Técnicas de color. La fiera

—Nos vamos a Berlín. Cayó el Mauer. Ayudá a Lucrecia con las valijas.

—¿Qué cayó?

—El Muro, querido. Leé un diario, por favor.

—¿En el centro?

—En qué mundo estás. Vos no te muevas de acá. Después te recompenso.

—Cuántos días se van.

—Los suficientes. Quiero un bloque de libertad en el living y un poco de alambrado. Pero hay que apurarse. Se están quedando con los mejores pedazos. Lucrecia, ¿tenés los dólares?

Lucrecia arrastra dos enormes valijas de diseño. Las dos se han puesto sombreros. Louise uno ridículo, tipo capelina.

—Voy bajando. Indicale a Severino las medidas de seguridad.

En cuanto sale la vieja, la quiero besar a Lucrecia.

—Si te llevás algo te mando al frente. Y no me toqués más. Olvidate. Lo mío fue debilidad. Volví con Manfredo.

Me cierra la puerta del ascensor en la cara y me quedo solo. Tengo las manos empapadas. Manfredo. El sonido de ese nombre me asquea. Camino en círculos por la cocina. Un brote de nervios me pulsa el corazón como si fuera un timbre. Tengo ganas de fumar, aunque no sepa. Camino como un lobo en la noche. Entro al dormitorio de Lucrecia. Me tiro en la cama. Froto la cara contra las sábanas, como un poseído. La porción de colchón desnudo parece una herida. Me siento para no caer. La turbación sale del estómago y se acurruca junto a mí. Me levanto. Detesto a ese tipo. Lo odio con una intensidad desconocida.

Recorro el departamento sin sentir las piernas. Quiero gritar, pero gruño. La puerta principal cerrada, todo como siempre. El vacío absoluto. Las venas detenidas, una especie de vértigo en la cara. Me tiro en el living y ahí me quedo un rato, como un charco que hay que saltar.

El teléfono interrumpe el terror, generando uno nuevo.

—¿Cómo está todo? —dice con frialdad.

—¡Mamá!

—¿Qué pasa? ¿Estuviste bebiendo?

—No, recién me levanto.

—No pierdas el tiempo, buscá la caja de seguridad, hacé algo. Es ahora o nunca, reaccioná. Ya estoy grande, nos queda poco margen.

La comunicación se interrumpe. Un sonido acuoso se derrama hasta el tímpano. Corto. Respiro mal, parezco un nadador saliendo del océano. Vuelve a sonar el teléfono.

—Mamá, me tengo que quedar acá por tiempo indefinido.

—¿Qué pasa? ¿Enloqueciste?

—No. Mandame una Loxosceles con Augusto.

—¿Una qué?

—¿Viste los frascos que tengo en el botiquín del lavadero? Mandame uno que tiene tapa verde perforada.

—¿Para qué?

—Una pavada. Se lo quiero mostrar a alguien.

—Pensemos en lo nuestro, Severino.

—Es lo que voy a hacer. Vos, mandala.

—No lastimes a nadie.

—Mamá, ¿quién te pensás que soy?