Piedad orgásmica a mano alzada
Últimos minutos de bajeza. Una escalera de vidrio me llevará a la emancipación. El contenido de la caja salvará mi vida de la escasez de color. Encaramado en la fortuna, saludaré a todos de igual a igual.
Manfredo se arregla para salir. Louise le pidió que se quedara en casa hasta que ella vuelva. Pero un evento lo tendrá entretenido hasta bien tarde. Cuando por fin se va, entro al dormitorio de huéspedes. Prendo la luz. Vilma continúa con su rigidez onírica. Camino como si estuviera solo. Corro el ropero. Una pata deja un surco en la pinotea. Vilma respira distinto. Comienza a soltar una especie de gemido atribulado. La miro. Me acerco.
La Cohen sonríe. Un temblor comienza a apoderarse de su cuero. Se moja los labios, sedienta. Una fiebre repentina le eriza los pelos. Reconozco los síntomas. El veneno se expande, celebra la posesión de las arterias.
De pronto, como en trance, me mira.
—Besame, por favor. Me estoy muriendo.
Sin responder, con los ojos húmedos, consiento. Me siento movido por una piedad fatalista. Mis labios y los de ella se tocan. Están hirviendo. Es como besar un pantano. La vieja introduce la lengua en la boca y juguetea lentamente con mi paladar. Esa anguila densa quita el aliento. Pero me dejo gobernar por la bestia viscosa. Ella me toma del cuello, las uñas secas, puntiagudas, se clavan en mi carne. Garritas rancias que me aprisionan.
Ya me siento impregnado por ella, deglutido hasta los huesos, cuando Vilma emite un gritito suave, hacia adentro, como si algo tirara un poco más. Un temblor ligero en la zona del pubis anuncia el desenlace. Ella se ausenta.
Yo esperaba un orgasmo y en su lugar he quedado prisionero de una muerta. No logro soltar sus manos de mi cuello. Termino tirando con furia. Vilma ha quedado seca, con cara de plenitud. Hace tiempo que no besaba a nadie. Años.
Un ruido en el living me saca de situación. Parece la voz de Lucrecia. Acomodo el ropero y apago la luz. Salgo.
—Se nos fue —suelto, sin saludar.
—¿Qué decís? Acabo de llegar, haceme un té.
—Vilma se murió.
—No la tutees.
Lucrecia me aparta y camina con decisión hasta el cuarto de huéspedes. Prende la luz. Un grito. Voy hacia ella. Está paralizada.
—¿Qué te pasa? ¿Nunca viste a una muerta?
No puede contestar. Me mira con las pupilas dilatadas.
—Calmate, Lucrecia. —La saco de la habitación y la llevo al baño. Le mojo las muñecas.
—Una araña —dice ella, mirándose al espejo.
—¿Dónde? —Pego un salto hacia atrás.
—En la boca de Vilma. —Lucrecia comienza a agitarse, histérica. —Tenía esa cosa inmunda en la boca. ¡Como si le saliera de adentro! Enorme y oscura, llena de ojos. ¡Me miró!
Lucrecia fuera de control, se lava la boca, se cepilla los dientes, sacude la ropa, me empuja y se encierra. Yo agarro un libro de Pop Art bastante grueso y voy dispuesto a terminar con la araña.
Cuando llego a la cama de Vilma, Loxosceles no está. Con hilo blanco ha sellado los labios de la difunta.