Imagen 8: Pomada

La puerta del ascensor se abre y entra Manfredo alteradísimo. Viene acompañado de un médico roído: un tal Umpiérrez. Hace palmas en el centro del living para llamarme. La clase alta borra las señas de identidad ajenas. Nunca recuerdan los nombres.

—¡Alguien!

Cuenta hasta tres y como no aparece nadie, le hace un gesto al doctor. Se introducen en el espejo.

—Vilma, vine con el mejor especialista que hay en Buenos Aires. Doctor, toda suya.

—Cálmese y déjeme a solas —dice el médico con voz lechosa. Un poco de baba se le instala en cada comisura.

—Sí, mejor. Necesito un trago.

Manfredo sale de la habitación y se cruza conmigo en el pasillo.

—Están todos sordos, acá. ¿Dónde está el tipo ese que limpia?

—Soy yo.

—¿Puede ser un café o estás dibujado?

Se instala en el living hasta que el doctor regresa con cara de intriga. Lengüetea un par de veces sus labios y después avanza por las frases con la densidad del aceite.

—La señora atraviesa por un estado de inconsciencia profunda causado por reciente traumatismo. Tiene herida en el frontal derecho, pulso escaso y sequedad ocular.

—Sí, doctor, pero fue correctamente tratada de la herida.

—Tampoco descartaría otro suceso. ¿Toma algún opiáceo?

—No, que yo sepa —se ataja Manfredo.

—Observo una felicidad placebo. Un excesivo optimismo: me explico. El opio, también llamado adormidera, produce somnolencia feliz, aumenta las sensaciones táctiles, produce hormigueo y picores. La señora tiene todos los síntomas, pero además sabe que sueña. Maneja bien el revés mental. Manipula imágenes y se presenta excesivamente activa frente a la nada. Los sueños se intuyen eróticos, excesivos para una mujer de su edad. Su bombacha está húmeda.

—Qué interesante —miente Manfredo—. ¿El placer es atributo de juventud? Niega usted, incluso, la fantasía.

—No, por favor: Me explico. ¿Tendrán una ginebrita? Tengo la boca seca.

—Sí, claro. Sírvase.

—Su café —le digo extendiendo la taza.

—¡Silencio, por favor! El doctor Umpiérrez iba a hacer uso de la palabra —interrumpe Manfredo, a los gritos.

—Cálmese, Manfredo. No le hace bien a su próstata. Decía que las condiciones generales de la señora son buenas, salvando el coma y la hipotensión. Pero me parece bien que libere sus instintos sexuales. Su cabeza le pertenece. Usted me conoce, he resueltos casos más complejos. Vilma es una fiesta frente a los trastornos que he debido liquidar. No me haga hablar de sus operaciones, Manfredito.

—Cuando sea viejo quiero ser como usted, Umpiérrez —bromea Manfredo. Nadie se ríe.

Yo acomodo catálogos sin decidirme a abandonar el living.

—Usted dirá qué se hace con ella —cuestiona el doctor.

—Tenemos que esperar a la dueña de casa. La Cohen no tiene familia —con repugnancia, la bestia Manfredo retoma el control.

—Ah, otra cosita mínima, dado el cuadro. Advertí una curiosa picadura en el bajo vientre.

—¿Qué tipo de picadura? —intervengo.

—Algún insecto. Nada serio. No hace ni diez minutos que la picó. Un poco de hielo tópico y una pomadita la dejarán como nueva. Casualmente, tengo una muestra.

Me adelanto y recibo la pomada. Prácticamente se la arrebato de las manos al doctor que acumula baba suficiente como para hacer una sopa.

—Permiso.

—Suya, suya —dice Umpiérrez sorprendido—. Qué tipo servicial.

Salgo a grandes zancadas hacia el dormitorio de huéspedes, dejando atrás al resto. En cuanto levanto el camisón, reconozco el asunto. La carne se está ennegreciendo.

—La mordió.

Desarmo la cama, buscando a Loxosceles. Husmeo cada rincón. El terror inicial se va transformando en risa. Algo del orden de lo patético me puede. No dejo rincón sin revisar, mientras el carcajeo se apodera de mi garganta. Una mezcla de nervios y conmoción graciosa, que suena a represión maniática.

Todo cambia cuando corro el ropero. Embutida en la pared, hay una caja fuerte. Quedo mudo un instante. Casi me desmayo.

Sin hacer ruido, vuelvo a poner el ropero en su lugar y acomodo el desastre. Ya ni pienso en el peligro. El cielo se ha abierto. Muestra la fuente de la felicidad.