Cuando Diego era pequeño, en casa su padre se la pasaba hablando de caballos. Cuál era el más rápido, cuál había ganado más carreras, cuál tenía el mejor jockey. Al escuchar a su padre, Diego no podía comprender cómo podía tener tanta pasión por algo tan simple como una carrera de caballos. Desde que tiene uso de razón, recuerda cómo su padre no hacía otra cosa más que hablar de cosas relacionadas a las carreras. Tenía apenas 6 años cuando su padre lo llevó a ver su primera carrera. Para Diego no tenía nada de especial. Ver la carrera no le producía ningún tipo de emoción, como si le sucedía a su padre. Él pasaba en cuestión de segundos de la ansiedad y el miedo a la alegría y el festejo.
-Ese es nuestro caballo: el blanco, con el jinete de gorro rojo -le había dicho ese día, señalando al caballo al que había apostado dinero esa tarde.
-¿Es nuestro ese caballo? ¿Podemos llevarlo a casa después de la carrera? -preguntó Diego.
-No hijo, ese caballo no es nuestro. Lo que quise decir es que ese es el caballo que nos hará ganar dinero? -le explicó su padre.
-¿Es un caballo que trabaja?
-Jajaja, no hijo. Cuando crezcas lo entenderás.
Siempre que no podía responder a sus preguntas su padre terminaba diciendo “cuando crezcas lo entenderás”. Era su respuesta favorita. Con esa frase evitaba tener que darle mayores explicaciones. Esa respuesta, a Diego, siempre le resultaba insulsa. Con sabor a nada. Él quería entenderlo ahora, pero su padre se negaba a explicarle.
A pesar de que en su casa se hablaba mucho de caballos en relación al dinero, Diego tardó un tiempo en entender que su padre se dedicaba a las apuestas. Escuchaba que los padres de otros niños tenían trabajos normales. Eran médicos, abogados, ingenieros o empleados. Pero todos tenían un trabajo “normal”. Su padre, sin embargo, no era uno de ellos. Todos los días de semana, después del mediodía, salía de casa y regresaba para la hora de la cena. Si le preguntaban a dónde iba él respondía que se iba “a trabajar”. Lo que nunca podía explicar con precisión era en qué consistía su trabajo. Tenía que ver con inversiones de dinero y con deportes. Eso era lo que decía su madre: “inversión y deportes”. Con el tiempo comprendió que era una forma elegante de decir que su padre se dedicaba a apostar dinero en deportes (especialmente en carreras de caballos). Su madre sentía demasiada vergüenza en decir que su esposo era un jugador, un apostador. No le parecía algo honrado, ni mucho menos. Pero -había que decirlo- era lo que les daba de comer.
Había épocas en las que su padre tenía buenas rachas de apuestas y lograban vivir con abundancia económica. Aunque eso no era para siempre. Sin importar cuánto ganara, siempre llegaba el momento en que el dinero se terminaba. También podía suceder que una apuesta no resultaba de la forma planeada (lo que pasaba con más frecuencia de lo que le gustaba). Desde pequeño, Diego empezó a acostumbrarse a ver a su padre con esos altibajos: por momentos había dinero de sobra para gastar en lo que les diera la gana y hasta para vivir con algunos lujos. Y luego seguían las malas épocas, en las que apenas tenían para cubrir los gastos. En esas ocasiones no era raro que tuvieran que pedir dinero prestado. Los amigos de su padre siempre estaban dispuestos a prestarle dinero, pero luego le reclamaban la suma prestada más intereses exagerados. “Es lo que corresponde”, decía su padre, aceptando las condiciones que le ponían sus amigos.
Sus padres se llevaban bastante bien, aunque a veces discutían. Nunca se peleaban en su presencia, pero él sabía que discutían. Los escuchaba desde su cuarto, casi siempre de madrugada. El motivo de discusión siempre era el mismo: el dinero. Cuando faltaba dinero, peleaban por no saber cómo iban a administrar el dinero para llegar a fin de mes, para pagar todas las cuentas y para no seguir endeudándose. Pero cuando había dinero de sobra también discutían: el padre de Diego solo pensaba en “reinvertir” el dinero en apuestas, mientras que la madre sugería ahorrarlo o invertirlo en algo que no tuviera nada que ver con el juego. Lo cierto es que nunca llegaban a ponerse de acuerdo, pero al final siempre terminaban haciendo lo que quería su padre. Su argumento era “yo soy quien trae el dinero a esta casa, por lo tanto yo soy quien decide cómo se usará ese dinero”. A su madre eso no le gustaba en lo más mínimo, pero no se sentía en condición de enfrentarlo. Como ella no ganaba dinero, sentía que -en el fondo- su esposo estaba en lo cierto. Sentía que tenía razón, que era él quien tenía la última palabra.
