Calas blancas

Antes de que llegara el maquillador de la funeraria, llevaron mi cuerpo al cuartito. No pude deducir qué hacían conmigo. Cuando entró el Coronel, la doctora se retiró. Las manos escuálidas de Yedra borraron toda huella posible de mi cuerpo. Me lavó con un trapo y yo me entretuve viendo el jabón mezclado con la sangre.

Después, Domingo me miró agradecido y se puso manos a la obra.

—Dejanos solos.

Yedra cerró la puerta. Lana se hacía la desentendida, dejando su hombro desnudo en ángulo recto con la nariz impura.

—Por fin va a servir para algo —dijo con su voz finita.

—No seas tan dura —replicó el Coronel—. Acostate. Ya me erecté.

Esas palabras son las últimas que escuché con claridad. Después, parecían flotar bajo el agua. El efecto de inmersión todavía me acompaña. Tras perder el audio, el mundo se destiñe. Sigo viendo las formas, como detrás de un vidrio. Pero la muerte opaca.

El caso se cerró esa misma tarde. Se entendió como accidente doméstico para no llamar la atención del vecindario ni de la policía. Idea de la doctora Heine, psicóloga quizás.

El entierro fue rápido. Me velaron con tapa para disimular el tajo. Algunos amigos del Coronel pasaron a tomarse un refrigerio y el patio se llenó de coronas. De tus amigas del Comité era la más hermosa. Calas blancas, cintas violetas de exquisito terciopelo y letras doradas, enviadas por mis cómplices hipertensas: las damas del Fulgencio López.

La última en llegar a mi velorio fue Buda. Apareció fumando y provocó un pequeño revuelo, sofocado por la aparición de las carnes blancas.

Mientras los demás comían, ella se quedó junto a mí, sentada y seria. Sin fingir llanto. Los otros habían abusado del sistema de condolencias y ahora masticaban con fervor. Ella miraba inquisitivamente al Coronel, a los chicos, a Yedra.

ManFredo permanecía atrás del biombo y sus cabezas se asomaban por turno. Porque estaba el General. Cuando venían los altos mandos, los deformes se mantenían en reserva.

Yedra sirvió licor y tostaditas de pavo. Yo hubiera preferido otra cosa. Pero no podía moverme.

El más afectado parecía el Coronel. Decía amarme a pesar de mi carácter, de mi pasado ligero y mi rispidez mental. Después de dedicarme algunas frases rimbombantes, pasó a hablar de resortes, sin solución de continuidad. Era su tema preferido.

A Lana no la sacó: hubiera sido demasiado.

Al día siguiente, me subieron a un vehículo largo, me bajaron a un agujero y allí me plantaron, en tierra seca. No hubo lágrimas ni una flor. Nada para el recuerdo. Fui un trámite sin importancia.