TREINTA Y TRES

El Dr. Korstikoff estaba conduciendo un auto rentado de tamaño mediano. Un tercero lo alquiló sin ningún antecedente y luego le entregó las llaves al físico ruso. Korstikoff voló al Aeropuerto Internacional de Richmond para evitar el Nacional de Reagan como también el Dulles, en donde la seguridad por lo general estaba reforzada.

Se dirigía al norte por la interestatal 81, por el borde occidental de Virginia. Los redondeados picos de Virginia Oeste se encontraban a su izquierda, y lejos, a su derecha, estaban las montañas Blue Ridge de Virginia. En el medio, justo por el valle por el cual conducía su sedan Ford, estaba el valle Shenandoah. La tierra era verde y ondulada, con granjas aquí y allá, pequeños pueblos y caballos pastando tras cercas de madera.

Era un lugar perfecto dentro de su bucólico aislamiento. Todo el condado contaba con menos de cincuenta mil habitantes en sus ochocientos kilómetros cuadrados de bosques y praderas, que minimizaban los riesgos de vecinos curiosos. Y solo había una pequeña unidad de policías locales. La patrulla estatal se apegaba a la Interestatal y era muy poco probable que se adentraran en la zona rural.

Perfecto para la fase final de la operación mortífera.

Korstikoff encendió los indicadores y viró hacia la rampa de salida. Luego de detenerse por precaución ante la señal de tránsito, cliqueó su cronómetro y condujo hasta que llegó a una pequeña carretera.

Viró a la izquierda y condujo tres kilómetros hasta que vio una señal que colgaba de un poste que decía «Mountain Pass Machine Parts Co.». Entró al camino de tierra y grava. Avanzó apenas unos doscientos metros y se encontró con una cerca de seguridad. Se asomó por la ventanilla e introdujo el código de seguridad en el panel … y se abrió la puerta. Korstikoff condujo unos cien metros por un bosque hasta llegar a un granero de chapa en medio de un claro. Afuera estaban estacionados varios autos y un camión rentado. A un lado había dos remolques largos con dormitorios. Cuando Korstikoff disminuyó la velocidad del auto hasta detenerlo junto al granero, se detuvo el cronómetro. Leyó el tiempo transcurrido. Ocho minutos y cuarenta segundos desde la Interestatal 81 hasta el lugar de reunión. Perfecto.

Sonrió y caminó hacia el granero donde estaba la planta de montaje.

Todos estaban esperando. El científico musulmán pakistaní, que había trabajado en su propio programa de armas nucleares del condado y fue aprendiz del notorio A.Q. Khan, el temido traficante de armas. También estaba el canadiense traído de Irak que estuvo a cargo de una planta electro-metalúrgica, la cual se usó para cubrir el novato programa de armas de destrucción masiva de Saddam. Además de varios técnicos que eran los chicos de «las tuercas, los tornillos y las llaves» que serían los que terminarían de armar la versión actualizada de la bomba nuclear portátil RA-115 y ayudarían a cargarla en el camión.

Por último, pero no por eso menos importante, había cuatro hombres del medio oriente con armas automáticas designados para conducir el arma completa hasta su destino final.

El equipo prorrumpió en aplausos cuando entró Korstikoff.

Él sonrió y estrechó las manos de todos. Se paró sobre la armazón de metal vacío que muy pronto contendría las armas nucleares. Apoyó la mano sobre la cubierta de titanio.

Con su profunda voz rusa de barítono, comenzó a cantar fuerte y en son de burla la tradicional canción de música folk, celebrando su proyecto mortal y el tranquilo valle en donde se llevaría a cabo:

Oh, Shenandoah,

ansiaba verte,

y escuchar tu río susurrante …

La habitación estalló en risas burlonas. Cuando cesaron, todos se descubrieron mirando con entusiasmo a la pesadilla mecánica que se encontraba en el suelo, el arma nuclear que esperaba por su ensamblaje final.

En su oficina, en el ala oeste, la vicepresidenta Tulrude estaba leyendo por télex el último mensaje de seguridad de los federales de la Secretaría de Energía. Decía:

«Jessica: Escuché que tú, y no el presidente, te reunirás con el embajador de Portleva de la Federación Rusa. Me enteré que hoy él tuvo un «conflicto de agenda». ¿Escuchaste las noticias de hoy? Un camionero en Indianápolis no pudo cargar gasolina a causa del racionamiento, entonces prendió fuego al dueño de la gasolinera y a testigos inocentes. Tres muertos. Este es el tercer incidente de esta naturaleza durante los últimos cuarenta días. Tengo esperanzas de que puedas lograr un avance con Portleva para que nos ayude».

Cerca de la hora escoltaron a la embajadora Andrea Portleva hasta la Sala Oval Amarilla de la Casa Blanca en donde Tulrude había decidido recibir a su invitada. Era una habitación con estilo y bellamente histórica.

