras respectivas opiniones –recordábamos de una forma vaga, inatribuibles, los comentarios elocuentes que se habían hecho la última vez–, pero a menudo revertíamos nuestras posturas, ambos más entusiasmados con las sensaciones nuevas que suscitaban los argumentos que había aducido el otro la vez anterior, y menos convencidos de aquellos previos argumentos propios. Y se daban periodicidades superpuestas también en el plano de la conversación: ciclos de quince años de excitación periodística a nivel nacional por una cuestión u otra; las correcciones generacionales y las exageraciones pendulares; y, por encima de estas, la periodicidad de las bibliotecas y de los Clásicos Penguin, aún más bajas, resurgimientos y disminuciones del interés por ciertas vías de investigación o estilo de pensamiento de un siglo a otro, replanteamientos de verdades extraviadas en lenguas vernáculas nuevas.
De todos estos planos, pensé, la alternancia de descuido y de atención que se presta a una idea se parecía al ciclo de encerado y bruñido, de atenuado y realzado del brillo, de lijar entre capas para luego aplicar otra –las cosas que le sucedían a dicha idea durante los largos tramos sin supervisar–. Justo ahora, por sexta vez en dos semanas laborables, le había prestado atención a una idea de Marco Aurelio de un enunciado de largo durante uno o dos minutos, y elevándola por lo tanto de su almacenamiento artificial Penguin hasta la memoria viva durante aquel instante, instante en el que de no haber ocupado mis pensamientos, nadie la habría tomado quizá en consideración durante dichos minutos en toda la ciudad, puede que en el mundo. Hoy también, por primera vez en veinte años, me había acordado en dos ocasiones distintas del acto de atarse los cordones (en tres, si se contaba el orgullo pasajero que había sentido justo antes de que se me rompieran los cordones), en una vida entera esto supone una periodicidad media anual de más o menos una décima parte del acto de acordarse, aunque esa cifra está desencaminada, puesto que la media de las frecuencias, decidí, debían obtenerse a partir de intervalos más cortos, de cinco años por ejemplo, para que resultaran significativas, al menos hasta que uno haya muerto. Era imposible predecir cuál de los dos, si Marco Aurelio o los cordones, figuraría más arriba en el conjunto de mis índices vitales de periodicidad hasta el día de mi muerte5.
Era hora de entrar. Notaba pringosos los dedos de mi mano al sol; me los froté con el pulgar hasta que traje al mundo un diminuto cilindro gris oscuro compuesto de aceite de palomitas, polvo urbano, piel y azúcar de galleta. Lo tiré de un capirotazo. Me percaté de que en la palma de mi mano la fecha aún era visible, pero desaparecería después de que volviera a lavármelas. Con cierto esfuerzo fui capaz de retorcer y arrugar la bolsa de Papa Gino’s apretándola lo bastante como para poder embutirla también en su mayor parte en el cartón de leche; obtuve una oscura satisfacción de la interna externalidad de ese logro. Recogiendo mis pertenencias, mi bolsa grapada de CVS y mi libro de bolsillo, me puse de pie. Tiré a la basura el cartón de leche aún lleno; o, más concretamente, lo coloqué con mucho cuidado en la cúspide de un monte de restos de almuerzos que las abejas sondeaban listo para desbordar en cualquier momento un bidón de aceite cercano, asegurándome de que el cartón no se volcaría al menos hasta que hubiese ido afianzándolo muy despacito con las yemas de los dedos en su precaria localización durante unos segundos. No pude aplastar la basura de debajo, tal como había hecho media hora antes en la puerta de CVS, ya que cualquier presión que se aplicara solo habría provocado que el monte al completo se desintegrara. Una abeja emergió de un vaso de papel colmado de sol, y se fue a elaborar miel barriobajera a partir de cualquier zarzaparrilla baja en calorías que hubiese encontrado dentro. Entré al vestíbulo y me encaminé a las escaleras mecánicas de subida.
