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Era exactamente como les habían contado los sobrevivientes. Primero se escuchaban los gritos de la gente, luego se veía cómo el agua empezaba a subir desde todas las direcciones. A donde sea que miraran parecía no haber otra cosa más que agua. Jamás hubieran imaginado que el Centro Aeronáutico de Miami podía verse afectado por una ola gigante, pero eso era justamente lo que estaba sucediendo. En cuestión de minutos habían empezado a formarse pequeñas lagunas, que luego se convertirían en lagos y -después de unas horas- en una continuación del mismo mar. El agua avanzaba a pasos agigantados, y no parecía mostrar señales de detenerse. Todos los edificios se veían afectados por igual. Estaba claro: la naturaleza seguía siendo más poderosa que cualquier creación del hombre.
El primer reflejo de Nicolás fue tomar a Karen de la mano. En un par de minutos el agua iba a empezar a arrastrarlos, y no había nada que pudieran hacer para evitarlo. ¿Por qué no había hablado con Karen antes? ¿Por qué no le había dicho lo que sentía antes de todo esto? Había planeado decirle lo que sentía en el vuelo de regreso a Buenos Aires, pero ahora que el vuelo había sido cancelado tendría que guardárselo para otro momento. Y, de acuerdo al panorama actual, ni siquiera sabían si podrían tomar un nuevo vuelo. Ahora eso era secundario. Primero debían encontrar la forma de salvar sus vidas, de no quedar a la deriva y ser arrastrados por las olas de agua que los rodeaban. Karen lo miró a los ojos y apretó fuerte su mano. En ese instante, él tuvo la sensación de que no hacía falta que le dijera nada. Sentía que podía comunicarse con ella a un nivel mucho más profundo, en el que no se necesitaban palabras. Karen, de todos modos, le dijo: “Por favor, no me sueltes. ¡No me sueltes!”. Él seguía apretando su mano con firmeza, pero el agua ya les llegaba a la cintura. En apenas un par de minutos se había acumulado casi un metro de agua. Jamás habían vivido algo parecido. Nicolás intentaba mantener la calma, aunque con los gritos y la angustia que había a su alrededor era cada vez más difícil. Lo último que recuerda fue la seña de Karen, el rostro aterrorizado y la ola que los cubrió por completo. Esa fue la última vez que la vio.
El torbellino de agua fue violento como un huracán. Nicolás pensó que ya había vivido algo parecido. No una, si no más de una vez. A esta altura de su vida, probablemente cientos de veces. Era exactamente la misma sensación que tenía cuando hacía surfing y quedaba bajo el agua. Para surfear era necesario meterse mar adentro con la tabla, en busca de las olas más poderosas. Era un duelo a muerte con la naturaleza, para ver quién dominaba a quién. La mayoría de las veces lograba dominar las olas y ubicarse sobre la superficie, pero a veces la naturaleza le ganaba. A la hora de surfear, medio segundo, un segundo, podían hacer toda la diferencia. Las veces en que no lograba medir bien el tiempo sucedía lo inevitable: quedar bajo el agua en medio de un torbellino violentísimo. Eran cinco, diez, o hasta quince segundos de agonía hasta que lograba volver a la superficie. Luego, era volver a empezar para intentar ganar una nueva batalla contra la naturaleza, contra el poder del agua. Esta vez, sin embargo, el combate era injusto por demás. Este torbellino de agua era tremendamente poderoso, y parecía no tener fin. En el mar, los momentos de agonía bajo el agua duraban apenas unos segundos. Aquí parecían prolongarse por minutos enteros.
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Después de la última ola Karen lo perdió de vista. Recuerda cómo -de repente- ya no estaban tomados de la mano. Cuando la ola los cubrió por completo el primer reflejo fue cerrar los ojos y contener la respiración. No supo exactamente cuánto tiempo estuvo bajo el agua, pero deben haber sido unos quince o veinte segundos. Finalmente, la ola la devolvió a la superficie. Estaba a más de 100 metros del lugar anterior. Miró en todas las direcciones, pero Nicolás no estaba por ninguna parte. De cualquier modo, estaba demasiado oscuro como para ver algo. Las luces de la calle habían dejado de funcionar y se había activado la iluminación de emergencia (que tampoco alumbraba demasiado). El primer instinto de Karen fue llamarlo a los gritos: “¡Nico! ¡Nico! ¿¡Estás bien!?”. Pero ella no era la única que gritaba. Un coro de una docena de voces se le unió gritando los nombres de otras personas. Todos parecían estar buscando a alguien, o preguntando por alguien. Después de gritar durante un par de minutos sin recibir respuesta alguna, pensó que lo mejor sería esperar. Si seguía gritando de esa manera terminaría por quedarse afónica. Pensó que era mejor intentar conservar su voz para pedir ayuda más tarde, en caso de que no la rescataran pronto.
