VEINTIDÓS

Asamblea General de las Naciones Unidas, Ciudad de Nueva York

Las Naciones Unidas instó a la Conferencia Mundial de Cambios Climáticos para que esta convocara una sesión de emergencia en las cámaras de la Asamblea General. El tema a tratar será el complejo e inminente desastre climático que se aproxima a toda velocidad. ¿Qué mejor lugar que ese para discutir el futuro del planeta tierra?

Ninguno se sorprendió de que no invitaran a hablar al Dr. Robert Hamilton, ni siquiera en los breves talleres. Henry Smithson usó sus influencias para asegurarse de ello. Pero aun así, algunos de sus colegas profesionales le sugirieron que tal vez en alguna conferencia futura se debía escuchar la controversial teoría de Hamilton.

La vicepresidenta Jessica Tulrude dio el discurso inaugural. Habló seriamente sobre la necesidad de que «la comunidad de naciones forje un valeroso acuerdo para salvar nuestro estilo de vida, sin importar la reacción política». Varios climatólogos informaron sobre sus hallazgos, y todos concordaron, con mínimas variaciones, que los recientes picos de temperaturas planetarias presentaban el peor de los escenarios. La tierra se encontraba en las primeras etapas del catastrófico calentamiento global, producto de las emisiones de dióxido de carbono que el ser humano genera. Lo cierto es que todo sucedió más rápido de lo que ninguno hubiese esperado, pero el problema iba más allá de la abstracción de una teoría. Era una cuestión de sobrevivencia humana.

Algunas de las ediciones matutinas de las agencias internacionales de noticias previeron lo que se iba a discutir en el cónclave. Los patrocinadores de la conferencia mundial informaron los puntos a tratar, pero tuvieron la precaución de usar términos lo menos apocalípticos posibles para no generar disturbios en la población, aunque el mensaje por sí mismo ya era lo suficientemente dramático como para disparar las alarmas. La nota de prensa decía:

Las naciones de toda la tierra deben idear una nueva manera de resolver los problemas climáticos como una verdadera comunidad global, y esto debe lograrse de inmediato. La ley internacional del clima debe ser preeminente y obligatoria para todos los seres humanos, para cada empresa y negocio, para cada nación. La cooperación mundial de todos los ciudadanos de la Tierra es primordial. La sobrevivencia de nuestra especie depende de esto.

El discurso del embajador rumano Alexander Coliquin sería el que resumiría toda la presentación. El plan era presentar a Caesar Demas, financista y asesor internacional de numerosos jefes de estado, y segundo hombre más rico del mundo. Demas tenía la fama de ser el hombre no gubernamental más poderoso del mundo. Resultó ser que las observaciones de Coliquin fueron más que una mera introducción.

El cálido, inteligente y encantador estilo de Coliquin era muy diferente al arrogantemente brillante y agresivo estilo de Caesar Demas. Mientras Demas cambiaba el carácter de la política internacional con su fuerte personalidad y riqueza, Coliquin era más personal, más centrado y había sido, hasta estos momentos, mucho más reservado. Había ayudado personalmente a orfanatos en Rumania y otros ex países del bloque soviético, y colaboró con la construcción de hospitales para leprosos en África, pero con toda ferocidad evitaba las entrevistas de prensa por sus buenas obras. Coliquin era más joven y disfrutaba el verse bien, y al igual que Caesar Demas estaba dotado de gran genialidad. Con un doctorado en finanzas internacionales de la Escuela de Economía de Londres y un título de la Sorbonne de París, era un orador prodigioso. Aun así, según algunos expertos carecía de la habilidad de «atacar la yugular». Su amigable conducta denotaba una falta de instintos asesinos de un auténticamente exitoso geo-político.

Pero ese día las cosas iban a cambiar.

Esa mañana, temprano, una limusina se estacionó frente a la plaza norte del edificio de las Naciones Unidas. Se abrió la puerta y cuando los ridículamente onerosos zapatos a la medida de Bertuli, propiedad de Alexander Coliquin, salieron del sedán negro, había más de cien admiradores aclamándolo. Nadie sabía cómo los activistas climáticos se habían enterado de su llegada. Para ellos, él era una combinación de una estrella de rock y una versión moderna de Albert Schweitzer. Al parecer, los delegados de la conferencia nunca consideraron la posibilidad de que Coliquin tuviese tantos seguidores de los grupos ecologistas y de calentamiento global. Algunos líderes de la conferencia especularon que el mismo Coliquin debió de haber armado este impresionante recibimiento a la entrada de las Naciones Unidas, pero no podían probarlo.

El que subestimaran a Coliquin dados sus antecedentes como promotor del OGReM era aun más sorprendente. Con su visión para las finanzas, era el promotor natural de esta nueva moneda global. Incluso, Jessica Tulrude que había persuadido a la administración Corland y al Congreso para unirse a la nueva moneda, tuvo que admitir que realmente él tenía una genialidad administrativa.