1 Una tarde mi madre me dijo de improviso mientras estábamos los dos sentados a la mesa de la cocina (yo estaba leyendo la columna del consultorio Dear Abby mientras me terminaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y un vaso de leche; ella estaba leyendo Lecciones de filosofía de las ciencias sociales para un curso que estaba haciendo) que no era una buena idea beber de lo que estuvieses bebiendo antes de haberte tragado lo que estuvieses masticando –y no, me explicó cuando le pregunté por qué, porque haya más probabilidades de que te atragantes, sino porque se consideraba una grosería; una grosería, en apariencia, más sutil que la infantil rudeza de hablar con la boca llena o de «chasquear los labios» (un enunciado que aún no comprendía del todo), porque si bien no ofrecías desagradables vistas ni ruidos al resto de los presentes, posibilitabas que se llevaran a cabo inferencias indeseablemente detalladas relativas a la plastosa mezcla y al gazpacho que tenías en marcha detrás de los labios sellados–. La idea de que había repugnado a mi propia madre en la mesa de la cocina me resultó dolorosa; nunca volví a dar un sorbo mientras masticaba en público, y me resultaba estomagante que otros lo hicieran; pero como en el caso de la leche con galletas la simultaneidad es en realidad el único modo de desviar el dulzor criminal de la galleta y de camuflar el pepto-bismoliano regusto a queso de la leche, seguí adelante, relativamente inadvertido allá en el banco, y di bocaditos y sorbos por turnos.
2 En una nota al pie, por ejemplo, Lecky cita al biógrafo francés de Spinoza el cual informaba de que al filósofo le gustaba entretenerse echando moscas en telas de araña, y que disfrutaba tanto con la batalla resultante que en ocasiones estallaba en carcajadas. (Historia de las morales europeas, vol. 1, página 289). Lecky usa este chisme para ilustrar su concepción de que los sentimientos morales sofisticados no son constantes en toda una personalidad o una cultura; uno puede ser elocuentemente virtuoso en una esfera, a la vez que en otra tolera la inmundicia, o es en sí mismo inmundo –una característica bastante familiar, quizás, pero que nunca antes había pivotado en torno al ejemplo de Spinoza, me parece–. También a Hobbes, según sabemos por una selección de Penguin de las Vidas, de John Aubrey, página 228, le gustaba en la universidad (esa Oxford «escalonada de torretas», que dijo Gerald M. Hopkins) madrugar para atrapar grajillas con un cordel pegajoso, usando queso como cebo, a las cuales encerraba, batiendo las alas y envueltas en aquella trampa que les destrozaba el plumaje, al parecer solo por diversión. ¡Cristo bendito! Conforme nuestro conocimiento de dichos filósofos se amolda a este doméstico y anecdótico abrazo, no podemos evitar que la estima que sentimos por ellos se vea disminuida a causa de estas crueles y pequeñas ocupaciones. Y a Wittgenstein, también, según leí en cierta biografía, le encantaba ver películas del oeste: estuvo una época yendo todas las tardes a ver tiroteos y pechos atravesados por flechas durante horas. ¿Puede uno tomarse en serio la teoría del lenguaje de una persona si sabes que le pirraba el tedio de cartón piedra de las películas del oeste? De vez en cuando, pues vale –pero ¿a diario?–. Sin embargo, aunque estas verdades pequeñinas sobre tres filósofos (a los cuales, para ser sinceros, he leído muy poco) han desactivado al menos por el momento cualquier interés que pudiese haber tenido en leerlos algo más, me muero de ganas de conocer este tipo de detalles. Como dijo Boswell, «Con motivo de este recorrido, mientras viajaba, él [Johnson] calzaba botas, y un gran abrigo de tela marrón muy holgado, con bolsillos que casi podrían haber contenido ambos volúmenes de su diccionario en folio; y llevaba en una mano una gruesa vara de roble inglés. Espero no se me censure por mencionar particulares tan ínfimos. Todo lo relativo a tan gran hombre merece ser observado. Recuerdo que el Dr. Adam Smith, durante sus lecciones de retórica en Glasgow, nos dijo que estaba encantado de saber que, en sus zapatos, Milton llevaba cerrojos en lugar de hebillas». (Boswell, Diario de un recorrido por las Hébridas, Penguin, página 165. Pensadlo: ¡John Milton usaba cordones!). A Boswell, al igual que a Lecky (para retomar el