Karen hizo su mejor esfuerzo por recordar las recomendaciones de seguridad que había escuchado durante la última semana. Nadie podía prever un segundo tsunami pero, de todos modos, las autoridades se habían encargado de alertar a la población. Eran consejos básicos de supervivencia que, bien aplicados, podían significar la diferencia entre la vida y la muerte. En este momento estaba tan aturdida por lo que estaba sucediendo que no lograba concentrar su mente ni en una sola de las recomendaciones. Las había olvidado por completo, se habían esfumado. A falta de una mejor opción, echó mano de su intuición. Si se quedaba inmóvil y sin hacer absolutamente nada lo más probable era que el agua se la llevara y que terminara a la deriva, como le había sucedido a tantas personas durante la última semana. Lo primero era buscar algún elemento del que poder sostenerse, para evitar que el agua la lleve. Tenía que ser algo firme y lo suficientemente alto (de lo contrario, no podría seguir usándolo como soporte en caso de que el agua siguiera subiendo). Después de chequear en todas las direcciones, vio que uno de los semáforos digitales podía ser una buena opción.
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El equipo de rescate llegó a la madrugada, un par de horas antes del amanecer. Esta vez, el despliegue de rescate fue mucho más organizado. Había varios botes inflables con personal entrenado para tareas de rescate. Cuando llegaron Karen estaba luchando contra el sueño para evitar quedarse dormida. El agua había subido a más de un metro y medio de altura. Era demasiada agua, pero por suerte aún podía hacer pie. Para evitar estar en contacto con el agua fría durante tanto tiempo había preferido sujetarse fuertemente del semáforo y mover sus piernas ocasionalmente para mantenerse a flote. Después de experimentar por un par de minutos se dio cuenta de que con mantener su torso fuera del agua alcanzaba para no sufrir la temperatura del agua de mar. Uno de los botes se acercó lo suficiente al semáforo y le preguntó si estaba bien. A continuación, uno de los rescatistas estiró su brazo y le dijo que lo sujetara con fuerza. Luego siguió una serie de maniobras complicadas para ayudarla a subir al bote. En el bote había otros dos rescatistas, junto a un niño y su madre. El niño lloraba y pedía a gritos que quería ver a su padre. Su madre hacía todo lo posible para calmarlo, pero el chico no entendía razones. Estaba desesperado. Karen intervino, confiando en su capacidad para hablar con niños pequeños. Unos momentos después el niño se había calmado y estaba conversando con Karen.
Otro de los rescatistas a bordo del bote le preguntó cómo se sentía. “Siento mucho frío. Pero debe ser por todo el tiempo que estuve en contacto con el agua fría”, fue la respuesta de Karen. La persona que le preguntó cómo estaba sacó un estetoscopio y un pequeño aparato para tomar la presión. Aparentemente, era el médico del equipo. “No te preocupes. Pronto estarás bien”, le dijo. Escuchó los latidos de su corazón y midió su presión. Luego le dio una píldora y una botella plástica con un poco de agua. “Es para aumentar tu temperatura corporal. Te hará bien”, dijo, intentando persuadirla para que tome la pastilla. Karen lo miró unos momentos, pensando en que no tenía demasiadas opciones. “En este momento estoy en sus manos. Creo que lo mejor será que simplemente haga lo que me diga”, pensó. Tomó la pastilla y bebió unos sorbos de agua de la botella.
Casi una hora más tarde Karen ingresaba a uno de los hospitales designados en la zona de Palm Beach. La mayoría de los hospitales de Miami estaban colmados o habían sufrido inundaciones. Como los de las ciudades cercanas también estaban recibiendo una gran demanda de camas, era necesario buscar hospitales cada vez más lejanos. Aunque podía caminar, por razones de seguridad la hicieron entrar en una camilla. De esa manera, ya desde antes de ingresar a su cuarto en el hospital empezaría a recibir los chequeos médicos que se llevaban a cabo en este tipo de casos. En el viaje en helicóptero hasta el hospital les preguntó a los médicos si habían rescatado a un periodista llamado Nicolás:
-¿Nicolás? ¿Un hombre de barba?
-¡Sí, tiene barba! ¿Dónde lo encontraron? ¿Cómo está ahora?
-No sé si es el mismo Nicolás del que usted habla, disculpe. No quiero crearle falsas expectativas.
-¿Tal vez si les digo el apellido...? Este Nicolás que les digo se llama Nicolás Sierra. ¿Es él?