En su discurso en la conferencia a más de mil ochocientos delegados, entre científicos, políticos, escritores, líderes de ONG ecológicas, y otros, Coliquin anunció que estaría presentando a «ese brillante e internacionalmente conocido tesoro que era Caesar Demas», y agregó: «sin embargo, tengan la seguridad de que no he venido a enterrar a Caesar, sino a elogiarlo».

Luego que amainaron las cálidas sonrisas, no le tomó demasiado tiempo guiar a la audiencia al centro de su aleccionador mensaje. Tomó prestada una frase del poeta T.S. Eliot para advertir: «Si enseguida no comenzamos un nuevo y revolucionario acercamiento para controlar los factores que están destruyendo el clima, entonces podremos presenciar la horrible visión del poeta de un mundo que llega a su fin “no con una explosión, sino con lamentos”».

Mientras él hablaba los camarógrafos en la cabina de prensa se agitaron produciendo un zumbido comparable a un millón de langostas. Posó con su atlético físico, su traje italiano a la medida y un rostro hollywoodense enmarcado por el cabello cuidadosamente desordenado. Coliquin previó el plan que Demas explicaría en sus observaciones: un tratado global que delegaría poderes extraordinarios a una coalición internacional de control climático que estudiaría todas las emisiones industriales de dióxido de carbono y que con mano de hierro controlaría las compañías, las empresas y las naciones que de alguna manera contribuían al calentamiento global.

Pero todavía había una pregunta pendiente, una práctica. ¿Qué motivaría que las naciones llegaran a un acuerdo sobre este nuevo enfoque cuando muchos otros intentos en previas convenciones habían fallado? Los que dudaban, señalaban el fallo, décadas antes, del Protocolo de Kyoto. ¿Qué haría que los ciudadanos del mundo adoptaran esta nueva manera de pensar?

Coliquin tenía la respuesta.

—La solución a esta crisis no es solo política —dijo—, ni tampoco solo científica. Creo que, a fin de cuentas, el verdadero remedio se nos escapará hasta que comprendamos el hecho de que esto es una crisis de fe. Hoy tenemos entre nosotros a los líderes de las religiones de todo el mundo. Además, hay representantes de la Coalición Mundial de Iglesias, la Sociedad Mundial de la Religión y muchas otras organizaciones ecuménicas. La mayoría de las denominaciones de la cristiandad están representadas en este salón. Me he reunido en privado con cada uno de estos líderes, y no es coincidencia que tengan un elemento en común en su fe: la preservación de la tierra. Los cristianos creen en el acto de redención de Jesús quien murió «por todo el mundo». Debemos terminar el trabajo de Jesús y redimir el clima. ¿O acaso no dijo el mismo Buda que la naturaleza nos mostraba el camino al dharma? Los hinduistas sabían que Krishna era un amante de la naturaleza y que la cuidó durante toda su vida. Y los musulmanes comprenden las directivas del Corán, que Alá nos hace guardianes de la tierra y «no ama a los que la malgastan».

Con una sonrisa, Coliquin comenzó a concluir el tema.

«Pareciera ser que Dios mismo esta aquí, y creo que está enojado con nuestro mal uso y destrucción de Su majestuosa creación. Está triste porque todavía hoy no hemos conseguido resolver este problema. Pero más que nada, creo que Dios nos insta a que nos unamos. Una familia de toda la humanidad. Una oportunidad. Una gran misión. Para salvar nuestra única tierra. La única tierra que vamos a tener».

El discurso fue electrizante. Los delegados se pusieron de pie. Hombres y mujeres de los cuatro rincones del mundo estuvieron unidos durante un breve momento y sus aplausos retumbaron en la gran cámara de las Naciones Unidas.

Coliquin esperó hasta que todos los aplausos cesaran. Luego hizo la necesaria introducción.

«Ahora escucharemos una voz más importante que la mía. El International Journal of News mencionó a Caesar Demas como uno de los hombres más influyentes del siglo. Eso es decir poco. Caesar tiene un acceso sin precedentes a los líderes más poderosos del planeta. Sus brillantes negociaciones mundiales son las que nos trajeron a este punto, a esta conferencia, a este momento en la historia. Si conseguimos salvar a la raza humana del desastroso aumento de la temperatura global, solo tendremos que agradecérselo a un hombre, nuestro siguiente orador. Señoras y señores, les presento al ¡señor Caesar Demas!»

Demas se acercó al podio con seguridad y a grandes pasos, sonrió incómodo a Coliquin y estrechó rápidamente su mano. Mientras su presentador se hacía a un lado, Demas lanzó una casi imperceptible mirada a la espalda de Coliquin, una mirada de camuflado desprecio por causa del discurso que le robó el escenario. Pero Demas estaba listo para pronunciar su propio discurso explosivo. A pesar de sus sentimientos hacia su contendiente rumano, Demas sabía que la multitud estaba encendida. Eso era bueno. Ahora lo único que restaba hacer era avivar las llamas.