asunto de esta nota al pie), y a Gibbon antes que él, le encantaban las notas al pie. Ellos sabían que la cara externa de la verdad no es lisa, ni brota ni va reuniéndose de párrafo en párrafo bien formados, sino que trae incrustada una rugosa corteza protectora de citas, de comillas, de cursivas e idiomas extranjeros, todo un variorum en forma de costra repleta de «ibíd.» y de «cfr.» y de «véase» que conforman la armadura del puro fluir de un argumento mientras este viva por un instante en la mente de uno. Eran conocedores del placer anticipatorio de percibir con visión periférica, conforme pasaban la página, el cieno gris de un ejemplo y de una salvedad adicionales esperándoles en letra diminuta al pie. (Eran conscientes, de un modo más general, de la utilidad de la letra diminuta para realzar el regocijo de leer obras de oscura erudición: la densidad tipográfica te fuerza a encorvarte igual que Robert Hooke o que Henry Gray sobre los tejemanejes y los intríngulis de la verdad). Les gustaba decidir conforme leían si se molestarían o no en consultar cierta nota al pie, y si la leerían en contexto, o la leerían antes que el texto del cual colgaban, como aperitivo. Los músculos del ojo, ellos lo sabían, buscan itinerarios verticales; el recto lateral y el medial se aturden al oscilar de acá para allá con las zetas que nos enseñan en el colegio: la nota al pie funciona como un conmutador, proporcionando esa satisfacción del coleccionista de trenes en miniatura de capturar la marcha del pensamiento con un «1» volado y de reconducirlo, a veces largo y tendido, por apeaderos abandonados, por túneles sumergidos y llenos de goteras. La digresión –un movimiento que se aleja del gradus, o la intensificación, del argumento– es a veces el único modo de ser exhaustivo, y las notas al pie son la única forma de digresión gráfica sancionada por generaciones de tipógrafos. Y no obstante la Hoja de estilo de la Modern Language Association que tenía en la facultad desaconsejaba las notas al pie extensas, «tipo ensayo». ¿Estaban majaras? ¿Adónde va a ir a parar la erudición? (En ediciones posteriores han eliminado esta mácula). Cierto es que Johnson dijo, en referencia a la cuestión de las exegéticas anotaciones a Shakespeare: «la interrupción refrigera la mente; los pensamientos se ven apartados de la cuestión principal; el lector se agota, sin sospechar por qué; y al final tira el libro que con excesiva diligencia estaba estudiando». («Prefacio a Shakespeare»). Pero aquí Johnson se refería al caso especial de los comentarios de un escritor sobre otro –¿y a quién no se le hiela en efecto la mente varios grados cuando los editores de la Antología poética Norton aclaran toda palabra o verso potencialmente confuso por nosotros, sin llegar a entender que el placer del estudiante de poesía proviene en parte de la más alta aulaga de nombres que apenas es capar de situar y de alusiones que reconoce solo a medias? ¿De verdad necesitamos que el «enorme e innumerable antozoo» de Tennyson incluya una pulcra nota al pie tal que «3. Criatura con aspecto de pulpo»? ¿Es necesario que nos justifiquen el título mismo de dicho poema («The Kraken», impreso en las páginas 338-339 de la edición abreviada y revisada de dicha antología)? ¿Acaso es necesaria esa limpieza bucal que le hacen al enunciado de apertura de The American, el cual menciona la «Sala Carré, en el Museo del Louvre» (en la edición de la American Library de Penguin, nada menos) con el desmoralizante auxilio que sigue:
1. El corazón de las galerías pictóricas del gran museo nacional francés, esta sala contiene, aparte de las obras de los grandes maestros a quienes James menciona más abajo, la Mona Lisa, de Leonardo?
Pero las grandes, eruditas o anecdóticas, notas al pie de Lecky, Gibbon o Boswell, escritas por el propio autor del libro para complementar, e incluso corregir, a lo largo de varias ediciones posteriores, eso que dice en el texto primario, reafirman que el afán de verdad no posee límites exteriores claros: no termina con el libro; la reformulación, el desacuerdo con uno mismo, el envolvente océano de las autoridades referenciadas, todo ello continúa. Las notas al pie son esas superficies de mejor adherencia que permiten que los párrafos tentaculares se aferren a la realidad más amplia de la biblioteca.