-No sabría decirle, señorita. Hemos rescatado a mucha gente hoy. Y es probable que varios de ellos se llamen Nicolás. Perdóneme, pero si le digo que sí le estaría mintiendo. No puedo saberlo.
Karen lo miró con rostro decepcionado. En este momento no tenía forma alguna de comunicarse con su compañero de equipo. No solo había perdido sus dispositivos digitales, si no que había escuchado que la mayoría de las redes de telefonía e Internet habían dejado de funcionar. No podía hacer otra cosa más que esperar. “Como dice la frase, ‘las malas noticias circulan rápido’. Si le ha pasado algo malo me enteraré pronto. Y si no me llega ninguna mala noticia, puedo confiar en que debe estar bien”, se dijo a sí misma, intentando tranquilizarse. Mientras la llevaban a su habitación pensaba en lo cerca que había estado de decirle a Nicolás lo que sentía. Se había prometido hablar con él en el vuelo a Buenos Aires, decirle que se quedaría en Buenos Aires con él. Que ya no le importaba Punta del Este, y que no le interesaba irse de vacaciones. Lo único que quería era seguir pasando el tiempo con él. Pero el tsunami le ganó de mano; le quitó la oportunidad de tener esa charla con Nicolás.
La habitación del hospital estaba equipada con la última tecnología para recibir emergencias médicas. En apenas 10 minutos los médicos hicieron la primera parte de los estudios de rutina. Tomaron muestras de sangre, midieron su temperatura corporal y otros valores clínicos. Unos 20 minutos más tarde, el médico que parecía estar a cargo de su caso le dijo con voz grave:
-Hola, Karen. ¿Cómo te sientes ahora?
-Un poco mejor... Ya no tengo tanto frío como antes. Pero me sigue doliendo el pecho.
-Es comprensible. Según me han dicho has pasado varias horas en contacto con el agua. El clima frío tampoco ayudó demasiado. No me llama la atención que tengas esos síntomas.
-¿Tengo algo, doctor? -preguntó Karen, con voz preocupada.
-Sí, pero nada grave.
-¿Qué es? Dígame, por favor.
-Tienes un principio de neumonía. No es grave. Estamos a tiempo de evitar que pase a mayores. Ahora lo más importante es estabilizar tu temperatura corporal. Luego haremos un tratamiento corto, de alrededor de una semana.
-¿Tendré que quedarme aquí una semana?
-No lo sé, Karen. Lo iremos viendo.
-¿Tuvieron novedades sobre Nicolás?
-¿Nicolás? ¿Quién es Nicolás? -preguntó, el médico.
-Nicolás Sierra, un periodista argentino. Mi compañero de equipo. Yo también soy periodista.
-No sabría decirte, Karen. No estoy al tanto de esos datos. Si quieres puedo tomar nota de su nombre. Tal vez alguien tiene noticias de él. ¿Me repites su nombre?
-Nicolás Sierra.
-Okay -dijo el médico, anotando el nombre en un papel-. No te aseguro nada, pero puedo intentar averiguar si está en algún otro hospital de la zona. Eso es todo lo que puedo hacer.
-Gracias, doctor. Se lo agradezco mucho.
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Por la mañana recibió un mensaje de audio de parte de Paul, su jefe: “Karen, siento mucho lo del nuevo tsunami. Lamento que los haya sorprendido justo antes de que volvieran a Buenos Aires. Muy mala suerte. Estoy contactándome con el resto del equipo. Seguimos intentando localizar a Nicolás. Me comunico pronto, en cuanto tenga novedades. Besos y espero que estés mejor”. Como jefe del equipo de medios, Paul debía responder por todos los miembros de su equipo. Si bien no era responsable por la salud de todos y cada uno de ellos, lo cierto es que debía hacer lo posible para garantizar su seguridad y bienestar. En situaciones como estas, lo usual era que los jefes de equipo se movilizaran rápido para saber cómo estaban todos los técnicos y periodistas con los que trabajaban.
Karen no sabía si responderle o no el mensaje que acababa de recibir. Como no tenía acceso a sus dispositivos, en caso de querer responder el mensaje probablemente tendría que pedir ayuda a la gente del hospital. Ellos tal vez podían ayudarla a grabar un mensaje y luego hacérselo llegar a Paul. Pero no sabía si era necesario responder el mensaje. De ser por ella no lo respondería; pensando en Nicolás, tal vez sí. Le gustaría preguntarle a su jefe qué estaba haciendo para intentar encontrar a Nicolás. ¿Por dónde y cómo lo estaba buscando? ¿Estaba usando todos los recursos a su disposición para encontrar al periodista argentino? Después de pensarlo unos momentos decidió que no era necesario enviar el mensaje. Daba por hecho que Paul ya estaría haciendo todo lo posible para encontrar a Nicolás y a los demás. No tenía sentido insistir con eso.
