UNO

En un futuro cercano

A unos pocos kilómetros del alambrado del aeropuerto internacional JFK, en un pequeño depósito en Howard Beach, se encontraba Hassan repasando detalles con sus dos compañeros. Se quedó mirando fijamente a los ojos de Farhat, un joven turco que jugaba con unas llaves de auto. Hassan tenía dudas acerca de él, pero no dijo nada. La misión era demasiado importante como para ponerla en riesgo solo porque Farhat no se entregara por completo a la causa. Había que probar el grado de compromiso de Farhat. Hassan temía que su joven recluta estuviera más preocupado por su linda novia, allá en Estambul, que por la misión.

—Farhat, ya es hora —comenzó diciendo Hassan—. ¿Estás con nosotros?

—Sí. ¿Por qué dudas de mí?

—No pierdo mi tiempo con dudas. Creo. Decido. Y luego actúo.

Farhat asintió con la cabeza e inspeccionó al tercer hombre, Ramzy, un palestino que Hamas prestó. Ramzy, con los brazos cruzados, se mostró desinteresado hasta que habló.

—De acuerdo. Entonces comencemos. —Ramzy señaló varios tanques de combustible que se encontraban en una esquina del depósito—. ¿Qué haremos con ellos?

—No fumes —dijo Hassan sonriendo.

Luego tomó un Satphone, la generación más nueva de teléfonos celulares satelitales cifrados digitalmente. Lo encendió y esperó hasta que una mujer le respondiera desde la terminal.

—Dime algo —dijo Hassan.

—Aerolíneas Nacionales vuelo 433 a Denver ha sido abordado, está esperando en la pista. Todavía no ha recibido autorización. Te notificaré cuando empiece a rodar por la pista de despegue.

—Estaré esperando —dijo Hassan—. Recuerda. Necesitaremos dos minutos de ventaja. La mujer dijo:

—No te defraudaré. Luego de apagar el Satphone, Hassan ordenó a Farhat:

—Repite una vez más tu función en el plan. Farhat tragó en seco y habló.

—Espero dentro de la camioneta. No enciendo el motor hasta que vea tu mensaje en mi Allfone. Tengo diez segundos para leerlo antes de que se borre por sí solo. Luego enciendo el motor. Los espero a ti y a Ramzy. Si veo a la policía o alguno de seguridad, apago el motor, salgo de la camioneta y camino hasta donde estés para avisarte, pero no debo correr. Si la misión se completa, subiremos a la camioneta y conduciré exactamente a 5 km/h por encima del límite de velocidad, ni más ni menos, hasta llegar a nuestro destino. No debo pasar semáforos en rojo y tengo que respetar todas las señales de PARE.

—¿Qué ruta?

—Shore Parkway hacia la I-278. Hassan acercó la cara a la de Farhat.

—Solo una corrección —dijo Hassan—. Que esto te quede bien claro: no es si la misión se completa. Vamos a completar la misión. No debemos fallar.

Luego, para dejar clara la situación, puso un dedo contra el pecho de Farhat y dijo:

—Sha-Ja-’a …

Farhat arrugó la frente. Hassan sonrió. Su orden de «tener valor» se había dirigido como una advertencia.

¡Allah Ackbar! —gritó Hassad.

Ahora debían esperar. Pero no por mucho tiempo.

Deborah Jordan llegó al asiento 14A, junto a la salida de emergencia ubicada sobre el ala del vuelo 797 que estaba detenido en la pista del aeropuerto Kennedy (JFK). No había lugar en primera clase, por lo que se acomodó en la clase turista del avión a Denver. Por lo menos tendría suficiente espacio para los pies y, además, no tendría compartimento para las maletas de mano encima de su asiento. Pensó que era una lástima que le estuvieran haciendo unas mejoras de seguridad al avión privado Citation X de su padre y que por tal motivo no estuviera disponible, de otra manera hubiese pedido que la llevaran. No es que los vuelos comerciales la molestaran, ella no tenía esa actitud de niña rica. Simplemente quería llegar pronto a su hogar en la extensa y rústica mansión familiar en Colorado. Era el refugio de su familia. Por supuesto, ella amaba su penthouse en Nueva York, el cual estaba cerca de la oficina de su padre en Manhattan. Pero ese lugar en las Rocosas le generaba una atracción especial.

