VEINTITRÉS

Joshua Jordan no había esperado que este día terminara de esa manera. Se sentó en la silla a la expectativa, con las manos apoyadas en su regazo, esperando, imaginando y poniéndose cada vez más tenso.

Por fin, el presidente Corland entró al salón oval. Lo secundaba Hank Strand, su jefe de personal. Strand había saludado a Joshua cuando el servicio secreto lo conducía hasta el histórico salón, por donde estaba Judith, la sonriente secretaria encargada de las entrevistas. Como estadounidense, Joshua sintió una oleada de orgullo al entrar a aquel sitio de poder y, una vez más, reconoció el gran sello bordado en la alfombra y el famoso escritorio Resolute frente a las ventanas en forma de arco.

Un presidente Corland, pálido y de aspecto cansado, se acercó a Joshua eludiendo la ornamentada mesa de café de roble, obsequio del presidente de Bielorrusia. Corland se adelantó para estrechar la mano de Joshua y luego se dejó caer en el sofá de brocado de oro a corta distancia de donde él estaba sentado.

El presidente comenzó con una informalidad desconcertante. Le preguntó a Joshua por su esposa y quiso saber si alguna vez ella había reconsiderado volver a trabajar en el que era uno de los más prestigiosos bufetes de Washington D.C.

—No, ahora ella tiene otras actividades y otros clientes —respondió Joshua con una sonrisa. Lo que no le dijo era lo que en realidad le pasaba por la mente en aquel momento: «No, señor Presidente, últimamente su trabajo ha sido tratar de mantenerme alejado de los problemas».

El presidente también le preguntó sobre su hija, próxima a graduarse en West Point, y después le preguntó por Cal, refiriéndose a él por su nombre.

—¿Cómo está él? ¿Se recuperó de las heridas que recibió en el incidente de la Gran Estación Central?

Joshua valoró mucho aquello.

—Sí, por fortuna sus heridas fueron leves, al menos las físicas, lo cual es asombroso si consideramos lo que podría haber sucedido.

—Usted sí recibió heridas graves al salvar a su hijo —dijo Corland—. Leí el resumen de lo que tuvo que atravesar. Usted es una persona muy resistente.

—Aquel día tuve mucha ayuda. El presidente asintió.

—Por «ayuda» se refiere a …

—El agente Gallagher del FBI, el Departamento de policía de Nueva York (NYPD), entre otros …

El presidente volvió a asentir y añadió:

—¿Y ayuda de otra parte? ¿La providencia divina, señor Jordan? … Eso forjó la historia de esta habitación en la que estamos. ¿Cree usted en la intervención divina? Cuando su esposa estuvo trabajando en el D.C. la reconocían como una mujer de fe.

Hank Strand comenzó a sentirse incómodo en el rincón donde se hallaba. Corland lo notó.

—Hank, ven aquí y siéntate con nosotros. Strand, obedientemente, se acercó a ellos y se sentó en la otra punta del sofá. El Presidente continuó hablando.

—¿Y de la guía divina … cuál es su postura en cuanto a eso? Fue un momento surrealista, nada que ver con lo que él había supuesto. Una experiencia casi extracorpórea, en especial para alguien como Joshua. Aún como piloto de avión y genio de la ingeniería había podido andar por la vida con los pies bien puestos sobre la tierra.

—Señor Presidente, creo que si miramos la manera en que sucedieron las cosas aquel día en la Gran Estación Central … podríamos decir que fue un milagro.

—¿Y el episodio con el misil norcoreano? ¿Eso también? Le parecía inquietante que el presidente de los EE.UU. lo considerara de esa manera. En sus pensamientos privados, que ni siquiera había transmitido a su esposa, Joshua había rememorado aquel día en Manhattan: la llegada de los misiles nucleares desde el barco de Corea del Norte. Las defensas antimisiles de la costa este inhabilitadas. Los aviones listos para despegar pero que no habrían podido llegar a tiempo para interceptarlos. Joshua, su equipo y sus colegas del Pentágono contaban con un solo disparo del sistema láser delDR para dos misiles que se aproximaban. Todavía ni siquiera lo habían probado lo suficiente. Aquel día, con un vacío en el estómago al quedarse con su equipo, con los músculos tensos y el sudor que le corría por la espalda mientras sincronizaba con los encargados de armas del USS Tiger Shark para disparar elDR de defensa contra los misiles norcoreanos con la esperanza de que estos regresaran al origen, él sabía que las posibilidades estaban en su contra. Era imposible que pudieran capturar ambos misiles y redirigir la información de destino. Pero eso fue lo que sucedió. Y Joshua sabía, en lo profundo de su ser, que la genialidad del diseño de armas no había sido lo que en realidad salvó a la ciudad de Nueva York. No había sido eso. Sino algo, o Alguien.

—Sí, Señor Presidente —respondió finalmente Joshua—. Eso también fue un milagro.

La voz de Corland se suavizó un poco.

—Ya sabe, algunos de nosotros, al envejecer nos volvemos más sabios. Hasta los presidentes a veces se vuelven más sabios con el paso del tiempo. Por ejemplo, ahora estoy absolutamente convencido de que Dios dirige el destino de las naciones. De eso no hay duda. También creo que Él puede rescatarnos en forma individual, y salvarnos, preservarnos para Él. Si se lo permitimos, por supuesto. Redención. Es una palabra antigua. Mi abuela era maestra de la Escuela Dominical. Hablaba de eso todo el tiempo, del poder redentor de la cruz. Creo que finalmente llegué a comprender a qué se refería.

Luego, sin ninguna advertencia, Corland cambió de tema. Dijo que hubiera querido darle a Joshua un reconocimiento mayor, de una manera más visible, por la contribución de Joshua con elDR en la crisis de misiles de Corea del Norte, cuando eso sucedió hacía un año.

Joshua señaló que la disculpa estaba de más, pero a la vez presintió que ese era el momento preciso en que veía una posibilidad de comentarle la información de Pack McHenry en cuanto a los dos ataques nucleares coordinados dentro de los EE.UU.

Como no era un hombre que dudara, Joshua aprovechó para decirle:

—Señor Presidente, sobre eso … en referencia a las amenazas contra los Estados Unidos, mire, tengo cierta información urgente y preocupante que necesito transmitirle.

Hank enderezó la espalda y apoyó una mano en cada rodilla. Joshua siguió hablando.

—No puedo revelar mis fuentes, pero debe confiar en mí cuando le digo que son altamente creíbles.

—Continúe —dijo Corland sin inmutarse.

—Señor Presidente, tenemos información de que los Estados Unidos recibirán un ataque nuclear combinado, y que se producirá desde dentro de nuestras propias fronteras.