La mañana del viernes intentó dormir, pero estaba tan preocupada por su compañero de equipo que no pudo descansar ni 10 minutos. Por otra parte, los médicos aún no habían terminado de hacerle la batería de estudios y tests de rutina que correspondían para aquellos que llegaban al hospital por primera vez. Las horas de la mañana pasaban lentamente sin novedades sobre Nico. En el sistema de TV digital del hospital ya se mostraban las noticias del “segundo tsunami”. Esta vez Karen estaba del otro lado de la escena. Ahora eran otros los periodistas que hablaban sobre la nueva catástrofe que volvía a azotar a Miami. Esta vez, a Karen le tocaba ser la protagonista de la tragedia. Probablemente, en los próximos días alguien vendría a entrevistarla. Algún periodista de Sudamérica o de algún país de Europa. Y ella compartiría con ellos su relato de lo sucedido la madrugada anterior. Les diría que estaba a punto de tomar un vuelo hacia Argentina, que de pronto escuchó gritos, luego el agua, el semáforo.
Ese día nadie fue a entrevistarla. Al mediodía le sirvieron el almuerzo y un médico pasó a preguntarle cómo se sentía. Estaba un poco mejor, pero seguía muy cansada. En todo el día no había podido dormir demasiado. Lo único que esperaba era que llegara la noche y que terminaran todos los estudios de rutina para poder dormir tranquila durante al menos dos o tres horas seguidas. Alrededor de las 15.30hs le dijeron que tenía un llamado. Era su amigo Alfredo:
-¿Cómo estás, Karen?
-Hola, Alfre. Por suerte, ahora mejor. Ya pasó lo peor. ¿Cómo conseguiste este número?
-Apenas me enteré quise comunicarme. Me habías dicho que viajarías antes de la medianoche, por lo que pensé que tal vez no habías llegado a embarcar tu vuelo para regresar a Buenos Aires. Esta madrugada recibí un llamado de un tal Paul. Me dijo que era tu jefe, y que estabas internada cerca de Miami.
-Oh, ahora entiendo. Yo había dejado tu número para casos de emergencia. Siempre nos piden dejar un número de contacto, en caso de que nos suceda algo. Así saben a quién deben avisarle. Perdón por no haberte dicho antes.
-Está bien, Karen. Ni hacía falta que me digas, de veras. Ya sabés cuánto te quiero. ¡Sos como mi hermana!
-Gracias, Alfre. Qué bueno poder hablar con vos en este momento. Estoy bastante angustiada...
-Me imagino. No es para menos, después de lo que acabás de vivir.
-Igual, no es por mi...
-¿Entonces...? -preguntó Alfredo, sin comprender a qué se refería.
-Es por Nico. Está desaparecido. Desde la madrugada nadie sabe nada de él. No hubo noticias.
-¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
-La noche del tsunami. Estábamos tomados de la mano. En un momento vino una ola gigante y nos separó. Cuando logré salir a la superficie nuevamente lo había perdido de vista. No estaba por ningún lado.
-Bueno, tranquila. En este momento hay mucha gente tratando de encontrarlo. No te preocupes por eso. Ya aparecerá.
-Eso espero...
-Confiá en que va a aparecer. Creeme.
-Ojalá fuera tan fácil como confiar y creer. Ojalá.
El resto de la tarde no pudo conciliar el sueño. Para pasar el tiempo se dedicó a ver las noticias que se publicaban minuto a minuto. Tenía la esperanza de que en cualquier momento aparecería el nombre de Nicolás, o una foto de su rostro. Estaba agotada y necesitaba dormir, pero no quería cerrar los ojos. Temía que en el momento en que cerrara los ojos mostraran una imagen de Nico. Los médicos no tardaron demasiado en darse cuenta de eso. Le dijeron que no tenía por qué preocuparse de eso. Si ellos llegaban a recibir alguna noticia sobre Nicolás se encargarían de hacérsela llegar. Se lo garantizaron. No era necesario que pierda el sueño por estar pegada a la pantalla. “Puedes descansar. Puedes dormir tranquila. Si llegamos a saber algo sobre Nicolás te lo diremos en cuanto despiertes. Ahora necesitas recuperar energías. Si no duermes la recuperación será más larga”. Karen les dijo que comprendía que necesitara dormir, pero que no podía conciliar el sueño. Estaba muy ansiosa para eso. Los médicos le dieron un tranquilizante suave y, en menos de 15 minutos, cerró los ojos. Ahora sí descansaría.