3 Los Clásicos Penguin negros también me gustaban porque en la primera página incluían una nota biográfica del traductor en la misma tipografía pequeña que en la nota biográfica que el gran personaje histórico al que había volcado al inglés, una paridad que hacía que las inferiores vidas en Dorset o en Leeds de dichos traductores parecieran igual de importantes que las vidas tan a menudo envueltas en magnicidios, malevolencias y conspiraciones de los antiguos. Era frecuente que los traductores de Penguin parecieran aficionados, no académicos, que después de obtener sus grados dobles, habían llevado una vida tranquila regentando los negocios de sus padres o se habían metido a cura, y que traducían por las tardes –en su mayoría maricas, lo más probable–: esa excelente y discreta clase de hombres de pocos logros según los patrones externos pero que sostienen por nosotros la civilización al ser sabedores, de un modo perfectamente equilibrado, accesible y considerado, todo lo que puede saberse sobre varios periodos breves de la historia de Holanda, o sobre el florecimiento de cierta tradición especialmente rica de flautas de terracota.
4 Lo cual ya no es cierto. Desde que me contó la adivinanza de Amberes, también se ha hecho un hueco en mi carrusel: me perturba que la supuesta respuesta sea: «Nadie, tontolaba: el hombre viene de Amberes», puesto que a) en efecto puedes «encontrarte» con una persona en el camino cogiéndole el paso y hablando con ella; y b) el verso no especifica si el hombre tiene siete «con» él allí mismo en el camino, o si tan solo es responsable de siete mujeres como circunstancia actual de su vida. Me preocupa, por tanto, cuánta perplejidad habría ocasionado una adivinanza como esta a los niños en las casas en las que se intercambiaban adivinanzas; si cuando era niño me habría gustado verme expuesto a dicha perplejidad (antes que, digamos, a la de Jack y Spot y su carreta); cuál había sido la intención del artífice original de la adivinanza; y qué posición habría él o ella ocupado en la vida –pienso en todo ello aproximadamente unas diecinueve veces al año.
5 Ahora estoy bastante seguro de que los cordones figurarían más arriba. En el transcurso de la preparación del presente registro de aquel mediodía de Marco Aurelio y cordones, aguanté todo un riguroso mes en el cual la cuestión de atarse los cordones y la del desgaste de cordones surgieron 325 veces, mientras que al parecer la de Marco Aurelio rondó apenas las 90 veces. Dudo mucho que vuelva a concentrarme en ninguna de ellas, por haber agotado los dos pensamientos yo mismo. Pero puede que estas súbitas ráfagas posteriores no cuenten, ya que son recuperaciones artificiales y duplicativas llevadas a cabo a fin de entender cómo se habían producido las previas recuperaciones naturales. La más reciente ocasión en que pensé en cordones sucedió tal que así: por casualidad, me encontraba pasando páginas de los Informes de investigación entre 1984-1986 del Laboratorio de Fabricación y Productividad del MIT en mi despacho, y me percaté de que había trabajos activos que avanzaban en la cuestión de la «patología del desgaste en los cordajes». La investigación se describía del modo siguiente:
Se han reunido numerosos cordajes marineros de todas partes del mundo, los cuales representan una variedad de modos de utilización y de periodos de exposición. Se detectaron y cuantificaron los patrones de deterioro tanto mecánicos como químicos. Se han determinado los principales mecanismos de deterioro relativos a ciertas utilizaciones específicas. En la actualidad se están recopilando los patrones de degradación para su aplicación a modelos estructurales de cordajes con miras a establecer una política válida de cese de utilización.