Si bien las apuestas a los caballos eran la “ocupación principal” de su padre, también tenía otras fuentes de ingresos adicionales. La principal eran las apuestas en partidas de póker. Los fines de semana se reunía con amigos o iba a casinos en las afueras de Monterrey y aprovechaba para apostar aún un poco más. A su esposa siempre le decía que iba a visitar a su madre o a otros familiares. Ella sospechaba que eran solo excusas para seguir apostando a escondidas, pero nunca se animó a preguntárselo. Sabía que él negaría todo y que se haría el ofendido. Diego, por su parte, se dio cuenta de esto de forma accidental. Un día, mientras buscaba una revista en el cuarto de sus padres encontró una caja debajo de la cama matrimonial. Al abrirla vio que había libros sobre cómo invertir dinero en acciones y en bienes inmobiliarios. En el fondo de caja, sin embargo, había otro tipo de libros. Eran libros de estrategia para jugar al póker. En ese entonces tenía apenas 14 años y no sabía bien de qué trataba el juego. Lo único que sabía era que varios de sus amigos de la escuela jugaban. Y sabía que algunos de ellos jugaban por dinero. “Tal vez yo también puedo jugar por dinero. Podría empezar a ganar dinero mientras juego, tal como hace papá”, pensó, imaginando las cosas que podría comprar con ese dinero. Sin vacilar, tomó el libro más grueso y se lo llevó a su cuarto.
Todos días, al regresar de la escuela, iba a la habitación de sus padres y tomaba el libro de estrategia de póker. Lo leía durante toda la tarde, practicando con un programa de computadora. Repasaba estrategias decenas y decenas de veces, hasta aprendérselas de memoria. Quería volverse lo suficientemente bueno como para jugar contra sus compañeros de escuela y ganar dinero. Esa era su mayor motivación. Varias veces había intentado hacerlo, pero sus amigos jugaban mejor que él, por lo que siempre terminaban ganándole. Sabía que había algo que ellos hacían mejor, algo que habían aprendido. Estaba convencido de que no se trataba simplemente de suerte (a veces, ni siquiera con buenas cartas conseguía ganarles). Creía que tal vez leer un libro de estrategia podía ayudarlo a vencer a sus compañeros. Durante dos meses, todos los días se dedicó a practicar el juego. A aprender todos los detalles explicados en el libro de su padre. Todos los días lo retiraba de la caja y - justo antes de que su padre regresara - lo llevaba otra vez a la habitación (temía que su padre se diera cuenta de que faltaba uno de sus libros). Al “retirar” y “devolver” el libro de póker se sentía como en la escuela (donde debía retirar y devolver libros de la biblioteca). La diferencia era que este era un libro que le resultaba mucho más divertido de leer que, digamos, un manual de matemáticas o de historia.
Después de estudiar el libro de estrategia durante dos meses seguidos su técnica en el juego había mejorado considerablemente. Ahora jugaba contra la computadora en nivel 5 y le ganaba más de la mitad de las veces. Con el paso del tiempo empezó a resultarle obvio que no solo estaba mejorando su técnica en el juego. También estaba desarrollando coraje para hacer apuestas más arriesgadas, sin sentir miedo a perder lo ganado. Aunque solo se trataba de fichas virtuales, podía ver cómo ya no vacilaba en subir apuestas incluso con cartas débiles. Notó que a veces eso lo llevaba a perder dinero pero, otras veces, era lo que le permitía ganar mucho más de la cuenta. Mientras continuaba su entrenamiento con la computadora empezó a observar las partidas de sus amigos. Se quedaba a un costado y no apostaba ni un solo centavo. Simplemente se dedicaba a observar a los demás. Cómo eran las expresiones de sus rostros cuando estaban mintiendo, cuando tenían buenas cartas, cuando estaban nerviosos. Había diferencias muy sutiles, pero que estaban a la vista de cualquier persona observadora. Apenas terminaba la partida, Diego se apresuraba en capturar todos esos detalles en su cuaderno de estudio. Ese era justamente uno de los consejos que había leído en el libro de estrategia de su padre: “Llevar un cuaderno de estudio con información clave sobre otros jugadores”.
