En pausa

Aprovecho el entierro para terminar mi tarea. Enchufo la afeitadora vieja que está en corto, y enseguida saltan los tapones. La alarma comienza a emitir un latido entrecortado de canario mineral: pi, pi, pi. Las cámaras dejan de grabar. Una luz exigua entra por las ventanas entreabiertas.

La habitación donde estuvo Vilma todavía huele. Al abrir la ventana, Buenos Aires me invade con su locura rígida. Ambulancias en estado de orgasmo entrelazan sus lenguas.

Corro el ropero y hago girar los números de la caja fuerte.

16 33 08 19 91 80 33 61.

Pero no abro. Una aparición me lo impide: la desaparecida se ha descolgado del techo frente a mis ojos y me mira, siniestra. El fin que proyectan esas pupilas me deja desarmado, inútil. Apenas unos centímetros separan mi nariz de su invitación a terminar con el mundo. ¿Correr hacia atrás? ¿Aplastarla con la cabeza? No me muevo.

Ella lo disfruta. Sabe el temor que causa. Y saca provecho de la parálisis del enemigo, realizando un movimiento imprevisto: se introduce en mi fosa nasal izquierda. Veloz, guerrera.

El mundo pierde interés, automáticamente. Todo se reduce a una fosa nasal. Me pongo a soplar, desesperado. Tapo el orificio derecho, introduzco el dedo en el izquierdo, toso, escupo. Todo al mismo tiempo. Así no. Un intento de gárgara densa no logra detenerla. Ella avanza por esa cueva húmeda, se pasea por el circuito cerrado de mi respiración, con la seguridad de una cuadrilla.

Voy al baño, como antes Lucrecia. Intento ahogar a la intrusa, llenando de agua la nariz. Pero las ocho patas deambulan caprichosas por la faringe. Logran traspasar la epiglotis, llegar a la laringe, establecerse en esa humedad y descansar un instante. En la tráquea, se pierde. Sensación de ahogo. La muerte es una sensación repulsiva. Me miro en el espejo y sólo veo a un condenado, los ojos húmedos y brillantes del que espera la descarga. El veneno busca nido en mi pulmón. Cada respiración puede ser la última. Temo entorpecer a la araña con las exhalaciones.

El vicio de existir desaparece delante de la caja fuerte. La acaricio como si fuera una vagina llena. Pero no se abre. Entonces, voy a la ventana, saco medio cuerpo en la lluvia. Voy a caer.

Pero la araña me dicta al oído con un hilo de voz pegajoso: Ni se te ocurra tirarte. Viví para mí.

Cierro la ventana, obediente. Pongo el ropero en su lugar. Recorro el cuello con las yemas de los dedos, imitando la travesía de su muerte. Loxosceles se interna hacia el paladar y baja, poderosa, hacia su turbio escondite.

Una mueca invisible me toma la comisura de los labios y se clava en el borde de mi cara. Como un pájaro sobre una plancha de telgopor.