El cascarón que fui

El cura hablaba tan bajito que ni yo lograba entender sus palabras. Nadie le prestaba atención, salvo Buda, que lo contemplaba con el ceño fruncido. Se fue acercando a él para intentar descifrar su perorata tímida.

—Y se nos fue Alba Berro…

Le daba igual mi nombre. El viento apaga los datos, ahoga las frases repetidas, esconde la abulia. Buda no se decidía a interrumpirlo, era difícil entender lo que surgía de la boca del cura, aterido por el frío y la falta de información. Su hocico diminuto parecía pujar directamente desde la sotana.

—… porque la muerte no es culminación, sino medio. Los que estáis, deberíais recordar a perpetuidad que la vida se agota como un pecado de paladar. Queda el sabor en el espíritu. Porque el cuerpo es puente y no tajada. En verdad, os digo: si no coméis la carne del Hijo del Consolador y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros ni en Él. Ay de los que desgarráis vientres, jamones o cabezas con la impudicia canalla del hambriento urgido, porque de vosotros no será nunca el divino tablero. Porque al saciado, la iglesia lo conceptúa guiso ornamental y no alma en ascenso.

Sus labios estaban morados, daba ganas de morderlos.

—Estamos profundamente afligidos por la muerte prematura…

—De Aurora —dijo Buda, de pronto.

—¿Disculpe?

—Mi hermana era Aurora. No Alba.

—Eso mismo, y somos vecinos de su dolor. Que el señor la ampare en su ilimitado seno. ¡Recibe a Dios, Aurora, al único sabio, nuestro Salvador, que será tu gloria y esplendor, imperio y fortaleza, ahora y en los siglos venideros! Amén.

Todos pusieron cara de circunstancia. Los dichos del cura eran extraños. Yedra amagó un rezo pero se contuvo.

Dos operarios bajaron el cajón en silencio. Al que manipulaba del lado de los pies se le trabó la soga y mi cabeza golpeó ligeramente contra la madera. Me acordé de los sopapos de mi madre.

ManFredo fue el primero en alejarse, con las manos en los bolsillos. Domingo y el resto de los presentes optaron por retirarse con aire distraído. El sacerdote, asediado por un principio de arcada, se arrinconó contra la tumba de al lado.

Buda caminó en círculos alrededor de mi lápida. Estaba furiosa. Respiraba con agitación y repetía: Alba, por favor. Qué vergüenza.

La sentía girar y sacudir los pies contra la hierba seca. Pero no lloró. De pronto, se fue. Casi corriendo.

Yo estaba atónita en la tumba. Los minutos seguían su triste curso y yo ahí, reubicada. Mi conciencia se despegó fácil y sólo quedó mi barco, hundido y apelmazado. El cascarón que fui amenazaba con hundirse.

Así acabó mi vida. Con interrogantes. Ninguna certeza. Esperé un rato la bendita ascensión, pero no vino nunca. La suspensión de los acontecimientos sería el peor de los finales.

Mi yo volvió a casa en un estado nuevo. Ni sólido, ni líquido. Algo cercano al vapor, tal vez.

Entré por una ventana mal cerrada de la cocina.