Al final del segundo mes de estudio se sentía lo suficientemente seguro como para volver a apostar en juegos por dinero. Durante todo ese tiempo había ahorrado cada centavo para volver a las partidas con dinero suficiente para “invertirlo” en póker. “Si gano, excelente, pero si pierdo también está bien. No me importa perder. Sé que durante estos dos meses estudié el juego de forma suficiente para tener resultados positivos. Al margen de eso está el factor de la suerte. No me voy a preocupar por eso. Si gano, gano. Y si pierdo, pierdo” se dijo a si mismo, el día de la partida. Esa tarde jugó contra los mejores de su clase. La suerte estuvo bastante balanceada: tuvo manos con cartas muy buenas y otras con cartas muy malas. En todos los casos mantuvo la calma y la tranquilidad. Hizo su mejor esfuerzo por no mostrar ni el menor gesto que expresara algo a sus contrincantes. Se supone que eso era lo que los buenos jugadores de póker debían hacer: poner “cara de póker”. Es decir, no hacer ningún gesto, manteniendo el rostro lo más inexpresivo posible. La sesión de juego duró casi dos horas. Era una de las partidas “grandes”, con un buy in de 20 dólares por jugador. Al final de la tarde, Diego había ganado casi 100 dólares. Prácticamente, se había llevado el dinero de todos los que habían pasado por la mesa de juegos. Nadie lo podía creer. ¿Cómo era posible que haya tenido tanta suerte? O, tal vez no era suerte. Cuando sus compañeros le preguntaron cuál era su secreto, simplemente se limitó a decirles: “debe haber sido suerte”.
La suerte de Diego, sin embargo, volvía semana tras semana. Parecía perseguirlo. En casi todas las partidas se iba con algunos dólares extra. Aunque fueran partidas más pequeñas, en las que no apostaban más que 4 o 5 dólares, al final del día de juegos se iba con ganancias. Eventualmente, al seguir ganando dinero de forma consistente se animó a desafiar a los chicos más grandes, que tenían 17 o 18 años. Sabía que ellos tenían más experiencia y jugaban por cifras más grandes (hasta 50 dólares por persona). Los primeros juegos fueron los más duros. Perdió parte de sus ahorros hasta descubrir el estilo de juego de los más grandes. Eran jugadores mucho más experimentados, y usaban tácticas más sutiles. Pero, en cuestión de semanas empezó a entender la forma en que jugaban. Y empezó a ganarles dinero. Ellos fueron los que lo alentaron a apostar en casinos.
-Diego, deberías jugar póker online -le sugirió uno de los chicos más grandes.
-Pero, aún soy menor de edad. No puedo registrarme en sitios de póker online. Solo son para mayores de 18 años.
-¿Y cuál es el problema con eso?
-Que apenas tengo 16 años, recién cumplidos -respondió Diego.
-Jaja, pobre Diego. Se ahoga en un vaso de agua -dijo su compañero de apuestas, riendo y mirando al resto del grupo.
-¿Qué quieres decir?
-No necesitas registrar tu propia cuenta. Yo te presto la mía. Yo sí tengo 18 años.
-¿Tu me prestarás tu cuenta? ¿Y jugaré con tu dinero?
-Sí, yo te daré 50 dólares para empezar. Y me quedaré con el 25 por ciento de lo que ganes. Si ganas 100 dólares, yo me quedaré con 25.
-¿Y los otros 75 dólares serían para mi?
-Sí. Cien menos veinticinco es igual a setenta y cinco.
-¿Y si pierdo el dinero que me das para empezar? ¿Qué hay si pierdo los 50 dólares?
-No los perderás -dijo el chico, sonriendo-. Y si los pierdes, corren por mi cuenta.
-Okay ¿Y cómo me pagarás el dinero? ¿En fichas virtuales, en dinero en efectivo...?
-No te preocupes por eso. Yo te pagaré lo que te corresponde. Al final de cada mes te daré tu dinero.
-Mmm... no estoy seguro -dijo Diego, pensativo.
-¿De qué no estás seguro? ¿De que te vaya a pagar?
-No, no es eso. Sé que me pagarás. Pero no estoy seguro de querer hacerlo. Creo que no es correcto.
-¿Qué es lo que no es correcto? ¿Ganar dinero por Internet?
-No, no digo eso...
-¿Entonces...?
-Eso de usar tu cuenta, para apostar dinero en tu nombre -explicó Diego-. Me da un poco de miedo. ¿Qué hay si alguien nos descubre? ¿Qué sucedería si alguien se enterara?
-¿Cómo podrían enterarse? ¿Tú se los dirías?
-No -admitió Diego.
