CUARENTA Y OCHO

En Union Beach, Nueva Jersey, el equipo nuclear había terminado el ensamblaje de su arma. A la hora acordada lanzaron la señal pem en un área de quince kilómetros, bloqueando el resto de las telecomunicaciones en esa zona, otra garantía de seguridad para su conferencia telefónica vía satélite. La llamada los enlazaba con la célula terrorista en el Valle Shenandoah y con la sede rusa de operaciones especiales en la frontera norte de Kirguistán. Radinovad, el brillante jefe ruso de actividades clandestinas, encabezó el breve debate desde su oficina en el ex edificio del museo en la ciudad de Taraz.

Metrópolis, ¿están listos? —preguntó al equipo de Nueva York.

—Lo estamos —fue la respuesta.

— Y Dama de Mármol, ¿están listos?

—Sí, señor. Afirmativo —respondió la célula terrorista en el Valle Shenandoah.

—¿Alguna evidencia de que la misión pueda estar en peligro?

Ambos grupos respondieron que no.

—Revisemos nuestros relojes atómicos.

Estaban todos coordinados, segundo a segundo.

—Caballeros, debo recordarles que la precisión es clave. Sigan sus programas minuciosamente. Gracias.

Cuando Radinovad colgó, se volteó hacia las grandes pantallas de video vía satélite que estaban en su oficina. Observó una serie de puntos luminosos en el mapa electrónico. Cada uno representaba un buque de guerra de las naciones que conformaban el bloque ruso que se dirigía al Mediterráneo.

Echó un vistazo a la masa de tierra que comprendía la Rusia Madre y las naciones que la rodeaban: Kirguistán, Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tayikistán. Muchos puntos dentro de Rusia y varios puntos en otros países, cada uno representando la movilización de tropas. Luego en Turquía, otros puntos. Libia, Sudán, más puntos.

Tomó un sorbo de su café expreso y se sintió satisfecho. El comandante ruso anhelaba el momento en que pudiera pasar unos días libres con su querida, ir al hotel secreto en el Mar Negro destinado solo para los oficiales rusos de alto rango y para los miembros del Servicio de Seguridad Federal como él, ir a pescar y a tomar sol. Muy pronto, se dijo.

Hasta entonces, tenía reservado un asiento en la primera fila para ver algo histórico, como el ave Fénix levantándose de las cenizas. Envió un mensaje electrónico de alerta al resto de su equipo, pidiéndoles que vinieran a su oficina para una reunión.

Entonces, mientras sorbía otro poco de su negro y granuloso expreso, se le ocurrió otro gran pensamiento: el escenario está listo. La cortina de hierro está lista para levantarse una vez más. Nuestro drama global será mayor de lo que Tolstoi habría imaginado. Cambiará la historia.

El agente Colwin estaba al mando. Su carro patrullero daba tumbos por un camino a seiscientos metros del sitio de la célula terrorista. Gallagher y Treumeth iban detrás de él en el auto rentado de Gallagher, tratando de seguirlo. Se preguntaban en qué clase de caza de gansos salvajes estaban metidos porque el agente del sheriff no se había tomado la molestia de decirles a dónde iban.

Ambos carros parquearon al frente de una granja. Unos pocos pollos paseaban por el césped, piando.

Colwin saltó los escalones y golpeó con fuerza la puerta.

—Ruby —llamó a través de la puerta—. ¡Apúrate! —Pasó un minuto y una mujer alta llegó a la puerta, secándose las manos.

—Corby, lo siento. Estaba en la parte de atrás limpiando los pollos —dijo.

—¿Dónde está Blackie?

—Adentro. Intentando hacer una llamada. Dice que su celular se apagó cuando estaba afuera en el tractor.

—¿Y Dumpster?

—Está adentro con él.

Colwin se apresuró a entrar con Ruby. Adentro hubo un frenesí de actividad y enseguida regresó Colwin con Ruby, un hombre de unos cincuenta años y un tipo muy grande de casi dos metros y trescientas libras. Llevaban rifles y escopetas y un contenedor plástico que parecía una caja de aparejos de pesca. Tenían etiquetas de Remington y Winchester.

Colwin apuntó al hombre mayor y dijo:

—Este es Blackie Horvath, voluntario a medio tiempo como coordinador de servicios de emergencia. Es un instructor con licencia para portar armas. Esta es Ruby, su esposa. El año pasado ganó la competencia femenina de tiro.

Ruby se volteó hacia Blackie y señaló una de sus escopetas.

—Querido, dame esa Remington de dos caños ¿sí? Es mi favorita … Gallagher se volteó hacia el hombre grande que sostenía dos escopetas de caza con mirilla.

—Déjame adivinar, ¿tú eres Dumpster? El corpulento hombre asintió con una gran sonrisa.

—Mi hijo Dumpster, aquí presente, ganó el campeonato estatal de lucha libre de su división en el colegio —dijo Ruby.

—Aquí no tienen lucha Sumo, ¿cierto, Sra. Horvath? —comentó Gallagher.

—Dumpster hizo dos viajes a Irak. Francotirador. Puede volarle la cabeza a un pollo a mil metros de distancia —replicó Ruby estrechando sus ojos para mirar a Gallagher.

Gallagher se adelantó y le dio la mano al hombre.

—Dumpster, eres mi nuevo mejor amigo.

Colwin, parado al lado de su carro patrullero, gritó que la familia Hovarth iría con él y que durante el viaje de regreso al sitio terminaría de informales acerca del asunto.

Ambos carros escupieron gravilla y salieron a toda velocidad.

Todo esto le parecía surrealista a Gallagher, casi ridículo. Pero eso era lo que caracterizaba la mayor parte de su experiencia en el FBI. Gallagher miró al carro patrullero que iba delante. La enorme cabeza de Dumpster se balanceaba con cada tumbo en el polvoriento camino. Gallagher trató de ponerle un nombre a todo el asunto y lo encontró: Unidad especial de operaciones de los campesinos versus algunos terroristas muy atemorizantes.

O tal vez era más como una foto que Gallagher recordaba de su niñez, una foto de granjeros ordinarios corriendo con mosquetes, camino a Lexington y Concord, al inicio de la independencia de los EE.UU.

Gallagher señaló el carro patrullero frente a él y dijo:

—Frank, las cosas podrían estar mucho peor …