¡En la actualidad se están recopilando los patrones de degradación! ¡Yepa! Al margen de decidir, de sopetón, que tenía que dejar el trabajo y meterme de aprendiz en aquel excitante proyecto, me pregunté si los resultados de S. Baker y M. Seo podrían adaptarse de tal forma que pudieran aplicarse, sin importar cuán toscamente, al caso de mis cordones. Para mi sorpresa, la biblioteca no disponía de ninguna copia de las referenciadas Actas de la junta del tercer simposio ítalo-japonés sobre la medición objetiva: aplicación al diseño de productos y al control de procesos de septiembre de 1985. Escribí pidiendo una reimpresión, pero en el ínterin mi impaciencia me condujo a indagar más. Enseguida descubrí lo tonto que había sido al pensar que la enrevesada patología de los cordajes marineros podría haber tenido algo que ver con la entrelazada patología de los cordones. Consulté el volumen 07.01 de las ingentes directrices de la Sociedad Estadounidense de Pruebas y Materiales, y di con una exposición de los procedimientos y la instrumentación de las pruebas de abrasión en textiles. Las máquinas de abrasión representadas parecían productos de la década de los treinta, pero en el reino de la abrasión, el efecto conocido de las máquinas probadoras ya establecidas podría ser, pensé, más importante que la instrumentación sofisticada. Esto también resultó ser falso. Al pasar a la literatura periódica, me instruí sobre la Microcon I, la Probadora de Elasticidad Instron, la Probadora de Aceleración de Abrasiones y la Probadora de Desgaste Universal Stoll Quarter Master, o PDUSQM. (Para esta última, véase Compendio de Tecnología Textil, 05153/80; Pal, Munshi e Ukidre, de los Laboratorios de Investigación Tecnológica del Algodón de la India, quienes han utilizado dicha máquina para determinar la abrasión por flexión de los hilos de coser). Aun así, como H. M. Elder, T. S. Ellis y F. Yahya de la Unidad de Fibras y Textiles, del Departamento de Química Pura Aplicada, Universidad de Strathclyde, escriben: «resulta dudoso que pueda desarrollarse cualquier otra máquina que sea capaz de emular el amplio campo de tensiones abrasivas, y sus respectivas proporciones, al cual es sometido un material textil en uso». (J. Tex. Inst., 1987, n.º 2, p. 72). Este escepticismo escocés resultaba estimulante, ya que corroboraba lo que yo mismo había sospechado durante aquellos primeros minutos en mi despacho, después de que se hubiese roto mi segundo par de cordones.
Y entonces, comprobando los volúmenes de las Síntesis del mundo del textil de 1984, leí la entrada 4522:
Métodos para evaluar la resistencia a la abrasión y al deslizamiento de nudos de cordones de zapatos
por Z. Czaplicki
Technik Wlokienniczy, 1984, 33 n.º 1, 3-4 (2 páginas). En polaco.
Se describen e investigan dos aparatos mecánicos destinados a probar la resistencia a la abrasión y el deslizamiento de nudos. Se comentan los estándares polacos.
[C] 1984/4522
Dejé escapar un gritito y planté la palma de la mano en la página. Puede que para algunos resulte difícil de entender la alegría que sentí. ¡He ahí un hombre, Z. Czaplicki, que tenía que saber! No iba a abandonar el problema con un suspiro ante la complejidad y la limitación humana después de pensarlo un minuto, como yo había hecho, e irse luego a almorzar –él iba a convertir el problema en su vocación vitalicia–. Y no me digas que recibió una directriz centralizada para que investigara un tejido más duradero para los cordones de cara al mercado de las exportaciones. ¡Ah, no! Sus propios cordones se le habían vuelto a romper una mañana, y ya iban demasiadas, y en lugar de comprase un par de cordones de zapatos de repuesto en la farmacia de la esquina y olvidarse del problema hasta la próxima vez, había construido una máquina y anudado a ella centenares de cordones de todo tipo, rayéndolos una y otra vez, en un apasionado esfuerzo por hacerse una ligera idea de las fuerzas que operaban. Y había ido aún más allá, había construido otra máquina para determinar qué textura superficial de los cordones conservaría mejor el nudo, de tal forma que la humanidad no tuviera que tirarse todo el día reatándose los cordones y rayéndolos antes de tiempo. ¡Qué gran hombre! Salí de la biblioteca aliviado. Se habían hecho progresos. Había alguien investigando el problema. De ahí en adelante, el señor Czaplicki, en Polonia, se ocuparía de ello.