Estudió el lento desfile de pasajeros que, como animales de carga, arrastraban por el pasillo las maletas que luego amontonaban en los compartimentos superiores.

Mientras colocaba la cartera en el suelo junto a sus pies, metió la mano en el bolso de cuero grabado y sacó una pequeña revista: National Security Review. Luego de abrocharse el cinturón de seguridad, se recostó y trató de concentrarse en la lectura.

En ese momento un hombre de unos treinta años introdujo su equipaje de mano en uno de los compartimentos superiores, tomó asiento junto a ella y le sonrió. Usaba una camisa de golf, demasiado ajustada en su opinión, tal vez para mostrar sus bíceps, los cuales debía admitir que eran impresionantes. Su rostro parecía esculpido y había algo extraño en su nariz. Estaba fuera de lugar, como si estuviese rota. Cabello corto. Ojos azules. Ah … oh. Él notó que ella lo estaba observando.

El hombre le volvió a sonreír. Entonces Deborah hizo un gesto cordial con la cabeza sin pronunciar palabra y de nuevo se concentró en la revista. Cuando el avión ya estaba completo, una azafata se inclinó en dirección a ella. Entonces, con una amable sonrisa le hizo la pregunta de rigor: ¿Estaría Deborah dispuesta y preparada para activar la puerta de emergencia que se encontraba junto a ella en caso que fuera necesario?

—Por supuesto. No hay problema.

La azafata desapareció y el hombre a su lado se acercó para ofrecerse:

—¿Está segura de poder hacerlo? Estaría encantado de ayudarla. La sonrisa en su rostro le indicaba dos cosas. Primero, estaba dando una torpe estocada en su coqueteo. Y segundo, era un intento muy pobre para romper el hielo.

—Gracias, pero puedo arreglármelas sola.

Aún manteniendo su sonrisa, él agregó:

—Estoy seguro de que puede hacerlo. Solo intentaba ser amigable.

En la otra punta del país, en el aeropuerto de Los Ángeles (lax), las cosas parecían funcionar con normalidad. Los vuelos cumplían el horario. Apenas algunos retrasos. A pesar de todo, nadie parecía saber por qué había aumentado el nivel de seguridad para los trabajadores de TSA (administrador de seguridad de transporte, por sus siglas en inglés) que controlaban a los pasajeros con las máquinas de rayos X. Sin embargo, ya había pasado antes. El personal de seguridad, con sus remeras azul oscuro, incrementó la cantidad de inspecciones aleatorias de los equipajes de mano.

Afuera, en la pista de aterrizaje, un par de policías uniformados de la seguridad aeroportuaria se recostaron contra un patrullero del centro operativo del lugar. Conversaban con indiferencia, entrecerrando los ojos tras sus lentes de sol Ray-Ban ante el resplandor del sol de California.

Dos hombres se encontraban parados en el techo de un departamento a una cuadra fuera del perímetro del aeropuerto. Uno de ellos era un musulmán veterano ex militar de Chechenia. A su lado se encontraba un árabe nacido en los Estados Unidos que estaba involucrado en el ejército de ese país. Su localización era ideal. Se encontraban entre la ruta 405 y la alta y rectangular torre de control del aeropuerto, con su acabado exterior que le daba una apariencia de construcción de Lego gigante. Cuando todo se viniera abajo, harían un breve recorrido hasta la 405 donde podrían activar el percutor y sumergirse en el enloquecido y veloz tráfico de Los Ángeles, escapando así de la escena del desastre. Atrás dejarían su inconfundible firma: un infierno explosivo y un cúmulo de fatalidades.