Los deseos del Coronel
Ahora que no estoy, pienso más en Domingo. Como si tuviera la obligación moral de comprenderlo.
Él nunca quiso ser militar. Soñaba con batallas menos sangrientas. Era bueno con las manos. Y tenía ideas infrecuentes. Desarmaba aparatos con la habilidad de un cirujano. Desde muy chico andaba con un destornillador encima.
Después de estudiar las piezas prolijamente dispuestas sobre la alfombra, reconstruía el objeto diseccionado modificando su estructura. Porque lo que realmente le interesaba no era conocer la esencia de las cosas, ni reproducirlas. Anhelaba su perfección. Una perfección muy subjetiva, por cierto. Sólo suya.
Cuando me conoció, ya tenía una colección de herramientas de diferentes tamaños capaces de desarticular cualquier cosa. Pero los mecanismos habían saturado su espíritu curioso. Todos terminan pareciéndose.
La primera vez que me vio semidesnuda en el teatro, apretó una tijerita que siempre llevaba en el bolsillo del saco. Fue un acto reflejo. Lo escribió en su anotador. «Las manos traicionaron mi conciencia. Es idéntica. Sólo debería teñirse y dejarse arrastrar. Será para mí.»
Semejante tarea lo hizo olvidar la mecánica. Hasta dejó de ir al cine.
Los recortes del objeto inalcanzable fueron comparados con los programas de mano de mi obra. Nos coincidían las boquitas, las caderas, los pies, las cejas. Sin embargo, nunca tuve esa especie de brillo turbio y dulce que se desprendía de la otra. Yo era mucho más abyecta.
Al principio, me pareció interesante aprender inglés. Íbamos juntos a clase. Después nos tomábamos un helado. Me besaba con piquitos pringosos y fríos. Pero al llegar a casa, insistía con las lecciones hasta muy tarde. A veces, sufría arrebatos de cólera por mi mala pronunciación. Llegué a odiar esa lengua, y su boca. Una noche le dije basta con una gillette en la mano y me prometió olvidar el asunto. Acordamos que sólo le diría suiti, con el mejor acento posible. Nunca supe para qué.
La tintura rubia me daba un aire ladino bastante tentador. Los vecinos se babeaban y las mujeres me mostraron los dientes. Finalmente, nos casamos un 8 de febrero. El día en que había nacido Julia Jean Mildred Frances, el verdadero nombre de la mujer soñada, la suya, la que no fui.
Para el civil, me regaló un suéter apretadísimo de manga corta que hizo trastabillar al juez y a los testigos. La iglesia hubo que suspenderla porque el cura estaba con espasmos. A las dos semanas, nos citó en el altar y dimos un sí solitario y sin testigos.
Me puse un trajecito insulso para no importunar a Dios. Espero haberlo conseguido. Si hubiera sabido mi final, habría hecho las cosas al revés. La bondad no sirve.