Al final mismo del trayecto, vislumbré una colilla que giraba y brincaba contra la placa dentada bajo la cual desaparecían los surcos. Me bajé en la entreplanta y me giré para observarla unos segundos. Su movimiento era una versión acelerada de la rotación de la mayonesa o de la mantequilla de cacahuete o de un frasco de aceite, o de las latas de zumo de naranja o de sopa, cuando en los supermercados se quedan enganchadas al final de la cinta transportadora, con sus etiquetas dando vueltas y más vueltas –¡Hellman’s! ¡Hellman’s! ¡Hellman’s!– algo que cuando era niño me encantaba ver. Miré abajo, hacia el gran glaciar plateado del vestíbulo. Al pie de las escaleras estaba el hombre de mantenimiento. Lo saludé con la mano. Sostuvo en alto su trapo blanco durante un segundo, y luego lo puso otra vez sobre el pasamanos de goma.