Cuando la embajadora rusa entró, mostró una gentil sonrisa y estrechó la mano de Tulrude. Dio un vistazo a la vajilla de oro exhibida y a las elegantes arcadas de las paredes.

—¡Qué hermosa habitación! —expresó con una sonrisa—. Creo que su presidente John Adams, ¡cuyo hijo fue embajador en Rusia!, fue quien la usó por primera vez, ¿no es cierto?

—Veo que es una historiadora perspicaz.

En su interior, Tulrude le guardaba un leve resentimiento. La joven y glamorosa Portleva era aun más hermosa que en las fotos. Tulrude no dedicó demasiado tiempo a preocuparse por su propia apariencia, excepto para tomar el consejo de Teddy, su modisto, de que debía verse según sus propias palabras: «competente y femenina» al mismo tiempo. Sabía que nunca ganaría un concurso de belleza. Pero había otro concurso que planeaba ganar, y Portleva le ayudaría a hacerlo.

Luego de un poco de charla y una taza de té, Tulrude sugirió que se dirigieran a la Sala de Tratados.

—Vamos a discutir —dijo—, la posibilidad de aumentar los envíos de petróleo desde Rusia hacia los Estados Unidos.

Al entrar, Portleva señaló algo que era evidente: Rusia ya había sido generosa desviando algunas asignaciones petroleras para ayudar a los atribulados EE.UU.

—Por supuesto —reconoció Tulrude— pero no lo suficiente. A diferencia de su país, hemos sido incapaces de ampliar las plataformas de perforación mar adentro.

Portleva asintió. Comprendía muy bien todo el asunto.

—Sí, desde el desastre de la British Petroleum en el Golfo hace tantos años, seguido por esas desafortunadas peleas políticas y otro derrame de petróleo …

Tulrude había calculado que la Sala de Tratados le enviaría un mensaje a su visitante, ya que era el estudio privado del presidente. Evidentemente Virgil Corland no se reuniría con Portleva ese día, sino Tulrude. Corland no tenía un «problema de agenda». Tuvo otro de sus ataques y se desmayó. Cuando Tulrude se enteró de la indisposición del presidente, y que ella tendría que reunirse con Portleva ese día, alzó la mirada al cielo y exclamó: «¡Sí, hay un Dios!»

Por supuesto, en realidad ella no creía en eso, pero sentía como si una fuerza sobrenatural estuviese poniendo el viento a sus espaldas y ayudando a su avance. Ahora, si podía conseguir suficiente petróleo desde Rusia para revocar la orden de racionamiento en el consumo estadounidense, iría en camino a convertirse en una heroína nacional.

Y todo esto haría que su previa conversación con el Fiscal General Hamburg cobrara, incluso, mayor importancia. En su momento, ella le preguntó acerca de la absurda orden de Corland de investigar una posible conspiración Rusa contra los Estados Unidos.

Hamburg le había preguntado:

—¿De dónde vino la orden de Corland? ¿De su temor de los rusos, supongo?

Tulrude no dudó en escupir:

—Viene de ese contratista de defensa chiflado, Joshua Jordan, que se reunió personalmente con Corland y le llenó la cabeza con un escenario de locos.

—¿Cómo te enteraste?

Tulrude no iba a confesar que ella estaba usando al propio jefe de personal del presidente como espía.

—De una fuente confiable, Cory. Confía en mí.

—Por otro lado —dijo Hamburg—, no quiero que me acusen de contradecir una orden del presidente …

—No lo estás haciendo. Simplemente puedes decir que se estudió el supuesto complot de Rusia y se descubrió que carece de fundamentos. Punto.

Ahora Tulrude, mientras se encontraba sentada en la silla presidencial en la Sala de Tratados con Portleva en el sillón del otro lado de la antigua mesa de roble, se sentía orgullosa de sí misma por haber evitado una investigación embarazosa de los rusos. Tenía vía libre para sacar adelante el tema del petróleo.

—Embajadora, necesitamos un sustancial aumento de las importaciones de petróleo. Precisamos evidencias de buena voluntad de parte de Rusia.

Portleva sonrió. Conversaron un poco más y, al dar por finalizado el encuentro, se estrecharon la mano con la promesa de la embajadora de que recomendaría a Moscú que las demandas de Tulrude fueran «plenamente satisfechas». Todo el tiempo Tulrude estaba pensando en su futuro político. Era brillante y hermoso.

En ese momento era seguro que Jessica Tulrude no estaba pensando en la historia. De haberlo hecho, se habría dado cuenta de que ese era el mismo salón donde, en 1941, el presidente Roosevelt recibió un boletín urgente.

En dicho boletín le informaban que habían atacado a Pearl Harbor.