-Bueno, yo tampoco. Puedes confiar en eso. A mí no me convendría que se enteraran.
-Claro...
-¿Entonces? ¿Quieres probar? ¿Qué tal si probamos por un mes?
-Este... mmm.... Okay. Hagámoslo por un mes para empezar.
-Perfecto -dijo el chico, mientras anotaba algo en un pedazo de papel-. Toma. Envíame un correo a esta dirección y te responderé con los datos de mi cuenta de póker.
-Okay.
-Y no le cuentes a nadie de esto. Si me entero de que se lo has dicho a alguien no querrás saber lo que te puede pasar -dijo, mirándolo de forma amenazante.
-No lo haré -dijo Diego, con un poco de miedo.
El trato parecía bueno. Setenta y cinco dólares por cada cien. Nada mal. Un 75% por ciento. La verdad es que apenas conocía al chico. Sabía que se llamaba Francisco, aunque todos le decían “Pancho”. Pancho se negó a darle su apellido, “para evitar posibles inconvenientes”. A Diego eso le pareció extraño pero pensó que era razonable, después de todo. “No tiene nada de malo que quiera preservar su identidad. Está en todo su derecho”, se dijo a sí mismo.
Durante 27 días, Diego no hizo más que jugar póker online todas las tardes, incluyendo fines de semana. La cuenta de Pancho, que tenía 50 dólares al comenzar, ahora tenía 1497.60. La ganancia de Diego había sido de casi 1450 dólares (1447.60). Según el trato que habían hecho, de esos 1447 dólares, le correspondían 1085.70 (361.90 dólares eran la “comisión” que se quedaba Pancho). Al finalizar el mes Diego le escribió un mensaje por Whatsapp, a primera hora de la mañana: “hola pancho. ya terminamos el primer mes.. como haremos el pago?? espero tu mensajee....”. Diego confiaba en que el segundo mes podía aumentar esa cifra. Planeaba participar en juegos con un buy in un poco más alto, y jugar aún más horas por día. Si usaba una buena estrategia y no se dejaba llevar por sus emociones tal vez podía llegar a ganar 1500 dólares en un solo mes. Para un adolescente de 16 años era una gran cantidad de dinero. Pensar en que de pronto empezaría a ganar más de 1000 dólares todos los meses le daba un poco de vértigo. Ni siquiera sabía que haría con tanto dinero. Pero primero debía cobrar el primer pago.
Al llegar la tarde y no recibir respuesta de Pancho, decidió en que sería bueno también escribirle un mail. “Tal vez le sucedió algo a su celular. Sí, debe ser eso”, pensó, con espíritu optimista. Cada 15 minutos chequeaba su casilla de correo, esperando ver la respuesta de Pancho, en la que le daría todos los detalles para cobrar su dinero (probablemente sería en efectivo). Ya era de noche, y aún no había recibido respuesta. El mensaje de Whatsapp aún aparecía como “no leído”. A la medianoche empezó a sospechar. Empezó a pensar que tal vez había sucedido lo peor, lo que nunca había querido imaginar. Sin poder contener su ansiedad, a las 1.30am llamó por teléfono a un amigo de Pancho.
-¿Sabes si le sucedió algo a Pancho? -le preguntó Diego, a toda velocidad-. Le he enviado varios mensajes y mails, pero no ha respondido en todo el día. ¿Sabes si le sucedió algo?
-Eh... no sabría decirte. ¿Tal vez le robaron su celular? ¿O quizás lo perdió en algún lugar? ¿Por qué me preguntas? ¿Es algo urgente?
-Eh... sí, es algo importante. Pero, no importa. Olvídalo. Intentaré mañana nuevamente.
-Sí, intenta mañana otra vez.
A la mañana siguiente volvió a intentarlo. Durante la mañana, por la tarde y hasta la noche. Por Whatsapp, por mail, por Facebook. Intentó llamarlo todo el día sin éxito. Al no poder contactarlo averiguó la dirección en que vivía. Llegó por la noche, justo antes de la hora de la cena. Lo atendió su madre: le dijo que Pancho se había ido de la casa hacía tres días. “Se fue de viaje”, fue todo lo que le dijo. Diego no se animó a decirle que su hijo se había ido sin pagarle su dinero, el dinero que le correspondía. No se lo podía decir.
Se sentía un tonto. Lo habían estafado. Pancho lo había estafado. Se había quedado con todo el dinero que había generado jugando al póker durante casi un mes entero. Esa fue la primera vez en su vida que lo estafaron. Pero no sería la última.