Fuck the wall, grafiti

Manfredo y Vilma Cohen fuman en el living, parecen actores de una película vieja. Él tiene un traje de lino. Ella, un vestido campana repleto de flores descoloridas, collar hasta el ombligo y la cartera puesta. Aunque esté sentada. Una nube holgazana flota sobre ellos.

—¿Cómo entraron? —disparo, disimulando mal la furia.

—Por la puerta. —Una risa seguida de tos, brota de los labios de la vieja.

—Vinimos a festejar. ¿Nos servís un bourbon? —Manfredo se hace el espantoso con la garganta.

—¿Qué celebran? —volanteo.

—Louise consiguió un bloque divino de dos toneladas y media. Fuck the wall. Y un grafiti de dos tipos que se besan en la boca. ¿No es genial? —Vilma parece la más festiva.

—Sí, bárbaro. ¿Y se vinieron hasta acá? —desciendo.

—Nos va a llamar en media hora. Así estamos todos juntos —informa la Cohen, reteniendo el aire.

—Fijate lo del bourbon, pibe ¿Vos que tomás, Vilma?

—Champán, of course.

En la cocina maldigo en silencio. La concha de la lora. Cuando regreso con las bebidas, Manfredo está tirado en el diván de vidrio. Está desnudo y nadie se calienta. Es más, Vilma toca sus pies distraída, como quien acaricia un hámster. Lo imagino desde abajo. El culo aplastado contra el vidrio, una tentación de sangre que no se puede libar. Tiene la pija enorme aunque esté muerta. ¿Para qué mostrarla?

—Parece que le pidieron una fortuna, pero después aflojaron —afirma la Cohen, enigmática.

—Un grupito de amigos gestiona el tema Mauer. Porque además, hay que traerlo —responde él con suficiencia.

—Imaginate. —A Vilma no se le entiende bien.

—Tren hasta Hamburgo, barco a Baires, Aduana. Ahí entro yo.

—Ah, ¿entonces no se lo trae ahora? —cuestiona Vilma, mientras descorcho la botella.

—De acá a que llegue…

—¿Y dónde lo va a meter?

—Eso es un misterio. Pero yo se lo puedo tener en un galpón. Te traje las fotos, querida. Me llegaron.

—¿Las alemanas?

—Parece que la puta era socialdemócrata y candidata.

—¡Como vos! —Vilma y Manfredo ríen sin control.

—Para mí que son falsas —digo—. Ese sable es de acá.

—¿Cómo de acá? —Manfredo me calcina con la mirada.

—Ejército argentino.

—¡No puede ser! Un mayordomo culto. Qué lujo. ¿Así que no cuestan una fortuna? Andá, querido, no te quedes acá de clavo. Hacé tus cosas. —Manfredo me espanta y yo salgo, fingiendo una sonrisa.

—Las quiero todas. —Vilma está gritando. Pour le liberté!

—La liberté —corrige Manfredo, levantando una ceja.

—Lo que sea… Mañana te doy el cheque.

—Efectivo, corazón.

—Son divinas, no las suelto.

Las risitas parecen dardos gastados, caen en la alfombra. Los miro desde el estudio. Ojalá la Loxosceles los mate a ambos. Puede estar en cualquier parte. Su veneno palpita frente a la presencia de extraños. En el living, dos himenópteros. Reviso con el zoom los ambientes, buscándola. Imagen imposible de la muerte como defensa. Los dos tendidos en el living, cubiertos de ampollas. Llantos, pedidos de auxilio.

Pero el bicho no aparece y en el living ahora bailan. Manfredo parece cantar mientras hace palmas arrítmicas. La estupidez y el aburrimiento agitan su alma.

Vilma se marea y Manfredo la salva de romperse la cabeza contra la mesa ratona. Yo resisto la rutina de la fiesta. Suena el teléfono y Manfredo se lanza sobre el aparato como quien espera un parte médico. Verlo tan generoso enseñando sin pudor el rabo le resta seriedad.

De pronto, la realidad sucede en el living. Vilma se cae hacia un costado con las fotos en la mano. Nadie la frena. Manfredo sigue hablando con Berlín y ni siquiera registra el momento en que la Cohen estrella su frente contra un cráneo de vidrio de un metro de diámetro. La vieja emite un lamento lánguido y enseguida su sangre tiñe la pieza. Pierde la conciencia, si es que antes tenía una. Manfredo escucha el golpe y grita ¡Severino!

Cuando llego al living, la angustia me crece como un hongo salvaje. No quiero tocar ese cuerpo, limpiar la mancha. Las fotos me dejan helado. La obscenidad al descubierto. Imágenes absurdas en las que mamá es besada por una androide de madera, mientras un deforme la obliga a entregar el agujero. No hay duda de que se trata de ella. Su cara se repite en cada fotografía con nitidez sepia. Otras, un poco sulfatada.

Manfredo ordena Algodón, Pinza, Alcohol, Bandita elástica, mientras continúa hablando con Louise por teléfono.

—Hágalo usted. A mí me da asco.

—Lou, querida, te dejo. Hablamos después. Ahora tengo que atender un asunto delicado.

Una mirada de demonio corta su respiración un instante.

—Agarrá el Algodón y echale un chorro de Alcohol, frotá la Pinza y después fijate si le podes sacar el Vidriecito que le veo desde acá, encima de la Ceja. Limpiá la Herida y ponele una Bandita.

—Enfermero no soy —respondo con seguridad—. Si usted no puede, llamemos a Emergencias. El número está pegado en el tubo.

—Te estás jugando el puesto, querido.

Me sorprende mi propio temple. Salgo sin responder, con destino incierto. Manfredo me toma de atrás y de un golpe me agarra de los pantalones. Con una mano me aprieta la garganta. Siento el otro puño en mi culo.

—No me jodas o te hago señorita.

Me quedo paralizado. Siento una leve erección.