Estética fatal
Superado el episodio del asco, el evento distrae a Lucrecia, que pone a prueba su visión estética de la parca. Cuerpo, infortunio, música, degustación, sufrimiento, cremación: palabras concluyentes. El dolor es un momento precioso. La muerte la invita a perder la razón. Un abracadabra imponente fija lo cotidiano con su pátina de gravedad. La vida sin muerte se achica, se vulgariza. Casi no merecería ser vivida. Es el desenlace el que resuelve la suma de momentos sin sentido. El rigor de la cuenta enaltece.
La maquilladora fúnebre llega temprano y se instala junto a la Cohen con una valijita sucia y olorosa. La tarea es difícil. El cuerpo de Vilma se derrumba a cada segundo. Una capa de parafina será más efectiva que ninguna base. Los ojos se han hundido tanto que no hay quien los encuentre. Anteojos negros parisinos la salvarán de parecer un enchufe. La piel es una fina mentira sin sostén óseo. Bajo los pómulos hay años desperdiciados, cúmulos de aburrimiento desinflado que tienden a dispersarse sin la tensión vital. La nariz parece un clavo, débil y torcido. Mal clavado en la mitad de la cara. Vilma pendía de un hilo. De no morir, se habría desarmado.
La peinadora aguarda su turno leyendo una novelita. Cada tanto alza la vista y levanta una ceja. Finalmente, ocupa la silla principal en la cabecera de la cama y extrae de una bolsa un postizo natural milagrosamente abultado, en vista de que poner sombrero es imposible. Nadie notará el faltante. Por suerte, la nuca pasará inadvertida dada la posición del cuerpo. Pero el tono rojizo contrasta en vigor con el resto del cadáver. Lo que queda de Vilma son migajas de humanidad. Palidez sucia de loza mal lavada. Parece la hoja amarillenta de un libro manoseado. Un cuadro falso y feroz. Ese pelo intruso la hace parecer aún más muerta.
La vestuarista se decide por un trajecito rosa viejo, característico de las señoras de edad y recursos elevados. Una joyería de la zona presta doble collar de perlas cultivadas, a condición de que en el velorio se mencione discretamente su nombre. Pero qué difícil vestir a una escoba. La extrema delgadez perturba a la vestuarista. Ni el talle más chico logra envolver a la modelo, tan tiesa, tan de otro mundo. Comienza poniéndole medias de nylon y termina afligida. Por qué ocuparse de una tarea tan inhumana. Los pies helados de la difunta, las uñas secas y descascaradas le producen rechazo. El nylon se engancha en el dedo gordo del pie derecho y rompe la media en una carrera interminable hasta el muslo. El segundo par queda torcido a la altura de las rodillas. Girado. Decide falsear el largo de la falda para que el frunce no quede a la vista. Vilma se estira, pierde forma. Pero nadie va a notarlo. Sólo yo. La tristeza de los espectadores les impedirá percibir el absurdo. La muerte es una burla a la objetividad.
El color de los labios es motivo de controversia y se discute con energía. ¿Quién dará el toque final? La vestuarista sostiene que es atribución suya cerrar el modelo. La maquilladora defiende la potencia del rostro. La peluquera —contra todo pronóstico— apoya a la vestuarista. La discusión sube de tono y Lucrecia toma la palabra.
—Una señora bien no puede ir al más allá con colores fuertes. Da barato. Labios del mismo color del trajecito y brillo adentro.
Los almohadones rojos que se utilizaron en otra muerte no sirven para esta ocasión. Pero una sedería elegante donará cinco metros de brocatto marfil y costurera a domicilio, a cambio de que se salden las deudas de la Cohen. Un diseñador bocetea el lecho. Doble fila de rosas, orquídeas y lilium en la cabecera, una flor de lisianthus entre las manos, y fila simple de cortadera del desierto a los pies, para dar un toque salvaje y autóctono.
Un conocido ejecutante tocará la pieza favorita de Vilma. Viola (Solo) Sonata, Op.25, No.1 cuarto movimiento, de Hindemith. La velocidad de la pieza lo obliga a permanecer en pie. Para no incomodar a los dolientes, el músico circulará por los espacios sin detenerse en ninguno. Hindemith es muy reiterativo.
Las invitaciones fueron enviadas a primera hora y las coronas comienzan a llegar casi instantáneamente. Su ubicación es estratégica, según tamaño. El edificio se llena de olor a jardín recién regado. La eclosión de aromas me produce vértigo. Las narices de todos se dilatan, cosquillean. El exceso de felicidad olorosa es una tragedia para los sentidos. Del olfato, al silencio.
A la una y media el catering está listo. Las camareras, de estricto luto, reparten caviar rojo y negro, en bandejas de oro blanco. Lucrecia no quiere que los alimentos produzcan más desorden olfativo entre los invitados. La muerte debería ser lo más inodora posible. Nada más triste que un funeral con tufo.
Parece que Louise arribará a eso de las dos. Hizo un desvío en París, para comprarse un Dior, acorde con la desdicha. Hasta en los peores momentos piensa en ella. En cómo se verá.